ESPECIAL HALLOWEEN : "La Cosa del armario"

– ¡Déjalo sólo! Ya no podemos vivir con él.
– Es nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, por Dios.
– Ya no. Esa cosa ya no forma parte de nuestra sangre.
– Le echaré de menos, Edmond.
– Estás casi tan enferma que él. Pero debemos marcharnos para siempre. Alejarnos de su lado. Cuando todo se descubra… Será su fin. Dios lo quiera. Por eso debemos irnos muy lejos. Nos va en ello nuestra propia libertad y la vida. Porque sus hechos traerán consecuencias. Y se nos marcará por ello. Somos sus padres. Lo hemos estado encubriendo. La sociedad nos odiará en la misma medida. No nos queda otra alternativa.

Todo comenzó una madrugada. Estaba espabilado. No sabía el motivo de su falta de sueño. Miraba fijamente los contornos de los objetos y de los muebles que quedaban ligeramente remarcados por la débil luz de la calle que se filtraba entre los intersticios de las láminas de la persiana veneciana de la única ventana de su dormitorio. Estaba nervioso. Se mordisqueaba las uñas sin parar. Al fondo, frente a los pies de la cama estaba el armario empotrado. La puerta corrediza estaba ligeramente entreabierta, dejando un resquicio de diez centímetros.
Entornó los párpados, apreciando cómo el hueco tendía poco a poco a extenderse, hasta que fueron surgiendo las prendas colgadas de las perchas.
Se subió la manta hasta el mentón, casi predispuesto a dejarse ocultar del todo por ella.
Frotó uno de los pies contra el tobillo del otro.
Entonces, repentinamente, la puerta del armario se cerró, haciéndole de resguardarse bajo la manta, deseando que amaneciese cuanto antes.

A la mañana siguiente se lo contó a sus padres. En el mismo desayuno.
– Hay algo en el armario ropero.
– No digas tonterías.
– Yo… Vi su aliento, como si hiciera frío ahí dentro.
– Es tu propia imaginación. ¡No te da vergüenza! ¡A estas edades!
– No pude pegar ojo.
– Déjalo, quieres. Tu madre y yo no estamos para escuchar estupideces a estas alturas de la vida.

Se sucedieron las noches, y la puerta del armario era abierta y cerrada de manera continua por el ente que en su interior se guarecía por motivos insondables.
Poco a poco fue venciendo sus temores iniciales. Se atrevió a salir de la cama, para acercarse al hueco. A través de él emergía la respiración del ser. Este, al apreciar la cercanía, no tardó en manifestarse.
– Douglas…
– ¿Qué eres? ¿Qué quieres?
– Soy tu amigo. No me temas.
– Si dices ser mi amigo, tendrías que darme menos miedo.
– Yo soy así. No pidas lo imposible, Douglas.
– Tienes muy mal aliento. ¿Por qué te ocultas entre la ropa del armario?
– Es preferible que no me veas. Mi voz es lo que menos temor inspira a los demás.
– Entonces quédate ahí escondido.
– Eso hago, Douglas. Pero necesito tu ayuda.
– ¿Qué me pides? No creo que pueda servirte de mucho.
– Estoy desfallecido. Sin fuerzas. Llevo un tiempo sin alimentarme.
– ¿Quieres que te traiga comida?
– Así es.
– Es muy tarde. Mi madre está durmiendo. No puedo despertarla para que te cocine algo.
– Me sirve cualquier tipo de sobras. Tú busca, que seguro que encontrarás algo para saciar mi apetito inmenso…
Bajó a la cocina y abrió la puerta del frigorífico. Había un plato recubierto con papel de aluminio. Regresó a su dormitorio, frente al hueco practicado en la puerta del armario ropero.
– No hay gran cosa. Simples albóndigas. Están frías. Si quieres, te las caliento un poco.
– No hace falte que lo hagas, Douglas.
El ente del armario alargó una zarpa monstruosa perlada de granos purulentos y recorrida por venas abultadas, recogió el plato y se dispuso al instante a ingerir las albóndigas.
Fue la primera cena que le facilitó. Luego seguirían muchas más.

Transcurrieron varias noches, de las cuales, casi siempre se hallaba en vela, tratando de cumplir con los deseos del ser que habitaba en su armario de la ropa.
En una de ellas, aquella cosa le dijo:
– Douglas. Ya estoy recuperando la energía perdida.
– Me alegro.
– A partir de ahora, necesito que me traigas cosas más sustanciales. Más nutritivas para mi organismo.
– No te entiendo.
– Necesito comida fresca. Y sin hacer. Carne cruda.
– No tenemos eso en el frigorífico. Tal vez cuando vayamos a la carnicería, pueda convencer a mis padres para que compren algún filete de buen tamaño.
– No, Douglas. Yo preciso ya algo más que un simple filete. La ternera entera es lo que quiero.

Al día siguiente, encontró un perro callejero. Lo estuvo siguiendo prudentemente, hasta tenerlo acorralado en un callejón sin salida. Utilizó la carabina de aire comprimido para lastimarlo. En cuanto lo tuvo medio tendido entre dos cubos de la basura, lamiéndose las heridas, lo remató con un ladrillo en la cabeza…

Aquella madrugada, la puerta del armario estaba abierta medio metro. El animal fue devorado en menos de media hora, quedando de él las vísceras y los huesos. Los ojos oblicuos ocultos entre las penumbras estaban irritados por la clase de cena que le había traído. Alargó la garra, cogiéndole firmemente por el cuello.
Notó la fetidez de su aliento.
– Esto no lo repitas. Es pura carroña. Lo que yo necesito es carne de primera categoría. Si para la siguiente noche no me consigues algo mucho más selecto, puede que te considere a ti como mi cena.
La voz gangosa era amenazante de veras. No bromeaba.
– Ahora llévate estos restos. No los quiero en mi estancia.
Diciendo esto, le arrojó las entrañas y los demás restos del animal.

Tenía mucha prisa, por eso le molestó que su padre le llamara la atención cuando iba a salir a la calle.
– ¡Eh! ¿A qué viene tanta prisa? ¿Y a dónde crees que vas? Puede que tengas deberes que hacer en la casa. Tu madre está fatigada por el turno de noche de esta semana y…
– Imposible. Voy a casa de los Tennant. Esta tarde estoy de canguro de su hijo Ricky.
– Vale. Si eso implica que vas a traer algo de dinero para la maltrecha economía familiar, te felicito.
– Casi lo hago gratis. Es algo que me urge.
– No te entiendo.
– Da igual que lo entiendas o no. El caso es que tengo que estar ahí ahora mismo.
– ¿Qué pinta esa bolsa de deportes que llevas?
– Dentro tengo bastantes juguetes míos para entretener al crío.

Los vocablos del ente brotaban de sus labios entremezclados con los fluidos y los mordiscos que infería a una de las extremidades del pequeño niño que él le había traído esa noche.
– Exquisito. Además está tan tierno. Rico. Ricoooo…
– Deseo que sea la suficiente carne como para que te repongas del todo y te marches de una vez de mi vida.
La criatura dejó de comer por un breve momento. Las ascuas infernales le consumieron con su penetrante mirada. Emitió una carcajada demencial.
– Ya te haré saber cuando esté completamente recuperado, en plena plenitud física. Hasta entonces, tendrás que contentarme todas las noches que sigan a la actual con carne tan sublime.
“Porque, acuérdate, puedo acabar contigo en un santiamén. Merendarte en tres bocados…

En las siguientes noches, desaparecieron más niños. El pánico se adueñó de los habitantes de la zona. Se establecieron patrullas diarias y de noche para intentar dar con el secuestrador. Se impedía que los más pequeños jugaran en las calles. Solo podían hacerlo en el colegio y en sus casas, siempre acompañados por personas mayores de confianza, aparte de los padres y los propios familiares.
Así que tuvo que cambiar de planes.
Decidió seleccionar a gente adulta. La carne sería más dura, pero igual de nutritiva.

