Con el niño en brazos. (With the child in her arms).

Sus pasos eran todo lo apresurados que le permitían sus relativamente cortas piernas. Marie llevaba al pequeño arrebujado en una manta apretada contra su pecho agitado por la respiración frenética al impulsarse en la carrera que mantenía contra la sombra enfurecida que les perseguía sin tregua desde la aldea. No llovía pero un fuerte viento procedía en sentido contrario a la dirección de la huída, ensañándose con su rostro, alborotándole su larga melena rizada morena. La hojarasca se arremolinaba en círculos a sus pies conforme iba adentrándose en la espesura del bosque.
Debía alejarse del peligro que representaba la cercanía del sujeto que estaba empeñado en detenerla. Si aquella persona los interceptaba antes de llegar al refugio, tanto Marie como el niño que llevaba en brazos estarían perdidos para siempre.

– ¡Ven aquí, zorra! ¡Detente! ¡Ya estoy harto de ir tras de ti! – llegó la voz estridente y furiosa del hombre que les seguía el rastro.
Cada vez se hallaba más cercano. A metro y medio.
El hombre, ataviado con una larga capa oscura que le cubría desde la barbilla hasta los muslos estaba presto a desenvainar la espada.
Marie serpenteó entre caminos secretos que quedaban tenuemente al descubierto por el halo de la luna llena. Las ramas golpearon sus antebrazos y los hombros. Agachó la cabeza para que los cabellos no se le quedaran enredados en la maleza, sorteando piedras, troncos, hoyos que parecían querer impedirle el éxito.
– ¡Ya te tengo!
Ya lo tenía encima. Marie estaba desconsolada y sumamente nerviosa. No pudo fijarse en una raíz que sobresalía bajo un lecho de hojas muertas, perdiendo la estabilidad, cayendo de bruces sobre la dura tierra del firme. El niño se le escapó de los brazos, quedando a escasa distancia de donde quedó establecido su cuerpo.
Apenas le dio tiempo a Marie mirar hacia atrás, cuando una espada afilada sesgó su cabeza de un certero y único tajo, dejándola  morir desangrada en un charco de sangre que la madre tierra se fue encargando de absorber conforme su cabeza quedó reposando a escasos centímetros del resto de su diminuto cuerpo femenino.
La espada fue envainada por su dueño, y sin prestar atención al cadáver de la joven, se aprestó a recoger complacido a la criatura, cuyo cuerpo quedó protegido de recibir ningún daño por lo recio que era la manta que lo envolvía.
Su dentadura refulgía a la pálida luz lunar.
Estaba satisfecho de tenerlo entre los brazos.
– Ya eres mío por fin – dijo en un susurro ronco.
Lo abrazó con fuerza, vibrando con la vitalidad que emergía del pequeño, alejándose de esa parte del bosque con largas zancadas.



                La puerta de la pequeña cabaña fue abierta de una patada, concitando la inmediata atención de los presentes en su interior. La estancia estaba iluminada por el fuego encendido en la chimenea. Rostros anhelantes contemplaron la llegada del hombre.
                Portaba entre sus brazos a aquel niño que precisaban tener con tanta necesidad.
                – ¡Familia! ¡Lo he recuperado! ¡Tobías está de nuevo con nosotros!
                Lo confirmó alzando al pequeño sobre los hombros. Este gesto terminó por asustarlo, consiguiendo que llorara con fuerza.
                Una mujer se acercó con urgencia para recogerlo y tratar de sumirlo en la seguridad del sueño infantil. Lo meció con cariño.
                – Mi Tobías. ¡Gracias al Cielo que vuelves a estar con nosotros!
                Su esposo se sentó a la mesa, satisfecho pero cansado por la implacable persecución que tuvo que realizar en la recuperación de su hijo.
                La madre de su mujer le sirvió un vino, y sin perder de vista al niño, preguntó:
                – ¿Y la bruja?
                El hombre se echó la capa hacia atrás, y con una sonrisa enorme, contestó:
                – Recibió lo que se merecía.


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Asesinos ficticios: Humphrey Stuggs, el orquestador de la matanza de Norwich. (Fictional murderers: Humphrey Stuggs, the orchestrator of the massacre of Norwich.)


