Relato breve de terror: "El desayuno".

Nuria se despertó con los terribles efectos secundarios inherentes a la resaca de la noche pasada. Recordaba haber disfrutado de lo lindo, hasta que en la discoteca Ravalli´s conoció a una pareja diez años mayor que ella. La mujer la convenció de tomar una pastilla con su consumición. Después de bailar, fueron a la habitación de un motel, que era donde estaba ella ahora. Esas horas de locura carnal las tenía muy discriminadas en sus recuerdos.
Como fue un acto consentido por ella, no le dio importancia que hubiera sido abandonada por la pareja.
Se incorporó de la cama con un dolor de cabeza espantoso, que irradiaba en lo máximo hacia la cuenca de su ojo izquierdo. 
Entonces reparó en su smartphone, tirado sobre el suelo de la habitación. Curiosamente estaba en modo vídeo, y pudo ver la miniatura de una grabación tomada hacía menos de dos horas.
Con el dolor incidiendo más en el ojo, vio el vídeo de apenas un minuto de duración. En él se veía a ella misma siendo despertada por la mujer, mientras su acompañante filmaba.
La mujer de treinta años le pasó un tenedor.
– Es la hora del desayuno. Tienes que estar hambrienta.
Ella asintió, aferrando el tenedor con la mano diestra.
– Pues adelante. Te hemos preparado un huevo frito delicioso – le animó la mujer.
Con espanto, Nuria se contempló a si misma sin voluntad propia, dirigida por la pareja, y se llevó las púas del tenedor al ojo izquierdo, sacándoselo, para acto seguido masticarlo con avidez.
Ese era el motivo de su tremendo dolor.
Su cuenca sangrante, carente del globo ocular…

Versión ilustrada del relato "Juguemos a las canicas"

“Juguemos a las canicas” es uno de los primeros relatos cortos publicados en el nacimiento de Escritos de Pesadilla. Como suelo hacer ocasionalmente con las historias antiguas, le brindo una segunda oportunidad para ser disfrutada o maldecida por ustedes, mis leales y viscerales lectores, je, je. El texto no ha sido necesario retocarlo, pues he observado que no lo precisaba, pero sí el envoltorio, acompañado de tres ilustraciones. En fin, es la hora del recreo escolar. El momento de entrechocar las canicas…

Especial Navidad: "El usurpador de mentes".

En estas navidades reedito la publicación de mi relato más exitoso a nivel de webs de relatos de terror, además de haber sido emitido en su momento por una emisora de radio cántabra. Digamos que es lo que más se salva de la mugre que escribo.
Por cierto felices fiestas y que se pasen cuanto antes, además de la estupideces esas de una buena entrada de mierda de año 2015.





– Fuiste tú. Eres el asesino. El responsable de su muerte – me susurró una voz en el interior de mi cabeza.