Una madrugada, su padre fue desvelado a gritos por su propia esposa. Lo zarandeó en la cama, con fuerza, instándole a que la acompañara al dormitorio de su hijo. Estaba histérica. Fuera de sí.
– ¡Demonios de mujer! ¿A qué viene esta pérdida de papeles?
– ¡Nuestro hijo! ¡NUESTRO HIJO, DIOS MÍO!
– ¿Qué le pasa al muy infeliz?
Ella no pudo contestarle, pues se desmayó en sus brazos. La tuvo que acomodar sobre el lecho. Alterado, fue en pos de su hijo. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta cerrada. Quiso abrirla, pero estaba asegurada por dentro. Sus pies descalzos notaron la viscosidad de un líquido rojizo que se esparcía por el suelo del pasillo, partiendo de la entrada por la cocina, hasta derivar hacia el quicio del cuarto de su hijo.
Escuchaba unos sonidos muy extraños al otro lado. Con el añadido de una voz que parecía pertenecer a otra persona.
– ¿Qué significa todo esto? Hijo. Abre la condenada puerta. No sé lo que has hecho, pero no es nada bueno.
Ante la negativa, se apartó un poco y cogiendo impulso, arremetió contra la puerta con el hombro derecho. Esta cedió con cierta facilidad, y ante su terrible incomprensión, vio a su hijo sentado al lado del armario. Estaba desnudo, bañado en sangre, rodeado de los restos de una persona mayor troceada. Soportaba entre las manos una porción de pierna que comprendía el pie hasta la parte anterior a la rodilla, y con afán de caníbal, abría y cerraba las mandíbulas, arrancando porciones de la pantorrilla, masticando con deleite.
En cuanto vio irrumpir a su padre, se detuvo un segundo, observándole con los ojos desorbitados, propios de una persona trastornada. No le dijo nada. Al poco continuó devorando el cadáver fresco.
Su padre vomitó al ver la cabeza del hombre plantado encima de la cama de su hijo.
Inmediatamente abandonó la estancia, yendo a por su mujer.
Hizo lo posible por hacerla recuperar la conciencia. La llevó a la ducha, y con agua fría consiguió que volviese en sí. Ella se le quedó mirando acongojada. Rompió a llorar sobre su hombro.
– Nuestro hijo. Ha perdido la cabeza.
– El muy miserable. Tenemos que marcharnos, Mónica. He visto las calaveras asomando desde el interior del armario de la ropa. Eran pequeñas.
– ¡Los niños desaparecidos de la comarca!
– Vamos. Sécate y vístete. Cojamos lo más imprescindible. Tenemos que escapar de su locura.
– ¿Cómo ha podido ser? Con lo que le queremos.
Su esposo se enfureció con ella. La abofeteó con fuerza en la mejilla derecha para hacerle volver a la realidad.
– Somos responsables en parte de esta horrible tragedia, Mónica. Durante 38 años. Nuestro hijo ha estado toda su vida matando animales. Destripándolos. Lo sabes muy bien. La de veces que hemos tenido que enterrar los restos en el jardín, y de limpiar a fondo las dependencias de la casa. Pero ahora ha cruzado el umbral. Ahora es un psicópata. Un criminal. Ha asesinado a niños. Y a una persona mayor. Cuando todo esto se descubra, nuestra estirpe será maldita.
“Por eso sólo nos queda huir.
“Olvidar que hemos tenido alguna vez un hijo…

El sonajero

Desmond Twitt era un empresario sin el menor de los escrúpulos. Ávido de crear ganancias, hacía y deshacía sus empresas en un abrir y cerrar de ojos. Poco le importaba si una de sus fábricas de componentes de vehículos le generaba beneficios aún a pesar de la crisis. Si surgía una oportunidad de trasladarla a un estado del tercer mundo, donde los obreros serían sometidos a extensos y agobiantes horarios sin descansos semanales, con un sueldo básico correspondiente a unos cincuenta dólares mensuales, no lo dudaba. Cerraba la fábrica y la creaba en el extranjero. Cuando heredó el pequeño imperio industrial de su padre Edeltore Twitt, tenía quince fábricas dispersas por los Estados Unidos. Ahora quedaban seis, mientras en el exterior tenía implantadas trece. La producción de automóviles, cuyos fabricantes principales eran abastecidos por los componentes de sus fábricas, habían reducido los pedidos por la menor venta en el período de la crisis financiera mundial, pero gracias a su intuición de ir trasladando Twitt´s Components por el continente africano y parte del asiático, estaba manteniendo una buena cifra de ingresos por ventas.

Aún así, Desmond Twitt no estaba conforme. Sus intenciones era la de cerrar a corto plazo las seis fábricas locales para reubicarlas entre Indonesia, Taiwán y algún país africano que tuviera gobernantes de lo más corruptos, donde casi ni habría que pagar a los empleados. Simplemente con darles su ración diaria y un catre, la producción en cadena no se detendría en las veinticuatro horas.
Su decisión de cerrar la fábrica de Nogales, en Arizona, fue tomada en la reunión quincenal del 12 de Agosto. Ya se había conseguido la aprobación por parte del ministro de industria albanés para su instalación en un polígono industrial de Tirana.
Las obras tardarían cuatro meses, al estar la nave ya edificada a medias por una anterior empresa que se había echado en el último momento para atrás.
En el mes de Noviembre, Desmond Twitt se trasladó en varias ocasiones a la fábrica de Nogales. Su intención era comunicar a los obreros el cierre de la fábrica para Diciembre, en plenas navidades. Quienes lo desearan, podrían continuar su labor en Tirana.
La ciudad de Nogales está ubicada lindando con la mexicana del estado de Sonora, llamada también Nogales. Al estar en la línea fronteriza, no era de extrañar que la mayoría de los obreros fuesen de origen mexicano.
Finalmente, el 23 de Diciembre, en el preludio del inicio de la Navidad, con todos los empleados congregados en la nave industrial, Desmond Twitt les hizo saber el cese de la producción de piezas y componentes del sector del automóvil en esa fábrica.
Las quejas fueron visibles. El desencanto, notorio. Desmond cedió la palabra al director de la planta de Nogales para que les informara de la manera en que iban a ser indemnizados en acorde a la antigüedad, además de la posibilidad de seguir trabajando para el grupo Twitt´s Components en Albania para quien se animase a ello.
Desmond Twitt se retiró al despacho del director, mientras este recibía el continuo abucheo por parte de los empleados, quienes le interrumpían constantemente sin apenas dejarle hablar.


Luis Reinaldo Renés ya era muy mayor para soportar sorpresas desagradables. De hecho, nunca había tenido una pizca de buen humor. De energía brusca, nunca aceptaba que alguien le jodiera la vida. En este caso, cuando aún le quedaban cinco años para jubilarse, el dueño de la fábrica les comunicaba el cierre en víspera de navidades.
“hijo de perra”.
Luis Reinaldo se dirigió a los vestuarios. A sus espaldas seguían las muestras de desaprobación de sus compañeros mientras el director trataba de calmarlos con argumentos vacíos de contenido y promesas de traslado a un país situado en dios sabía dónde, con un salario diez veces menor al que cobraban ahora, que de por sí tampoco era una cifra que te invitaba a bailar llevado por la alegría. Se trasladó por las taquillas hasta presentarse ante la suya. La número 117. Introdujo la llave en la cerradura y la abrió. Con decisión, rebuscó entre sus pertenencias, hasta encontrar lo que buscaba.


