FALSA BRUTALIDAD POLICIAL.


Custer sentía una opresión en la base de la nuca. Se masajeó la parte trasera del cuello, bajo los largos cabellos lacios. Cerró el ojo izquierdo por un movimiento involuntario. No es que fuese un tic nervioso arraigado en el músculo orbital. Más bien fue ocasionado por la notoria sensación de sentirse vigilado por un par de ojos invisibles.
Se removió en el asiento de la banqueta. Quiso incorporarse de pie y marcharse del lugar, pero su muñeca derecha permanecía esposada junto al brazo del incómodo mueble de descanso. Fijó su mirada al frente.
Contempló sin interés el amplio mostrador, con la documentación, los registros y el ordenador IBM, cuyo monitor mostraba el logotipo flotando como aburrido protector de pantalla.
Un zumbido procedía del interior de la torre de la CPU. Era el ruidoso ventilador.
Pestañeó el mismo ojo y el sonido molesto murió al instante. La pantalla del monitor se puso negra.
Estaba medio agachado, cuando se abrió la puerta situada a su izquierda.
Apareció el agente Mcrader. Era uno de los policías destinados al campus universitario. Es más, esa instalación donde se hallaba formaba parte de la zona de seguridad de la universidad de Dumas.
– Bueno, chico. Te voy a soltar un momento para que me dejes que te tome las huellas digitales – se le dirigió el policía. Hacía calor, estaban en pleno mes de mayo, la localidad de  Dumas estaba en la costa oeste del país, motivo por el cual su uniforme constaba de polo oscuro con pantalones cortos.
Se mantuvo callado.
Mcrader insertó la llave en la cerradura de la esposa que inmovilizaba al detenido. Se apartó medio metro, instándole a que se levantase. Lo hizo con evidente desgana.
– Acércate aquí. Baja tu mano sobre la almohadilla dactilar. No te preocupes por la tinta. Se quita fácil con una gasa humedecida en alcohol de 96 grados – se explicó el policía.
Ambos estaban situados de pie, casi pegados codo con codo.
Arrimó su mano derecha y se dejó tomar las huellas.
El agente estaba satisfecho.
– Ahora siéntate de nuevo en el banco. En pocos minutos vendrán a llevarte a la central. Aunque tampoco deberías de inquietarte. Lo que has hecho no es una falta muy grave. Como mucho estarás un mes o dos en la sombra.
Mcrader soltó una ligera carcajada.
Lo miró con fijeza.
Nuevamente  tuvo la apreciación de que alguien estaba controlando sus movimientos.
– No quiero – dijo, negándose a sentarse en la banqueta.
– Venga, muchacho. No me compliques la vida.
La mano de Mcrader quiso sujetarle por la muñeca derecha para encaminarle hacia la banqueta, pero Custer echó un paso atrás, evitando el contacto.
– Joder. Tú lo has querido – Mcrader pulsó el transmisor de la emisora colocado sobre el hombro derecho. – Aquí 57, solicitando refuerzos. El detenido se niega a cooperar.
Se mantuvo alejado del policía lo suficiente como para que no le echara la mano encima. Aposentó los brazos cruzados sobre el pecho.
En ese instante, el ventilador del ordenador volvió a emitir su sonido de lo más perceptible, y la pantalla del monitor se encendió.
Mcrader controlaba la posición del detenido, situándose en su camino hacia la salida. Se le veía impaciente por la llegada de otro compañero en su apoyo. Por si acaso, había desenfundado el bote de espray pimienta. Un movimiento en falso bastaría para aplicárselo directamente a los ojos.
– No he hecho nada malo, agente. Déjeme marchar – dijo en un murmullo.
La puerta de acceso fue abierta, entrando  el agente Remírez.
– Se niega a ser esposado – le explicó sucintamente Mcrader nada más verle.
– ¡Venga! ¡Arrímate al puto banco, si no quieres que te caliente! – le gritó Remírez al detenido, con la defensa en la mano.
– No.
El agente recién llegado se le arrimó decidido a reducirle. Nada más tenerlo al lado, Custer lo empujó con toda su fuerza contra el mostrador, derribando el monitor del ordenador y desparramando una serie de archivadores por el suelo.
– ¡La madre que te parió!  – maldijo Remírez.
Mcrader acudió en su auxilio, disparando un chorro de gas pimienta al rostro del detenido.
No surtió el efecto deseado. Con una violencia inusitada, recogió la torre del ordenador y se lo arrojó directamente sobre el costado del policía. Este se quejó de dolor nada más recibir el impacto.
Remírez llamó por la emisora, solicitando más refuerzos, pidiendo además que se acudiera con un táser para reducir al agresor.
A mitad del requerimiento, la pantalla del monitor crt quedó incrustada sobre su cabeza, perdiendo el conocimiento por completo. Custer recogió la porra del agente y se dirigió hacia Mcrader, aturdiéndole sin miramientos con golpes certeros sobre su cabeza, hasta dejarlo tirado de mala manera sobre el suelo.
Con respiración entrecortada y jadeante por el esfuerzo, se enderezó. Nada más hacerlo, contempló la salida.
Su frente palpitó, produciéndole un dolor de cabeza inmenso. Sus dos ojos pestañearon medio segundo. Cuando su vista se estabilizó, encontró una sombra densa presente en el umbral de la salida del cuarto de seguridad.
– ¡No! ¡No puede ser demasiado tarde! – imploró.
Un pitido in crescendo audible tan sólo por su propio sistema auditivo terminó por hacerle estallar los tímpanos.
Custer se recostó de espaldas sobre el suelo. Una opresión interna presionaba  sus ojos, hasta extraerle los globos oculares sobre los pómulos. Quiso aullar de dolor, pero su lengua fue doblada hacia su tráquea, hasta hacerle morir ahogado entre sus propias babas.