Estaba paralizado. Quieto. De pie en la antesala de la entrada a aquel callejón angosto y estrecho sin salida final. Delante de mí estaba aquella persona. Vestía un amplio gabán marrón oscuro de aspecto pulcro y limpio. Parecía casi de estreno. La prenda le cubría hasta las pantorrillas de los pantalones. Sobre su cabeza, una especie de sombrero de ala ancha. Estaba lloviendo. Jarreando con fuerza. No me fijaba en los rasgos de su rostro. No podía fijarme en nada. Estaba inmóvil en cuerpo y espíritu. En palabra y pensamiento.
Aquella entidad me habló de nuevo.
– Sujeta esto. Lo necesitas para justificar tu participación en los hechos. Has matado a una muchacha. Le has abierto la garganta para verter su sangre. Una sangre que yo necesito. Y que me llevo. Ya no me verás más. Eso espero por tu bien. Ellos te juzgarán. Te culparán de mi hazaña. No te entenderán. Aborrecerán tu actitud. Te pudrirás en la cárcel por mí. Eso en el mejor de los casos. Eres mi escudo. Otro tanto de cientos que tengo por el mundo. Gracias a la cantidad, mi existencia sigue vigente.
La figura se apartó de mi campo de visión.
Desapareció de mi vista.
La lluvia me cegaba.
Al poco pude recuperar los sentidos de nuevo y aprecié lo que me había dejado entre los dedos de la mano. Un feroz estilete de acero. De aspecto ancestral. Perteneciente a una cultura de siglos atrás.
El filo estaba sucio de sangre fresca. Al igual que parte del mango. Las gotas de la lluvia diluían su contenido sobre la manga de mi chaqueta. Desesperado, lo dejé caer sobre el suelo encharcado. Alcé el rostro protegiéndolo con la palma de la otra mano para así entrever el final del callejón. Unas piernas desnudas surgían desde detrás de un contenedor de basura. Los pies relucían del brillo de la sangre recogida en un amplio charco. Se suponía que aquella persona estaba muerta.
Asesinada vilmente.
Su futuro quedó truncado por mi instinto homicida.
Yo era un criminal sin remordimientos.
Una brutal bestia que ansiaba la muerte ajena.
Todo esto lo comprendí en escasos segundos.
Mi mente me había jugado una mala pasada.
Dándome cuenta que corría un grave riesgo permaneciendo cerca de mi víctima, eché a correr.
Me di a la fuga sin un rumbo fijo. Simplemente corría todo cuanto mis piernas me permitían.
– ¡Dios Santo! El asesino del estilete ha matado a una chica – escuché detrás de mi conforme me alejaba de aquel callejón.
Quise ganar metros, pero fue inútil.
La gente se arremolinó en mis cercanías. Se me relacionó con los hechos por la manga de mi chaqueta impregnada en sangre. Se inició una persecución por las calles adyacentes. La calzada estaba compuesta de adoquines. El suelo estaba deslizante por la humedad. Me resbalé y caí de bruces. Cuando quise incorporarme, ya era demasiado tarde. Fui agarrado y zarandeado.
– ¡Criminal! ¡Pagarás todos tus abusos con tu propia vida!
Recibí golpes y escupitajos. Alguien facilitó una soga y fui atado con los brazos sobre los costados. Luego otra soga con su final en forma de lazo con un nudo corredizo fue lanzada por su extremo alrededor del soporte de la luz de una farola de hierro. Quise evitar que me pasaran el lazo por el cuello, pero fue imposible.
Yo era responsable de mis delitos.
Por ello se pusieron a tirar de la cuerda.
Mis pies perdieron contacto con el suelo.
El nudo se apretó contra mi nuez.
Me resistí como pude, pataleando en el vacío.
La turba reía y me vilipendiaba.
Estaba claro que deseaban mi muerte.
Tanto como yo deseaba la de los demás.


Los segundos finales pasaron con una lentitud exasperante.
En el fondo de mi ser estaba plenamente convencido de ser una alimaña sin escrúpulos.
Un asesino de mujeres jóvenes.
Hasta que, estando ya a punto de morir ahorcado, contemplé entre el grupo de justicieros a la figura conocida del gabán. Mi mente dejó de estar nublada.
“¡Soy del todo inocente!”, quise proclamar sin demora, pero la cuerda estaba ya demasiada ceñida y de mis labios amoratados no surgió ni siquiera la primera sílaba de la frase.
Lo tenía claro en ese instante.
Yo era en verdad un ciudadano normal y honesto.
Sin embargo iba a morir ahorcado como un vulgar perro callejero, observando como últimos detalles de mi ingrata realidad al verdadero rostro de mis pesares.
– ¡Así se trata a los cerdos! – gritó una voz estridente sobre las del resto del grupo.
Era la entonación del auténtico asesino.
Este me sonrió con ironía.
Sería lo último que me quedaba por ver en vida.
El sucio regodeo del causante de dos muertes esa misma tarde.
La de la muchacha y la mía propia.

ESPECIAL HALLOWEEN: "Le foie spéciale"

                 

                  – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.

                  – Sí, papá.

                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.


                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…



                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.



                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…



                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.



                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.

ESPECIAL HALLOWEEN : "La Cosa del armario"

– ¡Déjalo sólo! Ya no podemos vivir con él.
– Es nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, por Dios.
– Ya no. Esa cosa ya no forma parte de nuestra sangre.
– Le echaré de menos, Edmond.
– Estás casi tan enferma que él. Pero debemos marcharnos para siempre. Alejarnos de su lado. Cuando todo se descubra… Será su fin. Dios lo quiera. Por eso debemos irnos muy lejos. Nos va en ello nuestra propia libertad y la vida. Porque sus hechos traerán consecuencias. Y se nos marcará por ello. Somos sus padres. Lo hemos estado encubriendo. La sociedad nos odiará en la misma medida. No nos queda otra alternativa.