Desmond Twitt estaba sentado detrás de la mesa del director, observando la gráfica de pedidos para la primera quincena de Enero en la pantalla del ordenador portátil, cuando percibió por el rabillo del ojo izquierdo como la puerta del despacho era abierta. Pensando que se trataba de Fitzgimonds, se enderezó contra el respaldo de cuero negro de la silla.
Ante él estaba uno de los empleados de la fábrica. Lo sabía por el mono negro que llevaba por uniforme. De otra forma, la máscara enfurecida que le cubría el rostro y algo que portaba en la mano le hubiera hecho creer que se trataba de un chalado fugado de algún centro médico de salud mental.
– ¿Quién demonios es usted? ¿Y cómo se atreve a entrar sin permiso en este despacho?
– Señor Twitt. Oiga cómo suena el sonajero – le contestó el empleado enmascarado.
Desmond Twitt se fijó que la careta era un tipo de ornamento ritual indígena. Unos ojos enormes saltones, con una boca torcida que indicaba que estaba iracundo. Parecía hecha de piel  curtida de alguna clase de animal.
Entonces escuchó un sonido muy peculiar. Provenía de un extraño objeto que aquel sujeto sostenía entre los dedos de su mano derecha.
– Fíjese cómo suena el sonajero – repitió con voz maliciosa el empleado cuya identidad permanecía oculta detrás de la horrenda máscara.
– ¡Qué diablos! ¡Deje usted de hacer el tonto y márchese a trabajar! Que aún le quedan algunas horas de productividad antes de quedar desvinculado de la empresa.
El empleado agitó el objeto. El sonido era repetitivo. Constante.
– Mire cómo suena el sonajero.
Parecía estar hecho de arcilla. Con algo en su interior, como pepitas o pequeñas piedras que producían el ruido al ser agitado con brusquedad.
Desmond Twitt estaba harto. Se incorporó de pie desde detrás de la mesa del escritorio, dispuesto a sacarlo a empujones del despacho a aquel payaso si acaso fuese necesario.
Fue alzarse, y no poder moverse. Se quedó petrificado. Se esforzó por salir de su inmovilidad, pero no pudo.
– ¡Socorro! ¡Me he quedado paralítico! – chilló, fuera de sí.
No sentía su propio cuerpo. Pero tampoco perdía la estabilidad. Continuaba erguido. Paralizado en esa posición.
El sonajero continuaba sonando, con el empleado repitiendo una y otra vez las mismas palabras:
– Escuche cómo suena el sonajero.
Desmond Twitt notó un escozor procedente de los ojos. Sin poder hacer nada, empezó a lagrimear de manera intensa. Igualmente un picor surgía del interior de los oídos y de las fosas nasales. Cuando se dio cuenta, gritó aterrado. Estaba sangrando por los ojos, los oídos y la nariz. Al poco su grito quedó medio ahogado por la sangre que emergía de su boca hacia el exterior.
El ordenador portátil y luego la mesa quedó cubierta por la sangre que surgía de los orificios faciales de Desmond Twitt.
El empleado continuaba con su letanía.
– Oiga cómo suena el sonajero.
La sangre ya llegaba a empapar la alfombra del suelo del despacho. Desmond ya no podía articular ninguna palabra. Sólo barbotaba sonidos ininteligibles al estar manando constantemente sangre procedente de su garganta hacia el exterior. Sintió la ropa interior húmeda y pegajosa. También estaba desangrándose por el recto.
El sonajero era sacudido por la mano diestra del empleado con más vigor, sin decaer en la insistencia, hasta que finalmente, Desmond Twitt perdió por fin su verticalidad, desplomándose sobre la alfombra, rodeado de su propia sangre. Una sangre que representaba toda la que podía circular dentro del organismo de una persona, pues había sido expulsada hasta la última gota.
Luis Reinaldo dejó de agitar el sonajero. Se quitó la máscara, y con rostro serio, abandonó la estancia.
Su venganza había sido consumada.
Si él perdía su puesto de trabajo, qué menos que el causante directo del cierre de la fábrica, Desmond Twitt, a la sazón propietario de la misma, perdiera su vida miserable.

Jugando con la arena.

                  Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.


                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.


                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


El mensajero de la Muerte. (Relato revisado).

I


Era un día desapacible, lluvioso y bastante frío. Mes de enero del nuevo año en curso.
Tim Blueberry estaba al lado del semáforo de peatones, esperando a que el dispositivo de señales del lado contrario de la calle se pusiera verde para así poder cruzar el paso de cebra. Había escaso tráfico a eso de las siete de la mañana, aunque al ser un barrio de los suburbios de la urbe no era de las zonas más transitadas a lo largo del día. Tim tenía desplegado el paraguas. Era un modelo plegable de bolsillo, de los que suelen regalarse en los supermercados de vez en cuando con la publicidad de la marca en la lona impermeabilizable de la misma. Faltaban quince segundos escasos para el cambio de luz, cuando un extraño se situó a su lado. Era bastante alto, delgado y vestía un largo impermeable azul marino que le llegaba hasta las pantorrillas. Sobre la cabeza un sombrero a juego para la lluvia. Sus facciones eran chupadas. Extrañamente, llevaba puestas unas gafas de sol estilo a las que utilizara en vida John Lennon, de lentes pequeñas y circulares.
La luz se puso verde.
Era hora de cruzar la calle.
Tim – le dijo al oído el hombre espigado, encogiéndose lo necesario para que le oyese.
Tim se quedó rígido.
El segundero debajo de la luz indicaba quince segundos restantes para recorrer el tramo que había de una acera a la otra.
Pero Tim ni se movió.
Volvió la cabeza, observando que el hombre se había estirado de nuevo.
– ¿Nos conocemos de algo? – preguntó intrigado.
El hombre estaba quieto. Parecía ni estar respirando.
– No – le contestó con voz monocorde.
Sin emoción.
– Entonces… – quiso continuar Tim, algo incómodo porque alguien que le era desconocido supiera su nombre de pila.
– Señor, vengo a decirle que su mujer y su hija están ya muertas.
En cuanto terminó de decir la frase, el extraño se marchó de su lado.
Tim tardó en reaccionar.
Hasta…
– ¿Qué dice? ¿Cómo puede decirme eso? Imposible. No. NO. Si acabo de dejar de verlas hace media hora. Desayunando…
Empezó a seguir al hombre del impermeable. Este se iba distanciando a largas zancadas. Andaba deprisa. Tim redobló sus intentos por alcanzarle, cuando la melodía de Dean Martin cantando la canción “Sway” procedió desde un bolsillo de su abrigo. Era el tono de llamada de su teléfono móvil. Se tuvo que detener en su caminata para atenderlo. En la pantalla vio el nombre de Kathy Moore. Era la vecina del piso de al lado.
Descolgó, aturdido por esa llamada.
– Dime, Kathy. Iba camino al trabajo.
– Timothy.
– Si.
– No sé cómo decírtelo.
– ¿El qué?
– Mary… Su depresión. Está aquí la policía. Por favor, ven rápido. Ha matado a Anita y luego se ha suicidado.