En un principio, la muerte del detenido pudiera parecer formar parte de una excesiva brutalidad policial, pero visionado el vídeo del circuito cerrado, se pudo comprobar el terrible  estado de indefensión en que estaban ambos agentes antes de la extraña muerte de Custer Monroe.

El error de Bertelok

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.



Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


Recorriendo senderos…

                 Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.

                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.

                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos del calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.
                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…

No liberes mi alma (Espíritus Inmundos 3ª Trama).

En esta ocasión recupero el relato “No liberes mi alma (vida perdida)”. Al igual que los dos anteriores, revisado y ligeramente retocado en algún párrafo. Lo publico ya formando parte de los episodios de posesión diabólica de la saga Espíritus Inmundos. Independiente en argumento como las dos historias que le preceden. Que lo pasen mal leyéndolo, je, je.

Gotas persistentes y funestas en una noche lóbrega y oscura. Sería un genial comienzo para una novela barata de pesadilla de pulp fiction. Pero para Bernie Lavarez aquello era relativo: le importaba un comino la repercusión mediática del inicio. Lo que le afectaba era que aquella introducción narrativa implicaba actualmente a su vida. Parte de su destino discurría por aquella carretera rural casi sin asfaltar. Flanqueada por arboledas interminables y de copas altas y tupidas, cubriendo la distancia hasta su nuevo punto de destino en su todoterreno Jumper. Las luces de niebla hacían renacer la VIDA delante del morro de su vehículo.
Bernie tenía sintonizada en la radio una emisora local que no hacía más que emitir música de los cincuenta. Antiguallas como la fútil existencia misma de esa región miserable y deprimida, donde la mera presencia de un forastero era considerada aún un peligro latente proveniente de otro mundo lejano. La Guerra de los Mundos. Una creación magistral de H.G. Wells, narrada bajo la voz persuasiva y convincente de Orson Wells. 
Demonio de sitio para ir a vender seguros de vida, de vivienda y de tierras a los lugareños.
La vida se le iba de las manos. Le dominaba la rutina. La falta de miras mayores. Sólo su estúpida labia le libraba de tener que mendigar al ejército de salvación. Las millas pasaban bajo el chasis. Dios, aún le quedaban casi treinta más hasta Grand Pipeline. Menudo nombrecito para un poblacho de paletos dientes largos. Comedores de maíz a todas horas. Con sus cabellos rubios pajizos y su hablar desganado y por momentos ininteligible. Coño, su jefe le decía que nunca vendería gran cosa si se dejaba dominar por prejuicios. Pero jefe, con mi labia puedo venderle un seguro hasta a Satanás. El anticristo, joder… Para cuando aquellos pueblerinos estuviesen algo más espabilados, y supiesen qué diantres habían suscrito, la tierra ya ni existiría. Seguro que habría sido ya devastada por el meteorito de las narices que venían anunciando los del National Geographic. 
Y para entonces, él ya estaría…
… estaría en Babia como ahora, dejándose sorprender por algo emergiendo del lado derecho de la carretera, algo que se dejó arrastrar bajo el parachoques del descomunal Jumper, de su chasis y del eje trasero hasta quedar paralizado e inerte detrás del rastro del vehículo. Bernie maldijo su suerte, echando espumarajos por la boca. 
Puta criatura de las narices
Por el tamaño del impacto y del rebote de las suspensiones aquello debía de tratarse de un coyote o algo similar que anduviese a cuatro patas. Frenó en seco dejando el Jumper paralizado en medio de la carretera, ligeramente escorado hacia el margen derecho. Las escobillas despejaban el parabrisas del intenso aguacero que estaba cayendo en ese instante. Bernie aporreó el volante fuera de sí. Tendría que salir a evaluar los daños y comprobar qué clase de bicho le había jodido la noche. Abrió la guantera para recoger la linterna halógena, echó para atrás el respaldo del asiento del acompañante para hacerse con el impermeable amarillo fosforescente y una vez puesto, salió del Jumper. Se dirigió hacia la parte delantera e iluminó con el haz de la linterna el parachoques. 
JODER. JODER. Puto coyote o mierda de animalejo que seas. Ahí te pudras de por vida… 
Tenía el lado derecho abollado por el impacto y parte del parachoques levantado. Ese era su sino. Su puta VIDA. Siempre llena de imprevistos y de consecuencias similares. Desde luego que al nacer, no fue bendecido convenientemente. El cura estaría saturado de alcohol de 36 grados o con una fiebre palúdica. 
