Los ciclistas

Arthur Mash estaba conduciendo de forma demasiada temeraria por una carretera comarcal. Eran las once y media de la noche. Hacía mucho viento. El cielo estaba plomizo, presagiando el inicio de una tormenta. La soledad marcaba su tránsito por el asfalto deteriorado. El cansancio mental y físico de más de ocho horas sin descanso tras el volante manifestaba sus síntomas en forma de bostezos y amagos de cabezadas. Lo correcto sería estacionar media hora o más en la cuneta para descansar.

No lo consideró oportuno.
Un par de horas más, y estaría en la Gran Ciudad. En casa. Durmiendo como un bendito en su cama.
No pensaba levantarse hasta mucho después del mediodía. Podía permitirse un día libre. Había hecho el negocio de su vida como cazatalentos, firmando para los Yankees a un excelente lanzador de veintidós años. El hijo de un granjero, que jugaba en un equipo aficionado de Iowa. Estaba convencido que iba a ser la sensación de las ligas mayores en un par de años.  Su instinto casi nunca le fallaba. Eso si, siempre y cuando el chaval no se lo creyese antes de tiempo, atiborrándose de Budweisers, drogas y chicas fáciles.
Sus párpados cedieron al sueño. No fueron ni dos segundos. El vehículo continuó avanzando por la interminable recta por su propia inercia. Cuando abrió los ojos, vio al ciclista.
Llevaba un chaleco reflectante anaranjado y una gorra de béisbol. Estaba justo en el centro de la carretera. Arthur fue frenando a tiempo, evitando arrollarle.
Se sacudió la cabeza. Estaba del todo sorprendido. El ocupante de la bicicleta persistía en la mitad del camino, pedaleando con pereza, con el cuerpo excesivamente agachado hacia delante, como si se esforzara en contra del viento, que precisamente le daba de espaldas.
Arthur se restregó el ojo derecho y tocó la bocina, indicándole que se apartara hacia la cuneta.
El ciclista ni se inmutó. Exasperado, optó por adelantarlo por la izquierda, ocupando parte del margen sin asfaltar de ese lado de la carretera.
– ¡Tío imbécil! – se quejó, enojado.
Conforme lo superaba, giró la cabeza hacia su derecha para atisbar a través de la ventanilla la presencia del sujeto que montaba en la bicicleta.
A su vez, el ciclista hizo lo mismo.
Un rostro terriblemente inhumano, destrozado por la acción de algún tipo de ácido que pudiera haber deformado aquellas facciones, lo contempló con unos enormes ojos negros, donde el blanco y el color del iris de las pupilas era todo uno. Aquel ser sonrió con desprecio, enseñándole una dentadura puntiaguda, con las encías ennegrecidas y emponzoñadas por una saliva gelatinosa.
Arthur lo dejó atrás sobresaltado por aquella aparición monstruosa e increíblemente real, conduciendo a velocidad elevada para dejar aquella terrible figura en el olvido.
La visión del ciclista consiguió despertar sus cinco sentidos.
Fueron pasando los minutos. Poco a poco fue tranquilizándose.
Hasta que un par de millas más adelante, vislumbró dos ciclistas ocupando el centro de la carretera estrecha.
Ambos lucían chaleco fosforito. Uno anaranjado y el otro amarillo. El ritmo de sus pedaladas era cansino.
Los nervios le jugaron una mala pasada cuando echó un vistazo al espejo retrovisor, apreciando cómo se le acercaba por detrás a una velocidad escalofriante el ciclista recién adelantado.
Al mismo tiempo, los dos que le precedían se desviaron en abanico para situarse a su costado.
Los semblantes horriblemente mutilados lo examinaron con una rabia exagerada. Se aferraron al coche por los espejos y fueron destrozando el cristal de las ventanillas a puñetazo limpio.
Arthur quiso apretar a fondo, pero el puño del ciclista situado a su lado llegó con claridad a su rostro desde el marco de la ventanilla ya sin vidrio que lo protegiese, sumiéndole en los claroscuros que precedían a la pérdida del conocimiento.
El coche fue decreciendo en velocidad, hasta detenerse sobre la hierba, fuera del tramo de la carretera.
Arthur quiso espabilarse. Se sentía muy mareado. Fue obligado a salir del vehículo. Una vez fuera, tumbado sobre la hierba, recibió una paliza brutal por parte de los tres extraños que viajaban en bicicletas. Intentó protegerse de las patadas, los puñetazos, los arañazos, los mordiscos… De hecho, tardó casi cinco minutos en ser vencido.
– No… Parad… – gimió, ya agonizante.
Cuando murió, los tres ciclistas se alimentaron de su cuerpo.
Una vez saciados, abandonaron los restos y montaron en sus bicicletas, prosiguiendo su viaje nocturno por aquella carretera abandonada y solitaria.