II


Patrick Lens estaba al borde de un ataque de nervios. El negocio particular que mantenía con su amigo y socio Robert Dumars estaba cerca de la suspensión de pagos. Se dedicaban a la producción de videojuegos de acción para ordenadores personales. En un principio, los primeros juegos tuvieron una gran aceptación. Llevados por el optimismo, contrataron a más programadores y resto de personal para la creación de los siguientes productos. En este caso, los números empezaron a no ser tan rentables. Tras tres sonoros fracasos de ventas, estaban ya a punto de cerrar la empresa. La última esperanza era el videojuego que estaban creando en ese momento. Pero necesitaban la inyección económica de un nuevo socio. Si no lo conseguían, todo se iría al garete. Robert había hipotecado su patrimonio personal, mientras Patrick había pedido un préstamo a un usurero, desesperado por intentar mantener el equipo de producción operativo unas semanas más.
Esas semanas ya estaban pasadas.
Su futuro ya era negro como el betún.
Estaba frente al escritorio de su despacho, esperando la llegada de su socio, cuando Virginia le anunció la llegada de una visita.
– ¿De quién se trata? No tengo a nadie citado en la agenda para esta hora – le contestó por el interfono.
La realidad es que llevaba sin tener una cita concertada en su agenda en el último mes y medio.
– No quiere darme su identidad. Simplemente dice que tiene que hablar contigo.
Patrick no estaba por recibir visitas inesperadas. Se terminó de morder una uña antes de dar el visto bueno.
– Déjale pasar. Puede que sea un mecenas de última hora que nos rescate de la hecatombe – dijo con risa nerviosa.
Cinco segundos después la puerta de su despacho fue abierta.
Patrick ni se movió de la silla. Estaba conforme con su ruina. ¿Qué le quedaba? ¿El suicidio?
El visitante era alto y delgado. Vestía un traje oscuro y llevaba unas ridículas gafas de sol de lentes redondas sobre el puente de la nariz.
– Dígame caballero. No se a qué viene, pero en fin, ya que está aquí, o bien me cuenta un chiste o me cita una esquela de la sección de necrológicas del diario. Lo mismo da, dada nuestra situación empresarial – se burló Patrick. Se colocó los pies encima de la mesa, y sin reparos le ofreció al recién llegado una mueca de desdén en los labios.
El hombre se mantuvo erguido, sin moverse un ápice de su sitio.
Tenía los dedos de las manos entrelazados sobre el vientre.
– Patrick. Tengo que comunicarle que sus padres están muertos.
Patrick se quedó de piedra. Se le borró la sonrisa falsa del rostro.
Bajó los pies.
Estaba al borde de la indignación.
– Maldito hijo de puta. A burlarse de su propia familia. Mis padres están perfectamente.
– Vengo también a decirle que Robert Dumars está muerto.
– ¿Qué es esto? Espera. Alguno de los empleados me está gastando una broma. Dada nuestra situación, querrá vengarse de esta manera. Pues me parece una auténtica memez. A reírse de sus muertos. Le despediré anticipadamente, ja.
Se incorporó de pie. Estaba exaltado. Estaba a punto de ir a por el hombre alto. Tenía ganas de echarlo a patadas. Finalmente apretó el interfono.
– ¿Sí, Patrick? – contestó Virginia.
– Hazme el favor de llevarte a este señor de aquí antes de que le de un buen puñetazo y le reviente sus estúpidas gafas.
El hombre de las lentes oscuras se mantuvo impertérrito, fijo en su lugar.
– La mujer de Robert Dumars también está muerta – concluyó.
Fue entonces cuando se dio la media vuelta, y antes de que acudiera la ayudante, abandonó el despacho.
– Maldito chiflado – masculló Patrick.
Virginia asomó medio cuerpo por el quicio de la puerta, preocupada.
– ¿Sucede algo malo, Pat?
Este se dejó caer en su silla.
La miró, desquiciado.
Todo estaba perdido. Su negocio, su vida.
– Será un puñetero jugador. Conoce nuestros nombres. Los ha debido sacar de Internet o de los créditos finales de los juegos.
Media hora más tarde vino lo peor.
Recibió la visita de un inspector de policía.
Su socio Robert Dumars había acudido armado al domicilio de Patrick, y al no encontrarle ahí, optó por acabar con la vida de sus padres. Acto seguido Dumars fue a su propia casa, asesinó a su mujer y terminó quitándose la vida de un tiro en la boca.
Definitivamente, todo estaba acabado.
A los pocos días, Patrick se quitó la vida arrojándose a la vía del tren.



III


El párroco estaba a punto de dirigirse al confesionario. Eran las once menos cinco de la mañana. La hora de atender los gestos de arrepentimiento de los feligreses más creyentes de la iglesia de Santa Eugenia.
En las décadas más recientes, el curso del tiempo estaba llevándose a la mayoría de los parroquianos. Eran todos mayores, y la juventud no se sentía atraída por ir a la iglesia. Así que no le era extraño encontrarse poca gente rezando de rodillas en los bancos, esperando el turno para ir a confesarse los pecados livianos que agobiaban sus conciencias.
Justo cuando iba camino del confesionario, vio a un hombre de edad indefinida. Estaba de pie, como si estuviera aguardando su llegada. Vestía un traje de luto, con unas diminutas gafas de sol que ocultaban su mirada. El padre Stephen pensaba que no tendría más de cincuenta años. Al pasar a su lado, lo saludó con una inclinación de cabeza y una media sonrisa.
Entonces…
– Padre Stéfano.
El párroco se quedó quieto. Nadie le llamaba por su nombre en italiano.
– Dígame.
– Tengo que decirle algo.
– Ahora mismo empieza el horario de confesión. En cuanto llegue su turno, podrá decirme todo cuanto le aflige, hijo mío.
Quiso continuar andando hacia el confesionario, pero aquel hombre espigado y delgado alargó su brazo derecho y posó la mano sobre su hombro izquierdo, impidiéndole marchar.
– Hijo mío, tengo que iniciar el oficio de la confesión a mis feligreses.
El rostro del hombre permanecía inmutable.
Simplemente sus labios quedaron separados por unos segundos ínfimos para decir:
– Padre. Hoy usted muere.
Aflojó la presión de los dedos sobre el hombro del sacerdote.
El tiempo que este se quedó pensativo fue el necesario para que aquella persona abandonara la iglesia por una de las entradas laterales.
El padre Stephen se quedó bastante azorado. Tenía sesenta años. Su salud era buena.
Evidentemente, aquel hombre debía de estar trastornado para haberle dicho eso.
Reanudó su marcha hacia el confesionario.

El resto del día todo transcurrió con absoluta normalidad. Se confesaron siete feligreses. Ofició dos misas y por la tarde el rosario.
Fue justo al cierre del templo, las siete de la tarde, cuando vio una figura que le llamó la atención. Era un chico joven. Estaba sentado medio encogido en uno de los últimos bancos. Conforme se acercaba a él, vio que tenía muy mal aspecto. Ropa descuidada y sucia. Tendría como mucho veinte años. Los ojos vidriosos y el rostro enjuto y enfermizo. El joven le miraba con desconfianza conforme se le aproximaba al banco en el cual estaba sentado.
Al verlo de cerca, el padre Stephen supo que era un drogadicto.
– Hijo mío. Es hora de que salgas. Voy a cerrar las puertas del templo – se dirigió a él con voz suave y cariñosa.
El joven lo miró fijamente. De repente se alzó y exhibió una jeringuilla usada.
– Déme todo el dinero que le hayan dado hoy – le amenazó, usando la jeringuilla como si fuera un arma blanca.
– No puedo, hijo mío. Lo poco que se me entrega, son donativos para la Iglesia. Tienes que entenderlo – suplicó el padre Stephen.
Pero el joven dominado por la falta de dosis en su salud enfermiza perdió todo control sobre sí mismo.
Se echó encima del cuerpo del sacerdote. Empuñó la jeringuilla contra su cuello, quebrándose la aguja bajo la piel. El padre Stephen cayó al suelo de espaldas. El joven lo acompañó en su caída a causa del impulso. Rota la jeringuilla, extrajo un punzón del bolsillo de los pantalones. Desenfrenado, en el suelo le hincó varias veces la punta de la herramienta en el rostro. Alcanzó sus ojos, sus oídos, su garganta…
– No, hijo mío… Qué me haces…- imploró el padre Stéfano.
Poco a poco fue perdiendo fuerzas.
Su vista se nubló por las incisiones. El dolor lo acompañó. La sangre le fue llenado su propia garganta, atragantándole, sin que pudiera decir más.
El joven agresor persistió en su violencia, enloquecido, sin saber que el sacerdote acababa ya de morir, y por tanto, ya no era necesario continuar cebándose en su cadáver.
Cuando se hubo calmado, y sin haber rebuscado dinero alguno, abandonó la iglesia por una de las salidas laterales.