Desvió la luz de su linterna y se encaminó hacia el cuerpo del animal… Estaba a diez metros escasos… Y desde los cinco metros pudo percatarse ya de que ese puto animal no era ningún puto animal. 
Era una persona. O mejor dicho, el cuerpo hecho guiñapos de una persona. Dios, el peso del Jumper lo había reventado por completo. Y aquello que segundos antes albergase Vida, se trataba de la fisonomía de una muchacha joven y desnutrida. 
Bernie transformó su arrebato de ira en un descontrolado nerviosismo, propio de alguien que acababa de llevarse por delante a una excursionista que había elegido una nefasta noche de perros para ir vagando por el bosque. Iluminó levemente los retazos de la figura femenina caída, y sin más se puso extremadamente enfermo. Sintió una arcada emocional que emergía de su estómago y le subía por el esófago hacia la boca. Iba a echarse a un lado para vomitar su exceso de ansiedad, cuando vio otra figura ubicada cerca del Jumper.
Nooo… Nooo…
Era un hombre alto, vestido de negro: pantalones de agua, chubasquero y sombrero de ala ancha. Tenía una edad indeterminada.
-Yo… Lo siento… Lamento mucho lo que ha pasado… La chica ha salido corriendo desde los matorrales del margen derecho de la carretera y no me ha dado tiempo de frenar con la debida antelación… Ha sido un terrible accidente del todo involuntario…- balbuceó Bernie, avanzando paso a paso hacia aquel hombre.
Sería su padre lo más probable. Dios, y pensar que él era un agente de seguros de vida.
El hombre permanecía entre las sombras. Quieto. Erguido. Con la mirada clavada en Bernie.
-Ya sé que no es el momento ni la situación más indicada para comentarlo, pero tengo un seguro a todo riesgo… Dentro de lo que cabe, espero poder resarcirle la pérdida de su familiar. Porque es su hija, ¿verdad?
El hombre le miró con mucha calma. Eso le extrañó sobremanera a Bernie. No era nada normal comportarse así si alguien te acababa de atropellar mortalmente a tu hija…
Vida por vida – dijo al fin aquel hombre.
Bernie se acercó un poco más. ¿Qué diablos había murmurado?
-Esto… ¿Le importaría repetir lo que ha dicho? Entre la fuerza de la lluvia y que me ha cogido de improviso, no le he entendido bien.
Bernie se situó casi de frente. Desvió el haz de la linterna hacia el suelo en perpendicular para no cegarlo, iluminando su rostro de manera indirecta.
Aquel hombre estaba más pálido que la muerta. Y su cabeza… Su cabeza giraba sobre sí misma, retorciéndose cada definición de su semblante de manera compulsiva como si tuviera un ataque epiléptico. Una cabeza con infinitas facciones, mutando como la plastilina bajo el manejo de mil dedos.
Vida por vida…
“Bernie Lavarez te llamas… Ella se llamaba Amanda Itts… Tenía 19 años… Un cuerpo y una edad perfecta para albergarme. Su morada era mi casa. Su ser era mi esencia. Su vida era la mía. Y ahora que acabas de echarme de mi recipiente, te reclamo a ti, Bernie Lavarez, como lugar de reposo…
Bernie estaba paralizado. Los ojos negros del hombre eran dos enormes carbones encajados en las cuencas. Y su mente… Aquello le estaba usurpando el control de su propia conciencia.
Soy Malaquías. Y traigo conmigo a otros siete caídos. Todos juntos viviremos dentro de ti. Formando parte de tu propia vida.
“Pues Cristo nos odia, y nosotros aborrecemos a las criaturas de Cristo. La manera de encorajinar a Cristo, es tomar posesión de los cuerpos que Cristo ama, corrompiéndolos hasta el fin de sus vidas. Vidas como la de Amanda. Existencia como la tuya propia.
“Te enloqueceremos por disfrute. Te haremos enfermar. Conseguiremos que seas el oyente de nuestras propias voces en el interior de tu deteriorada mente. Dominaremos tu patética personalidad a nuestro antojo. Y lo bueno, es que ni tú, ni Cristo puede impedirlo. Pues si de un cuerpo se nos echa, a otro nos trasladamos.

El cuerpo de la muchacha… Quedó abandonado en la carretera… Bernie Lavarez pensaba en ello de vez en cuando conforme conducía bajo la cacofonía de la lluvia. Cuando lo hacía, las voces le dominaban. Le hacían de seguir conduciendo.
Que no pensara más en Amanda.
Que siguiera adelante…
Que continuara con su propia VIDA.
“Tu vida es nuestra. Eres un campo fértil, y todo lo que coseches a partir de ahora, nos pertenece…”
“No pienses en morir… Pues ya estás muerto… En cuerpo, espíritu y alma.”


Bernie continuó conduciendo bajo la lluvia. Ajeno a este mundo. Perdido en las tinieblas…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El Arcángel Caído (Espíritus Inmundos 2ª Trama).

