Soy el pie que pisotea, la mano que empuña un arma, la boca que escupe…

Él era todo lo contrario a un rayo de esperanza. Más bien era la mano que mantenía la cabeza de una persona que se estaba ahogando bajo el nivel del agua. O el tacón del zapato que pisaba los dedos de la mano de un suicida arrepentido que pendía del borde de la cornisa de la décima planta de un edificio.
Se llamaba Ryan. Peter. Marcus. Leopold.
Su identidad variaba según el momento. Su sexo era masculino. Lo único definido en definitiva.
Podía ser alto, bajo, gordo, delgado, rubio, moreno, albino, dotado de buena visión o ciego, muy hablador o mudo…
Lo que le caracterizaba era estar en el momento adecuado de un suceso inevitable pero a veces de final imprevisible si no interviniese él. Jamás elucubraba sobre las consecuencias de sus actos. Simplemente él era así. Si algo se salía del guión de la desesperación, se encargaba de remediarlo, dotándolo de un punto final de lo más apropiado.

Trabajar cara al público era duro. Siempre con la sonrisa permanente, atento y servicial aunque uno estuviese con un dolor de tripas del carajo.
Evander Allison tenía cincuenta y dos años. Su vida personal era un desastre. Cora, su mujer, tenía un cáncer terminal y su hijo único acababa de ser ingresado por sexta vez en una institución mental. Las deudas se acumulaban sin cesar. Aquel empleo era una tabla de salvación carcomida por el hambre insaciable de las termitas. El salario era bajo, de lo más miserable. Tenía que meter jornadas de diez horas diarias para acumular un cómputo mensual de 250. Con las horas extras llegaba entonces a los 1000 dólares… Porque encima las horas extras estaban igualmente mal pagadas. Si no las metía, no llegaba ni a 700 dólares. Una auténtica vergüenza en el corazón arrogante del gran sueño americano. Sus escasas amistades y conocidos aún le decían que debía de estar dichoso de tener un trabajo estable y más con su edad madura. No, si encima tendría que estar bailando el charlestón encima del lomo de un rinoceronte salvaje…
Evander no lucía un buen tipo ni siquiera con el añadido del traje negro de su uniforme de empleado de información del centro comercial de Westcover. Sus excesivos kilos de más y el que no se empeñara en mantener la chaqueta, la camisa y los pantalones planchados, sino más bien arrugados, le habían garantizado durante los meses que llevaba trabajando múltiples reproches por parte de sus jefes, hasta últimamente amenazarle con el despido si no se adecentaba lo suficiente. Sus ojeras eran profundas y llamativas. Estaba triste. Era lo lógico. Su Cora estaba en la planta de paliativos del hospital, afrontando sus últimas semanas entre los vivos. En cuanto terminaba su turno, sin haber cenado, se marchaba dispuesto a pasar la noche en vela cuidando a su querida mujer.
Sus manos temblaban incluso apoyadas sobre el mostrador mientras atendía a los clientes que le acosaban con multitud de preguntas y quejas. Estaban en plena campaña de verano, el aire acondicionado apenas se notaba, y la ropa del uniforme le pesaba. Sudaba por el cuello. Bebía agua a hurtadillas de un pequeño botellín oculto bajo el mostrador. Si le veía uno de los jefes del centro comercial, la bronca iba a ser épica. Había que llevar la imagen intachable de la empresa hasta el límite. Ante la cola de espera de los clientes no se podía dar a entender que el empleado estuviese agobiado y al borde de un ataque de nervios.
Un robot. Así es cómo debía de ser cada miembro de la plantilla del Westcover Mall.
Pero Evander estaba cada día con la moral más por los suelos. No le veía sentido a la vida. Iba a perder a Cora. Su hijo ya no existía como tal.
Estaba algo distraído cuando un hombre perfectamente vestido con un traje gris como si fuera un ejecutivo de Wall Street le enseñó los dientes perfectos desde el principio.
– Vengo a poner una reclamación contra el centro – dijo con voz neutra. Sus ojos ocultos bajo unas gafas de sol Ray Ban.
El cliente tendría de treinta a cuarenta años. El pelo corto. Los músculos de la cara tensos como si fuera un sargento a punto de cantarle las cuarenta a un recluta.