Pocos datos se conservan de Humphrey Stuggs en los archivos locales del condado de Chenango, donde se encuentra la pequeña ciudad de Norwich. Estamos citando el año del luctuoso suceso ocurrido por las aviesas intenciones del susodicho Stuggs: 1896. Por aquellas fechas Norwich superaba los dos mil habitantes. La ciudad se ubica al lado del curso del río Chenango. Compuesta por un núcleo urbano en pleno crecimiento para la llegada del siglo XX, muchos de los habitantes en ella empadronados tenían sus viviendas en forma de granjas en el valle que lo circunvala, que unido a los bosques y colinas que la rodean al este y al oeste, dotan de un aire idílico a Norwich. A pesar de su insignificante tamaño como localidad media del estado de Nueva York, Norwich disponía de una importante compañía farmacéutica, una fábrica de martillos y una red de trenes de cercanías. Además era la ciudad más dotada de servicios y entretenimiento del condado de Chenango, razón por la cual era muy concurrida por los residentes de las poblaciones cercanas.
En pleno año 1895 el Ayuntamiento dotó de una explanada justo en el núcleo urbano donde se pudieran desarrollar eventos y festivales culturales. El primer festival fue el de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Tuvo lugar un año después.
Humphrey Stuggs no era natural del lugar. Tras haber cometido la salvajada sangrienta del año y haber sido convenientemente linchado a las pocas horas por una horda incontenible que buscaba venganza, su cadáver fue troceado por el carnicero Evans y sus restos arrojados en el comedero de la pocilga de cerdos del granjero Nutton Jenkins.
Por lo poco que se sabe, Humphrey tendría unos cuarenta años y llevaba unas semanas residiendo en la pensión de Martha Cummings. No trabajaba en Norwich y se le veía con frecuencia en las tabernas y bares de la localidad, bebiendo sin parar hasta caer redondo, y cuando no perdía el sentido, lo conseguía por los puñetazos que recibía en las peleas, dado que era muy reincidente en producir altercados cuando ya no le quedaba dinero y el tabernero se negaba a seguir sirviéndole whiskey de alambique. El sheriff Brenton lo detuvo tres o cuatro veces para que durmiera la mona en una de las tres celdas de la comisaría de Norwich. El agente de la ley jamás supuso que detrás de los barrotes, sumido en sus locos sueños tendido sobre el catre de la celda que en aquel momento le correspondía se hallaba el futuro orquestador de la mayor matanza de civiles en su querida ciudad.
Era el mes de junio de 1896. El día 7 se inauguró la primera gran exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Enormes fieras, bestias y reptiles de gran tamaño, en principio amaestrados por los domadores de circo más renombrados del país. De hecho, la mayoría estaban expuestas fuera de sus jaulas, amarradas mediante simples gruesas sogas a las patas de cada ejemplar que las unían a estacas de acero hincadas en el suelo a golpe de mazo.
Los primeros dos días fue un éxito total. Más de cinco mil personas llegadas de todo el condado y del resto del estado de Nueva York se sintieron atraídas por la exhibición monumental de bestias cuadrúpedas. Los domadores dejaban que los visitantes acariciaran a los animales. Incluso que a los más mansos se les alimentara con pienso, cacahuetes, alfalfa o pollos crudos a la boca.
El desastre que marcaría para siempre con letras de sangre a Norwich sucedió al día siguiente. Al mediodía, la figura de Humphrey Stuggs emergió de entre la multitud. Portaba cohetes pirotécnicos, unas ratas muertas y una escopeta. Sin que nadie supiera lo que aquél loco pretendía, arrojó los cohetes recién encendidas las mechas entre las patas de las fieras, las ratas entre las de los paquidermos y efectuó diversos disparos al aire para asustar al resto de los animales insuficientemente atados para tal circunstancia.
A resultas de esta actuación disparatada, los dos Elefantes Furibundos Africanos arrollaron a unos cuantos espectadores, hasta alcanzar la tienda de Dorothy Maccur, destrozándole el local y dejando a la mencionada señora hecha una pena hasta agonizar entre gemidos de impotencia.
El Hipopótamo Salvaje del Orinoco aireó con donaire su pequeña cola, recubriendo a los presentes más próximos con una lluvia de excrementos letales dada su toxicidad, para salir huyendo, llevándose por delante dos casetas de la feria, con los respectivos feriantes que estaban en su interior atendiendo a la clientela.
Los  Aligátores de los Humedales de Florida consiguieron destrozar los bozales de cuero que contenían la fuerza de sus mandíbulas y fueron buscando con saña los traseros de los espectadores más rollizos. Billy Jacok, el joven de diecisiete años que había ganado recientemente el concurso de quien conseguía comer más tartas de arándanos en dos horas pasó a mejor vida debido a la gravedad de los mordiscos recibidos.
El Oso Hambriento del Alto Ampurdán, procedente de Cataluña ex profeso para la ocasión, se zampó al domador y al dentista de Norwich, quien estaba al lado del primero.
Por último, los Búfalos Astifinos de Oklahoma dieron cornadas a diestro y siniestro, ocasionando la muerte del enterrador Trevor Dennis y del alcalde Taylor.
Tras la orgía de sangre y muerte, los animales salvajes por instinto natural se refugiaron en los bosques cercanos.
Al poco de retener al autor de tamaño desaguisado, Humphrey Stuggs,  y practicarle la pena de muerte de manera instantánea, además de atender a los heridos y mutilados y de retirar a los fallecidos, el sheriff Brenton dividió a los voluntarios llegados de todos los condados del estado en pelotones de rastreo para encontrar y sacrificar a las bestias fugadas de la exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo.
Esto les costó tres semanas, con el costo de tres bajas mortales.

