La Caseta del árbol.

– ¡Corre, Nathan! ¡Corre todo lo rápido que puedas!

Fueron las palabras angustiosas y desesperadas de su madre.
Como pudo, alcanzó el jardín trasero. Sus cortas piernas se desplazaban con titubeos. Estaba nervioso. Asustado. Lloroso.
Demonios. Era un crío de ocho años.
Afuera el sol daba de lleno. Hacía mucho calor. Era de día. Empezó a sentir un fuerte escozor en el revés de las manos y en la cara.
A mitad de camino del árbol donde tenía situada entre las ramas la caseta construida el año pasado con la ayuda de su padre, escuchó el grito de su madre.
Fue espeluznante.
Recordó la orden que le dio. Tenía que correr. Trepar a la caseta del árbol. Con suerte ahí podría permanecer escondido. Y lo mejor, protegido por la oscuridad.
Alcanzó la escala de cuerda y fue subiendo.
Los ojos le picaban. Las lágrimas eran ácidas. Las sentía al deslizarse por sus mejillas. Tuvo que entrecerrar los párpados para continuar escalando el árbol.
Cuando llegó arriba, se refugió dentro de la casa, recogiendo la escala.
Nada más ubicarse al amparo de las sombras, sintió cierto alivio en la piel. Aunque sollozaba con ganas. Tenía mucho miedo. Por lo que pudo pasarle a su madre. Notó cierta humedad en los pantalones. Se había hecho pis.
Trataba de permanecer acurrucado en un rincón. El más sombrío.
Al poco llegaron ellos.
Estaban en el jardín.
Dos hombres malvados.
Los que habían entrado en la casa. Habían forzado una ventana de la cocina. Lo hicieron sigilosamente, más que nada para evitar que el vecindario supiese de su llegada. Por lo demás eran sabedores de que Nathan y su madre estaban durmiendo profundamente.
– ¡Niño! ¡Baja del árbol! – le dijo uno de los dos hombres malos.
Estaban ambos situados al pie del árbol.
– Sabemos que estás ahí arriba.
– ¡Venga! Baja con nosotros. ¿No querrás que subamos hasta la caseta para bajarte a rastras?
Nathan se mordía los puños de las manos para no meter ruido. Estaba transpirando copiosamente por el brutal efecto del calor. No podría aguantar mucho rato dentro de la caseta. Aquella oscuridad era artificial. Por los intersticios de los listones de la madera se filtraba parte de la luz solar.
– ¡Niño tonto! Desciende del puto árbol de una vez.
– Eso. Mejor que vengas con nosotros. Tu madre te está esperando.
Las voces eran enfermizas. Malsonantes.
Se apartó un poco de las sombras para verlos de refilón desde el hueco de la trampilla del suelo.
Eran dos hombres vestidos con indumentaria militar. Llevaban cascos, chalecos y botas pesadas.
Uno de ellos se fijó en su cabecita asomando por el hueco, y sin mayor dilación le mostró la cabeza de su madre. La sujetaba por los cabellos.
El hombre malo sonrió con ganas.
– Desciende del árbol, hijito. Y ven a saludar a la cabeza de tu mamá…
Nathan cerró la trampilla, retirándose entre las sombras del rincón donde no accedían los rayos del sol.
El hombre  que sostenía la cabeza de su madre profirió su malestar con insultos.
Nathan notó un fuerte impacto contra la parte inferior de la caseta, cerca de la trampilla.
Le habían lanzado la cabeza de su madre…
– Es cuestión de tiempo… – trataba de calmar a su impulsivo compañero. – Aunque esté cobijado de la luz, el propio calor lo va a freír dentro de la caseta.
– El muy cabrón no se va a bajar del puto árbol.
– Por eso mismo te digo que hagamos guardia con el visor térmico. En cuanto nos confirme que ha muerto, nos marchamos sin tener que ingeniárnoslas para trepar hasta la copa del árbol.
– Puede que tengas razón. Ya nos hemos cargado a su madre. Y la brigada 12 ha hecho lo propio con el padre.
– Está confirmado. Eso es lo bueno de hacer un correcto seguimiento antes de cazarlos. Ese tío tenía la costumbre no de dormir en su casa, si no dentro del panteón familiar. La brigada 12 ha presentado al guarda del cementerio la autorización judicial para penetrar en el recinto a las siete horas. Este les ha entregado la llave de la verja de acceso al interior del panteón y han utilizado directamente el procedimiento del fuego directo.
– Como se disfruta achicharrándolos con los lanzallamas… Aunque yo personalmente prefiero el machete a la antigua usanza.
– Ya entiendo tu sobrenombre de Greg “El Jíbaro”.
– Eso es. No reduzco cabezas. Simplemente se las separo del cuerpo de los chupasangres…
Miró con rostro desafiante a la cabeza femenina tirada al lado de una raíz que sobresalía del suelo. Juntó ambas manos sobre la boca para hacer bocina, dirigiéndose al niño pequeño de la caseta en el árbol:
– ¿Qué tal chaval? Me imagino que te estás asando como un pollo. Tú estate tranquilo, que aquí permaneceremos los dos para impedir que te escapes.
“Cuando nos marchemos, de ti sólo quedarán cenizas…
– No seas cruel con el mocoso. Bastante estará sufriendo ya.
– A mi no me digas. Yo no tengo la culpa que sea un jodido vampiro.

Incidente en el hipermercado.

Bueno. El jueves pasado regresé a mi puesto de trabajo en el hipermercado. Desde entonces, el monstruo de Frankeinstein está atendiendo a la clientela, ja, ja. Si tenía alguna duda ante mi vuelta, esta quedó disipada por el genial recibimiento por parte de los empleados y jefes. La realidad es que me emocioné y todo. Con motivo de semejante acogida, vuelvo a publicar este relato desenfadado de terror cómico trágico que transcurre en un hiper. He modificado un par de frases un poco sosillas. Decir que fue subido en la primera época donde no di a conocer el blog, así que puede decirse que se estrena hoy cara al gran público. 
Como es de justos ser agradecidos, dedico “Incidente en un hipermercado” a la buena gente del híper, a mis compañeros auxiliares y a los compañeros vigilantes del centro comercial donde curramos, a la médica de cabecera de la seguridad social, María (que no a la de mi mutua, ja, ja) y a los dos agentes de la policía municipal de Berriozar. Para todos ellos va este monstruoso relato.

Incidente en el hipermercado
(Entrevistas del reportero a diversos testigos
de cara al telediario de las tres de la tarde)



LA AMIGA

– Usted conocía a la cajera.
– Si. Era amiga mía aparte de ser compañera de trabajo.
(gimoteo)
(sorbido de mocos)
– ¿Cómo se llamaba la chica?
– Helena del Valle, con h de hospital. Dios mío. Si solo tenía 21 años recién cumplidos el pasado mes de octubre.
– ¿Se encontraba bien? ¿No se le notaba rara últimamente?
– No…
Se corta la entrevista. La muchacha no puede continuar hablando a la cámara.

(Escena eliminada en la fase de postproducción del reportaje)


UN CLIENTE ASIDUO DEL CENTRO COMERCIAL

– Según tengo entendido, usted estaba guardando cola en la fila de la cajera que con sus actos incivilizados, ha conmocionado al público presente en el centro comercial.
– Así es. Me encontraba justo detrás de la señora oronda del pelo oxigenado.
– De modo que pudo verlo todo con claridad meridiana.
– Aja.
– Por favor, haga el favor de narrarnos lo sucedido en la caja número veinticinco del Hipermercado “El Oso Bailón” a las diez y media de esta mañana.
– Verá. Yo estaba colocando unas coliflores en la zona de espera del mostrador mientras la señora situada delante de mí terminaba de pagar lo suyo. Creo que fue al tenderle la tarjeta de crédito a la cajera. Esta chica tenía muy mala pinta desde un principio. No hacía más que sudar, nos miraba de una forma un poco rara, se rascaba el brazo derecho donde llevaba puesto un gran vendaje y juraba en arameo contra todo el mundo.
– Usted afirma que lucía un tipo de vendaje muy llamativo en uno de los brazos.
– Si. En el derecho. Era un montón de vendas enrolladas de mala manera desde el codo a la muñeca. Estaban sucias de sangre fresca y olía a perro muerto. Ni que tuviera gangrena.
– Sigamos con lo que pasó con la cliente que le precedía a usted en la fila.
– Nada. Que la cajera en vez de agarrar la tarjeta de crédito le sujetó la mano y se puso a comerse los dedos de la pobre infeliz.
– Esa debió de ser una escena tremenda.
– Si. No crea lo mal que lo pasé en ese rato. Yo creía en principio que la chavala simplemente quería gastarle un broma muy pesada, pero no fue así. Se los fue arrancando uno a uno y se los fue masticando a dos carrillos antes de tragárselos de golpe con huesos incluidos. No vea cómo se le dilató la garganta. Daba asco.
– ¿Qué pasó después de la agresión de la cajera a la cliente?
– Oh. La mujer gorda se desmayó delante de mí y casi me tira al suelo. Y la cajera abandonó su puesto detrás de la caja registradora para echar a andar a grandes zancadas por la galería comercial. Se puso a berrear como una chalada y espantó a toda la gente que andaba cerca de aquella zona del híper. Empezó a perseguir al señor de las gafas oscuras que vendía cupones de los ciegos y después debió de intervenir con cierto éxito el equipo de seguridad del centro. Ya no vi más. La gente se colocó delante de donde yo estaba, y por más que estirara el cuello y me pusiera de puntillas, no pude ver ya lo que pasaba.
– Entendido. Muchas gracias por su relato de los hechos.