Todo comenzó una madrugada. Estaba espabilado. No sabía el motivo de su falta de sueño. Miraba fijamente los contornos de los objetos y de los muebles que quedaban ligeramente remarcados por la débil luz de la calle que se filtraba entre los intersticios de las láminas de la persiana veneciana de la única ventana de su dormitorio. Estaba nervioso. Se mordisqueaba las uñas sin parar. Al fondo, frente a los pies de la cama estaba el armario empotrado. La puerta corrediza estaba ligeramente entreabierta, dejando un resquicio de diez centímetros.
Entornó los párpados, apreciando cómo el hueco tendía poco a poco a extenderse, hasta que fueron surgiendo las prendas colgadas de las perchas.
Se subió la manta hasta el mentón, casi predispuesto a dejarse ocultar del todo por ella.
Frotó uno de los pies contra el tobillo del otro.
Entonces, repentinamente, la puerta del armario se cerró, haciéndole de resguardarse bajo la manta, deseando que amaneciese cuanto antes.

A la mañana siguiente se lo contó a sus padres. En el mismo desayuno.
– Hay algo en el armario ropero.
– No digas tonterías.
– Yo… Vi su aliento, como si hiciera frío ahí dentro.
– Es tu propia imaginación. ¡No te da vergüenza! ¡A estas edades!
– No pude pegar ojo.
– Déjalo, quieres. Tu madre y yo no estamos para escuchar estupideces a estas alturas de la vida.

Se sucedieron las noches, y la puerta del armario era abierta y cerrada de manera continua por el ente que en su interior se guarecía por motivos insondables.
Poco a poco fue venciendo sus temores iniciales. Se atrevió a salir de la cama, para acercarse al hueco. A través de él emergía la respiración del ser. Este, al apreciar la cercanía, no tardó en manifestarse.
– Douglas…
– ¿Qué eres? ¿Qué quieres?
– Soy tu amigo. No me temas.
– Si dices ser mi amigo, tendrías que darme menos miedo.
– Yo soy así. No pidas lo imposible, Douglas.
– Tienes muy mal aliento. ¿Por qué te ocultas entre la ropa del armario?
– Es preferible que no me veas. Mi voz es lo que menos temor inspira a los demás.
– Entonces quédate ahí escondido.
– Eso hago, Douglas. Pero necesito tu ayuda.
– ¿Qué me pides? No creo que pueda servirte de mucho.
– Estoy desfallecido. Sin fuerzas. Llevo un tiempo sin alimentarme.
– ¿Quieres que te traiga comida?
– Así es.
– Es muy tarde. Mi madre está durmiendo. No puedo despertarla para que te cocine algo.
– Me sirve cualquier tipo de sobras. Tú busca, que seguro que encontrarás algo para saciar mi apetito inmenso…
Bajó a la cocina y abrió la puerta del frigorífico. Había un plato recubierto con papel de aluminio. Regresó a su dormitorio, frente al hueco practicado en la puerta del armario ropero.
– No hay gran cosa. Simples albóndigas. Están frías. Si quieres, te las caliento un poco.
– No hace falte que lo hagas, Douglas.
El ente del armario alargó una zarpa monstruosa perlada de granos purulentos y recorrida por venas abultadas, recogió el plato y se dispuso al instante a ingerir las albóndigas.
Fue la primera cena que le facilitó. Luego seguirían muchas más.

Transcurrieron varias noches, de las cuales, casi siempre se hallaba en vela, tratando de cumplir con los deseos del ser que habitaba en su armario de la ropa.
En una de ellas, aquella cosa le dijo:
– Douglas. Ya estoy recuperando la energía perdida.
– Me alegro.
– A partir de ahora, necesito que me traigas cosas más sustanciales. Más nutritivas para mi organismo.
– No te entiendo.
– Necesito comida fresca. Y sin hacer. Carne cruda.
– No tenemos eso en el frigorífico. Tal vez cuando vayamos a la carnicería, pueda convencer a mis padres para que compren algún filete de buen tamaño.
– No, Douglas. Yo preciso ya algo más que un simple filete. La ternera entera es lo que quiero.