IV


Era una habitación miserable de una pensión de mala muerte. Disponía de lo mínimamente necesario para que un ser humano pudiera vivir ahí.
Una llave giró en la cerradura. El huésped tuvo que insistir tres veces hasta que por fin pudo tener acceso a su hogar.
Cerró la puerta con suavidad y colocó el pestillo del cerrojo.
Seguidamente se dirigió hacia su lecho.
Se tumbó sin quitarse la ropa que llevaba puesta, un traje oscuro.
No había encendido ninguna luz.
No le hacía falta.
Sus dedos sujetaron las gafas diminutas de lentes oscuras. Se las apartó de los ojos y las depositó encima de la mesita de noche.
Tenía los párpados pesados.
Estaba debilitado por el esfuerzo derrochado a lo largo del día.
Se llevó los puños a los ojos y se los restregó con fuerza.
Al fin pudo dejar traslucir sus emociones.
Empezó a llorar con fuerza.
Como un niño pequeño.
Él, que era alto.
Metro ochenta medía.
Él, que llevaba tantos años echados a la espalda.
Acababa de cumplir los 47.
Nunca se acostumbraría a su dolor.
Continuó frotándose los ojos.
En la oscuridad, surgieron destellos.
Como luces parpadeantes de un árbol de navidad.
Quiso apretar los dientes para no gimotear más.
Pero le fue imposible.
Y así estuvo llorando en soledad, maldiciendo una vez más su don como mensajero de la muerte de los demás.

"Sigo llamando a la puerta, y tú no me abres…"

Se percibió el golpeteo de los nudillos contra la puerta de madera. Ese hecho le extrañó mucho. El timbre de la casa funcionaba perfectamente. Estaba solo, así que tuvo que acudir él mismo a la entrada.

                Hubo una repetición en la sucesión de breves impactos contra el otro lado. Miró la hora en el reloj de pulsera.
                21: 05.
                Atisbó a través de la mirilla. La lente estaba defectuosa y no pudo ver nada. Igualmente no había luz que alumbrara el dintel.
                – ¿Diga? – preguntó con cierto nerviosismo.
                Nadie le contestó.
                Pensó que sería algún crío del vecindario que estaba haciendo una broma pesada. Recorrió el rellano hacia la cocina, donde estaba levantando una tabla del suelo de madera para depositar en el hueco una grabadora introducida dentro de una bolsita de cierre hermético. Llevaba toda la tarde y comienzo de la noche ubicando varias de ellas en sitios escogidos por su interés y posible transcendencia dentro de los muros de aquella casa abandonada y en evidente estado de deterioro.
                Un fuerte porrazo sobre la puerta de la entrada principal le hizo detenerse.
                Su vista se asentó en principio sobre la ventana de la cocina. Al igual que el resto de aberturas, estaba tapada por tablones claveteados. Incluso dos ventanas más estaban tapiadas. Eso le tranquilizaba. Saber que nadie podía colarse por ahí para cogerle desprevenido.  Por sorpresa.
                Sonó un segundo golpe fuerte y rotundo, que hizo crujir la madera pútrida de la puerta. Esta resistió el embate sin problemas, pero los efectos del sonido se trasladaron por el resto del pasillo y de la casa con el odio de un eco devastador, propiciando la sensación de la rotura de la misma.
                Dejó caer la grabadora dentro del hueco y se incorporó de pie.
                Una gota de sudor frío, casi lechosa, fluyó desde su entrecejo, recorriéndole el perfil de la nariz, deteniéndose en la punta de la misma.
                El silencio se mantuvo durante menos de dos minutos, interrumpido por otro golpetazo más potente que el anterior.
                Abandonó la cocina, manteniéndose quieto en la mitad del camino hacia la puerta principal de la casa. Sujetó el teléfono móvil con el firme deseo de comunicarse con alguno de los dos miembros del equipo de investigación que habían salido en busca de algo de comida y de café para pasar la noche en vela dentro de aquel lugar nada agradable. Primero marcó un número y seguido el otro. Con tardanza, se fijó en la pantalla que le indicaba que no había cobertura. A los pocos segundos, se quedó sin batería.
                Tiró el móvil al suelo.
                ¡POOOOM!
                Miró con fijeza más allá del recibidor, donde se acumulaba la dejadez y la suciedad de años sin que nadie mediase para impedir el decaimiento de la vivienda.
                ¡POOOM! ¡POOM! ¡POOM!
                La severidad de los golpes retumbó  por la estrechez del pasillo central de la planta baja. El estruendo de la violencia empleada sobre la puerta estaba consiguiendo finalmente que diera la sensación que fuera a desencajarse de los goznes, derrumbándose hacia adentro, alzando una cortina de polvo y llevándose en la caída jirones de seda del arte decorativo y hacendoso de las arañas tejida en el travesaño superior.
                Los poros de la piel en la espalda se dilataron, consiguiendo que transpirara un sudor gélido y repulsivo al humedecer su camiseta, haciendo que se adhiriese a la zona lumbar como si fuera una piel muerta en plena fase de muda de la misma.
                ¡POOM!
                Finalmente una voz surgió desde la parte de fuera, donde la puerta era maltratada con tamaña vileza.
                – Sigo llamando, y tú no me abres.
                ¡Era la voz de Lorena!
                Precipitó sus pasos por el recibidor hasta situarse ante la puerta. Descorrió el enorme cerrojo que se mantenía oxidado pero cuya utilidad seguía siendo de lo más eficiente para el cierre eficaz de la entrada.
                – Jolines, Lorena y María. Os habéis pasado con los golpecitos. Espero que al menos la comida y el café sean digeribles.
                Quiso añadir otra frase, pero la puerta fue golpeada nuevamente con fuerza, dándole de lleno en pleno rostro, destrozándole el tabique nasal, precipitándole de espaldas contra el suelo mugriento.
                Su visión quedó oscurecida por la brutalidad del impacto. Agitó la cabeza, tratando de enfocar con cierta claridad hacia el hueco de la puerta abierta. Percibió un sonido característico detrás de donde estaba sentado. Eran los clavos de las tablas de la tarima que estaban siendo arrancados. Las mismas tablas eran apartadas, estrellándose contra las paredes. Cuando volvió la vista, aquello invisible que estaba delante de sus ojos lo empujó hacia el fondo del suelo, hincándole con precisión en la base con los propios clavos extraídos a la madera, atravesándole los miembros y la garganta, hasta inmovilizarlo dentro de aquella especie de tumba. Quiso gritar, pero tenía la tráquea aplastada. Sus pupilas se dilataron y los ojos se le salieron casi de las órbitas al ver el arco que describió una de las tablas de la tarima antes de empotrarse contra su propio cráneo.