Vista la petición de los lectores, procedo a reeditar la publicación de la segunda trama de Espíritus Inmundos. Nuevo título, texto ligeramente revisado y completamente independiente del anterior. Espero que esta segunda oportunidad que se le brinda desde Escritos tenga la misma aceptación que su primera parte.


– Está dentro – se lo indicó con un gesto de la mano libre. La otra empuñaba una beretta con un silenciador acoplado a su cañón.
– Vale. Entramos a saco y nos lo cargamos – susurró su compañero.
Ambos llevaban protección ligera en los codos y chaleco antibalas kevlar. Uno de los dos se situó frente a la puerta de madera de entrada a la habitación número 23 del motel de carretera “Teodoro´s”. No tendrían testigos que les molestara. Eran pasadas las tres de la madrugada, el resto del motel estaba vacío tras la comprobación pertinente en el registro de la recepción y el dueño estaba criando malvas detrás del mostrador con dos balas en el pecho. Ni siquiera se presentaron ante él. Simplemente entraron por el vestíbulo y se lo cargaron. Lo mismo que iban a hacer ahora con ese desgraciado que le debía veinte de los grandes a su jefe.
Uno de ellos le pegó una patada contundente a la puerta con la bota derecha. Estaba la madera tan envejecida que casi se partió en dos por los cuarterones centrales. El interior estaba a oscuras. Esa situación era previsible. Ambos se colocaron las gafas de visión nocturna y se pusieron a escudriñar desde el quicio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, las persianas bajadas y las cortinas echadas. En un extremo había una vieja televisión con el mando a distancia tirado sobre el suelo. La pantalla estaba encendida y emitía la señal de estática de un canal inexistente. La cama estaba en el lado contrario. Se veían las sábanas movidas por las prisas del que abandonaba su lecho al prever una visita no deseada.
– Nos esperaba – se dijo el uno al otro en voz baja.
– Calla.
Entraron con precaución en la estancia. Uno cubriendo el lado contrario del otro. Eran dos profesionales. Sabían lo que se hacían. El más cercano a la televisión optó por apagarla. Quedaba por registrar el baño. La diminuta habitación no daba para más.
– Tiene que estar allí adentro.
– Si.
– Ya me adelanto yo. Tú cúbreme por si acaso. Puede que vaya armado.
– Estate tranquilo.
Uno de los dos se dirigió hacia la puerta del baño. Estaba encajada en el marco. El pomo se ofrecía como señuelo, pero pensaba abrirla del mismo modo que hicieron con la puerta de entrada al nº 23. Adoptó la postura de asalto cuando la luz de la habitación fue encendida sin previo aviso. Al llevar puesta la visión nocturna, se quedaron medio cegados.
– Coño… Qué…
– No pierdas la concentración…
– Cómo lo ha hecho… Joder, hay que quitarse la visión nocturna. No veo una mierda.
Cuando lo hizo pudo ver que la puerta del baño se abría hacia adentro y su compañero fue forzado a entrar en su interior por una fuerza desconocida.
– Dios… No… NOOO.
Desde el centro de la habitación percibió un crujido de huesos y el ruido característico de un cuerpo que se desplomaba sobre el suelo. Se puso nervioso. Aquello no estaba saliendo según lo planificado. Había una baja. Y aún estaba por cargarse al tipejo que adeudaba el dinero al jefazo.
Entonces la luz de la habitación se apagó de nuevo.
– Mierda.
Se colocó de manera precipitada la visión nocturna. La luz del baño fue encendida, expeliendo su haz sobre la cabecera de la cama desarreglada.
Se pasó la mano libre por la frente sudorosa.
Miraba fijamente el vano de la puerta desde donde surgía el chorro de luz.
– ¡Cabrón! Es tu fin. Pagarás por la deuda y por lo que acabas de hacerle a Gregori- bramó con ganas de descargarle el cargador entero a ese bastardo con mayúsculas.
Entonces le llegó la risa.
Una risotada conocida.
Eran las carcajadas de su compañero.
Eso le hizo detenerse en su avance.
No podía ser posible.
Estaba claro que aquel cabrón acababa de liquidar a su colega.
Pero…
Las risas continuaron.
Cada vez más notorias.
Hasta rozar el escándalo.
Sin previo aviso, Gregori se asomó en la jamba de la puerta del baño con un semblante desquiciado y le apuntó con su arma directamente hacia el entrecejo.
– No.
Apretó el gatillo y le acertó de lleno, haciéndole caer fulminado sobre la alfombra deshilachada colocada en el suelo. La beretta y las gafas quedaron desperdigadas a escasos centímetros de su cadáver.
Gregori se detuvo en sus risas. Dejó caer su arma a un lado. Seguidamente se derrumbó igual de muerto que su compañero. Por algo tenía el cuello abierto por la garganta con la pechera del chaleco antibalas empapada de sangre.
La luz de la habitación cobró vida otra vez. Del cuarto de baño surgió la persona a quien buscaban. Era un hombre de treinta años. Estatura media. Rostro anodino. Cabellos cortos rubios. Estaba vestido de calle. Se acercó a los dos cadáveres para contemplarlos de cerca. La garra de su brazo derecho recuperó la forma original de una mano humana. Esbozó una sonrisa diabólica. Estaba feliz con su cuerpo. Estaba en un estado muy saludable. Y ahora que se había librado de la amenaza que había acechado a su ocupante anterior, podría vivir tranquilo.
Se sentó en el borde de la cama. Respiró profundamente.
Esos dos matones.
Podría revivirlos si quisiera.
Convertirlos en parte de su defensa personal.
Desechó tal idea.
Era correr un riesgo innecesario.
Aparte de que su poder era absoluto.
Ningún ser humano podría echarle de ese cuerpo.
Bueno. Siempre y cuando no fuese un jodido exorcista de la iglesia católica de Roma.
Pero en fin. Procuraría no llamar demasiado la atención. Él era muy diferente a los lacayos de Lucifer, que se conformaban con invadir un cuerpo para su simple deleite basado en la tortura física y espiritual. En cambio, al tratarse de un arcángel caído, la ocupación de un cuerpo humano representaba dominarlo con cierta naturalidad externa para convivir entre los demás humanos, camuflado entre ellos sin dejar de propagar dolor y desesperación. Era otra manera de ofender a Dios.
Recogió todo lo imprescindible, se deshizo a su manera de los restos de los dos cadáveres, tomó prestado su vehículo y emprendió camino hacia el otro extremo de la costa oeste de los Estados Unidos. Así evitaría posibles represalias de los secuaces del mafioso que había encargado la muerte del dueño original del cuerpo que ahora él poseía en su totalidad.
No lo hacía por precaución.
Simplemente era que no le apetecía ir aniquilando vidas ajenas con demasiada asiduidad.
Era un ser poderoso.
Matar ratas era una labor de los seres inferiores.
Mientras conducía, su mente se puso a pensar en diversidad de lenguas vivas y muertas.
El motel fue quedando atrás.
En la lejanía.
Pasado un tiempo dejó de formar parte de los recuerdos de aquel cuerpo.
Pues su dueño actual daba preferencia a las reminiscencias arcanas de su mente milenaria.
Una mente que formó parte inicial del coro de ángeles de Dios Todopoderoso antes de sumirse en un estado de rebelión que lo sentenció a la expulsión eterna del Paraíso.
Su venganza consistía en rebelarse contra el Juez Supremo que lo condenó a su caída en el averno.
Aquel cuerpo representaba el comienzo.
Uno nuevo.
Con un final distinto a lo escrito en los evangelios.
Así al menos Él lo esperaba.
Siguió conduciendo, ensimismado en sus pensamientos impuros.
Sentirse como un vulgar humano era una sensación excitante.
Pensaba prolongar esa sensación hasta el infinito.
Recreándose en todo aquello que fuese a sacar a Cristo de sus casillas…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La posesión de Kevin (Espíritus Inmundos 1ª Trama).