Al día siguiente, encontró un perro callejero. Lo estuvo siguiendo prudentemente, hasta tenerlo acorralado en un callejón sin salida. Utilizó la carabina de aire comprimido para lastimarlo. En cuanto lo tuvo medio tendido entre dos cubos de la basura, lamiéndose las heridas, lo remató con un ladrillo en la cabeza…

Aquella madrugada, la puerta del armario estaba abierta medio metro. El animal fue devorado en menos de media hora, quedando de él las vísceras y los huesos. Los ojos oblicuos ocultos entre las penumbras estaban irritados por la clase de cena que le había traído. Alargó la garra, cogiéndole firmemente por el cuello.
Notó la fetidez de su aliento.
– Esto no lo repitas. Es pura carroña. Lo que yo necesito es carne de primera categoría. Si para la siguiente noche no me consigues algo mucho más selecto, puede que te considere a ti como mi cena.
La voz gangosa era amenazante de veras. No bromeaba.
– Ahora llévate estos restos. No los quiero en mi estancia.
Diciendo esto, le arrojó las entrañas y los demás restos del animal.

Tenía mucha prisa, por eso le molestó que su padre le llamara la atención cuando iba a salir a la calle.
– ¡Eh! ¿A qué viene tanta prisa? ¿Y a dónde crees que vas? Puede que tengas deberes que hacer en la casa. Tu madre está fatigada por el turno de noche de esta semana y…
– Imposible. Voy a casa de los Tennant. Esta tarde estoy de canguro de su hijo Ricky.
– Vale. Si eso implica que vas a traer algo de dinero para la maltrecha economía familiar, te felicito.
– Casi lo hago gratis. Es algo que me urge.
– No te entiendo.
– Da igual que lo entiendas o no. El caso es que tengo que estar ahí ahora mismo.
– ¿Qué pinta esa bolsa de deportes que llevas?
– Dentro tengo bastantes juguetes míos para entretener al crío.

Los vocablos del ente brotaban de sus labios entremezclados con los fluidos y los mordiscos que infería a una de las extremidades del pequeño niño que él le había traído esa noche.
– Exquisito. Además está tan tierno. Rico. Ricoooo…
– Deseo que sea la suficiente carne como para que te repongas del todo y te marches de una vez de mi vida.
La criatura dejó de comer por un breve momento. Las ascuas infernales le consumieron con su penetrante mirada. Emitió una carcajada demencial.
– Ya te haré saber cuando esté completamente recuperado, en plena plenitud física. Hasta entonces, tendrás que contentarme todas las noches que sigan a la actual con carne tan sublime.
“Porque, acuérdate, puedo acabar contigo en un santiamén. Merendarte en tres bocados…

En las siguientes noches, desaparecieron más niños. El pánico se adueñó de los habitantes de la zona. Se establecieron patrullas diarias y de noche para intentar dar con el secuestrador. Se impedía que los más pequeños jugaran en las calles. Solo podían hacerlo en el colegio y en sus casas, siempre acompañados por personas mayores de confianza, aparte de los padres y los propios familiares.
Así que tuvo que cambiar de planes.
Decidió seleccionar a gente adulta. La carne sería más dura, pero igual de nutritiva.