Vitalidad Zombi (I). (Zombie Vitality -1-).

Groncho Wyngas era un viudo granjero zombi de 65 años lleno de vitalidad. No tenía ninguna educación escolar, pero siempre disponía de buenas ideas aún a pesar de lo derretido que tenía por dentro el cerebro.

         Sus dos hijos predestinados a continuar viviendo medio podridos eran Tobías y Alejandro, de 30 y 28 años respectivamente. El primero era un holgazán de los grandes y el segundo era un pelín corto de entendederas.
         Groncho siempre tenía que estar detrás de los dos para hacerles doblar el espinazo. Si no fuera por la testarudez y el empeño del padre, tendrían que vivir de una pensión estatal de Wyoming. Y eso sería un pelín complicado de conseguir, no porque fueran zombis, si no porque tan sólo se tramitaban las solicitudes de las personas en un estado de mediana normalidad. Si se les incluyera a ellos, los siguientes que pedirían prestaciones sociales, con mucho más derecho, serían los chupasangres y los aulladores en noche de luna llena, mecachis.
         Una mañana estaba el progenitor esperando con la cosechadora herrumbrosa  en los campos fértiles a que acudiesen sus vástagos a cumplir con el deber de todos los días de la semana. Solo se presentó Alejandro.
         – ¿Dónde está tu hermano? – le preguntó de malhumor.
         – No lo sé, “pa”.
         – ¿Cómo que no lo sabes? Tú nunca sabes nada. Bastante es que me reconozcas como tu padre.
         – No sé – A Alejandro se le caían constantemente las babas por la mandíbula inferior como si fuera una gelatinosa catarata del Niágara.
         – Un día te diré que eres hijo del cura Thomas, a ver si cuela y así tenemos una boca menos que alimentar. No se daría casi ni de cuenta. Desde el pepinazo de los rusos, el muy rufián se ha rodeado de siete feligresas asquerosas, con sus respectivos hijos resucitados, fundando la Congregación De La Nueva Vida.
         – Lo que tú digas, “pa”.
         – Espérame aquí y no hagas nada hasta que traiga a rastras conmigo a tu hermano.
         – Ja, “pa”, si lo haces así, seguro que Tobías se quedará sin media pierna derecha, que ya le cuelga porque la rodilla ya no le da más de sí.
         Groncho se fue alejando empleando amplias zancadas. Estaba ligero de peso y bien cuidado, por eso aún no notaba físicamente el paso de los años. Aunque su exceso de confianza le hacía a veces de quedarse cojo al perder el pie izquierdo, teniendo que juntarlo con cola instantánea, lo que le hacía perder un tiempo lastimoso.
         Conforme se acercaba al granero, le iban llegando los sonoros ronquidos enfermizos de Tobías.
         Lo encontró tumbado encima de un manto de paja fresca.
         – ¡Levántate, gandul! Que hoy tenemos mucho que hacer – le ordenó.
         – Que te crees tú eso. Esta paja es demasiada cómoda para abandonarla – contestó su hijo abriendo medio ojo. No podía hacerlo del todo, porque corría el riesgo de que se le saliera de la cuenca.
         – Con que esas tenemos. Verás qué pronto te hago de menear el trasero de allí – Groncho se marchó de la entrada, dirigiéndose a la caseta de las herramientas.
         Tobías tenía una sonrisa beatífica dibujada en su rostro macilento. Estaba soñando que estaba cortejando a la hija de unos vecinos en una especie de playa paradisíaca, donde el sol pegaba de lo lindo, curtiendo el pellejo de Tobías. El problema radicaba en que la bella chica tendría que reconvertirse en zombi. Con un mordisquito en una de sus orejas, el contagio sería inmediato.
         Percibió unos pasos que se iban acercando.
         – Te quiero tanto, Wendy. Ahora que te he mordido, ya no habrá ninguna barrera entre nosotros que nos separe – suspiró en su sueño.
         Demonio. El sol estaba picando ya de lo lindo. Sobre todo notaba todo su calor en las posaderas. Hasta que…
         – ¡Carajo! CÓMO QUEMA.
         Tobías se levantó presto de un salto y abandonó el granero con la parte trasera de los pantalones medio humeando.
         – Así me gusta. Que respetes los deseos de tu padre – dijo complacido Groncho.
         En la mano derecha llevaba un soplete encendido.
         A grandes males, grandes remedios.
         Diez minutos después Tobías estaba sudando tinta china, echando denuestos contra su padre mientras trabajaba de sol a sol en el campo rodeado de una nube de moscas. Alejandro, su hermano, nunca le había visto dedicarse con tanto ahínco. Eso si, no comprendía el motivo por el cual se le quejaba tanto de tener el puñetero culo escocido.


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