Es época navideña. Por tanto corresponde repescar algún relato añejo y poco leído por su antigüedad en el blog, ambientado en estas fechas tan hermosas. Espero que esta vez este relato sea un poco más valorado, pues cuando lo escribí hace uno año y pico, me gustó. Se titula realmente “Espíritus Inmundos. 1ª Trama”. Luego hay un segundo relato con el mismo título y “2ª Trama” como distintivo de la saga.

Kevin Stacey era feliz. Tenía una esposa estupenda y dos hijos maravillosos. Eran la típica familia de clase media americana. Vivían en una barriada donde había de todo, gente obrera, marginada y familias que casi siempre pasaban apuros a finales de mes, que ya era toda una hazaña tal como estaba el país, con el paro en lo alto de la cumbre gracias a los dos mandatos del peor presidente de toda la historia. Kevin y su familia estaban entre los que pasaban apuros para llegar a final de mes, pero aún así su satisfacción era plena. Vivían en un piso de la quinta planta de un edificio de alquiler que pertenecía a un supervisor de origen alemán que tenía en propiedad otras tres edificaciones más a lo largo del barrio. El alquiler era asumible por los dos sueldos que entraban en el hogar. Kevin era vigilante armado de un banco, y su mujer Kelly trabajaba a tiempo parcial de cajera en un supermercado local. Los niños estudiaban en una escuela pública, y de vez en cuando contrataban los servicios de una canguro para pasar los dos un rato junto a solas en el cine o en un restaurante que fuera asumible para su economía de gastos mensuales. Y una vez al año, pues Kevin no podía permitirse unas vacaciones normales, disfrutaban de una semana de asueto en visitas a parques nacionales o de acampada en tienda de campaña con los vecinos del segundo, un matrimonio sin hijos y con el cual guardaban una gran amistad.
Así era Kevin. Así era su familia.