Finalmente, la masacre ocasionada por Humphrey Stuggs se cuantificó en la siguiente lista de fallecidos:

Dorothy Maccur, 57 años,  murió aplastada bajo las patas de los elefantes furibundos.
Bred Hutton, 31 años y Albert Salgado, 25, feriantes muertos por la embestida del hipopótamo salvaje.
Tina Collins, 15 años, Tammy Bordon, 38, Drew Horn, 57 y Penn Got, 61, intoxicados por los excrementos del referido hipopótamo, quedando todos ellos con secuelas respiratorias y dermatológicas de por vida, e igualmente traumatizados, recluidos en el manicomio de Coldbear hasta la ancianidad y olvidados por el resto de los familiares.
Billy Jacok, de 17 años, fallecido como consecuencia de los mordiscos incontables que le infirieron los aligátores de los humedales de Florida.
Antonino Fernandino, domador de osos, de 51 años, y Luthor Fox, de 71, dentista, devorados hasta no dejarles ni siquiera el tuétano en los huesos de los esqueletos de ambos por el Oso hambriento del Alto Ampurdán.
Trevor Dennis, de 27 años, de profesión enterrador y Harry Taylor, de 69, alcalde de Norwich, corneados hasta la muerte por los búfalos astifinos de Oklahoma.
Nicolás Torrente, de 23 años, Gregory Tenant de 28 y Jeremiah Hurrahbelly, de 21, muertos mientras efectuaban las batidas de reconocimiento en búsqueda de las fieras descontroladas escondidas en los bosques alrededor de Norwich.

Resta informar que aquella fue la primera y última exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo celebrada en Norwich.

Nuevos dibujos escolares de mi sobrino Gurmesindo

¡Indignante! ¡Esto clama al Cielo! (o dadas las características del sitio, al Infierno).
La señorita Pepa Torralba, la profesora de mi sobrino Gurmesindo, no ha tardado ni dos días en llamarme para un reunión urgente en su despacho acerca de los garabatos talentosos del niño.
Nada más colgar el teléfono con estrépito, me he afeitado la barba de medio mes, cepillado los dientes, tomado una ducha con agua helada y aplicado una colonia egipcia de la época del Faraón PocaKosaSoy III, para así dirigirme con un porte distinguido al encuentro de la bella y despampanante maestra.
Nada más pedirme que me sentara, me sacó nuevos dibujos deliciosamente trazados bajo las ceras de colores de Gurmesindo.
“Señor Maléfico”, me susurra. “En esta ocasión son más perturbadores y retorcidos que la vez anterior.”
“Puede tutearme, querida. Un Robert por aquí, un Robert por allí pronunciado por su voz sugerente me sitúa en pleno trance”, le interrumpo.
“Por favor. Estamos hablando de su sobrino, señor Maléfico”. “Vea este primer dibujo. Sin duda en él está reflejando a una chica endemoniada postrada en la cama.”
“Exagera usted, hermosa Pepa. En realidad mi sobrino ha dibujado aquí a su madre cuando se despierta. Sin maquillaje, ya sabes, las mujeres estáis un poco pachuchas, ja ja.”

