¡Nos invaden los Smileys!

Los Smileys son esas archifamosas pegatinas adorables con la sonrisa bonachona y la carita redondeada amarilla. Ahora también pululan por el mundo virtual e interactivo de Internet. 
Es más, aquí tenemos a una mantecosa pareja. ¡Puaj!

Uno que es el perfecto anfitrión, los invita a conocer a Gerondocio y a Tristoferro, el jugador zombi de Osasuna y el dependiente muerto viviente de la sección de animales del hipermercado de la esquina.


¿Y qué conseguimos con eso?
Un par de SMILEYS ZOMBIS. ¡JA JA JA JAAAAA!



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Vitalidad Zombi (II). (Zombie Vitality -2-).

Groncho Wyngas llegó procedente de la ciudad con la furia y el ímpetu de un tornado. Se dirigió en un santiamén hacia la casa perdiendo mechones de cabello por el camino, sorprendiendo a Tobías durmiendo a pata suelta en el sillón familiar y a Alejandro contando la cantidad de insectos atrapados en las telarañas de las esquinas de las paredes.
         – ¡Vosotros dos! Espabilad. Hay que adecentar esta sala un poco y preparar una merendola de campeonato de las que antes nos zampábamos cuando los estómagos estaban enteros – les urgió antes de dirigirse a la cocina.
         – Carajo, “pa”. No me digas que has invitado a la maestra del pueblo. Si la buena mujer te detesta.
         “Lo mejor Wyngas es que sigas viudo hasta que te llame el Señor”, fue lo último que te dijo cuando la quisiste animar a beber un trago del licor de nuestro alambique. 
         “Carajo, desde que lo dijo, nadie se muere en estos contornos, ja – le comentó Alejandro a su padre, siguiéndole como si fuese un perrito faldero.
         Cuando Groncho se volvió, contempló a la pareja de inútiles considerados hijos suyos. Inclinados el uno contra el otro, cabeza contra cabeza, sosteniéndose para no caerse de sopetón y partirse en mil pedazos rancios.
         – Diantres. Seréis descendencia mía, pero que Dios me perdone, no sois más tontos porque si no caminaríais a cuatro patas como los burros y llevaríais herraduras en vez de zapatos.
         – Repite eso último, “pa”, que aún estoy intentando despejarme de la modorra de la siesta que me he pegado – le dijo Tobías, restregándose los ojos con los puños, llevándose la piel del párpado derecho. Se lo recompuso como pudo, pestañeando con gracia infantil.
         Groncho miró al techo y resopló con fuerza por los orificios nasales, cuyo apéndice fue echado en falta desde que se cayó la noche pasada de la cama, despertado en la mitad de una cruel pesadilla por un retortijón de tripas. Su mano derecha buscó algo en el bolsillo trasero de los pantalones y les plantó un impreso con sello del estado delante de las narices de los dos.
         – Chicos, aquí dice que esta tarde nos visitará un inspector de hacienda. Viene a tratar de aclarar nuestras cuentas. Que no coincide lo que les declaramos con lo que ingresamos.
         – Vamos. Que parece que no somos tan pobres, eh “pa”.
         Groncho le dio en la cabeza con el impreso al tonto de Tobías.
         – Eso duele.
         – Más te dolerá como nos embarguen la casa y las tierras.
         “Estoy hablando que el tipejo que venga lo más probable es que sea uno de la ciudad. Y ya sabemos que esa gentuza se libró de los efectos del pepinazo mandado por los rusos porque se refugiaron bajo tierra en algo llamado búnkeres. Por lo tanto, el inspector ha de ser recibido como si nosotros estuviéramos igual de sanos que él, para no ser denunciados al ejército. Y a la vez para que no nos meta un buen palo con la inspección.
         “Nos acicalaremos bien y con algo de maquillaje y buenos alimentos, todo solucionado.
        – Si no comemos cosas normales desde hace tres meses, “pa”.
– El asunto es fácil de resolver. Le llenamos la panza con la comida sin caducar almacenada en la despensa y le contamos lo mal que lo pasamos para llegar a finales de mes, y seguro que nos deja en paz. Así que todos a ponerse en faena.