                Lorena se desplazó por la cocina. Encontró la grabadora en el hueco de la parte del suelo levantado por su compañero. Se dio de cuenta que no estaba en funcionamiento, y le dio a la tecla de grabación. Abandonó la estancia y recorrió la parte del pasillo que llevaba a la sala de estar. Justo en ese momento María descendía las escaleras, llegando procedente de la planta superior donde estaban los antiguos dormitorios de quienes habían residido por última vez en aquella casa abandonada.
                – Nada. Javier tampoco está arriba – dijo disgustada.
                – No es propio de él querer gastar bromas de mal gusto. Me refiero a lo de dejar la puerta de la entrada medio abierta a nuestro regreso – aclaró Lorena.
                – Ya. Y tampoco lo es marcharse sin venir a cuento. Más si fue él quien más empeño puso en lo de pasar una noche en este sitio para intentar registrar alguna psicofonía – replicó María, enfurruñada.
                Recorrieron la parte del recibidor que llevaba hacia la puerta. María reparó en los tablones de la tarima del suelo que estaban flojos.
                – Mira. Aseguraría que esta parte del suelo no estaba tan mal cuando llegamos. Las tablas están medio sueltas. Les faltan los clavos. Ha tenido que ser el entretenimiento principal de Javier mientras hemos estado de compras, porque la grabadora que dejó en la cocina estaba sin poner en marcha.
                Se le ocurrió agacharse para mirar mejor una de las tablas. Vio que era fácil de quitar, y eso hizo. Su respiración se cortó brevemente al descubrir parte del semblante destrozado de su amigo a través del hueco.
                Lorena la miró preocupada.
                – ¿Qué sucede, María?
                – ¡Dios mío! ¡Es Javier! ¡Está…! ¡Su cuerpo está enterrado bajo las tablas del suelo!
                En ese instante comenzó a sonar un suave golpeteo de nudillos contra la puerta principal.
                – ¿Oyes eso? – preguntó Lorena a María.
                Esta se incorporó muy alterada. Miró a su amiga.
                Luego lo hizo con la puerta. Estaba cerrada pero sin correr el cerrojo enorme y herrumbroso que la mantendría en su sitio.
                Los golpeteos sobre la madera cobraron nueva insistencia.
                – ¿Qué hacéis? Sigo llamando, y nunca se me abre – les llegó una voz desde el exterior.
                Lorena y María se quedaron rígidas por el tono del mismo.
                Aquella voz era la de Javier…
                Pilladas de improviso, la puerta fue abierta de golpe.
                Una ráfaga intensa de aire fétido enredó los largos cabellos de Lorena y María. Se sintieron sujetadas por el pelo por una agresiva fuerza invisible. La puerta se cerró con estrépito y el cerrojo quedó corrido. María luchaba desesperada por desasirse de los dedos imperceptibles que tironeaban de sus cabellos. Vio que Lorena estaba siendo arrastrada por el suelo, alejándose hacia la cocina.
                – ¡Lorena!
                – ¡Ayúdame, María!
                María no pudo ayudarla. Miró hacia atrás, pero no encontró nada físico y palpable que la estuviese sujetando. Con brusquedad, se sintió alzada sobre el suelo, dirigida hacia el techo, donde pendía una vieja lámpara araña. La lámpara fue arrojada con fuerza y estrépito hacia el suelo. Aquello que la mantenía a la altura del techo, fue enredándole los cabellos contra el gancho de sujeción de la lámpara. María pataleaba. Oía de lejos los gritos doloridos de Lorena. Ella quiso hacer lo propio, pero algunos de los cristales de la lámpara fueron arrancadas de la misma e introducidas en su boca hasta ahogarla. Finalmente su cuerpo  quedó colgando por su larga melena enredada al gancho del techo, conforme su vida se apagaba con el vidrio incrustado en su garganta, consiguiendo que muriese en una lenta y larga agonía por asfixia.
                En la casa vacía y abandonada prosiguieron por unos minutos más los lamentos desgarradores de Lorena. Una vez sumida esta en el descanso eterno, el lugar permaneció el resto de la noche en completo silencio, sin que volviera a percibirse más golpes de nudillos contra la puerta principal. Pues ahora no había motivo para que percutiesen, al no haber ya nadie que pudiera responder a la llamada de los mismos.


Bee Marshall Jones, jugador de baloncesto…

1.

Bee Marshall Jones era el clásico jugador de baloncesto universitario americano, con grandes facultades físicas y técnicas. Afroamericano de 1,95 m de altura, organizador del equipo desde el puesto de base, tenía 21 años. Cursaba los pocos meses que le quedaban por graduarse en la Universidad de Perrish Town. El Campus era de cierto buen nivel, para tratarse de una ciudad media, pero en deportes, y concretamente en la sección de baloncesto masculino, jamás pasaban de la fase previa universitaria. Contra equipos de la región se defendían, pero a la hora de medirse los cuartos frente a los pesos pesados del estado de Nueva York, tenían todas las de perder, y encima por muchos puntos de diferencia, pese a la agresividad de su defensa y el empeño que ponían cada uno de los componentes del mismo. Quien más destacaba sobre el resto era Bee Marshall Jones. Tenía unas largas piernas, un equilibrio central extraordinario, un salto decente, un dribbling llamativo y una velocidad perfecta en el contraataque. Sus máximas carencias era su floja defensa (para ejercer de base, apenas robaba balones al rival), no abundaba en el reparto de asistencias, su tiro de cerca era satisfactorio, pero más allá de la línea de tres puntos perdía mucha efectividad y su excesivo ego personal lastraba muchas veces al conjunto, obligando a su entrenador a cambiarle con relativa frecuencia cuando no tenía uno de sus días más inspirados.
Bee Marshall siempre soñaba con cotas mayores. Que algún ojeador de la NBA anduviera siguiendo a Perrish Town en la fase regional regular para pasar detalles cara a una futura prueba con novatos y jugadores veteranos en el declinar de su carrera en las ligas de verano, pues era realista en la imposibilidad de siquiera figurar en los puestos más bajos del draft de la NBA.
Para su desilusión, la temporada universitaria tocó a su fin con la eliminación en la primera eliminatoria estatal, y con ello, toda previsión de ser examinado por algún cazatalentos, no de la NBA, ni de la Liga Comercial, sino ni siquiera de ligas europeas de peso como la ACB española o la Lega italiana.
Finalizada la temporada de baloncesto de manera tan prematura, le quedaban un par de meses para la graduación. Sus notas no eran todo lo destacadas que deberían ser para procurarle una alternativa profesional distinta a la carrera deportiva. También influía su vida familiar completamente desestructurada, con un padre temperamental y dado a la bebida, irritado por su trabajo de vigilante nocturno y desencantado por la mediocre vida de baloncestista de su hijo, mientras su madre se sentía más realizada con la futura carrera periodística de su única hermana mayor, Ambrosia.
El muchacho llevaba un tiempo moderando su frustración uniéndose a grupos de amigos poco recomendables, cuyo modo de diversión significaba simplemente beber, drogarse y salir con chicas de cascos muy ligeros.
Bee Marshall se fue convirtiendo en un joven muy conflictivo, rayando en la delincuencia. Cada vez se veía más agresivo.
Hasta aquella tarde noche que dos de sus colegas le dieron un revólver y se dispusieron a robar en una tienda nocturna.
Era un Seven Eleven. El atraco fue un puro desastre desde el mismo momento en que atravesaron las puertas automáticas del establecimiento. Sus dos amigos estaban hasta arriba de droga, y él fuera de sí por la mezcla de cocaína con el ron consumido en la esquina de la licorería Delios.
El caso fue que el dependiente, un maldito blanco racista veinteañero, con gafas de listillo y pelo pajizo se negó a darles la cantidad de dinero disponible en el cajetín de la caja registradora. El estallido de dos detonaciones, la nube de pólvora consiguiente surgiendo del cañón del revólver sostenido por Bee Marshall y el posterior cadáver reposando detrás del mostrador marcó el destino del baloncestista universitario.
Cinco segundos dan para cambiarle a uno la vida. Antes de apretar el gatillo, era un hombre libre y con derechos; después de hacerlo y de apagar una vida como quien apaga una vela de cumpleaños de un único soplido, su futuro estaba ya marcado para siempre, con antecedentes penales, un montón de años detrás de las rejas de una cárcel de máxima seguridad y con nulas perspectivas de reinserción social cuando saliera siendo una persona ya mayor y sumido en la desmoralización, tratando de buscar un trabajo de perfil bajo para sobrevivir a duras penas.
Después de esos cinco segundos, breves y fugaces, apreció igualmente la traición de sus presuntos compañeros de fechorías. Lo dejaron abandonado en su consternación, solo dentro de la tienda, mortificado por la presencia del cuerpo inerte del dependiente del Seven Eleven.
La mezcla del alcohol ingerido con el consumo de la droga, el punto álgido alcanzado por el exceso de adrenalina, más el estupor, la mente embotada, la vista nublada y una extraña sensación de estúpido sopor (¿cómo le podía estar entrando el sueño en ese instante, cuando acababa de cepillarse a un tío por la vía rápida?), le fue venciendo.
Sus músculos de toda su anatomía se fueron relajando poco a poco, propiciando que el arma abandonara sus dedos de la mano derecha y cayera pesadamente contra el linóleo medio levantado del suelo de la tienda.
“Marshall”
Alguien le llamaba. Quiso averiguar la procedencia de aquella llamada desconocida, pero las brumas le rodeaban, y cuando quiso dar un paso al frente, perdió el equilibrio, rindiéndose al extraño cansancio que le fue sumiendo en un letargo de duración indeterminada…