(Entrevista válida)


EL VIGILANTE QUE RESULTÓ ILESO

(El vigilante muestra en principio una actitud muy desconfiada)
– Espero que oculten los rasgos de mi rostro. Y procure no enfocar bien los emblemas de la empresa y el número de placa. Mientras estoy de servicio no se me pueden sacar imágenes.
– No se preocupe. El cámara forzará un desenfoque con la lente. Su silueta saldrá borrosa.
– Entonces adelante con lo que usted quiera.
– Vale.
(Se comienza a grabar)
– Estamos con el único vigilante de seguridad del Hipermercado “El Oso Bailón” que no sufrió heridas de consideración durante el incidente de esta mañana con una cajera del centro.
– ¡A Dios gracias!
(Se mira las manos)
(Suspira de alivio)
– Cuéntenos por favor la intervención que tuvieron que hacer hasta la llegada de la primera dotación de la Policía Nacional.
– Primero tengo que precisar que un compañero se ha quedado sin su preciada nariz y parte del labio superior, y al otro le faltan los dos ojos.
– Ya.
– Esa jodida (censurado) estaba mucho más que chiflada. No había forma humana de poder contenerla. Cuando llegamos a la zona alertados por el jefe de seguridad nos la encontramos sentada a horcajadas encima del pecho del vendedor de los cupones para los ciegos. En ese momento le acababa de arrancar la lengua con unos alicates sacados de no se sabía dónde.
– Increíble.
– Encima la puta (censurado) tía disfrutaba con lo que hacía. Se tragó la lengua como quien se zampa un espárrago triguero de un sólo bocado.
– Si es tan amable de describirnos el momento en que ustedes tres redujeron a la cajera problemática.
– ¿Reducirla dice? ¿No le he contado ya que la hija de su madre agredió a mis dos compañeros nada más verlos?
– ¿Y cómo es que usted fue el único del equipo en resultar ileso del todo?
– Joder. Me largué de allí cagando leches. Pero esto último bórrelo de la grabación. Si se enteran los inspectores de Seguridad Privada, me quitan la placa y voy al puto paro.
– Pero ya me explicará entonces quién fue la persona que se encargó de detener los impulsos agresivos de la chica.
– Oh. Creo que fue un dependiente de la sección de bazar que empleó una motosierra.

(Algunas escenas de la entrevista serán cortadas por el realizador)


EL NOVIO DE LA CAJERA

– Buenas. Tenemos entendido que usted era el novio de la cajera.
(El chaval está conmovido)
(Con la moral por los suelos)
(Tarda un rato en contestar)
– Si.
– Me imagino que nunca esperaría este tipo de comportamiento en Helena.
– Jamás. Aunque en los últimos días sí que estaba un poco cambiada.
– ¿Se está refiriendo a que algo pasaba con Helena?
– Si. Y todo por la culpa de sus tres estúpidas amigas del híper. Se les antojó la semana pasada celebrar una sesión de ouija en casa de Helena. Desde aquella sesión se le notaba distinta.
– ¿En qué forma se le notaba diferente?
– Empezó a farfullar en lenguas desconocidas para ambos. Yo sé algo de inglés pero ella sólo hablaba el castellano. Luego me enteré por parte de un cura que algunas de las cosas que ella decía eran en latín.
“Otro día que estábamos de paseo se puso a charlar con un tío desconocido de Somalia o de Nigeria. Era de esa parte de África y estaba vendiendo discos piratas de Shakira en la avenida principal donde toda esa gente hace la venta top manta. Helena se le debió insinuar sin más en su propio idioma porque tuve que sacudirle al tipo un buen rodillazo en los huevos cuando empezó a toquetearle las tetas.
“Luego hace cosas de dos días le empezó a picar el brazo derecho. No paraba de arrascárselo con las uñas hasta ponerlo en carne viva. Por eso llevaba el vendaje. Ayer por la noche le vi la herida y tenía muy mala pinta. Ya le dije que no acudiera hoy al trabajo. Que fuera al médico a pedir la baja. Porque además empezaba a oler a carne podrida. Pero no me hizo ningún caso. Gruñó y se cenó un filete de buey poco hecho antes de irse a la cama.
– Retomemos la sesión de ouija.
– Dichoso jueguecito. El otro día tiré la tabla y la patata a la basura.
– ¿La patata?
– Si. Es que en vez de utilizar un vaso para contactar con los espíritus, usaron una patata de la Granja de San Basilio.

(Entrevista válida)


EL VALEROSO DEPENDIENTE

– Con nosotros está el héroe del día. Sin cuya intervención, el caos creado por la cajera Helena del Valle, pudiera haber desembocado en un lunes más trágico todavía.
– Bueno. Mi compañera parecía estar dispuesta a hacer una buena escabechina. Je, je.
(Es un chaval de 18 años)
(Se le nota orgulloso de su hazaña)
(Portaba la motosierra entre las manos)
(Con los dientes de sierra enrojecidos de sangre)
(De la sangre de Helena del Valle)
– ¿Usted cree que la cajera estaba enloquecida por algún tipo de droga?
– No. Yo soy amigo de Raquel, una de sus amigas. Me dijo que tuvieron una sesión de ouija y que la cosa salió no del todo bien. Se debieron llevar un susto con una entidad que contactaron.
– ¿Qué clase de entidad?
– Una cosa que dijo llamarse Freddy Muerte. Se ve que se sintió ofendido porque las chicas estaban utilizando una patata para comunicarse con él y les dijo que iba a poseer a una de ellas para que no volvieran a intentarlo en la próxima sesión con un tubérculo.
– Mejor que abandonemos el tema. Ahora cuéntanos la manera en que abordó a Helena del Valle.
– Bueno. Me enteré del tema por otra de sus amigas. Como le dije, se ve que estaba poseída por el espíritu que aborrecía la utilización de las patatas en las sesiones de la ouija. Supe lo de la cliente y lo del vendedor de la lotería para ciegos por la joyera, que es una chismosa, ja. Así que me hice con una motosierra que estaba en la exposición de jardinería del pasillo central. Cuando llegué a la galería comercial, vi a uno de los vigilantes perdiendo el culo, mientras los otros dos estaban retorciéndose de dolor en el suelo. También vi a Helena, que estaba loca de atar.
“Se me quedó mirando un par de segundos.
“Los suficientes para poner en marcha la motosierra y arrancarle la cabeza de cuajo.
(Enciende la motosierra)
(Enseña los dientes en una sonrisa de euforia plena)

(Entrevista válida)


EPÍLOGO FINAL DEL REPORTAJE EMITIDO EN EL TELEDIARIO DE LAS TRES

– Con la situación ya finalmente controlada y con el Hipermercado “El Oso Bailón” abierto de nuevo al público, se despide Ulises González para Antena Nueve.
“Y recuerden una cosa.
“Si deciden celebrar una sesión de ouija, nunca se les ocurra utilizar una patata.


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La condenada verdadera versión de la Creación del Mundo.

Este relato está dedicado a las compañeras bloggers Almalu e Ireth. Espero que guste un poquito, je je.

En un mundo liviano y etéreo donde el significado de la muerte era una risa obscena por la inmortalidad de sus habitantes, la rutina campaba a sus anchas igual que una hormiga trabajadora de metro y medio de largo. Consecuentemente, el máximo mandatario de aquel Reino de Vida Interminable estaba más aburrido que un unicornio decorándose el cuerno con un tatuaje donde proclamaba su amor eterno hacia el oso hormiguero. Todas las diversiones existentes ya estaban demasiadas vistas. Los bufones de doble apéndice nasal eran unos necios pues cada vez su sentido del humor era más proclive a generar en el respetable soberano el  más sonoro de los bostezos. Los juegos deportivos y recreativos estaban creados para satisfacer a los seres más mundanos, pero jamás a un rey de semejante enjundia. En cuanto a sus satisfacciones de alcoba, disponía de todas las mujeres bellas que quisiera en un chasquido de dedos, con lo cual semejante facilidad se tornaba en pura rutina dado el poco mérito de cada una de sus conquistas. Además tampoco era cuestión de permanecer todo el día en la cama.