Evander sonrió con cierta desidia. La misma cantinela de todos los días. Que si los carros de la compra están situados demasiado lejos. Los lavabos sucios. No se encuentra la caja de pasta italiana deseada en el estante de la sección de alimentación seca. En la zona de juguetes no se ve ni un solo dependiente. El precio de un pasapurés no se corresponde con el que la cajera ha marcado en el ticket de compra. En los probadores de mujeres hay un hombre molestando y se precisa que acuda la seguridad del centro.
Evander tragó saliva.
– Usted dirá, caballero.
Aquel hombre apretó los dientes. Eran las nueve de la mañana. El centro comercial acababa de abrir las puertas y era el único cliente frente al mostrador de información.
– Sáqueme una hoja de reclamación. No tengo mucho tiempo. Quiero escribir mi queja y marcharme de este recinto.
– Antes de presentarle la hoja de reclamación, si puedo servirle de alguna ayuda para no precipitarnos con la queja.
– Usted deme el puñetero impreso. No va a convencerme para que no ponga la reclamación.
La actitud del cliente era muy arrogante. Evander le tendió una hoja de reclamaciones.
– No puedo escribir nada si antes no se me entrega también un bolígrafo. No pensará que voy a gastar la tinta de uno de los míos.
Evander correspondió con la petición del hombre.
Este, nada más tener ambas cosas, se inclinó sobre el mostrador y empezó a rellenar la hoja de reclamaciones.
Conforme lo hacía, fue susurrando cosas hacia Evander.
– Escúcheme, amigo. Tiene usted un trabajo de mierda.
“Aunque bien pensado, no se merece otra cosa. Dada su edad avanzada… Porque el futuro es de la gente joven.
Evander trató de apartarse del mostrador para evitar escuchar las frases dirigidas hacia él por el cliente. Este seguía escribiendo sin parar. Y al mismo tiempo continuaba hablándole con voz seca.
– Gente joven y de edad media. Así es como está el mundo organizado. Sí señor. Los peores puestos de trabajo y de más baja remuneración para la gente cincuentona, sin estudios universitarios y con una vida familiar caótica.
“Como la suya, amigo. Tener que aguantar aquí infinidad de quejas, la mayoría sin fundamento, vestido con ese traje de enterrador, con un horario terrible y con un salario risible.
Evander estaba de acuerdo con la apreciación del cliente, pero no con su tono de burla.
– Cada uno sale adelante como buenamente se puede – le dijo finalmente.
El cliente continuaba escribiendo en la hoja de reclamaciones sin dirigirle la mirada.
– Eso es, amigo. Está el caso de su hijo. Se lo pasa pipa con las lobotomías, eh. El que tenga la vista extraviada para toda la vida, parlotee incoherencias, con treinta años, y que lleve un pañal gigante, cuidado por el personal del manicomio, es conmovedor. Tiene que sentirse orgulloso del bastardo de único descendiente que tiene, amigo.
Evander se quedó de piedra. Se apoyó sobre el mostrador, a punto de zarandear al cliente. En breves segundos, su tensión arterial subió de tal manera, que si fuera tomada por una enfermera, esta se vería apremiada a llamar al médico para que le administrara un calmante.
Su ceño fruncido.
– Cabrón. Miserable. Usted me conoce de algo.
– Estoy rellenando la reclamación amigo. Es acerca de su comportamiento inadecuado. Sabe. Esto conllevará su despido fulminante. Lo demás vendrá seguido, porque espero que se lo tome en serio al conocer la muerte de su mujer. ¿Ve? El teléfono está sonando. Es del hospital. Con algunos días de antelación. Es una pena. Porque esperabas que ella aún viviera un par de semanas más, ¿verdad?
Evander estaba a punto de sujetarlo por las solapas y emprenderla a golpes con los puños sobre su rostro de ejecutivo altivo.
Justo cuando esto iba a suceder, una de sus compañeras le pasó el auricular del teléfono.
– Evander. Es del hospital.
Conforme atendía la llamada, el cliente entregó la hoja de reclamación a la compañera de Evander.
– Mis quejas van dirigidas hacia este hombre. Según mi opinión personal, no debería de trabajar aquí, cara al público. Sus formas dejan mucho que desear.
Antes de volverse para emprender la marcha, vio a Evander caer de rodillas, con el auricular entre las manos y recogidas sobre su regazo, llorando con desesperación.
– Mi Cora. No. Por Dios. No.