Un año, en plenas navidades, con la ciudad cubierta de nieve, Kevin regresaba del largo turno diurno a casa. Habían sido doce horas, de ocho a ocho de la tarde. Estaba cansado, con ganas de pillar una buena ducha, vestirse algo cómodo, cenar con los suyos, tumbarse sobre el sofá y ver algo en la televisión antes de irse a la cama, que mañana tendría que volver a la custodia del banco. Realmente, el espíritu de la navidad estaba muy arraigado en la familia, aunque Kevin y Kelly no fuesen especialmente ni muy devotos ni practicantes de la religión católica a la que por tradición pertenecían. La asumían con la alegría de ver lo bien que se lo pasaban Ted y Nataly, quienes a sus cinco y ocho años respectivos, vivían la llegada de Santa Claus con la típica ilusión que se tenía a esas edades. Esa tarde en que volvía a casa hacía bastante frío, sobre los dos bajo cero, pero lo llamativo para Kevin fue la sensación de que hacía mucho más dentro de su propio piso. Al abrir la puerta notó un cambio drástico de temperatura y conforme avanzaba por el recibidor, el frío era más acusado. Tocó el radiador más cercano para ver si acaso había vuelto a fallar el sistema de calefacción central del edificio, pero este estaba funcionando correctamente, notando la calidez bajo la palma de la mano. Era extraño. Aventuró que a lo mejor Kelly había abierto las ventanas para airear algo el piso antes de que él llegara, pero no encontró ninguna de las hojas de las ventanas subidas. Y lo más llamativo. No encontró a nadie de su familia.
Registró todo el piso. Las dependencias estaban en un estado de normalidad, y la mesa del comedor estaba preparada para empezar la cena. Entró en la cocina y vio la comida sobre el mostrador recién hecha y dispuesta para llevarla a la mesa. 
Pero Kelly
– Kelly – la llamó
ni Ted
– Teddy
ni Nataly
– Nataly
Ninguno de los tres salió a la llamada de sus nombres, pues todos estaban ausentes.
Kevin se empezó a poner nervioso. Su trabajo consistía en mantener en lo posible la compostura bajo presiones extremas al ser el máximo responsable de la seguridad en el banco donde trabajaba. A veces cuando llegaba la crisis como él la llamaba, había que respirar de manera profunda y contar hasta cien antes de perder los nervios y liarse a tiros con el atracador que amenazaba a la cajera con una navaja automática. Claro que en este caso no se trataba del jodido dinero del banco, o de la vida de una extraña que simplemente se limitaba a saludarle y despedirse de él cuando entraba y salía de su turno de trabajo en el banco. Se trataba de su mujer y de sus dos hijos.
Era su propia sangre la que estaba en juego.
Tenía que averiguar lo antes posible qué demonios les había pasado. No encontró signos de resistencia. Todo estaba en orden. No faltaba nada. No había sangre por ningún lado. Se dejó caer de rodillas, desesperado, y juntó ambas manos. Quiso rezar una plegaria:
– dios mío, por favor no me hagas esto…
Estuvo sesenta segundos sin reaccionar, hasta que decidió que lo mejor era ya llamar a la policía. Fue hacia la mesita del corredor principal donde estaba ubicado el teléfono inalámbrico insertado en su cargador. Antes de llegar vio como la mesa se tambaleó un poco y el teléfono salió volando de su cargador para impactar sobre su cabeza contra la pared hasta quedar del todo inservible para su uso. Kevin miró en derredor suya. No vio nada. Estaba solo, pero algo había cogido el teléfono y se lo había lanzado a la cabeza. Entonces escuchó una serie de sonidos procedente de la cocina. Fue corriendo. Al quedarse en el quicio pudo ver que toda la comida con la vajilla y la cubertería estaban tiradas y diseminadas sobre el suelo. La luz del techo chispeó un par de veces y se apagó. La sensación de frío era ya terrible. El aliento cobraba formas arbitrarias conforme respiraba cada vez más aceleradamente. Salió de nuevo al pasillo principal y desde la entrada al salón vio avanzar una figura oscura. Estaba situada a gatas y parecía una sombra en un antinatural relieve. Se le fue acercando gateando a trancas y barrancas. Un gruñido hosco surgía de su garganta.
Kevin – le siseó la criatura.
Kevin lo veía llegar con el espanto de quien ve un hecho de difícil explicación. Eso no podía estar sucediendo. No en su propia casa.
La sombra se le acercó por completo y alzó su rostro.
Kevin sintió una fuerte convulsión antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

– Papá…
– ¡Kevin! ¿Estás bien, cariño?
Poco a poco fue recuperando la consciencia. Estaba rodeado por su familia. El piso estaba nuevamente como debería haber estado desde que entró hacía media hora por su puerta de entrada.
Se puso en pie con la ayuda de Kelly.
– Papá, papá, te has caído y te has hecho daño- se interesó Nataly.
Kevin no dijo ni palabra.
Pasado el susto, se fueron a cenar. Fue una cena muy atípica, donde Kevin no quiso ni hablar media palabra con su familia. Kelly estaba preocupada. Su marido estaba teniendo un comportamiento extraño. Los niños estaban tristes porque su propio padre no les hacía caso, y su madre prefirió llevarlos al cuarto de juegos para que no siguieran viendo el semblante serio y taciturno de Kevin.
Cuando Kelly regresó del cuarto vio como Kevin se disponía a salir de casa.
– ¿Qué haces? ¿Se puede saber qué te ocurre?
Kevin ni se molestó en mirarla. Abrió la puerta y salió. Kelly se situó en el quicio y lo vio dirigirse hacia el ascensor. Estaba indignada.
– ¿A dónde crees que te vas? Contesta. Has fastidiado el día de los niños y piensa que te puedes ir así de rositas, sin dar ni siquiera una sola explicación.
Las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Kevin avanzó dos pasos hacia su interior. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor inició su descenso, Kelly cerró la puerta del piso de un fuerte portazo.