Una madrugada, su padre fue desvelado a gritos por su propia esposa. Lo zarandeó en la cama, con fuerza, instándole a que la acompañara al dormitorio de su hijo. Estaba histérica. Fuera de sí.
– ¡Demonios de mujer! ¿A qué viene esta pérdida de papeles?
– ¡Nuestro hijo! ¡NUESTRO HIJO, DIOS MÍO!
– ¿Qué le pasa al muy infeliz?
Ella no pudo contestarle, pues se desmayó en sus brazos. La tuvo que acomodar sobre el lecho. Alterado, fue en pos de su hijo. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta cerrada. Quiso abrirla, pero estaba asegurada por dentro. Sus pies descalzos notaron la viscosidad de un líquido rojizo que se esparcía por el suelo del pasillo, partiendo de la entrada por la cocina, hasta derivar hacia el quicio del cuarto de su hijo.
Escuchaba unos sonidos muy extraños al otro lado. Con el añadido de una voz que parecía pertenecer a otra persona.
– ¿Qué significa todo esto? Hijo. Abre la condenada puerta. No sé lo que has hecho, pero no es nada bueno.
Ante la negativa, se apartó un poco y cogiendo impulso, arremetió contra la puerta con el hombro derecho. Esta cedió con cierta facilidad, y ante su terrible incomprensión, vio a su hijo sentado al lado del armario. Estaba desnudo, bañado en sangre, rodeado de los restos de una persona mayor troceada. Soportaba entre las manos una porción de pierna que comprendía el pie hasta la parte anterior a la rodilla, y con afán de caníbal, abría y cerraba las mandíbulas, arrancando porciones de la pantorrilla, masticando con deleite.
En cuanto vio irrumpir a su padre, se detuvo un segundo, observándole con los ojos desorbitados, propios de una persona trastornada. No le dijo nada. Al poco continuó devorando el cadáver fresco.
Su padre vomitó al ver la cabeza del hombre plantado encima de la cama de su hijo.
Inmediatamente abandonó la estancia, yendo a por su mujer.
Hizo lo posible por hacerla recuperar la conciencia. La llevó a la ducha, y con agua fría consiguió que volviese en sí. Ella se le quedó mirando acongojada. Rompió a llorar sobre su hombro.
– Nuestro hijo. Ha perdido la cabeza.
– El muy miserable. Tenemos que marcharnos, Mónica. He visto las calaveras asomando desde el interior del armario de la ropa. Eran pequeñas.
– ¡Los niños desaparecidos de la comarca!
– Vamos. Sécate y vístete. Cojamos lo más imprescindible. Tenemos que escapar de su locura.
– ¿Cómo ha podido ser? Con lo que le queremos.
Su esposo se enfureció con ella. La abofeteó con fuerza en la mejilla derecha para hacerle volver a la realidad.
– Somos responsables en parte de esta horrible tragedia, Mónica. Durante 38 años. Nuestro hijo ha estado toda su vida matando animales. Destripándolos. Lo sabes muy bien. La de veces que hemos tenido que enterrar los restos en el jardín, y de limpiar a fondo las dependencias de la casa. Pero ahora ha cruzado el umbral. Ahora es un psicópata. Un criminal. Ha asesinado a niños. Y a una persona mayor. Cuando todo esto se descubra, nuestra estirpe será maldita.
“Por eso sólo nos queda huir.
“Olvidar que hemos tenido alguna vez un hijo…

Tus ojos en mi mano

La senda es larga y muy cansina. 
Persigo la vida verdadera de los demás.
Busco su felicidad para tornarla en tristeza.
Posteriormente, este estado de melancolía quedaría transformada en la más pura desesperación.
Guío mis pasos entre la bruma de mis pensamientos funestos.
Cuerdas, cadenas y dolor.
Mordazas, cinta aislante.
Herramientas punzantes y cortantes.
Gritos.
Súplicas agonizantes.
Corto, cerceno.
Extraigo. 
Restos enterrados en un camposanto anónimo.
Carne fresca convertida en corrupta.
Huesos con los huesos propios del lugar.
Observo la luna.
El halo de su fulgor enfermizo.
De vuelta, selecciono los órganos visuales 
(sensitivos y sensibles)
de aquel ser apartados sobre la mesa de operaciones.
Cierro los párpados, pongo la mente en blanco, concentrado en los recuerdos ajenos a mi mente.
Al poco, empiezo a visualizar las primeras imágenes.
El rostro de una mujer joven y bella se me ofrece como una dádiva de lo más excepcional.
Con el discurrir en la investigación de unos pocos minutos, consigo averiguar el emplazamiento de su morada.
Son las dos de la madrugada.
Sólo tardo hora y media en desplazarme hasta su casa.
Se que vive sola.
Hago sonar el timbre de la puerta.
Pasa minuto y medio. 
Insisto.
Las luces se encienden en la pequeña casa de planta baja.
Alguien se sitúa al otro lado de la puerta. 
Pregunta qué quiero.
Le digo que he llegado hasta ahí por intermediación de su novio.
La puerta se abre hasta ofrecer parte del rostro aún medio adormecido de la joven. Una cadena impide mi acceso al interior.
Da igual. El resquicio es lo suficientemente amplio como para rociarle la cara con el spray somnífero.
Mientras pierde la conciencia, introduzco la mano y retiro desde dentro la cadena, consiguiendo acceso libre al interior de la casa.
Sonrío.
Separo los párpados, vislumbrando el cuerpo caído de la muchacha con mi propia vista.
Río con ganas.
Entre los dedos de mi mano derecha porto los ojos de su novio.
Los estrujo con fruición, consiguiendo rezumar su contenido por la manga de mi camisa.
Una vez que me habían orientado hasta donde vivía su prometida, ya no me servían para nada más.
Miro a la chica. 
Sus ojos eran grandes y bellos.
Estaba seguro que una vez extraídos de sus cuencas, me mostrarían imágenes de lo más interesantes…