2.

“Marshall”
Era una voz imponente.
“Despierta”
Bee Marshall Jones fue separando poco a poco los párpados, hasta lograr enfocar la vista. Se encontró a si mismo tumbado de costado sobre un suelo polvoriento.
“Álzate como Lázaro, quieres”
El tono estaba siendo ya amenazante. Se parecía ligeramente al que empleaba su padre cuando discutía con él antes de irse a la cama. Pero la voz de su padre estaba tomada por el peso del alcohol. La presente era limpia y diáfana. Como si fuera un instructor implacable de un campo de adiestramiento del ejército americano.
Bee Marshall se apoyó sobre las palmas de las manos, apreciando el polvillo. Era gris oscuro y muy liviano. No tardó en darse de cuenta que era ceniza.
(la ceniza de miles de muertos)
– Joder. ¿Qué es esto? – gruñó, sobresaltado.
Se incorporó de pie de un respingo. Extrañamente, se notó completamente sobrio y sin los efectos secundarios de la droga suministrada por sus dos maravillosos y cobardes amigos.
Así no le fue difícil comprobar que se encontraba frente a una canasta de baloncesto. El aro carecía de red. Y bajo el mismo, en perpendicular al tablero, había un balón. La superficie de la cancha era ceniza (de muertos), y correspondía a un único lado. No había segunda canasta. Como si fuera un solar de una calle. Pero en derredor del terreno deportivo no había ninguna estructura edificada. Sólo le circunvalaba la más negra oscuridad, siendo el único lugar iluminado, la propia cancha. Bee Marshall quiso identificar al menos los soportes de los focos, pero no encontró soportes ni focos. La iluminación pendía de un techo invisible e infinito, con el núcleo ardiente y crepitante como si en realidad fuesen antorchas de un tamaño destacable.
“Marshall”
El joven trató de localizar la procedencia de la voz, pero parecía llegar de todas partes.
– ¿Quién me llama?
“Mejor que no lo sepas de momento”
– Joder. Déjate de malos rollos. Quiero salir de este condenado recinto deportivo.
“Acuérdate de algo, muchacho”
– ¿De qué quieres que me acuerde?
“Del mocoso que acabas de matar con dos tiros a bocajarro”
“No venía a cuento hacerlo, pero lo hiciste”

Bee Marshall Jones estuvo a punto de lloriquear. Aquello era peor que una pesadilla. Era la locura de un tío hecho una mierda por culpa de la maldita droga. Y lo más deprimente es que quien parecía llevar la camisa de fuerza, era él. Pero no la llevaba, ni estaba dentro de una celda acolchada, si no de pie frente a una canasta roñosa y de estructura destartalada.
– No-no-no. Déjalo estar ya, tío. Seas quien seas, indícame la salida de este sitio.
“Veo que aún no asumes la situación en la cual te hayas”
– ¿De qué situación me hablas?
“Pobrecito Marshall. Eres un pésimo jugador de baloncesto. Y un estúpido delincuente. Matas a un desgraciado sin venir a cuento, y ni siquiera robáis finalmente el local. Mira que eres inútil. Razón tiene tu padre en casi repudiarte. Aunque sin duda lo hará cuando se te condene a treinta o cuarenta años sin derecho a la libertad condicional.”
Bee Marshall giró varias veces sobre sí mismo. Cada frase de aquella voz atronadora procedía de un rincón diferente. Y siempre desde la negrura de la nada.
– ¡Cállate, miserable cobarde! ¡Muéstrate, si tienes cojones!
“Bueno, Marshall. Ya vale de perder el tiempo. Te dejaré verme un momento”
Desde debajo de la canasta surgió una figura monumental y temible de tres metros de altura, de una brutal envergadura, inmerso en llamas flamígeras que contorneaban irregularmente su silueta. Las cavidades de sus ojos estaban vacías, sumidas en sangre, y de sus deformes mandíbulas colgaban babas de sangre coagulada.
“Mírame, Marshall. Soy tú ídolo de toda la vida. Soy Legión”
Bee Marshall observó aquella maléfica presencia con rostro de incredulidad.
La criatura infernal avanzó en grandes zancadas, y sin darle tiempo a retroceder, sujetó al joven con sendas garras alrededor del cuello. Le hizo de mantener la mirada contra el vacío insondable de sus cuencas. Aquellas garras quemaban la piel de su garganta.
“Cumplirás una premisa, antes de abandonar este lugar. Y eso si es que eres capaz de hacerlo.”
La bestia relajó la presión ejercida sobre el cuello de Bee Marshall.
“Coge ese balón. Tienes que machacar el aro tres veces. Si lo haces, eludirás este lugar para siempre. Si en cambio, fallas, estarás entrenando tiros libres conmigo el resto de tu existencia.”
– ¡NOO! – gritó Bee Marshall, aterrado por hallarse frente a frente ante el mismo demonio, y por el dolor de las quemaduras del cuello.
Al terminar de gritar, la presencia de la entidad maléfica había desaparecido, al menos físicamente, pues su voz no iba a cesar de estar presente.
“Venga, valiente jugador de baloncesto. ¿Qué son tres machaques para un deportista de tu nivel?”
– Serás cabrón – murmuró Bee Marshall, enrabietado.
Fue en pos del balón.
En cuanto lo vio, la inquietud retornó a su ser. Era un balón de kilo y medio de peso, embardunado de alquitrán caliente. De hecho, los vapores emanaban de su superficie.
La duda enfureció a Legión.
“Coge la jodida pelota, si no quieres que te abra en canal, y luego haga lo propio con tu padre borracho y la mamarracha de tu madre. A tu hermana me la reservo para más tarde…”
Bee Marshall estaba decidido a darle en las narices. No le quedaba otra alternativa.
Se dobló para agarrar el balón.
Quemaba en sus manos mala cosa, y lo tuvo que dejar caer repentinamente.
“¡Qué debilucho eres! Te agradezco que hayas matado a ese incompetente dependiente, porque así conseguiré no sólo tú alma, si no las de toda tu familia”
– Cabrón – musitó Bee Marshall.
Mordiéndose el labio inferior para tratar de contener el dolor de las quemaduras, recogió el balón y lo más rápido que pudo, buscó el aro sin botarlo. Lo importante era bajarla para abajo, y lo hizo con suficiencia.
“¡Bien, Marshall! Dos más como ese, y considérate libre”
Bee Marshall se miró las manos. Estaban las palmas casi despellejadas. La piel se había adherido a la superficie alquitranada del balón. Instintivamente sopló con fuerza para reducir el dolor de las terribles quemaduras.
Buscó el balón y con evidentes muestras de queja, recorrió dos metros de distancia antes de enfilar el aro e introducirlo con cierta contundencia, haciendo zarandearse el tablero de lado a lado durante un par de segundos.
“¡Guaaa, Marshall! Me sorprendes. Te consideraba un perdedor. No un tío con suerte. Aunque ya se sabe, la buena racha termina por romperse.”
Las manos de Marshall ya eran un puro amasijo de carne sanguinolenta. Las yemas estaban descarnadas, sin las uñas y la punta del hueso de las falanges a la vista. Con desesperación se dispuso a sujetar el balón para ejecutar el último mate…
“¡Punto final, Marshall! Hasta tanto no llega mi benevolencia”
El balón abrasaba más que nunca, y se le cayó al suelo con la compañía de sus dos manos.
Marshall aulló fuera de sí, conforme se desangraba por las muñecas…

