Relato de terror: "Recorriendo senderos".



Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.
                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.
                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos de calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.

                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…

Micro relato de terror: "No más sangre derramada"





– Dicen que dentro de esta cueva ha habido más de un suicidio – advirtió Greta.
Él lo tenía decidido.
– ¡No se te ocurra! – imploró Greta desesperada.
Su amante se adentró en solitario hasta dar con una gruta sombría y estrecha. Había cierta humedad y la temperatura gélida se le calaba hasta los huesos.
Greta gritaba desde lejos.
Ella no se atrevía a entrar.
Se sentó sobre una piedra.
Él pensó en cómo había sido toda su vida. Una infancia que no fue tal. Una juventud llevada por el irracional odio que anidaba en su interior.
Los ojos.
Dos cuencas sangrantes vacías de emociones.
No deseaba hacerlo de nuevo.
No con Greta.
Su pasado dedicado a cercenar vidas.
Al tormento de sus víctimas.
El sótano de su casa…
El HORROR.


Aquella cueva sería su panteón particular.
Acercó el filo de la navaja hacia su muñeca izquierda.
Correspondía derramar más sangre.
Pero esta vez no era sangre inocente.
Ni la sangre de Greta.
Sino la suya propia.

Relato corto de terror: "Muñecos de peluche".