Al estar el rey tan alicaído de ánimo, los súbditos estaban preocupados. El consejero real ordenó a miles de bravos e intrépidos soldados que fuesen en búsqueda de algo nuevo e innovador que hiciese devolver la sonrisa bonachona al monarca.  Una cohorte de lacayos recorrió  la inmensa e interminable extensión celestial en pos de novedades para el entretenimiento de aquella divinidad medio aturdida por el tedio.
Discurrió un lapso de tiempo excesivamente extenso.  Cada uno de los exploradores regresaba abatido por el fracaso más aberrante y rotundo.
Cuando todo parecía ya estar perdido, tuvo que ser un personajillo extravagante, al que no describiremos, dada su naturaleza casi hasta pecaminosa, el que irrumpiese en la morada del rey. La guardia real lo retuvo hasta que apareció el consejero.
– ¿Qué le trae por aquí? – le preguntó el consejero real. Estaba perplejo por la osadía de aquel individuo, y más por el enorme saco de tela arpillera que acarreaba sobre su huesuda espalda.
– Tengo conocimiento acerca de la tristeza que acecha a su Majestad – dijo el extraño con voz arrogante.
– Así es.
– Estáis de enhorabuena. Aquí le traigo la solución a sus males – afirmó con fanfarronería.
El consejero desconfió desde el principio, ya que aquel impertinente podría ser un embaucador con el afán de beneficiarse del desánimo del rey, pero viendo que este no mejoraba, le concedió el permiso  y el beneplácito para que pudiese departir en privado con Su Majestad.
Le instó con un movimiento explícito del mentón para que le acompañase. Ambos cruzaron salas, recorrieron pasillos, ascendieron escaleras, para finalmente llegar ante la puerta correspondiente al dormitorio del monarca. El consejero golpeteó la madera barnizada con los nudillos de su mano diestra. Una voz debilucha y de poca consistencia vocal contestó desde el otro lado de la puerta.
– ¿Qué quieres, mi fiel Basil?
– Tengo a una persona que admite tener la solución a los males que le aquejan, Su Excelencia – al decir esto, se volvió a fijar en el saco sobrecargado que el visitante portaba sobre su espalda.
– ¡Y lo dices tan campante! ¡¡QUE PASE!! – prorrumpió el rey con un pequeño asomo de esperanza en su voz.
El consejero real empujó la puerta hacia adentro con cierto donaire, siendo importunado por las rudas formas del visitante que entró con suma rapidez en los aposentos reales. Naturalmente, la estancia privada del monarca era grandiosa y plagada de lujos, pero esto no viene a cuento.
Los ojos avispados del recién llegado pudieron contemplar como Su Excelencia descansaba sentado sobre una poltrona acolchada con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano derecha, adoptando una actitud pensante. Vestía elegantemente una bata multicolor, cuya cola reposaba sobre la pulida superficie de mármol del suelo, las sandalias de un rojo intenso privaban a sus diminutos pies de pasar cualquier incomodidad con el frío, mientras, curiosamente, su corona reposaba encima de la cama medio deshecha de tanto movimiento nocturno en busca de un sueño de lo más divertido jamás hallado. Al apreciar la presencia estrafalaria del visitante traído por el consejero real, exhaló un suspiro de desaliento.
– Lamentándolo con cierta antelación, señor, le presento a la persona que afirma poder levantarle en parte el ánimo, poniendo en riesgo su propio futuro en caso de fracasar en el empeño – comentó el consejero con rotunda solemnidad, evitando coincidir su mirada con la del pintoresco personaje del grotesco saco.
– Ya sabe lo te juegas, desconocido. Si me vuelves agradablemente feliz de nuevo, te cubriré de oro y te establecerás en la corte. En caso contrario, preferirás perecer al instante que permanecer vivo en las salas de tormento destinados a los fracasados.
El extraño alzó las comisuras de los labios para mostrar una sonrisa marcadamente enfermiza. Depositó el saco en el suelo de superficie pulida y brillante, acomodando sus posaderas encima del mismo. El contenido parecía tener forma redondeada.
– Así me gusta, Majestad. Usted ofrece y yo doy. Yo le concedo la felicidad a cambio de algo muy personal suyo. Así de simple y sin más ambages.
– ¡No se referirá a mi corona! ¡Si es así, llamo a la guardia para que le eche a patadas! – se agitó el mandatario, alarmado.
– No se preocupe por sus artículos de joyería, Alteza. Es otra cosa lo que espero que me sea concedido por su bondad infinita.
El consejero real no pudo reprimir un gruñido de malestar. El visitante le volvió la cabeza, devolviéndole la malicia claramente reflejada en su sonrisa.
– Señalar que este contrato nos afecta mutuamente a los dos. Tiene un inicio y un final. Una vez que la relación quede comenzada, no podrá ser detenida ni siquiera por su ayudante más fiel – siseó con segundas.
El rey se quedó meditando por unos escasos segundos. Finalmente cedió ante la petición de aquel hombre.
– De acuerdo, desconocido. Eso sí, se queda Basil como testigo – le exigió.
– ¡Ningún problema al respecto! Parece un buen chico, ja, ja.
El extraño se levantó con presteza de encima del saco, encaminándose hacia el trono del monarca arrastrando consigo la monstruosa carga. El hombre de más confianza del rey decidió observar el discurrir de la ocurrencia del desconocido desde el costado de la cama, sentándose en el borde del colchón.
– Majestad. En el interior de este saco llevo algo que le maravillará tanto, que estoy absolutamente convencido que conseguiré hacerle recobrar esa actitud desenfadada y risueña que hasta hace poco transpiraba por cada poro de su egregia piel.
El soberano  se irguió en su poltrona. La curiosidad empezaba a corroerle la conciencia. El visitante desanudó la cuerda que cerraba con gran eficiencia la abertura del saco,  introduciendo sus brazos en su interior para sacar al exterior, no sin ciertas dificultades, una  esfera destacable en su tamaño. Acompañando a la esfera, un saquito de cuero negro.
– ¿Qué contiene? – se interesó el rey por el saquito.
– Bah. Arcilla de lo más corriente – contestó el extraño. Para demostrárselo, lo abrió, hurgó un dedo dentro del mismo y extrajo una insignificante muestra.
– Me parece todo esto muy interesante, señor desconocido, pero no veo como me ha de devolver la felicidad una esfera y un saquito lleno de arcilla.
El extraño no hizo ningún comentario sobre lo dicho por el monarca. Recogió la cuerda que había anudado el saco y lo hizo pasar por una argolla que sobresalía de uno de los polos de la esfera. El otro extremo de la cuerda fue pasada por una de las vigas del techo, para posteriormente también asegurarla alrededor de una columna. El rey observaba como la esfera ahora colgaba en el aire.
– Veo que la esfera dispone de varias tonalidades, destacando por encima el azul claro.
– El color visto a distancia corresponde al agua de los océanos y los mares – respondió el extraño.
– ¿Un planeta? – inquirió la mano derecha del soberano con estupefacción.
– ¿Similar al nuestro? En eso falla usted, desconocido. Nuestra existencia difiere de las hechuras en forma y tamaño de esa cosa que pende de la cuerda – matizó el rey.
– Bueno. Digamos que es un proyecto de creación más modesto.
– ¿Puede saberse para qué quiero yo un mini planeta tan poco llamativo? – Su Excelencia ya se había levantado por entero desde su trono, dirigiéndose hacia la esfera colgante. Agachó la cabeza para ver con nitidez el polo sur del planeta.
– Para divertirse. Para reírse a carcajadas.
– Pero según puedo entrever, mi enigmático señor, en este planeta prefabricado no existe ningún atisbo de vida – el monarca palpó la superficie de la esfera, llevándose un ligero sobresalto al verificar como las yemas de los dedos de la mano se introdujeron atravesando las distintas capas de la atmósfera del planeta artificial.
– Para eso he traído la arcilla. Para crear la vida que ha de poblar este planeta – al decir esto, el desconocido cogió una ligera porción, la depositó en la palma de la mano izquierda, hurgó en el fondo del bolsillo de sus pantalones rebuscando un objeto que era una aguja de oro puro. A través del agujero de la aguja hizo encajar la porción de arcilla, desencajándola con sumo cuidado. Escupió luego sobre la microscópica figura, para al final dirigirla hacia la esfera colgante.
– Hay que elegir el lugar preciso para que esta forma de vida arraigue en el planeta. No la podemos depositar en el mar por la simpleza de que se ahogaría; tampoco la podemos dejar en una región donde haga mucho frío para evitar su muerte prematura por congelación. Por lo cual, opino que el sitio más indicado es este – el extraño escogió la zona de un continente donde predominaba un clima templado. Su mano delgaducha desapareció entre hilachos de cirros cúmulos, hasta alcanzar la superficie terrenal, depositando la figura en un paraíso poblado de vegetación, árboles frutales y manantiales de agua cristalina, donde el buen tiempo y las temperaturas soportables podrían perdurar durante eones y eones de tiempo.
El ser recién creado desde la arcilla se despertó desorientado. No sabía en ese instante inicial quién era ni por qué había surgido en plena fase adulta. Se puso en pie, contemplando maravillado todo cuanto le rodeaba sin percatarse de su desnudez pues este estado aún no significaba nada que pudiera implicar bochorno y escarnio.
– Todo esto me parece estupendo, pero no entiendo de qué me va a servir tener este planeta en mis dominios reales sin poder hacer seguimiento de las evoluciones de los habitantes que creamos, dada la pequeñez de su tamaño – el rey esforzó su vista para averiguar el sitio exacto donde había sido depositado ese cuerpecillo de dimensiones tan reducidas.
– No me extraña que Su Excelencia se muestre tan abúlico y afligido si tiende a rendirse al primer contratiempo que le surge al paso – el visitante hurgó por segunda vez en el fondo del bolsillo del pantalón, encontrando lo que buscaba con anhelo. No tardó un ápice en mostrárselo al monarca. – Esta montura ocular dispone de unas lentes de un alcance de visión ilimitado. Con ellas puestas, podrá ver con absoluta claridad cualquier cosa por rematadamente pequeña que esta sea – reconoció con énfasis, sujetando entre los dedos las patillas de unas gafas de apariencia muy burda.
– ¿Qué opináis de esto, Basil? – el rey no estaba con muchas ansias de probarse ese artilugio.
– Por intentarlo, no creo que pase nada malo, Majestad – Basil estaba erguido por detrás de la espalda del extraño, analizando la posible efectividad de esas gafas.
– Pruebe y úselas sin la mayor tardanza – animó el extraño a Su Excelencia.
Su Alteza aceptó el reto. Recogió las gafas por una de sus patillas y con una gran elegancia, se las puso sobre el puente de la nariz.
– Temo que no funcionen, pues a ustedes dos los sigo viendo con el mismo tamaño – se sinceró, decepcionado.
El visitante se le aproximó, palmeándole la espalda con cierto descaro.