“Bueno, bueno, señor Maléfico…”
“Robertito, Pepa.”
“Esto, Robert. Pasaré por alto este dibujo. Pero el segundo que voy a mostrarle no me podrá negar que es terrorífico. Su sobrino ha dibujado la sombra de un vampiro malvado acechando a su futura víctima.”
“Hum. En este caso el muchachete está reflejando la llegada de un visitante a mi castillo. Y el vampiro no es tal, si no mi mayordomo, Dominique, que gusta apagar el alumbrado eléctrico para iluminar sus propios andares cansinos con las velas de los candelabros. Está chapado a la antigua, sabes, guapa.”

“Señor Maléfico, usted tiene respuesta para todo con tal de no querer ver que su sobrino necesita visitar a un psicólogo infantil.”
“Robert, Pepa. Y no, no veo que precise tumbarse en un diván para calentarle la cabeza a un pobre psicólogo. De hecho, le aseguro a pies juntillas que el niño se desfoga siempre que visita a su tío. No gano para aspirinas alemanas.”
“Buf… Ahora le enseño el tercer y último dibujo de Gurmesindo.”
“Mi sobrino ha dibujado mucho en las últimas veinticuatro horas, je, je.”
“Haga el favor de analizarlo a fondo, señor Maléfico. Eh…, Robert. En él se ve el cadáver de una chica en el cementerio bajo la luz de la luna. La pobre es una zombi. ¡Horrible! ¡De lo más inquietante y horrendo que he visto desde que ejerzo de tutora en este colegio.”
“Ah… Este sobrinete. En este caso coincido contigo, Pepita. En Escritos de Pesadilla proliferan los zombis a tutiplen. Y están enfadados por la nueva Reforma Laboral. ¡Ahora puedo despedirlos alegando pérdidas en mi empresa en los últimos seis meses! ¡Un chollo, ja, ja!”

“Me deja anonadada, señor Maléfico.”
“Bueno… Ya he visto la nueva tanda de dibujos infantiles de mi sobrino. Ahora la invito a un mordisquete en el cuello. Soy un vampiro a fin de cuentas. Y tiene usted un cuello de lo más hermoso…”
¡ÑAKA!


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Cinco minutos para la apertura del centro…(Five minutes for opening…)

“Una vez al año es lícito hacer locuras”
San Agustín (354-430) Obispo, filósofo y Padre de la Iglesia Latina.