         Agarró a cada uno de sus hijos por una oreja, que estaban cosidas con hilo de alambre, motivo por el que podía tironear de ellas con rudeza espartana,  y los condujo hasta la cocina.
         Quedaba poco más de tres horas para la llegada de la visita indeseada.
         El inspector se apellidaba Evans, no tendría más de treinta años y vestía un impecable traje negro de enterrador.
         – Somos muy pobres, señor Evans. Pasamos hambre con mucha frecuencia – le dijo Tobías conforme su padre y Alejandro colocaban dos bandejas llenos de viandas sobre la mesa del salón.
         Groncho le dio un fuerte golpe en el carrillo derecho, haciéndole escupir una muela como si fuera un chicle, y mirando al inspector, esbozó una sonrisa campechana:
         – No le haga caso. Tobías es poeta, y suele recitar muchas tonterías sin sentido.
         Evans no tuvo interés en probar ni medio bocado. Se llevó el pañuelo a la nariz varias veces. Su olfato no podía soportar los efluvios que emanaban de los tres miembros de la familia Wyngas. Tanto Groncho, como sus dos hijos, se habían bañado previamente desde la cabeza hasta los pies con una tinaja que sobraba del perfume de la abuela materna del progenitor. Asimismo llevaban puestas sobre las cabezas las pelucas de la fallecida señora Wyngas. Evans contemplaba el ridículo aspecto del trío con disimulo contenido.  Solicitó la copia de la última declaración de la renta.
         – No la tenemos. Un día no nos quedaba papel de baño, sabe. Encima andamos desde hace semanas con las tripas muy flojas, y tuve que echar mano de los legajos de “pa” para limpiarme el trasero – le explicó Alejandro ante la falta del documento.
         – Vale, señores. No se preocupen. En el maletín traigo una copia extraída del registro.
         Groncho no pudo disimular sus ganas de asesinar a sus dos hijos.
         – Bendito sea Herodes – musitó por lo bajo.
         El inspector alzó su vista del papel.
         – ¿Decía?
         – Nada. Continué con lo suyo, buen hombre.
         La inspección duró casi dos horas. Evans recorrió toda la hacienda de los Wyngas y antes de marcharse en su auto, fue abordado por Groncho con la frente sudada, recubierta de lo pelambrera falsa de la peluca de rizos rubio platino de su querida Marietta (llegaba corriendo después de haber encerrado bajo llave a Tobías y Alejandro en el ático).
         – Señor Evans…
         – Dígame.
         – Esto. Pinta mal el asunto, ¿no?
         – ¿Se refiere al embargo de sus propiedades?
         – Más o menos.
         – Veamos. Han estado ocultando ingresos adicionales, muchos de ellos de procedencia incierta.
         “Qué se le va a hacer si el negocio del alambique va de maravilla.” – pensó Groncho para sus adentros. – “Los vecinos que no la han palmado por el pepinazo, incluso beben más que antes.”
         – Le aseguro que no soy el único de ésta zona con dinerito no declarado – le dijo muy sincero.
         – Por eso mismo le digo que le corresponderá satisfacer una multa de unos diez mil dólares – enfatizó Evans desde detrás del volante, subiendo la ventanilla del coche.
         Cuando salió de las posesiones de Groncho, este se fue sintiendo algo mareado. Y no era precisamente por los efectos del perfume que llevaba encima.
         – Ay, qué noticia más terrible. Diez mil dólares.
         Se tambaleó cerca de la pocilga del cerdo, que llevaba muerto mes y medio, llegando a duras penas a su casa.
         Cuando se le pasó el mareo, se fue directo a la cama. Necesitaba dormir mucho.
         En ese momento, ya ni si acordaba de que tenía a sus dos hijos encerrados en el ático.
         Aunque daba lo mismo. Uno se dormía en cualquier lado y el otro perdía el tiempo contando insectos…


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Vitalidad Zombi (I). (Zombie Vitality -1-).

Groncho Wyngas era un viudo granjero zombi de 65 años lleno de vitalidad. No tenía ninguna educación escolar, pero siempre disponía de buenas ideas aún a pesar de lo derretido que tenía por dentro el cerebro.