El sonajero

Desmond Twitt era un empresario sin el menor de los escrúpulos. Ávido de crear ganancias, hacía y deshacía sus empresas en un abrir y cerrar de ojos. Poco le importaba si una de sus fábricas de componentes de vehículos le generaba beneficios aún a pesar de la crisis. Si surgía una oportunidad de trasladarla a un estado del tercer mundo, donde los obreros serían sometidos a extensos y agobiantes horarios sin descansos semanales, con un sueldo básico correspondiente a unos cincuenta dólares mensuales, no lo dudaba. Cerraba la fábrica y la creaba en el extranjero. Cuando heredó el pequeño imperio industrial de su padre Edeltore Twitt, tenía quince fábricas dispersas por los Estados Unidos. Ahora quedaban seis, mientras en el exterior tenía implantadas trece. La producción de automóviles, cuyos fabricantes principales eran abastecidos por los componentes de sus fábricas, habían reducido los pedidos por la menor venta en el período de la crisis financiera mundial, pero gracias a su intuición de ir trasladando Twitt´s Components por el continente africano y parte del asiático, estaba manteniendo una buena cifra de ingresos por ventas.

Aún así, Desmond Twitt no estaba conforme. Sus intenciones era la de cerrar a corto plazo las seis fábricas locales para reubicarlas entre Indonesia, Taiwán y algún país africano que tuviera gobernantes de lo más corruptos, donde casi ni habría que pagar a los empleados. Simplemente con darles su ración diaria y un catre, la producción en cadena no se detendría en las veinticuatro horas.
Su decisión de cerrar la fábrica de Nogales, en Arizona, fue tomada en la reunión quincenal del 12 de Agosto. Ya se había conseguido la aprobación por parte del ministro de industria albanés para su instalación en un polígono industrial de Tirana.
Las obras tardarían cuatro meses, al estar la nave ya edificada a medias por una anterior empresa que se había echado en el último momento para atrás.
En el mes de Noviembre, Desmond Twitt se trasladó en varias ocasiones a la fábrica de Nogales. Su intención era comunicar a los obreros el cierre de la fábrica para Diciembre, en plenas navidades. Quienes lo desearan, podrían continuar su labor en Tirana.
La ciudad de Nogales está ubicada lindando con la mexicana del estado de Sonora, llamada también Nogales. Al estar en la línea fronteriza, no era de extrañar que la mayoría de los obreros fuesen de origen mexicano.
Finalmente, el 23 de Diciembre, en el preludio del inicio de la Navidad, con todos los empleados congregados en la nave industrial, Desmond Twitt les hizo saber el cese de la producción de piezas y componentes del sector del automóvil en esa fábrica.
Las quejas fueron visibles. El desencanto, notorio. Desmond cedió la palabra al director de la planta de Nogales para que les informara de la manera en que iban a ser indemnizados en acorde a la antigüedad, además de la posibilidad de seguir trabajando para el grupo Twitt´s Components en Albania para quien se animase a ello.
Desmond Twitt se retiró al despacho del director, mientras este recibía el continuo abucheo por parte de los empleados, quienes le interrumpían constantemente sin apenas dejarle hablar.


Luis Reinaldo Renés ya era muy mayor para soportar sorpresas desagradables. De hecho, nunca había tenido una pizca de buen humor. De energía brusca, nunca aceptaba que alguien le jodiera la vida. En este caso, cuando aún le quedaban cinco años para jubilarse, el dueño de la fábrica les comunicaba el cierre en víspera de navidades.
“hijo de perra”.
Luis Reinaldo se dirigió a los vestuarios. A sus espaldas seguían las muestras de desaprobación de sus compañeros mientras el director trataba de calmarlos con argumentos vacíos de contenido y promesas de traslado a un país situado en dios sabía dónde, con un salario diez veces menor al que cobraban ahora, que de por sí tampoco era una cifra que te invitaba a bailar llevado por la alegría. Se trasladó por las taquillas hasta presentarse ante la suya. La número 117. Introdujo la llave en la cerradura y la abrió. Con decisión, rebuscó entre sus pertenencias, hasta encontrar lo que buscaba.