3.

La vida suele dar muchas vueltas. La de Bee Marshall Jones fue iniciar una carrera delictiva corta y nada fructífera. En el instante que se disponía a apuntar al dependiente, este extrajo desde detrás del mostrador una escopeta recortada, y sin miramientos, disparó a la zona de su estómago. Los compañeros de Bee Marshall lo dejaron a su suerte, mientras el dependiente llamaba a la policía.
Cuando la patrulla llegó diez minutos más tarde, Bee Marshall Jones había fallecido, víctima de sus errores…
Cuando los cometía como jugador de baloncesto, se podían corregir en la siguiente jugada.
En la vida real, eso era más complicado.

Recorriendo senderos…

                 Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.

                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.

                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos del calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.
                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…

Esencia de vampiro.

En plenas navidades, un cuentico de terror de lo más liviano, escrito bajo los efectos benignos del cava, je, je. 


Ricardo recogió una botella de cava del frigorífico. Estaba lo suficientemente fría como para  satisfacer el paladar seco e hiriente de Penélope. Atrajo consigo la atención de la mujer con el tintineo del cristal de las dos copas al entrechocar entre si.
– Aquí tienes el néctar que calmará tu sed, querida – le dijo con tono frío.
Penélope observó cómo Ricardo vertía el contenido de la botella en ambas copas. 
Le tendió una.
Estaba llena en sus tres cuartas partes.
Ella aceptó de buen grado.
Sus labios carnosos sorbieron el líquido, humedeciéndose hasta adquirir un sentimiento superficial muy cercano al erotismo.
Ricardo sintió como su corazón muerto palpitaba frenéticamente ante su propia resurrección.
Se acercó hasta su víctima, hincándole los comillos en la yugular.
Penélope gritó de manera desaforada mientras su vitalidad mutaba desde su organismo hasta la enfermiza personalidad de Ricardo.
– ¡Te quiero, Penélope! ¡Te quiero, hasta tu muerte! – bramó aquel hombre malvado.
Cuando la mujer quedó tendida sobre el sofá, sin gota de sangre en sus venas, con un corazón inmóvil que denotaba su estado inerte, Ricardo, creyéndose triunfante por unos segundos, se agitó desesperado al instante. Sintió un ardor hiriente que le hizo gritar como la bestia que era, vomitando un torrente de sangre profundamente oscura sobre las tablas de la tarima del suelo.
MIró a su víctima con desprecio y horror.
– ¡Me has matado, puta! – farfulló, antes de sucumbir a su final.
Demasiado tarde…
Descubrió con tardanza que su presa había abandonado el mundo de los vivos hacía años.
Pues era un fantasma.
Un espíritu errante, que ahora se incorporaba desde el sofá, sonriendo con satisfacción hacia aquel vampiro. Ensanchó los orificios nasales, absorbiendo la esencia de Ricardo, convirtiéndose de esta manera en una entidad cada vez más poderosa y maligna.

Responsabilidad cívica.

Se creía un ser superior al resto. Aborrecía al ser humano en su conjunto. Aun a pesar de haber recibido la educación adecuada por parte de sus padres, de haber resultado exitoso en los estudios universitarios donde se había graduado brillantemente en Derecho, de resultar extremadamente atractivo a las mujeres y de vestir elegantemente como un dandy inglés, parte de su mente había desarrollado una habilidad fría e insensible propio de todo asesino en serie que se precie de serlo.
En su doble vida, la normalidad realizaba una transición trágica hacia la monstruosidad de la barbarie sanguinaria. Llevaba cerca de año y medio sembrando el horror y el espanto entre la ciudadanía, creando una psicosis de inseguridad nocturna en cada rincón habitado de la gran ciudad donde residía y ejecutaba sus fechorías criminales.
La cifra llegó a estabilizarse en once víctimas, todas ellas féminas, mancilladas y ejecutadas de la peor manera posible, erradicando la existencia de noviazgos y matrimonios felices.
Víctimas que se libraran de su sinrazón, que él supiese, una única joven en sus comienzos por su nula experiencia en el arte de ejercer como subordinado de la Muerte. Estuvo medio mes de baja laboral, aduciendo una neumonía, pues ese fallo le hizo temer lo peor, sin pisar la calle, inquieto ante la mera casualidad que aquella chica lo reconociese entre la multitud.
Testigos presenciales, ninguno.
Si no a éstas alturas estaría detenido…
Pero…
A pesar de detestar a sus congéneres, él mismo era humano, con sus virtudes, sus defectos y sus enfermedades mundanas.
A veces en su ego fantaseaba con una larga y duradera inmortalidad conseguida en base de sus actos y por ello no esperaba sufrir nunca daño físico alguno que menguara su salud.
Así que esa mañana en que acudía bien trajeado a su trabajo en el gabinete de abogacía de los hermanos Wilson, el imprevisto amago de ataque al corazón le hizo de perder la verticalidad y caer desplomado justo en medio del paso de peatones de la avenida más concurrida de tráfico a falta de diez segundos del cambio del color del semáforo del rojo al verde, haciéndole ver que también podía ser un ser débil y a merced del destino.
Con la mano situada encima del corazón y con el pulso extremadamente débil, vio aproximarse un autobús de línea urbana. En ningún momento pensó que iba a precipitarse hacia delante llevado por la inercia de la luz del tráfico. Era responsabilidad cívica detenerse, y a ser posible, atenderle hasta que llegara la ambulancia.
Pero dio la casualidad que el chófer de aquel autobús era una mujer. El fantasma real de una de sus primeras víctimas, la afortunada que resultó indemne de sus siempre feroces y mortíferos ataques.
La conductora lo reconoció de inmediato.
Los recuerdos de aquella lejana pesadilla se agolparon repentinamente en la retina de sus bonitos ojos verdes.
Sus manos se aferraron con más firmeza al volante, y para espanto de la totalidad de los pasajeros, apretó con fuerza el pedal del acelerador, haciendo pasar el chasis con sus cuatro ruedas por encima del cuerpo tendido del asesino en serie.
Cuando menos lo hubiera podido vaticinar, su carrera de psicópata había llegado a su fin…