– No es a nosotros a quien debe de mirar, Majestad, si no al planeta en cuestión. Al planeta – puso un especial énfasis en esas dos últimas palabras.
El monarca se acercó lo máximo que pudo hacia el planeta de mentirijillas. En un principio continuaba apreciando todo de igual forma, hasta que el visitante recitó una frase muy intrigante.
La frase fue la siguiente:
“Una vez cruzado el umbral, la veda de la locura queda levantada para siempre.”
En ese instante, ante los ojos atónitos del rey, el planeta empezó a agrandarse, doblando su tamaño cada vez de manera sucesiva.
– ¡Cielos! Si va a llenar por completo mis aposentos – gritó su Majestad.
Su consejero real se aturulló al oír semejante desatino, incorporándose de inmediato a su vera.
– ¿Qué decís, Excelencia? ¿Qué cosa en concreto va a colmar sus dependencias? – preguntó azorado, paseando su mirada escrutadora del rey al extraño.
– ¿Es que ambos estáis ciegos? ¿No veis como esta maldita esfera está creciendo desproporcionadamente? – El rey extendió los brazos formando un arco de ciento ochenta grados.
El visitante soltó una aberrante carcajada exenta de gracia.
– Nosotros no vemos nada. Sois vos quien lleva puestos los anteojos y no nosotros.
“Pero no hay de qué preocuparse, Excelencia. Es tan solo un efecto óptico. Ni os estáis precipitando hacia el interior del planeta, ni esta se está expandiendo hacia las cuatro paredes de vuestro dormitorio real. Está creciendo, eso es cierto, pero simplemente a nivel visual.
– Querido Basil, ¿debo acaso creer en la grosera palabrería de este individuo tan mezquino? – intentó dirigir su mirada hacia la figura de su hombre de confianza, pero el contorno del planeta en pleno crecimiento ya se había encargado de taparla, teniendo que conformarse con escuchar su respuesta.
– No le queda más remedio – Basil comprobó con inusitado horror los ojos del rey cuando este le dirigió su mirada. A través de las lentes el iris se mostraba con un color púrpura intenso, algo del todo antinatural.
– Sus ojos. Ese no es el color de sus ojos – le susurró al oído del visitante.
– No se preocupe. En cuanto se quite las gafas, la tonalidad volverá a su estado natural – le tranquilizó.
En ese preciso instante el rey mutó su mirada al igual que su estado anímico. Estaba exultante de alegría casi incontenida.
– ¡Basil! ¡Señor Misterioso! Puedo verle. Con absoluta claridad veo como se está moviendo. Es todo muy cómico. Está desnudo y no se da de cuenta, ja, ja.
– ¿Qué está haciendo exactamente, si puede saberse? – se interesó Basil.
– Está abriéndose paso entre una vegetación muy densa. Se está arañando con las ramas espinosas de los arbustos y de las plantas silvestres. Puedo apreciar perfectamente los arañazos impresos en su piel olivácea.
– Eso está pero que muy requetebién – graznó el visitante.
– Ahora está recogiendo algunos frutos maduros desprendidos de la copa de un árbol. Se los está comiendo con una voracidad bestial. Este pobre infeliz tiene más hambre que un preso encerrado por meses en uno de los calabozos de castigo de mi castillo, ja, ja – prosiguió hablando el rey.
– ¡Su Real Excelencia está demostrando con su elocuencia su mejoría de ánimo! ¡Se le ve por fin dichoso! – constató el consejero real.
– Es que esto es realmente la monda. Es algo único. ¡Lástima de que tan sólo dispongamos de un habitante para este planeta!
“Ja, ja. Ahora el muy cretino ha patinado y se ha pegado un buen golpe sobre las asentaderas. No hay más que ver con qué ímpetu se está frotando la zona dolorida – las lágrimas de felicidad empezaban a diseminarse por las mejillas rubicundas del rey.
– En lo concerniente a la soledad de la ínfima criatura recién creada, eso tiene fácil solución. Observad la cantidad de arcilla disponible. Con ella podemos formar una comunidad de miles y miles de seres parecidos – al exponer esto, el extraño se dirigió con cierta precipitación hacia la bolsita que contenía la arcilla. Se hizo con otra mínima porción y repitió la misma operación, con la excepción que en esta ocasión utilizó otro tipo de aguja. Al terminar de moldear la figura, se arrimó al planeta, situándose al lado del monarca. – Aquí le traigo compañía.
Con la utilidad de las gafas, el soberano pudo apreciar de primera mano que la criatura creada correspondía con el cuerpo perfecto y hermoso de una mujer. El extraño depositó la figurita en el lugar dispuesto por el rey. Al acabar de hacerlo, este le echó en cara que la había dejado en un sitio algo lejano donde estaba ubicado el hombrecito.
– Tranquilo, Excelencia. Ya se conoce el dicho de que la grandeza que reside en los sexos opuestos es la fuerza de atracción que se ejercen entre ellos. Así que terminarán aproximándose en un periquete.
El monarca rió con ganas, acompañándole esta vez en la hilaridad su fiel ayudante.
– Se ha ganado usted el premio gordo, señor Misterioso – reconoció el rey.
– Ahora vos disponéis de un planeta propio, algo de lo que nadie en vuestra corte podrá presumir de posesión semejante, pero humildemente os pido que antes me permitáis acabar con mi trabajo de manera eficiente, y cuando termine de poblar el planeta con más criaturas y especies animales, entonces os comunicaré mi solicitud a modo de recompensa.
El rey, impresionado de la verborrea utilizada por aquel personaje, aceptó de buen grado. Se quitó las gafas, entregándoselas al consejero real.
– Voy a salir a ejercitar mis piernas. Hace siglos que no tenía tantas ganas de dar un paseo llevado por el regocijo que me embarga – explicó, con los ojos recobrando el color castaño original.
Su fiel lacayo lo acompañó de buena gana, quedando el extraño confinado en la estancia privada del rey para que de esta forma pudiera dedicarse en cuerpo y alma sin que nadie interrumpiera su labor de creador.
Dada la pericia de este individuo tan estrambótico, el planeta no tardó gran cosa en estar del todo acabado. Su Alteza Real visionó mediante el uso de las gafas el resultado final de la obra. La esfera dotada de su propio microclima estaba habitada por millares de hombres y mujeres, de todo tipo de animales y peces, de vegetación exuberante y de fenómenos naturales, algunos de ellos catastróficos.
El rey paseaba su vista preferentemente por los parajes donde proliferaban criaturas del género femenino, contemplando perplejo como todas iban vestidas al igual que los hombres.
– ¿A qué viene esta modificación en el pudor? – preguntó algo molesto.
– Simplemente a que la primera mujer y el primer hombre incumplieron una orden que les impuse con severa claridad – respondió con sequedad el visitante.
– ¿Cuál era esa orden?
– Una muy simple. Tenía que averiguar el nivel de inteligencia y de comprensión de estos seres. Ambos fueron instalados en una tierra de abundancia y provisión, donde nunca les faltaría de nada. Fui tajante en mi decisión de hacerles saber que podrían aprovisionarse de todos los frutos de los árboles de aquel vergel, con la excepción de una pieza en concreto. Si desobedecían,  aunque sólo fuese un bocado dado a la fruta de ese árbol, lo perderían todo. La orden fue incumplida por culpa de su estulticia y de su egoísmo personal. Desde ese instante reconocieron su desnudez, y avergonzados de contemplarse el uno al otro en ese estado, se cubrieron sus partes más íntimas y fueron expulsados del lugar que les había destinado como goce eterno. A raíz de entonces, todos sus descendientes están vestidos.
– Increíble. Por ese estúpido mandato suyo se me ha robado el espectáculo de poder arrobarme ante la visión de esos cuerpos femeninos tan perfectos – le reprendió Su Alteza.
– Puedo asegurarle que podrá ver cuerpos desnudos correteando de manera alocada cuando usted quiera. Y si no, al tiempo – la sonrisa maquiavélica resurgió con fuerza en la boca delgada del extraño.
– Tampoco soy un depravado.
– Cambiando de tema, Majestad. Ya tengo mi solicitud – el extraño sacó del bolsillo del pantalón un papel varias veces doblado. Se lo tendió con cierta urgencia.
– ¿Está escrito en una jerga entendible por un miembro de mi posición social?
– Por supuesto. En caso contrario, nunca le entregaría este papel, ¿no cree?
El soberano sujetó el escrito con la mano derecha mientras hizo el ademán de quitarse las gafas con la mano contraria.
– No. Mejor que lea el contenido de la nota con las gafas puestas – le aconsejó aquel individuo.
– Muy bien – el monarca no se las quitó. Con los dedos fue desdoblando el papel. Este tenía numerosas dobleces, y cuando terminó de extenderlo, liberó un suspiro de alivio.
Leyó el contenido del escrito en absoluto silencio. El extraño podía observar como a medida que iba concentrándose en la lectura, el rey empezaba a disiparse. Su Majestad en cambio no se percataba de su propia invisibilidad pues las lentes de las gafas le hacían creer que todo continuaba en la más correcta normalidad.
Finalmente, su voz prorrumpió con cierta viveza por encima de su debilidad corpórea.
– Lo que acabo de leer no tiene ningún sentido, señor Misterioso.
– Siento disentir, Excelencia. Para mí, si que la tiene- ladró el extraño.
– No le comprendo – dijo el rey, con la voz consumiéndose conforme su fisonomía iba desapareciendo.
Al poco de decir esto, su porte se extinguió por completo, sin que quedara nada de él presente en la estancia privada, a excepción de las gafas. El extraño las recogió del suelo y se las puso, asentándolas sobre el puente de su nariz alargada.
Todo había salido a la perfección. A través de los cristales de las gafas veía con nitidez la figura del soberano ubicada en el interior de la esfera, y según su apreciación personal, el rey también le veía. La boca grandilocuente del monarca se abría y cerraba con gran frenesí, intentado hacerse oír, pero nada de esto fue posible.
El extraño chasqueó la lengua. Sin mayor tardanza, el estado idílico del planeta artificial mutó hacia una fase aterradora para Su Alteza. La tierra de los continentes sufrió una transmutación, donde lo verde fue sustituido por el color displicente de las rocas, la hierba y la vegetación quedó petrificada, los océanos, los mares, los ríos y los lagos sustituyeron el agua por la lava, y los seres hermosos se transformaron en horribles demonios. El rey fue rodeado por las terroríficas criaturas, y sin más, fue sometido a incontables e interminables tormentos que iban a repetirse de manera arbitraria durante toda una eternidad, pues aquel lugar era el infierno.
El extraño hizo reducir la esfera  hasta alcanzar un tamaño asumible para encajar de nuevo en el interior del saco, y entre carcajadas ladinas, fue abandonando las dependencias del monarca, para perderse en el olvido.
Más tarde, cuando el consejero real se adentró en los aposentos del desaparecido rey, tan solo dio con las lentes tiradas en el suelo, cerca de la columna donde había estado pendiendo la esfera producto del mismísimo diablo.