Vlatko reía de manera estrepitosa. Entrechocaba las palmas de las manos hasta experimentar cierto daño por el ímpetu con el que lo hacía. Se le esparcía la saliva por las comisuras de los labios, salpicando las inmediaciones donde se hallaba situado sentado sobre la enorme banqueta de caoba, en un razonable estado pútrido por el tiempo que esta había permanecido enterrada entre la inmundicia del vertedero ubicado en las afueras de la barriada.
Se llevó el anteojo de cristal fino ante el párpado entreabierto, mientras con el pulgar de la mano contraria hurgaba en la cavidad donde hacía años que había perdido su otro ojo. Su visión reducida pudo apreciar mejor cuanto se le ofrecía delante de sus propias narices con la ayuda de la lente.
 ¡Venga, Gordito! ¡Quiero ver cómo das unas cuantas volteretas sobre ti mismo! – ordenó, ufano.
Ensanchó su sonrisa, remarcando con ello los mofletes.
Vio a Gordito acercarse a la deteriorada colchoneta. Murmuraba cosas ininteligibles. Giró su cabeza.
 ¡Te estoy diciendo que hagas cabriolas, haragán! – insistió Vlatko, haciendo restallar un látigo sobre la cabezuela de Gordito.
Entre sollozos, este empezó a darse la vuelta sobre sí mismo. Le costaba hacerlo. Semejante inutilidad conseguía concitar risitas burlonas de Vlakto.
 ¡No sirves para nada, Gordito!
Dirigió el látigo hacia el trasero rosado rematado con la cola enroscada porcina, consiguiendo que Gordito se incorporara de pie, para emprender la huída hacia la esquina contraria.
 ¡Ja, ja! ¡Gordito, el Marrano! Cuando quieres, eres ágil – bramó Vlatko.
Desde las penumbras se percibían más sollozos.
Vlatko maniobró sobre la banqueta, buscando la linterna. La encendió, enfocando a los compañeros de Gordito, el Cerdito.
Bernardo, el conejo, estaba medio escondido debajo de una estantería. Paula, la Rata, se hallaba abrazada a Pedrito, el Pollo, consolándose de su desdicha en un silencio ignominioso. En el lado contrario estaba María, la Gata Negra, y un poco más apartado del resto, David, el Osito.
Vlatko se deleitaba contemplando los ojos vidriosos y llorosos de aquellas criaturas silenciosas.
Se incorporó, agitando la cola del látigo contra la tarima desencajada y suelta del suelo. Conforme se aproximaba a la puerta, los seres más cercanos huyeron para evitar estar al alcance del lacerante daño que podía infligirles.
– ¿De qué huís? ¡Ja, ja! Yo nunca maltrataría a unas cosas tan preciosas y adorables como lo son mis peluches.
Hizo girar la llave en la cerradura. Estaba de buen humor.  Salió de la estancia, dejando encerradas a sus creaciones.
En los postes de las farolas y en las paredes de las calles había pasquines denunciando la alarmante desaparición de niños de entre seis y nueve años en las últimas semanas.
Vlatko hizo caso omiso de los carteles. Estuvo recorriendo callejuelas sombrías, sucias e inmundas, poco transitadas por gente que tuviera algo de sentido común. En un momento dado encontró una taberna donde tan sólo se atrevía a reunirse la gente de mala fama. Estuvo un buen rato bebiendo vino de baja calidad. Cuando iba por el quinto vaso, invitó a un extraño. Este aceptó casi a regañadientes. Vlatko pidió al tabernero una botella entera para ambos. Cuando el contenido de la misma estaba casi en los estómagos de los dos, Vlatko sonrió cansinamente a su interlocutor.
– Tengo algo que podría interesarle – le dijo.
– Lo dudo, amigo.
– Dispongo de una colección de peluches de lo más llamativo.
– ¿Para qué habría de interesarme sus muñecos, eh?
– Son muy especiales, ya le digo.
Aquel desconocido estaba igual de achispado que Vlatko, y llevado por el buen humor que implicaba el excesivo consumo de alcohol ya acumulado en el organismo, finalmente aceptó acompañarle hasta su casa.
Tardaron casi tres cuartos de hora. Vlatko se equivocó en una bifurcación, para luego atinar con la entrada a su discreto hogar. Su nuevo amigo entró sin demora, esperanzado en que aquel fuese un anfitrión de lo más generoso, brindándole la oportunidad de poder beber algo más antes de tenderse en cualquier tipo de lecho que se le ofreciera.