El callejón no tenía salida por el fondo. Estaba situado detrás de un restaurante ruso de poca monta y estaba decorado con los contenedores de la basura y algún que otro mueble viejo y abandonado. La nieve lo recubría todo. Solía estar frecuentado por gente sin techo que se refugiaba entre cartones para dormir a la fresca, pero en esos días invernales tan inclementes preferían el subsuelo del metro. Entre dos de los contenedores de basura estaba Kevin. Agazapado, sentado casi sobre sus talones, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba tiritando. Lo notaba. Pero no podía ejercer dominio sobre su cuerpo. Estaba controlado por otra entidad. La entidad estaba refugiada en su mente. Y le estaba enloqueciendo con sus blasfemias. Y sus risas malignas. Le hablaba por dentro en lenguas extrañas que Kevin no entendía. Y le hacía de adoptar las posturas que él quisiera. Si lo deseaba, le hacía de arañarse su propia cara. O de comerse los mocos. O de hacerse sus necesidades encima.
Kevin no entendía la razón de que aquella entidad hubiera reclamado su cuerpo. Ni comprendía cómo había surgido en el corazón puro de su hogar. Nunca habían tenido interés en temas ocultos, ni habían practicado algún tipo de juego peligroso como el de la ouija. Pero allí estaba. Dentro de su interior. Haciéndole ya la vida imposible. Deseando que morir fuese una solución a sus males. Pues su familia no merecía soportar su sufrimiento incurable.
Tras cinco horas atrapado y constreñido en esa postura, lo que anidaba ahora en su interior le hizo de alzarse. Eran las tres de la madrugada. Enormes copos con la turgencia del algodón caían sobre sus cabellos y los hombros. Fue avanzando en un caminar desigual hacia la otra calle. No se veía a nadie. El frío era intenso. Tenía las manos congeladas. Los pies ya ni los sentía.


Las voces…


Continuó andando un buen trecho por las calles del barrio. En un momento determinado llamó la atención de un agente de policía que estaba resguardado dentro de su coche patrulla.
– ¡Oiga, señor! ¿Está usted bien?- se interesó el policía.
Al ver que no le hacía caso, puso en marcha el vehículo hasta situarse al lado de Kevin. Asomó la cabeza por la ventanilla y lo contempló tal cual era. Se asombró de que aquel hombre no estuviera al borde de la hipotermia. Su estado revestía una gran gravedad. Tenía el rostro surcado de múltiples arañazos y los nudillos de las manos agrietados y sangrantes al igual que las uñas rotas y melladas de restregarlas contra los ladrillos del callejón sin salida.
– Cristo. Te has auto lesionado tú mismo, ¿verdad? ¿Qué te has metido, hijo?
Kevin escuchaba la voz del policía.
Pero por encima de aquella voz sobresalían las voces que le atormentaban en las últimas horas.
Las voces que le habían destruido una vida idílica.
Las voces que le había separado de su familia.
Esas puñeteras voces.
¡Callaos de una puta vez! – gritó Kevin en voz alta, llevándose las manos a los oídos.
Y entonces
– Relájate, chico. Levanta las manos. No hagas nada raro. Si te comportas, te llevaré a que te vea alguien para que te examine – le estaba diciendo el policía.
Entonces la cosa que le dominaba le hizo de revolverse hacia el agente, buscándole el cuello con las manos semicongeladas,
– Qué haces…
haciéndole de apretar y apretar hasta que…
un tiro del arma del policía le dio de lleno en la cabeza y le hizo caer desplomado de espaldas sobre el colchón de nieve.
Kevin miraba hacia el firmamento.
Parecía que estaba formando ángeles en la nieve con los brazos extendidos
– Maldito hijo de puta. Qué coño te has metido, que casi me matas…
ahora descansaba libre de toda presencia enfermiza en su interior
estaba libre
estaba feliz

lo único que lamentaba era que ya nunca más iba a volver a ver a Kelly, Ted y Nataly.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Miedo verdadero

Después de tanta ceremonia de entrega de premios, corresponde reeditar un relato de terror. Estoy con la voz descarriada, muy cascada, de trasegar tanta sidra en la cena celebrada con los premiados, así que la presentación se la dejo en esta ocasión al cocinero Bogus Bogus.
– ¡Es un cacho honor para mí, jefe!
Bueno, se breve y conciso, que se nos duermen los lectores.
– Este relato es súper incómodo de leer, sobre todo si no lo hace uno tumbado en la cama.
Bogus Bogus…
– Si… Que no se os ocurra echarle una ojeada en plena masticación de un bocado de un bocadillo de chorizo de Pamplona, que puede que se os atragante y luego haya que ir a urgencias a por un lavado de estómago.
Jesús, menudo prólogo para un cuento de terror.
– Por lo demás, es aconsejable haber hecho testamento antes de centrarse en su lectura. Más de uno se nos morirá de un tremendo patatús.
Vale.
– ¿A que lo he hecho bien?
Lo tuyo es la cocina, y no fomentar el gusto por la literatura entre mis invitados.
– Bueno. Ahora le preparo la cena. ¿Hace una cacatúa rellena con carne picada de Ñú?