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La balada del cuatrero muerto.

Cometí un error fatal por el cual fui ajusticiado en público.

Colgado de una soga, la marabunta exigía el tributo por una decena de muertes sin sentido.
Yo era un forajido cualquiera.
La época de mi juventud fue muy difícil de vivir.
La Guerra de la Secesión dejó sus secuelas.
Si querías vivir de la rapiña, no había problema,
siempre y cuando no mataras en el empeño.
Yo era rápido de gatillo.
El dedo ligero lo tenía.
Si en los bancos los cajeros no andaban muy listos en mis demandas,
sus sesos quedaban desparramados por el suelo.
Si los tenderos no cumplían con mis requerimientos,
yo iba a ser el último cliente de sus establecimientos.
Disponía de mujer joven y de dos hijos varones muy pequeños.
Cuando fui detenido y expuesto ante un juicio público,
nada sabían de mi postrera sentencia a la pena capital.
Tras pender dos días de la rama de un olmo,
fui descendido a los infiernos.
Se informó a mi familia de mi innoble existencia como cuatrero.
Según tengo entendido, las lágrimas inundaron las magras tierras que poseo.
Al poco estas fueron expropiadas para satisfacer a los seres más cercanos de mis víctimas.
Alma, Cleg y Michael quedaron en la más extrema pobreza.
Por algún motivo que no comprendo,
mi cuerpo en avanzado estado de descomposición resucitó de entre los muertos.
Abandoné una fosa anónima, en la tierra destinada a los seres más abyectos.
Me incorporé sobre mis miembros inferiores, percibiendo un pálpito que me instaba a buscar a los componentes de mi linaje.
Estuve recorriendo millas de caminos inhóspitos de tierra reseca.
Cuando llegué a la comarca de mis ancestros, pude verificar que en esos escasos acres ya no residían mis seres queridos.
Las tierras fueron vendidas a gente extraña.
Ni siquiera eran nativas.
Hablaban en un idioma desconocido para mí. Seguramente procedentes del  extranjero.
Daba igual.
Mis movimientos eran lentos, pero aún así conservaba buen pulso.
Acabé con la vida de uno de los empleados de la finca y me hice con su escopeta.
Acto seguido, llevado por la furia de la venganza, asalté la que fuera mi casa, embardunándola de sangre fresca y sabrosa.
Al mismo tiempo, un impulso irrefrenable mi hizo alimentarme de la carne de los seres fallecidos esparcidos por los suelos de la hacienda.
Antes de que amaneciera, hice lo posible por ocultarme en una arboleda cercana.
En todo ese rato me invadió el sueño.
Tuve una ensoñación enfermiza donde vi los cadáveres de mis víctimas en mi anterior trayectoria como forajido.
Finalmente me espabilé cuando surgió mi mujer.
Mi querida Alma.
Sus preciosos labios carnosos me susurraron al oído que yo estaba muerto, y que era inútil que intentara encontrar su paradero.
Cuando despegué los párpados, había anochecido nuevamente.
Continué vagando errabundo.
Mis deseos eran reencontrarme con Alma y los chicos.
Nada me detendría en mí caminar errático.
Pasaron varias noches, donde mi hambre fue saciada.
En una casa, antes de devorar el corazón de uno de sus moradores, pude reconocer en las facciones de aquel hombre las correspondientes al agente de la autoridad que consiguió mi detención.
Su rostro petrificado por la visión de mi cuerpo resucitado tuvo la entereza suficiente de rogar por su supervivencia.
Me contó  que Alma y los pequeños vivían en una choza no muy lejos de su hacienda.
No perdoné su vida. Extraje sus entrañas, al igual  que las vísceras de su esposa y de su hermosa hija adolescente, devorándolas con fruición.
Estuve vagando la madrugada, animado ante la perspectiva de reencontrarme con mi mujer y con los mocosos.
Al rato, pude divisar la residencia actual de Alma.
Era una pocilga mísera y deplorable.
Mi ira se acrecentó. Tuve que controlarme. Afortunadamente estaba saciado, así que procedí a dirigirme hasta el umbral de la entrada a aquel deprimente cuchitril.
La puerta estaba sin asegurar.
Avancé sin demora. Estaba cerca de abrazar y de besar a mi bendita esposa y a mis inocentes hijos.
¡Alma! ¡Estoy de vuelta! – quise gritar llevado por la alegría.
¡Cleg! ¡Michael! ¡Vuestro padre ha vuelto! – estuve por anunciarles mi llegada.
Cual fue mi horror al descubrir sus cuerpos fríos y medio devorados.
Otro resucitado impulsado por el ansia de la carne fresca humana había asaltado la casa para cebarse en ellos.
Permanecí el resto de la noche velando sus cadáveres.
Quise llorar.
Me fue imposible.
Mis sentimientos habían desaparecido para siempre.
Desde ese instante, mi único anhelo fue alimentarme de la carne de los vivos.
Nunca iba a parar de hacerlo.
Me movía sin descanso, mascullando palabras inconexas.
Cada vez me era más difícil  manejar la escopeta.
De mi anatomía emanaba un olor nauseabundo.
Perdía porciones de piel, de cabellos y las uñas eran arrancadas con un simple tirón.
La noche en esa breve época fue mi protectora.
A ella me debía.
La zona fue poblándose de gente resucitada.
El Ejército de  la Unión se encargó de aniquilarlos con el empleo del fuego, la única manera de conducirlos a la paz eterna.
Finalmente me llegó el turno.
Conforme me consumía entre las llamas, lloré por última vez por mi Alma, Cleg y Michael.
El resto de los muertos causados por mi violencia irracional en la vida normal como mero bandido no me causaba ningún cargo de conciencia.
Mucho menos los fallecidos durante mi frenético estado de resucitado por la gracia divina de Dios o la intervención maldita del Diablo.