– ¡Venga por aquí, muchacho! Antes de tomar otro trago, quiero enseñarle mi colección de peluches – insistió Vlatko.
Se dirigieron hacia la puerta del sótano. Estaba cerrada bajo llave. El dueño de la casa insertó en el ojo de la cerradura la llave, cediéndole el paso.
– Mire, amigo mío. Son unos muñecos y unas muñecas de primer nivel. Puede quedarse con el que más le guste de todo el conjunto.
El acompañante encogió la cabeza entre los hombros y dio un par de pasos al frente. Percibió el chasquido del interruptor de una linterna al ser encendida. El haz de luz amarillenta procedente desde el umbral de la entrada expandida por Vlatko le iluminó parte de la estancia.
Al principio no quiso creer lo que se le ofrecía a los ojos. Tenía que ser el efecto ya devastador de la bebida ingerida en las dos últimas horas.
 ¡Chicas, Chicos! ¡Tenéis una visita! ¡Demostrad lo simpáticos que podéis llegar a ser cuando queréis! ¡Moveros un poco! – dijo en voz alta Vlatko, agitando la linterna, poniendo al descubierto cada uno de los peluches guardados en aquella estancia húmeda e insalubre.
El visitante vio los ojos espantados de los chiquillos. Cada uno estaba disfrazado, o bien de pollo, o de gata, o de cerdito, o de conejo, o de rata o de osito. Los rostros de los infelices estaban teñidos de sangre reseca, con los labios cosidos con hilo de cocina para que no pudieran emitir ni media palabra de súplica.
– Los niños. Usted es el secuestrador de los niños – dijo el visitante, volviéndose cara a Vlatko.
Este enarcó las cejas, extrañado por la afirmación de aquel hombre.
– En absoluto. Estos son mis muñecos de peluche.
Los gemidos, lloriqueos y suspiros de aquellas criaturas le llegaron al alma, haciendo que se compadeciese por su desdicha.
– ¡Miserable! ¡Están aterrorizados! ¡Vestidos así, y maltratados! – le reprochó.
Vlatko forcejeó contra el extraño. Rodaron ambos por el suelo. En un momento dado alzó la linterna, impactándola contra la frente del hombre. Repitió el gesto las veces necesarias hasta dejarlo inconsciente. Aprovechó la ocasión para ahogarlo con sus manos ceñidas en torno a su estrecha garganta, hasta robarle el último de los alientos.
Azorado y extenuado por el esfuerzo, se acomodó sentado sobre el frío suelo.
Al fondo de la habitación estaban apiñadas sus creaciones.
Exhaló un suspiro, forzando una media sonrisa.
– ¡Este bellaco no os ha valorado en vuestra justa medida! ¡Luego nos desharemos de él! Ahora necesitamos descansar.
Vlatko apagó la luz de la linterna, sumiéndose en un reparador sueño.
Su fallo fue no acordarse de la puerta abierta. En silencio, los desventurados niños fueron abandonando aquel terrible lugar.
Unas horas más tarde, cuando Vlatko fue despertado por los puntapiés de dos policías, abrió los ojos de forma desmesurada, buscando sus añorados peluches.
 ¡Mis criaturas de trapo! – bramó, conforme era esposado y trasladado al furgón policial.
Fue vituperado por el vecindario al ser conocedor de las tropelías cometidas en aquella casa inmunda.
– Ha matado a un hombre – afirmó una mujer en la panadería cercana.
– Eso no es lo peor – matizó un hombre bien vestido. – Es el responsable de la desaparición de los niños.
– ¡Qué espanto! ¡Pobrecillos! – se lamentó la panadera.
– Afortunadamente están todos vivos. Aunque hubiera sido preferible lo contrario. El muy demente los quiso convertir en muñecos de peluche. Les cosió la boca a todos ellos y los disfrazó de animales, con el agravante de haberles prendido la ropa con pegamento directamente sobre la piel, de tal manera que pudieran permanecer vestidos siempre de esa forma – informó el mismo caballero.
 ¡Mis peluches! ¿Dónde están? ¡Los necesito para divertirme!
” ¡Para azuzarles con el látigo! ¡Para partirme de risa con sus tropiezos y caídas! – gritaba Vlatko día y noche en la celda de su prisión.
Con los nudillos en sangre viva, fue dibujando las fisonomías de aquellos muñecos sobre las paredes de su encierro. Al lado de cada silueta mal perfilada, los nombres de sus víctimas:
Lucas Gordito, el Cerdito.
Paula, la linda Ratita.
Pedrito, el Pollito.
David, el Osito.
María, la Gata Negra.