Connor no era un niño, sino un adulto de edad mediana. Tenía cuarenta y dos años. Hasta aquella noche en el dormitorio de su piso solitario de soltero empedernido, nunca recordaba haber tenido el más ligero retazo de recuerdo de algún tipo de trauma infantil. Sus padres siempre se comportaron bien en su infancia, y en la escuela había sido uno de los críos más populares. A la hora de dormir nunca había tenido pesadillas de consideración, y sus miedos infantiles se remitían a las imágenes contempladas con anterioridad de alguna película de terror, relato o vídeo visto a escondidas cuando estaba algún rato a solas en su antigua casa familiar. Superado ese período de su fase de aprendizaje de la vida mundana, lo que menos podía esperarse es que algo fuera a intimidarle en la fecha actual. Un hombre talludito, maduro, que se reía de casi todo lo terrorífico que le pudieran echar por Internet y la televisión por cable, estaba ahora marcadamente aterrado, paralizado entre las sábanas de su cama. El cuarto estaba perfectamente a oscuras, con las tablillas de la persiana encajadas sin permitir que se filtrara hacia el interior de la habitación ningún atisbo de luz procedente del exterior nocturno, tanto del alumbrado público como del transcurrir del tráfico o el halo pálido y débil de la luna en fase creciente.
Hacía mucho frío. Temblaba de pies a cabeza. Estaba en pleno mes de julio, y en el exterior la temperatura era de casi treinta grados. Eso era incomprensible, de no ser por lo que había debajo del somier…
El piso era de alquiler y llevaba residiendo en él más de una década. Nunca había acontecido nada relevante o perturbador en su interior. Y de hecho siempre había conciliado el sueño con relativa facilidad. Pero esta noche era distinta al resto de sus noches precedentes. A la una de la madrugada continuaba sin poder pegar ojo. Se removía inquieto sobre el colchón. Estaba vestido con un boxer y una camiseta de tirantes de algodón. Era una vestimenta de lo más elemental para el calor que hacía. A partir de las dos su situación de triste insomnio quedó alterada por el descenso brusco de grados Celsius. En poco más de media hora la estancia estaba sumida en un frío aterrador. Y su cuerpo desgarbado y con ligero sobrepeso terminó por quedarse rígido, como si tuviera una especie de experiencia fuera del mismo, del estilo de los viajes astrales. Entonces notó que su pie derecho quedaba libre fuera de las sábanas, colgando sobre el borde del colchón. Quiso recuperar la sensibilidad de su anatomía, pero no había forma de poder movilizar los miembros. Estaba completamente inmóvil. Su respiración se aceleró. Sus labios se separaron para expresar alguna palabra en voz alta que ejerciera de conjuro para anular su inmovilidad. Justo antes de que lo hiciese, percibió como algo le aferraba el pie por el tobillo, y con una brutalidad sobrehumana tironeó de él hasta introducirlo debajo de su cama.
Entonces…
– ¡No! ¿Quién eres? ¿Qué eres? – chilló en agonía, sintiendo el congelado suelo sobre su pecho, pues estaba tumbado boca abajo.
Quien estuviera encima de su espalda le hizo de comprimirse más contra las losas.
– ¿Que quién soy? – le llegó una voz dentro de su propia mente. – Considérame tu propio tormento. Habito en la sinrazón. Corroo el espíritu. Soy…

Connor estaba acurrucado en posición fetal encima de las sábanas revueltas de su cama. Eran las tres de la tarde. La persiana continuaba echada. Afuera lucía un sol esplendoroso. En el interior de su habitación, luchaba, confrontaba sus creencias básicas contra la cosa que le consumía dentro de su intelecto.
Sus ojos estaban en blanco. Hilillos de saliva blanquecina colgaban de las comisuras de sus labios. Tenía la camiseta desgarrada, con el pecho al descubierto y maltratado por incontables arañazos.
Dentro de la habitación continuaba haciendo un frío antinatural.
Igualmente otro tanto en el interior de su alma.
Musitaba palabras extrañas.
Blasfemaba.
Aunque en su comportamiento ya no era él mismo, pues aquella entidad le dominaba por completo, una pequeña porción que le quedaba de raciocinio clamaba por el fin de aquella posesión.
Lo peor es que vivía solo.
Nadie podría reclamar la liberación de su alma.
Las sombras se perpetuaron en aquel cuarto.
Y mientras padecía los tormentos, el diablo le hablaba dentro de su cabeza.
Y se reía y se mofaba.
– Ahora sí que tienes miedo, verdad – le dijo en más de una ocasión.
A Connor no le quedaba más remedio que reconocerlo.
Estaba consumido por el terror.