         Sus dos hijos predestinados a continuar viviendo medio podridos eran Tobías y Alejandro, de 30 y 28 años respectivamente. El primero era un holgazán de los grandes y el segundo era un pelín corto de entendederas.
         Groncho siempre tenía que estar detrás de los dos para hacerles doblar el espinazo. Si no fuera por la testarudez y el empeño del padre, tendrían que vivir de una pensión estatal de Wyoming. Y eso sería un pelín complicado de conseguir, no porque fueran zombis, si no porque tan sólo se tramitaban las solicitudes de las personas en un estado de mediana normalidad. Si se les incluyera a ellos, los siguientes que pedirían prestaciones sociales, con mucho más derecho, serían los chupasangres y los aulladores en noche de luna llena, mecachis.
         Una mañana estaba el progenitor esperando con la cosechadora herrumbrosa  en los campos fértiles a que acudiesen sus vástagos a cumplir con el deber de todos los días de la semana. Solo se presentó Alejandro.
         – ¿Dónde está tu hermano? – le preguntó de malhumor.
         – No lo sé, “pa”.
         – ¿Cómo que no lo sabes? Tú nunca sabes nada. Bastante es que me reconozcas como tu padre.
         – No sé – A Alejandro se le caían constantemente las babas por la mandíbula inferior como si fuera una gelatinosa catarata del Niágara.
         – Un día te diré que eres hijo del cura Thomas, a ver si cuela y así tenemos una boca menos que alimentar. No se daría casi ni de cuenta. Desde el pepinazo de los rusos, el muy rufián se ha rodeado de siete feligresas asquerosas, con sus respectivos hijos resucitados, fundando la Congregación De La Nueva Vida.
         – Lo que tú digas, “pa”.
         – Espérame aquí y no hagas nada hasta que traiga a rastras conmigo a tu hermano.
         – Ja, “pa”, si lo haces así, seguro que Tobías se quedará sin media pierna derecha, que ya le cuelga porque la rodilla ya no le da más de sí.
         Groncho se fue alejando empleando amplias zancadas. Estaba ligero de peso y bien cuidado, por eso aún no notaba físicamente el paso de los años. Aunque su exceso de confianza le hacía a veces de quedarse cojo al perder el pie izquierdo, teniendo que juntarlo con cola instantánea, lo que le hacía perder un tiempo lastimoso.
         Conforme se acercaba al granero, le iban llegando los sonoros ronquidos enfermizos de Tobías.
         Lo encontró tumbado encima de un manto de paja fresca.
         – ¡Levántate, gandul! Que hoy tenemos mucho que hacer – le ordenó.
         – Que te crees tú eso. Esta paja es demasiada cómoda para abandonarla – contestó su hijo abriendo medio ojo. No podía hacerlo del todo, porque corría el riesgo de que se le saliera de la cuenca.
         – Con que esas tenemos. Verás qué pronto te hago de menear el trasero de allí – Groncho se marchó de la entrada, dirigiéndose a la caseta de las herramientas.
         Tobías tenía una sonrisa beatífica dibujada en su rostro macilento. Estaba soñando que estaba cortejando a la hija de unos vecinos en una especie de playa paradisíaca, donde el sol pegaba de lo lindo, curtiendo el pellejo de Tobías. El problema radicaba en que la bella chica tendría que reconvertirse en zombi. Con un mordisquito en una de sus orejas, el contagio sería inmediato.
         Percibió unos pasos que se iban acercando.
         – Te quiero tanto, Wendy. Ahora que te he mordido, ya no habrá ninguna barrera entre nosotros que nos separe – suspiró en su sueño.
         Demonio. El sol estaba picando ya de lo lindo. Sobre todo notaba todo su calor en las posaderas. Hasta que…
         – ¡Carajo! CÓMO QUEMA.
         Tobías se levantó presto de un salto y abandonó el granero con la parte trasera de los pantalones medio humeando.
         – Así me gusta. Que respetes los deseos de tu padre – dijo complacido Groncho.
         En la mano derecha llevaba un soplete encendido.
         A grandes males, grandes remedios.
         Diez minutos después Tobías estaba sudando tinta china, echando denuestos contra su padre mientras trabajaba de sol a sol en el campo rodeado de una nube de moscas. Alejandro, su hermano, nunca le había visto dedicarse con tanto ahínco. Eso si, no comprendía el motivo por el cual se le quejaba tanto de tener el puñetero culo escocido.


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