Bernardo, el Conejo.

Relato corto de terror vampírico: "Guerra de Sangre".


Peter Wicks estaba dando su paseo nocturno de las diez de la noche antes de regresar a casa para dormir. Ya había cenado en un local de comida rápida justo después de haber finalizado su turno de tarde de doce horas como guarda en un edificio en ruinas. Le encantaba estirar las piernas después de haber comido. Lo hacía de forma parsimoniosa, pues al ser un solterón de cuarenta y cinco años nadie aguardaba su regreso a casa para reprocharle su tardanza. Hacía un poco de frío y soplaba un viento del norte molesto. Oteó el cielo, vislumbrando unas cuantas nubes apelmazadas entre si que pronosticaban la cercanía de la lluvia. Así que en un determinado momento aceleró el ritmo impuesto a sus piernas. No llevaba puesto ningún impermeable ni tampoco disponía de un paraguas y no era cosa de arriesgar a mojarse más de lo necesario.
Siendo vigilante, el grueso del salario venía derivado de las horas extras acumuladas, y un catarro imprevisto podía fastidiarle la paga del mes siguiente. Peter encaminó su rumbo hacia su casa. Las calles estaban casi desiertas de transeúntes, y el tráfico era escaso. Dobló una esquina para encarar las tres manzanas que distaban del edificio en dónde él residía cuando vio una figura femenina que se dirigía hacia donde estaba él. Corría desesperada sin dejar de mirar hacia atrás. A unos cuantos metros de ella le estaba siguiendo un hombre vestido con un traje negro. Peter reparó sucintamente en la belleza de la joven. Tendría unos veinte años. Alta, estilizada, de larga melena rubia asentada por un pañuelo rosa sobre la frente. Vestía una cazadora entallada verde chillón con una minifalda negra, panties y zapatos de suela plana a juego. La muchacha llegó ante él y casi se le echó encima. Peter abrió los brazos por instinto y acogió el cuerpo de la desconocida. La nuca de ella pegada a sus labios. Su perfume era muy penetrante. El perseguidor se plantó a los pocos segundos delante de los dos. Peter no sabía qué hacer. El visitante le miró con odio y desprecio. Se le resaltaban los músculos del cuello.
La chica giró su rostro hermosísimo hacia Peter.
– ¡Ayúdeme, por favor, señor! Este hombre me ha estado siguiendo toda la noche y ha intentado asaltarme en una callejuela. Me he podido zafar de sus intenciones en un descuido, justo cuando ha intentado maniatarme con unas cuerdas- se explicó la joven con el rostro suplicante.
El extraño soltó una carcajada despectiva.
– ¡Mentirosa! Lo que menos pretendo es mantener relaciones sexuales contigo – habló con una voz recia y seca. Miró a Peter y se solazó con su indecisión. – Aunque tal vez al caballero sí que le interese meterte un poco de mano. ¿A que sí buen hombre? Paula es una jovenzuela de muy buen ver, lujuriosa y lasciva. Y le encanta el bondage. Y las azotainas en el trasero. Es una chica muy traviesa.
– ¡Cerdo! ¡Insolente! – Paula se volvió de nuevo a Peter y se agarró con fuerza a sus hombros. – No crea nada que le diga, señor. Este salvaje es un completo desconocido para mí. Un violador que buscaba saciar su apetito esta noche conmigo. Yo simplemente volvía de una fiesta en casa de unas amigas.
– ¡Sus amigas son las más zorras de la ciudad, señor! – bramó el hombre del traje oscuro. – Ya estoy harto de esta charlotada, Paula. Yo sé bien lo que tú eres. A la vez que tú conoces mi verdadera identidad.