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No liberes mi alma (Espíritus Inmundos 3ª Trama).

En esta ocasión recupero el relato “No liberes mi alma (vida perdida)”. Al igual que los dos anteriores, revisado y ligeramente retocado en algún párrafo. Lo publico ya formando parte de los episodios de posesión diabólica de la saga Espíritus Inmundos. Independiente en argumento como las dos historias que le preceden. Que lo pasen mal leyéndolo, je, je.

Gotas persistentes y funestas en una noche lóbrega y oscura. Sería un genial comienzo para una novela barata de pesadilla de pulp fiction. Pero para Bernie Lavarez aquello era relativo: le importaba un comino la repercusión mediática del inicio. Lo que le afectaba era que aquella introducción narrativa implicaba actualmente a su vida. Parte de su destino discurría por aquella carretera rural casi sin asfaltar. Flanqueada por arboledas interminables y de copas altas y tupidas, cubriendo la distancia hasta su nuevo punto de destino en su todoterreno Jumper. Las luces de niebla hacían renacer la VIDA delante del morro de su vehículo.
Bernie tenía sintonizada en la radio una emisora local que no hacía más que emitir música de los cincuenta. Antiguallas como la fútil existencia misma de esa región miserable y deprimida, donde la mera presencia de un forastero era considerada aún un peligro latente proveniente de otro mundo lejano. La Guerra de los Mundos. Una creación magistral de H.G. Wells, narrada bajo la voz persuasiva y convincente de Orson Wells. 
Demonio de sitio para ir a vender seguros de vida, de vivienda y de tierras a los lugareños.
La vida se le iba de las manos. Le dominaba la rutina. La falta de miras mayores. Sólo su estúpida labia le libraba de tener que mendigar al ejército de salvación. Las millas pasaban bajo el chasis. Dios, aún le quedaban casi treinta más hasta Grand Pipeline. Menudo nombrecito para un poblacho de paletos dientes largos. Comedores de maíz a todas horas. Con sus cabellos rubios pajizos y su hablar desganado y por momentos ininteligible. Coño, su jefe le decía que nunca vendería gran cosa si se dejaba dominar por prejuicios. Pero jefe, con mi labia puedo venderle un seguro hasta a Satanás. El anticristo, joder… Para cuando aquellos pueblerinos estuviesen algo más espabilados, y supiesen qué diantres habían suscrito, la tierra ya ni existiría. Seguro que habría sido ya devastada por el meteorito de las narices que venían anunciando los del National Geographic. 
Y para entonces, él ya estaría…
… estaría en Babia como ahora, dejándose sorprender por algo emergiendo del lado derecho de la carretera, algo que se dejó arrastrar bajo el parachoques del descomunal Jumper, de su chasis y del eje trasero hasta quedar paralizado e inerte detrás del rastro del vehículo. Bernie maldijo su suerte, echando espumarajos por la boca. 
Puta criatura de las narices
Por el tamaño del impacto y del rebote de las suspensiones aquello debía de tratarse de un coyote o algo similar que anduviese a cuatro patas. Frenó en seco dejando el Jumper paralizado en medio de la carretera, ligeramente escorado hacia el margen derecho. Las escobillas despejaban el parabrisas del intenso aguacero que estaba cayendo en ese instante. Bernie aporreó el volante fuera de sí. Tendría que salir a evaluar los daños y comprobar qué clase de bicho le había jodido la noche. Abrió la guantera para recoger la linterna halógena, echó para atrás el respaldo del asiento del acompañante para hacerse con el impermeable amarillo fosforescente y una vez puesto, salió del Jumper. Se dirigió hacia la parte delantera e iluminó con el haz de la linterna el parachoques. 
JODER. JODER. Puto coyote o mierda de animalejo que seas. Ahí te pudras de por vida… 
Tenía el lado derecho abollado por el impacto y parte del parachoques levantado. Ese era su sino. Su puta VIDA. Siempre llena de imprevistos y de consecuencias similares. Desde luego que al nacer, no fue bendecido convenientemente. El cura estaría saturado de alcohol de 36 grados o con una fiebre palúdica. 
Desvió la luz de su linterna y se encaminó hacia el cuerpo del animal… Estaba a diez metros escasos… Y desde los cinco metros pudo percatarse ya de que ese puto animal no era ningún puto animal. 
Era una persona. O mejor dicho, el cuerpo hecho guiñapos de una persona. Dios, el peso del Jumper lo había reventado por completo. Y aquello que segundos antes albergase Vida, se trataba de la fisonomía de una muchacha joven y desnutrida. 
Bernie transformó su arrebato de ira en un descontrolado nerviosismo, propio de alguien que acababa de llevarse por delante a una excursionista que había elegido una nefasta noche de perros para ir vagando por el bosque. Iluminó levemente los retazos de la figura femenina caída, y sin más se puso extremadamente enfermo. Sintió una arcada emocional que emergía de su estómago y le subía por el esófago hacia la boca. Iba a echarse a un lado para vomitar su exceso de ansiedad, cuando vio otra figura ubicada cerca del Jumper.
Nooo… Nooo…
Era un hombre alto, vestido de negro: pantalones de agua, chubasquero y sombrero de ala ancha. Tenía una edad indeterminada.
-Yo… Lo siento… Lamento mucho lo que ha pasado… La chica ha salido corriendo desde los matorrales del margen derecho de la carretera y no me ha dado tiempo de frenar con la debida antelación… Ha sido un terrible accidente del todo involuntario…- balbuceó Bernie, avanzando paso a paso hacia aquel hombre.
Sería su padre lo más probable. Dios, y pensar que él era un agente de seguros de vida.
El hombre permanecía entre las sombras. Quieto. Erguido. Con la mirada clavada en Bernie.
-Ya sé que no es el momento ni la situación más indicada para comentarlo, pero tengo un seguro a todo riesgo… Dentro de lo que cabe, espero poder resarcirle la pérdida de su familiar. Porque es su hija, ¿verdad?
El hombre le miró con mucha calma. Eso le extrañó sobremanera a Bernie. No era nada normal comportarse así si alguien te acababa de atropellar mortalmente a tu hija…
Vida por vida – dijo al fin aquel hombre.
Bernie se acercó un poco más. ¿Qué diablos había murmurado?
-Esto… ¿Le importaría repetir lo que ha dicho? Entre la fuerza de la lluvia y que me ha cogido de improviso, no le he entendido bien.
Bernie se situó casi de frente. Desvió el haz de la linterna hacia el suelo en perpendicular para no cegarlo, iluminando su rostro de manera indirecta.
Aquel hombre estaba más pálido que la muerta. Y su cabeza… Su cabeza giraba sobre sí misma, retorciéndose cada definición de su semblante de manera compulsiva como si tuviera un ataque epiléptico. Una cabeza con infinitas facciones, mutando como la plastilina bajo el manejo de mil dedos.
Vida por vida…
“Bernie Lavarez te llamas… Ella se llamaba Amanda Itts… Tenía 19 años… Un cuerpo y una edad perfecta para albergarme. Su morada era mi casa. Su ser era mi esencia. Su vida era la mía. Y ahora que acabas de echarme de mi recipiente, te reclamo a ti, Bernie Lavarez, como lugar de reposo…
Bernie estaba paralizado. Los ojos negros del hombre eran dos enormes carbones encajados en las cuencas. Y su mente… Aquello le estaba usurpando el control de su propia conciencia.
Soy Malaquías. Y traigo conmigo a otros siete caídos. Todos juntos viviremos dentro de ti. Formando parte de tu propia vida.
“Pues Cristo nos odia, y nosotros aborrecemos a las criaturas de Cristo. La manera de encorajinar a Cristo, es tomar posesión de los cuerpos que Cristo ama, corrompiéndolos hasta el fin de sus vidas. Vidas como la de Amanda. Existencia como la tuya propia.
“Te enloqueceremos por disfrute. Te haremos enfermar. Conseguiremos que seas el oyente de nuestras propias voces en el interior de tu deteriorada mente. Dominaremos tu patética personalidad a nuestro antojo. Y lo bueno, es que ni tú, ni Cristo puede impedirlo. Pues si de un cuerpo se nos echa, a otro nos trasladamos.