Desmond Twitt estaba sentado detrás de la mesa del director, observando la gráfica de pedidos para la primera quincena de Enero en la pantalla del ordenador portátil, cuando percibió por el rabillo del ojo izquierdo como la puerta del despacho era abierta. Pensando que se trataba de Fitzgimonds, se enderezó contra el respaldo de cuero negro de la silla.
Ante él estaba uno de los empleados de la fábrica. Lo sabía por el mono negro que llevaba por uniforme. De otra forma, la máscara enfurecida que le cubría el rostro y algo que portaba en la mano le hubiera hecho creer que se trataba de un chalado fugado de algún centro médico de salud mental.
– ¿Quién demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a entrar sin permiso en este despacho?
– Señor Twitt. Oiga cómo suena el sonajero – le contestó el empleado enmascarado.
Desmond Twitt se fijó que la careta era un tipo de ornamento ritual indígena. Unos ojos enormes saltones, con una boca torcida que indicaba que estaba iracundo. Parecía hecha de piel  curtida de alguna clase de animal.
Entonces escuchó un sonido muy peculiar. Provenía de un extraño objeto que aquel sujeto sostenía entre los dedos de su mano derecha.
– Fíjese cómo suena el sonajero – repitió con voz maliciosa el empleado cuya identidad permanecía oculta detrás de la horrenda máscara.
– ¡Qué diablos! ¡Deje usted de hacer el tonto y márchese a trabajar! Que aún le quedan algunas horas de productividad antes de quedar desvinculado de la empresa.
El empleado agitó el objeto. El sonido era repetitivo. Constante.
– Mire cómo suena el sonajero.
Parecía estar hecho de arcilla. Con algo en su interior, como pepitas o pequeñas piedras que producían el ruido al ser agitado con brusquedad.
Desmond Twitt estaba harto. Se incorporó de pie desde detrás de la mesa del escritorio, dispuesto a sacarlo a empujones del despacho a aquel payaso si acaso fuese necesario.
Fue alzarse, y no poder moverse. Se quedó petrificado. Se esforzó por salir de su inmovilidad, pero no pudo.
– ¡Socorro! ¡Me he quedado paralítico! – chilló, fuera de sí.
No sentía su propio cuerpo. Pero tampoco perdía la estabilidad. Continuaba erguido. Paralizado en esa posición.
El sonajero continuaba sonando, con el empleado repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
– Escuche cómo suena el sonajero.
Desmond Twitt notó un escozor procedente de los ojos. Sin poder hacer nada, empezó a lagrimear de manera intensa. Igualmente un picor surgía del interior de los oídos y de las fosas nasales. Cuando se dio cuenta, gritó aterrado. Estaba sangrando por los ojos, los oídos y la nariz. Al poco su grito quedó medio ahogado por la sangre que emergía de su boca hacia el exterior.
El ordenador portátil y luego la mesa quedó cubierta por la sangre que surgía de los orificios faciales de Desmond Twitt.
El empleado continuaba con su letanía.
– Oiga cómo suena el sonajero.
La sangre ya llegaba a empapar la alfombra del suelo del despacho. Desmond ya no podía articular ninguna palabra. Sólo barbotaba sonidos ininteligibles al estar manando constantemente sangre procedente de su garganta hacia el exterior. Sintió la ropa interior húmeda y pegajosa. También estaba desangrándose por el recto.
El sonajero era sacudido por la mano diestra del empleado con más vigor, sin decaer en la insistencia, hasta que finalmente, Desmond Twitt perdió por fin su verticalidad, desplomándose sobre la alfombra, rodeado de su propia sangre. Una sangre que representaba toda la que podía circular dentro del organismo de una persona, pues había sido expulsada hasta la última gota.
Luis Reinaldo dejó de agitar el sonajero. Se quitó la máscara, y con rostro serio, abandonó la estancia.
Su venganza había sido consumada.
Si él perdía su puesto de trabajo, qué menos que el causante directo del cierre de la fábrica, Desmond Twitt, a la sazón propietario de la misma, perdiera su vida miserable.