El hombre buscó algo bajo la chaqueta. Peter estaba temblando de la cabeza a los pies. Aquella situación le desbordaba por completo. Empezó a dudar que en realidad todo fuera la fuga de una chica de las garras de su acosador. Quiso que la chica se soltase de su cuello, pero fue tarea casi imposible.
Entonces vio lo que aquel individuo extraía de debajo de su chaqueta.
Una pistola con un silenciador.
Apuntó directo al costado de la joven llamada Paula.
flop
– Nooo
Un segundo tiro alcanzó el parietal derecho de la muchacha, haciéndolo estallar en fragmentos de hueso, salpicando el rostro de Peter. La joven perdió fuerza en su agarre, y con los ojos perdidos, fue separándose en su abrazo hasta desplomarse sobre el suelo.
Peter quedó conmocionado.
Temió que aquel loco decidiera seguir practicando su eficaz puntería contra su persona. Para su propia sorpresa, el agresor puso a resguardo el arma bajo su ropa de nuevo y se acercó al cuerpo caído de Paula para asegurarse de que estaba muerta. Se agachó y comprobó los dos orificios de entrada. La sangre estaba formando un charco alrededor de la silueta medio encogida de la chica.
– Perfecto. Hay que ver cuánta sangre atesorabas ya, pequeña – comentó el hombre. Desde su postura buscó la personalidad paralizada de Peter Wicks. – No se habrá creído usted toda la patochada que le había contado Paula, ¿verdad?
Peter tardó en responder. Sus manos temblaban como la gelatina.
– No se si será usted un violador, pero un cruel asesino a sangre fría sí que lo es – respondió al fin.
El hombre negó con la cabeza. Se volvió hacia Paula y la sujetó por la cabeza, haciendo de girar su cuello.
– Mire esto – dijo, orgulloso.
Separó ambos maxilares de la joven.
Un par de colmillos afilados en cada hilera de dientes quedaron al descubierto.
Cerró la boca de la preciosa Paula, ahora ya muerta, y se incorporó de pie para situarse de frente con Peter.
– ¿Qué opina ahora? – le inquirió.
Peter mantenía la mirada puesta en la nuca de Paula.
– ¿Era una vampira?
– No del todo. Es más bien una sirviente de una de ellas. Y las amiguitas que he mencionado antes son las restantes siervas a las que estoy buscando.
– Al no ser una vampira, al tratarse, como usted dice, de una sirviente, ¿era necesario haberla matado?
– Necesario, no. Era una obligación. Si no llego a perseguirla, igualmente se habría topado con usted. Con sus encantos naturales, le habría sacado hasta la última gota de su sangre. Las siervas de Adelaida, que es así como se llama su Ama y Señora de la Oscuridad Infinita, tienen la misión de acumular más sangre de la que puedan necesitar en sus cuerpos. Luego se reúnen con ella en algún lugar secreto para proporcionársela. Es una forma de conseguir su alimento sin arriesgarse a ser cogida por sus enemigos. Y si pierde alguna sierva por el camino, la reemplazará con otra infeliz víctima. Con no abastecerse con toda la sangre de su cuerpo, esta quedará convertida en esclava de Adelaida.
Peter estaba petrificado por el horror.
– ¿Y usted quién es? – se animó a preguntar a aquel hombre extraordinario.
– Yo soy…
Separó ambos labios.
Unos enormes colmillos quedaron al descubierto.
– Soy Isaías. Un vampiro contrincante de Adelaida. Aunque usted no lo crea, entre nosotros también tenemos nuestras rencillas particulares.
“Por cierto, estando usted tan cerca… Me viene de perlas reclutarle como un nuevo siervo mío.