El cuerpo de la muchacha… Quedó abandonado en la carretera… Bernie Lavarez pensaba en ello de vez en cuando conforme conducía bajo la cacofonía de la lluvia. Cuando lo hacía, las voces le dominaban. Le hacían de seguir conduciendo.
Que no pensara más en Amanda.
Que siguiera adelante…
Que continuara con su propia VIDA.
“Tu vida es nuestra. Eres un campo fértil, y todo lo que coseches a partir de ahora, nos pertenece…”
“No pienses en morir… Pues ya estás muerto… En cuerpo, espíritu y alma.”


Bernie continuó conduciendo bajo la lluvia. Ajeno a este mundo. Perdido en las tinieblas…


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El Arcángel Caído (Espíritus Inmundos 2ª Trama).

Vista la petición de los lectores, procedo a reeditar la publicación de la segunda trama de Espíritus Inmundos. Nuevo título, texto ligeramente revisado y completamente independiente del anterior. Espero que esta segunda oportunidad que se le brinda desde Escritos tenga la misma aceptación que su primera parte.


– Está dentro – se lo indicó con un gesto de la mano libre. La otra empuñaba una beretta con un silenciador acoplado a su cañón.
– Vale. Entramos a saco y nos lo cargamos – susurró su compañero.
Ambos llevaban protección ligera en los codos y chaleco antibalas kevlar. Uno de los dos se situó frente a la puerta de madera de entrada a la habitación número 23 del motel de carretera “Teodoro´s”. No tendrían testigos que les molestara. Eran pasadas las tres de la madrugada, el resto del motel estaba vacío tras la comprobación pertinente en el registro de la recepción y el dueño estaba criando malvas detrás del mostrador con dos balas en el pecho. Ni siquiera se presentaron ante él. Simplemente entraron por el vestíbulo y se lo cargaron. Lo mismo que iban a hacer ahora con ese desgraciado que le debía veinte de los grandes a su jefe.
Uno de ellos le pegó una patada contundente a la puerta con la bota derecha. Estaba la madera tan envejecida que casi se partió en dos por los cuarterones centrales. El interior estaba a oscuras. Esa situación era previsible. Ambos se colocaron las gafas de visión nocturna y se pusieron a escudriñar desde el quicio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, las persianas bajadas y las cortinas echadas. En un extremo había una vieja televisión con el mando a distancia tirado sobre el suelo. La pantalla estaba encendida y emitía la señal de estática de un canal inexistente. La cama estaba en el lado contrario. Se veían las sábanas movidas por las prisas del que abandonaba su lecho al prever una visita no deseada.
– Nos esperaba – se dijo el uno al otro en voz baja.
– Calla.
Entraron con precaución en la estancia. Uno cubriendo el lado contrario del otro. Eran dos profesionales. Sabían lo que se hacían. El más cercano a la televisión optó por apagarla. Quedaba por registrar el baño. La diminuta habitación no daba para más.
– Tiene que estar allí adentro.
– Si.
– Ya me adelanto yo. Tú cúbreme por si acaso. Puede que vaya armado.
– Estate tranquilo.
Uno de los dos se dirigió hacia la puerta del baño. Estaba encajada en el marco. El pomo se ofrecía como señuelo, pero pensaba abrirla del mismo modo que hicieron con la puerta de entrada al nº 23. Adoptó la postura de asalto cuando la luz de la habitación fue encendida sin previo aviso. Al llevar puesta la visión nocturna, se quedaron medio cegados.
– Coño… Qué…
– No pierdas la concentración…
– Cómo lo ha hecho… Joder, hay que quitarse la visión nocturna. No veo una mierda.
Cuando lo hizo pudo ver que la puerta del baño se abría hacia adentro y su compañero fue forzado a entrar en su interior por una fuerza desconocida.
– Dios… No… NOOO.
Desde el centro de la habitación percibió un crujido de huesos y el ruido característico de un cuerpo que se desplomaba sobre el suelo. Se puso nervioso. Aquello no estaba saliendo según lo planificado. Había una baja. Y aún estaba por cargarse al tipejo que adeudaba el dinero al jefazo.
Entonces la luz de la habitación se apagó de nuevo.
– Mierda.
Se colocó de manera precipitada la visión nocturna. La luz del baño fue encendida, expeliendo su haz sobre la cabecera de la cama desarreglada.
Se pasó la mano libre por la frente sudorosa.
Miraba fijamente el vano de la puerta desde donde surgía el chorro de luz.
– ¡Cabrón! Es tu fin. Pagarás por la deuda y por lo que acabas de hacerle a Gregori- bramó con ganas de descargarle el cargador entero a ese bastardo con mayúsculas.
Entonces le llegó la risa.
Una risotada conocida.
Eran las carcajadas de su compañero.
Eso le hizo detenerse en su avance.
No podía ser posible.
Estaba claro que aquel cabrón acababa de liquidar a su colega.
Pero…
Las risas continuaron.
Cada vez más notorias.
Hasta rozar el escándalo.
Sin previo aviso, Gregori se asomó en la jamba de la puerta del baño con un semblante desquiciado y le apuntó con su arma directamente hacia el entrecejo.
– No.
Apretó el gatillo y le acertó de lleno, haciéndole caer fulminado sobre la alfombra deshilachada colocada en el suelo. La beretta y las gafas quedaron desperdigadas a escasos centímetros de su cadáver.
Gregori se detuvo en sus risas. Dejó caer su arma a un lado. Seguidamente se derrumbó igual de muerto que su compañero. Por algo tenía el cuello abierto por la garganta con la pechera del chaleco antibalas empapada de sangre.
La luz de la habitación cobró vida otra vez. Del cuarto de baño surgió la persona a quien buscaban. Era un hombre de treinta años. Estatura media. Rostro anodino. Cabellos cortos rubios. Estaba vestido de calle. Se acercó a los dos cadáveres para contemplarlos de cerca. La garra de su brazo derecho recuperó la forma original de una mano humana. Esbozó una sonrisa diabólica. Estaba feliz con su cuerpo. Estaba en un estado muy saludable. Y ahora que se había librado de la amenaza que había acechado a su ocupante anterior, podría vivir tranquilo.
Se sentó en el borde de la cama. Respiró profundamente.
Esos dos matones.
Podría revivirlos si quisiera.
Convertirlos en parte de su defensa personal.
Desechó tal idea.
Era correr un riesgo innecesario.
Aparte de que su poder era absoluto.
Ningún ser humano podría echarle de ese cuerpo.
Bueno. Siempre y cuando no fuese un jodido exorcista de la iglesia católica de Roma.
Pero en fin. Procuraría no llamar demasiado la atención. Él era muy diferente a los lacayos de Lucifer, que se conformaban con invadir un cuerpo para su simple deleite basado en la tortura física y espiritual. En cambio, al tratarse de un arcángel caído, la ocupación de un cuerpo humano representaba dominarlo con cierta naturalidad externa para convivir entre los demás humanos, camuflado entre ellos sin dejar de propagar dolor y desesperación. Era otra manera de ofender a Dios.
Recogió todo lo imprescindible, se deshizo a su manera de los restos de los dos cadáveres, tomó prestado su vehículo y emprendió camino hacia el otro extremo de la costa oeste de los Estados Unidos. Así evitaría posibles represalias de los secuaces del mafioso que había encargado la muerte del dueño original del cuerpo que ahora él poseía en su totalidad.
No lo hacía por precaución.
Simplemente era que no le apetecía ir aniquilando vidas ajenas con demasiada asiduidad.
Era un ser poderoso.
Matar ratas era una labor de los seres inferiores.
Mientras conducía, su mente se puso a pensar en diversidad de lenguas vivas y muertas.
El motel fue quedando atrás.
En la lejanía.
Pasado un tiempo dejó de formar parte de los recuerdos de aquel cuerpo.
Pues su dueño actual daba preferencia a las reminiscencias arcanas de su mente milenaria.
Una mente que formó parte inicial del coro de ángeles de Dios Todopoderoso antes de sumirse en un estado de rebelión que lo sentenció a la expulsión eterna del Paraíso.
Su venganza consistía en rebelarse contra el Juez Supremo que lo condenó a su caída en el averno.
Aquel cuerpo representaba el comienzo.
Uno nuevo.
Con un final distinto a lo escrito en los evangelios.
Así al menos Él lo esperaba.
Siguió conduciendo, ensimismado en sus pensamientos impuros.
Sentirse como un vulgar humano era una sensación excitante.
Pensaba prolongar esa sensación hasta el infinito.
Recreándose en todo aquello que fuese a sacar a Cristo de sus casillas…