En esta ocasión se hizo pasar por Edward. Un hombre bien parecido, vestido para la ocasión como si fuera un tipo importante. En pocos minutos, encendió la mecha que hizo explotar la bomba. La mujer del tal Evander había fallecido. El hijo de este estaba perdido para siempre. La queja de la reclamación iba a hacerle perder el empleo.
Todo perfecto. En cuanto Evander abandonara el despacho donde se le comunicaba el despido, iría a casa. Ahí tenía guardado un revólver en el cajón de la mesita de noche.
Las veces que había fantaseado con volarse la tapa de los sesos…
Ahora, gracias a su intervención, Evander iba a despedirse de este mundo.
Recordemos que él era el causante del desaliento. La mano que impulsaba la paleta que aplastaba la mosca contra la pared.
Podía llamarse Edward. Robert. Regis. John.
Lo mismo daba.

“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
Friedrich Nietzsche (1794-1832) Poeta y dramaturgo alemán.


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Apetito excesivo (Excessive hunger)

Hoy, desde Escritos de Pesadilla, vamos a rendir un sentido homenaje a las series y pelis denominadas por el sambenito de la letra “B”. Se irán publicando relatos basados en esa temática, recurriendo a unos argumentos de terror exagerados estilo cómic. Hoy estrenamos esta apartado con el cuento titulado: “Apetito excesivo”.

En los inicios tuvo su mucha gracia. De hecho me tronchaba con aquella cosa redonda y de piel dura llena de escamas, toda negra como una enorme canica. Su diminuto orificio me parecía que era el lugar por donde debía de respirar. Pero me confundí a medias, porque vista su hilera de dientes puntiagudos, más bien era su boca, ja-ja.

Ya estamos llegando a la caravana. La tengo estacionada un poco lejos de la zona de donde están el resto. No me gusta tener vecinos curiosos. Ya verán cómo les atraerá el estado en que se encuentra. Y el precio que les ofrezco es de lo más justo.

Yo tendría catorce años. Era ya por aquel entonces un chaval bastante gamberro, así que me llamó la atención ver la cosa redonda negra comiéndose todas las hormigas de una colonia. Estaba ya en la boca del hormiguero, y seguramente que se hubiera incursionado en su interior y se hubiera zampado a la Hormiga Reina. Pero en fin, yo la recogí entre las palmas de las manos y la escudriñé, asombrado. Palpitaba. Era un ser vivo. Raro. Desconocido para mí. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas. A excepción del orificio. Por ahí se alimentaba, respiraba y excretaba sus necesidades al mismo tiempo. Vamos, que también hacia su caca, ja-ja.
Me la llevé metida en el bolsillo superior de mi camisa. Al llegar a casa, la puse a buen recaudo dentro de una caja vacía de zapatos, bajo el pie del armario ropero. En ningún momento se me ocurrió mostrársela a nadie. Ni siquiera a mis amiguitos del alma, ja-ja. La cosita era mi tesoro. Un secreto. Y así se mantendría para el resto de la vida, qué carajo.

Hemos cruzado por debajo de la entrada del aparcamiento de caravanas. Ahora tomaremos ese desvío a la derecha, y en cinco minutos estaremos en mi casita.

Aquella cosa me demostró que comía de todo lo que le daba: insectos, marisco deshidratado para los peces, pan duro, caramelos de menta, ja-ja. Y al poco fue creciendo como una esponja empapada. Recuerdo la tarde que capturé una lagartija y se la di. No dejó ni un cachito de la cola siquiera, la muy ladina. Finalmente la caja de zapatos se le hizo pequeña. Así que tuve que esconderla en un saco de arpillera. Llegado a este punto, la sacaba a pasear de noche.
En mi vecindario había animales callejeros. Ya se sabe: gatos, perros, algún hámster… El caso es que fueron desapareciendo hasta no quedar ninguno. Los vecinos pensaron que fue buena labor del servicio de recogida de animales abandonados del ayuntamiento. Mejor para nosotros dos, pensé, ja-ja, ¿a que sí, bolita negra?
Así estuve una temporada, con el saco a cuestas. Me hice mayor de edad y aquella extraordinaria criatura seguía conmigo, creciendo poco a poco de manera endemoniada. Me emancipé de los padres, y alojé a bolita negra en el maletero de mi coche, un viejo Chevy 230 de los 70. Yo me encargaba de salir de caza con mis cuerdas. No vean lo talentoso que soy en las inmovilizaciones de las presas que llevaba a la cosa preciosa que tenía en el maletero. De repente empezaron a echarse en falta algún mocoso de la barriada. Mala suerte. Estamos en una época donde nunca se les debería dejar solos, campando a sus anchas.