Cuando Peter quiso darse de cuenta, ya estaba siendo poseído por las fauces del vampiro.

FALSA BRUTALIDAD POLICIAL.


Custer sentía una opresión en la base de la nuca. Se masajeó la parte trasera del cuello, bajo los largos cabellos lacios. Cerró el ojo izquierdo por un movimiento involuntario. No es que fuese un tic nervioso arraigado en el músculo orbital. Más bien fue ocasionado por la notoria sensación de sentirse vigilado por un par de ojos invisibles.
Se removió en el asiento de la banqueta. Quiso incorporarse de pie y marcharse del lugar, pero su muñeca derecha permanecía esposada junto al brazo del incómodo mueble de descanso. Fijó su mirada al frente.
Contempló sin interés el amplio mostrador, con la documentación, los registros y el ordenador IBM, cuyo monitor mostraba el logotipo flotando como aburrido protector de pantalla.
Un zumbido procedía del interior de la torre de la CPU. Era el ruidoso ventilador.
Pestañeó el mismo ojo y el sonido molesto murió al instante. La pantalla del monitor se puso negra.
Estaba medio agachado, cuando se abrió la puerta situada a su izquierda.
Apareció el agente Mcrader. Era uno de los policías destinados al campus universitario. Es más, esa instalación donde se hallaba formaba parte de la zona de seguridad de la universidad de Dumas.
– Bueno, chico. Te voy a soltar un momento para que me dejes que te tome las huellas digitales – se le dirigió el policía. Hacía calor, estaban en pleno mes de mayo, la localidad de  Dumas estaba en la costa oeste del país, motivo por el cual su uniforme constaba de polo oscuro con pantalones cortos.
Se mantuvo callado.
Mcrader insertó la llave en la cerradura de la esposa que inmovilizaba al detenido. Se apartó medio metro, instándole a que se levantase. Lo hizo con evidente desgana.
– Acércate aquí. Baja tu mano sobre la almohadilla dactilar. No te preocupes por la tinta. Se quita fácil con una gasa humedecida en alcohol de 96 grados – se explicó el policía.
Ambos estaban situados de pie, casi pegados codo con codo.
Arrimó su mano derecha y se dejó tomar las huellas.
El agente estaba satisfecho.
– Ahora siéntate de nuevo en el banco. En pocos minutos vendrán a llevarte a la central. Aunque tampoco deberías de inquietarte. Lo que has hecho no es una falta muy grave. Como mucho estarás un mes o dos en la sombra.
Mcrader soltó una ligera carcajada.
Lo miró con fijeza.
Nuevamente  tuvo la apreciación de que alguien estaba controlando sus movimientos.
– No quiero – dijo, negándose a sentarse en la banqueta.
– Venga, muchacho. No me compliques la vida.
La mano de Mcrader quiso sujetarle por la muñeca derecha para encaminarle hacia la banqueta, pero Custer echó un paso atrás, evitando el contacto.
– Joder. Tú lo has querido – Mcrader pulsó el transmisor de la emisora colocado sobre el hombro derecho. – Aquí 57, solicitando refuerzos. El detenido se niega a cooperar.
Se mantuvo alejado del policía lo suficiente como para que no le echara la mano encima. Aposentó los brazos cruzados sobre el pecho.
En ese instante, el ventilador del ordenador volvió a emitir su sonido de lo más perceptible, y la pantalla del monitor se encendió.
Mcrader controlaba la posición del detenido, situándose en su camino hacia la salida. Se le veía impaciente por la llegada de otro compañero en su apoyo. Por si acaso, había desenfundado el bote de espray pimienta. Un movimiento en falso bastaría para aplicárselo directamente a los ojos.
– No he hecho nada malo, agente. Déjeme marchar – dijo en un murmullo.
La puerta de acceso fue abierta, entrando  el agente Remírez.
– Se niega a ser esposado – le explicó sucintamente Mcrader nada más verle.
– ¡Venga! ¡Arrímate al puto banco, si no quieres que te caliente! – le gritó Remírez al detenido, con la defensa en la mano.
– No.
El agente recién llegado se le arrimó decidido a reducirle. Nada más tenerlo al lado, Custer lo empujó con toda su fuerza contra el mostrador, derribando el monitor del ordenador y desparramando una serie de archivadores por el suelo.
– ¡La madre que te parió!  – maldijo Remírez.
Mcrader acudió en su auxilio, disparando un chorro de gas pimienta al rostro del detenido.
No surtió el efecto deseado. Con una violencia inusitada, recogió la torre del ordenador y se lo arrojó directamente sobre el costado del policía. Este se quejó de dolor nada más recibir el impacto.
Remírez llamó por la emisora, solicitando más refuerzos, pidiendo además que se acudiera con un táser para reducir al agresor.
A mitad del requerimiento, la pantalla del monitor crt quedó incrustada sobre su cabeza, perdiendo el conocimiento por completo. Custer recogió la porra del agente y se dirigió hacia Mcrader, aturdiéndole sin miramientos con golpes certeros sobre su cabeza, hasta dejarlo tirado de mala manera sobre el suelo.
Con respiración entrecortada y jadeante por el esfuerzo, se enderezó. Nada más hacerlo, contempló la salida.
Su frente palpitó, produciéndole un dolor de cabeza inmenso. Sus dos ojos pestañearon medio segundo. Cuando su vista se estabilizó, encontró una sombra densa presente en el umbral de la salida del cuarto de seguridad.
– ¡No! ¡No puede ser demasiado tarde! – imploró.
Un pitido in crescendo audible tan sólo por su propio sistema auditivo terminó por hacerle estallar los tímpanos.
Custer se recostó de espaldas sobre el suelo. Una opresión interna presionaba  sus ojos, hasta extraerle los globos oculares sobre los pómulos. Quiso aullar de dolor, pero su lengua fue doblada hacia su tráquea, hasta hacerle morir ahogado entre sus propias babas.

En un principio, la muerte del detenido pudiera parecer formar parte de una excesiva brutalidad policial, pero visionado el vídeo del circuito cerrado, se pudo comprobar el terrible  estado de indefensión en que estaban ambos agentes antes de la extraña muerte de Custer Monroe.