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Apetito excesivo (Excessive hunger)

Hoy, desde Escritos de Pesadilla, vamos a rendir un sentido homenaje a las series y pelis denominadas por el sambenito de la letra “B”. Se irán publicando relatos basados en esa temática, recurriendo a unos argumentos de terror exagerados estilo cómic. Hoy estrenamos esta apartado con el cuento titulado: “Apetito excesivo”.

En los inicios tuvo su mucha gracia. De hecho me tronchaba con aquella cosa redonda y de piel dura llena de escamas, toda negra como una enorme canica. Su diminuto orificio me parecía que era el lugar por donde debía de respirar. Pero me confundí a medias, porque vista su hilera de dientes puntiagudos, más bien era su boca, ja-ja.

Ya estamos llegando a la caravana. La tengo estacionada un poco lejos de la zona de donde están el resto. No me gusta tener vecinos curiosos. Ya verán cómo les atraerá el estado en que se encuentra. Y el precio que les ofrezco es de lo más justo.

Yo tendría catorce años. Era ya por aquel entonces un chaval bastante gamberro, así que me llamó la atención ver la cosa redonda negra comiéndose todas las hormigas de una colonia. Estaba ya en la boca del hormiguero, y seguramente que se hubiera incursionado en su interior y se hubiera zampado a la Hormiga Reina. Pero en fin, yo la recogí entre las palmas de las manos y la escudriñé, asombrado. Palpitaba. Era un ser vivo. Raro. Desconocido para mí. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas. A excepción del orificio. Por ahí se alimentaba, respiraba y excretaba sus necesidades al mismo tiempo. Vamos, que también hacia su caca, ja-ja.
Me la llevé metida en el bolsillo superior de mi camisa. Al llegar a casa, la puse a buen recaudo dentro de una caja vacía de zapatos, bajo el pie del armario ropero. En ningún momento se me ocurrió mostrársela a nadie. Ni siquiera a mis amiguitos del alma, ja-ja. La cosita era mi tesoro. Un secreto. Y así se mantendría para el resto de la vida, qué carajo.

Hemos cruzado por debajo de la entrada del aparcamiento de caravanas. Ahora tomaremos ese desvío a la derecha, y en cinco minutos estaremos en mi casita.

Aquella cosa me demostró que comía de todo lo que le daba: insectos, marisco deshidratado para los peces, pan duro, caramelos de menta, ja-ja. Y al poco fue creciendo como una esponja empapada. Recuerdo la tarde que capturé una lagartija y se la di. No dejó ni un cachito de la cola siquiera, la muy ladina. Finalmente la caja de zapatos se le hizo pequeña. Así que tuve que esconderla en un saco de arpillera. Llegado a este punto, la sacaba a pasear de noche.
En mi vecindario había animales callejeros. Ya se sabe: gatos, perros, algún hámster… El caso es que fueron desapareciendo hasta no quedar ninguno. Los vecinos pensaron que fue buena labor del servicio de recogida de animales abandonados del ayuntamiento. Mejor para nosotros dos, pensé, ja-ja, ¿a que sí, bolita negra?
Así estuve una temporada, con el saco a cuestas. Me hice mayor de edad y aquella extraordinaria criatura seguía conmigo, creciendo poco a poco de manera endemoniada. Me emancipé de los padres, y alojé a bolita negra en el maletero de mi coche, un viejo Chevy 230 de los 70. Yo me encargaba de salir de caza con mis cuerdas. No vean lo talentoso que soy en las inmovilizaciones de las presas que llevaba a la cosa preciosa que tenía en el maletero. De repente empezaron a echarse en falta algún mocoso de la barriada. Mala suerte. Estamos en una época donde nunca se les debería dejar solos, campando a sus anchas.

Perfecto, señores. Estacionemos aquí. Ahí está la casa rodante, ja-ja. Ya observarán que tiene un gran tamaño y…
¿Pero por qué huyen ustedes? ¡Vuelvan, por Dios!
En fin, no me queda otra que dispararles con la escopeta…

Será posible, bolita negra. Mira que estás volviéndote demasiado impaciente con la comida. Ya no sé dónde meterte para que no te descubran. Te has hecho tan ENORME, que ya no cabes en la caravana. No sé qué voy a hacer contigo.
Aquí te traigo uno de los elementos. Mientras lo digieres, voy a por el otro que está herido de muerte. No debe de andar muy lejos de aquí. Con simplemente seguir el rastro de sangre que está dejando…


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La narración (The storytelling)

Recuerdo…
La historia empieza cerca de la linde de un bosque de pinos espesos y apretados, donde cualquier avance te hacía tropezar con la maleza.
El cielo…
Si, estaba nublado. Nubes filamentosas y algodonadas, oscuras y tripudas, amenazando una tormenta nocturna.
Porque era de noche.
Más bien pasada la hora de las brujas. Madrugada avanzada.
El clima…
Aun no se estaba en pleno invierno, pero poco le faltaba. Hacía mucho frío. El viento también azotaba lo suyo, haciéndote tener que abrazarte a ti mismo para intentar entrar en cierto calor.
La compañía…
Si, se iba acompañado de uno de tus mejores amigos. Leal y de los que jamás te harían un gesto feo. Uno se preguntaba qué se hacía a esas horas de la madrugada, caminando a oscuras, con la única ayuda de unas linternas de pila de petaca. Puede decirse que la osadía, la curiosidad, el deseo de conocer emociones fuertes…
Los comienzos fueron normales…
No sucedió nada extraordinario. Eso sí, las ráfagas del aire, los sonidos de la naturaleza, la nocturnidad, la soledad y los caminos angostos practicados sobre la hierba y entre matorrales por excursionistas que recorrían aquel bosque en momentos menos intempestivos nos mantenía atentos a cualquier cosa. Procurábamos hablar entre nosotros para refrenar los nervios.
Pasaron tres cuartos de hora…
Hubo un instante que la luna se libró de la telaraña que la envolvía, iluminándose un claro que había hacia el noreste. Nos emocionamos al reconocer aquella oquedad practicada en el suelo. Era la tumba maldita. La del brujo. Si, hace cien años fue apresado y condenado a morir ahogado en el río cercano al pueblo. Nuestros antepasados no lo dudaron en sentenciarlo en público, sin ni siquiera haber practicado un juicio donde pudiera defenderse de las acusaciones maliciosas de los vecinos del lugar.
Removimos las piedras…
La tierra estaba húmeda. Escarbamos empleando las cuatro manos, con la creencia de que íbamos a dar con los huesos de aquel infeliz. Pero lo que no esperábamos era dar con su cuerpo incorrupto. El olor que desprendía era nauseabundo, y para cuando quisimos volver a taparlo con la tierra removida y amontonada al lado de la tumba, para luego recolocar las piedras a modo de lápida, el brujo nos apresó a cada uno por una de nuestras muñecas con los dedos de sus manos huesudas y de piel apergaminada. Su fuerza y la firmeza del apretón nos impidieron escapar…
¿Te ha gustado la historia? Un poco inquietante, eh…
Bueno, Tommy. Tengo que marcharme. Y tú tienes que dormirte.
Es inútil que te estires y tironees de las ataduras que te mantienen sujeto a la cama. Ya va siendo hora que te hagas a la situación en que te encuentras.
Jamás volverás a ver a tus padres…
Porque ahora eres mi hijo.
Un hijo al que le narro un hermoso cuento antes de que cierre los ojos.
Y ahora…
Apago la luz y cierro la puerta.
Nos vemos mañana, hijo mío…