Perfecto, señores. Estacionemos aquí. Ahí está la casa rodante, ja-ja. Ya observarán que tiene un gran tamaño y…
¿Pero por qué huyen ustedes? ¡Vuelvan, por Dios!
En fin, no me queda otra que dispararles con la escopeta…

Será posible, bolita negra. Mira que estás volviéndote demasiado impaciente con la comida. Ya no sé dónde meterte para que no te descubran. Te has hecho tan ENORME, que ya no cabes en la caravana. No sé qué voy a hacer contigo.
Aquí te traigo uno de los elementos. Mientras lo digieres, voy a por el otro que está herido de muerte. No debe de andar muy lejos de aquí. Con simplemente seguir el rastro de sangre que está dejando…


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Una música demasiado alta


Eran pasadas las once de la noche. Cris Bolton acababa de llegar del fin de su turno como conductor de la línea 19 del metro. Estaba cansado y con ganas de meterse en la cama. Se preparó una frugal y tardía cena con un sándwich de crema de cacahuete, un batido de vainilla y una porción de tarta de arándanos. Justo cuando terminó de cenar, se dispuso a lavar los escasos platos antes de ponerse el pijama. En ese instante notó las pisadas de alguien que subía el tramo de escaleras de la quinta planta donde él residía. Curioso como era por naturaleza, se acercó a la mirilla de la puerta de entrada para averiguar quién podía estar recorriendo las escaleras a esas horas de la noche. No tardó en ver pasar deprisa por delante del cristal la figura de un melenudo de unos treinta años, flaco y desarreglado con muchas pintas de ser un drogadicto dispuesto a comprar su dosis diaria. Terminó de recorrer el rellano para seguir subiendo por el siguiente tramo de escaleras.
Cris chasqueó la punta de la lengua contra los dientes superiores. Era indudable que iba a visitar al vecino que vivía encima de su vivienda. Era un camello de poca monta, por desgracia muy conocido en el barrio.
Así fue. El visitante tocó el timbre de arriba. Se percibieron los pasos del vecino de Cris desplazándose hacia la puerta.
Cris se dirigió a su dormitorio. El cansancio le estaba venciendo. Se puso el pijama de colores chillones y se introdujo en la cama, apagando la luz de la lamparita de la mesilla. Cinco segundos de silencio y oscuridad total precedieron al escándalo que instantes después surgió justo encima del techo de su habitación. Su vecino empezó a vociferar. Se escucharon muebles desplazándose. Pisadas de aquí por allí.
– Joder. No voy a dormir nada – se dijo desesperado.
Entonces su vecino se calló para dejar paso a una canción de rap con el volumen al máximo.
– ¡Será cabrón! – estalló en su indignación Cris.
Se salió de la cama, encendió la luz, se calzó las zapatillas y abrigándose con la bata se dispuso a hacerle una visita a esos dos miserables del piso de arriba. Ascendió los escalones con premura hasta situarse ante la puerta del piso del vecino. Se fijó que esta estaba entreabierta. A través del hueco establecido entre la hoja y el quicio, llegaba la ráfaga de música elevada a la quinta potencia. Se adentró en la propiedad del vendedor de crack sin haber pedido permiso. El sonido era tan alto, que los nervios estaban destrozados por esta situación de escasa consideración hacia el resto de los inquilinos del inmueble. Justo al final del pasillo principal estaba la sala. Antes de llegar, vio al melenudo surgir de su interior. Portaba una pistola con un silenciador acoplado en el cañón. En ese instante apagó el estruendo de la música. Se le quedó mirando de manera molesta por la intromisión. Cris pudo ver parte del cadáver del vecino tendido en el suelo a través de la separación de las piernas del criminal.
– Es usted demasiado curioso, amigo- le dijo el peludo.
– Ha… Ha matado a ese hombre – balbuceó Cris.
– Hay que ver lo inteligente que me está resultando. ¿Para qué cree que he puesto su equipo musical a tope? Para que no se oyera como me lo cargaba.
“Por cierto, me están entrando ganas de hacer lo propio con usted.
“No quiero tener testigos, ¿sabe?
Cris vio el brazo extendido del asesino apuntándole directamente al entrecejo.
Un segundo después estaba por fin durmiendo el sueño de los justos.