               
              Era casi la hora de apertura del hipermercado. La megafonía llevaba emitiendo el hilo musical desde hacía media hora.  Las reponedoras estaban dejando los pasillos libres de productos para que la clientela pudiera transitar sin obstáculos por las dependencias del centro. Las dependientas de las secciones de atención al público, como bazar, textil y electrodomésticos,  terminaban de poner orden en los respectivos mostradores periféricos del interior de la tienda. Los jefes de tienda revisaban las cabeceras y los lineales para convencerse que todo estaba correctamente etiquetado y colocado en su sitio correspondiente. Las cajeras se ubicaban en la caja que les correspondía en el turno de la mañana. Los miembros de seguridad realizaban la ronda de apertura.
                Freddy Morales estaba situado de pie detrás de su diminuto mostrador. Elegantemente vestido con un traje azul marino, formaba parte del equipo de auxiliares que atendían a los clientes nada más abordar la entrada a la sala de ventas. Se ocupaba de orientarles, de ser los receptores en principio de sus quejas para luego encaminarlos a Atención al Cliente, de precintar sus bolsas y de extender albaranes de control de producto cuando traían algún artículo para cambiarlo por ser defectuoso o para devolverlo para recibir el reembolso del dinero.
                Cuando el vigilante Lucas Redondo llegó a su lado una vez finalizada la ronda de apertura, le dio una palmada alegre en el hombro. Se comunicó con su otro compañero por el talkie:
                – Uve uno a Uve dos. Todo correcto.
                – Muy bien, Uve uno. Ya quedan cinco minutos para que anuncien por megafonía la apertura.
                Lucas se volvió hacia Freddy.
                – ¡Epa, chaval! Arriba esa moral. Estamos a jueves. Ya nos hemos comido la mitad de la semana.
                – Bueno… A ver si  pasa el tiempo rápido y llega primeros de mes para cobrar.
                – Dinero, dinero. Todos andamos igual. Cogidos por los huevos. Y los sueldos más bajos que la moral de un seguidor de un equipo de tercera regional.
                En ese momento se percibió estática por el altavoz del talkie.
                Lucas lo recogió del cinto y se puso en contacto con Eduardo Casanova.
                – Uve uno a Uve dos. ¿Decías algo?
                – ¡Joder, tío! No sé por dónde Cristo se ha colado, porque las persianas de las tres entradas están bajadas. Por la galería verás llegar un tío.
                Justo acabar de decir estas palabras, un joven melenudo y mal vestido portando un bolso deportivo se plantó frente al mostrador donde estaban de pie Lucas y Freddy.
                El vigilante lo miró sorprendido.
                – Caballero. El centro aún no está abierto.
                – Puedo esperar. Sólo quedan unos minutos.
                – Vale.
                “Uve uno a Uve dos. El cliente se queda aquí esperando en la entrada a sala de ventas hasta que anuncien por megafonía la apertura del centro. No merece la pena acompañarlo hasta la salida, visto el tiempo escaso que queda para las nueve y media.
                – Recibido Uve uno.
                Freddy contemplaba al visitante con cierta inquietud. Este mantenía el rostro oculto bajo el flequillo de su propio pelo largo. Vestía un jersey negro de lana y unos pantalones vaqueros desteñidos.
                – Mientras esperamos, podemos adelantar algo – musitó el joven.
                “En la bolsa llevo algo que prefiero que me lo precinte dentro de una bolsa. Es para que al pasar por caja a pagar, la cajera no me diga nada.
                Sus dedos ennegrecidos por la escasa higiene descorrieron la cremallera de la bolsa deportiva, y sin más, depositó encima del mostrador de Freddy Morales una cabeza humana…
                Los ojos de Freddy se salieron de sus órbitas al ver la cabeza hinchada y maloliente, con la lengua negra quedando colgada entre los dientes de la boca ligeramente entreabierta.
                Lucas tuvo que sujetar el talkie con fuerza para que no se le escapara de los dedos por la impresión.
                Ambos fueron simples espectadores del hecho insólito por diez escasos segundos. Los necesarios para que aquel joven extrajera del interior del bolso dos puñales en forma de media luna y con un par de movimientos elásticos aproximarse a ellos para abrirles a los dos las gargantas, consiguiendo que se llevaran las manos a las mortales heridas en un vano intento de contener las hemorragias.
                El talkie impactó contra el suelo, seguido a los pocos segundos de los cuerpos moribundos de Freddy y Lucas.
                – ¡Dios! ¡Lucas! ¡Joder! – surgió la voz espantada de Eduardo Casanova por el talkie.
                Este había contemplado la agresión por la cámara. En cuanto vio cómo aquel visitante asesinaba a su compañero y al auxiliar, agarró el auricular del teléfono para alertar al Jefe de Seguridad del centro comercial para que no abrieran el centro hasta que el homicida no fuera detenido por la policía y para que el personal de tienda se pusiera a salvo del asaltante.
                Justo en ese instante la línea comunicaba.
                – ¡Mierda!
                A través de megafonía se dio la bienvenida a los clientes, anunciándoles que se abría ya el hipermercado.
                Tal cosa no sucedería mientras el vigilante no pulsara los botones correspondientes, pues el control de las puertas automáticas y de las persianas estaba en el cuarto de seguridad.  Eduardo no iba a hacerlo con aquel loco campando a sus anchas por el interior del recinto.
                Por los monitores estuvo vigilando su figura. Aún permanecía al lado de los dos caídos.
                Cuando se disponía a separar la cabeza del auxiliar de su cuerpo, Eduardo apretó las mandíbulas y tragó saliva, casi frenético por ser testigo privilegiado de aquel suceso tan demencial.
                (la cabeza de Freddy fue introducida en la bolsa)
                – ¡Joder! ¡Joder!
                Eduardo golpeó el auricular contra la mesa. El Jefe de Seguridad continuaba comunicando. Tendría que saltarse el protocolo y llamar él directamente a la policía.
                Fueron cinco segundos en que apartó su concentración del panel de monitores. En ese instante el maníaco estaba decapitando a su compañero Lucas. Fue teclear los dígitos correspondiente de la policía y fijarse en las pantallas para descubrir que el joven melenudo ya no estaba donde el mostrador del auxiliar de tienda.
                – ¡Mierda! ¡Cabrón!
                Saltó de cámara en cámara para intentar localizarlo. Conforme lo hacía, la operadora de la central de la policía se interesó por el motivo de la llamada.
                – Soy Seguridad del Centro Comercial Aurora. Es una emergencia. Un chiflado se ha colado antes de abrir el centro y ha matado a mi compañero y a un auxiliar de tienda.
                “Estoy intentando decírselo al Jefe de Seguridad del centro, pero no me coge. El recinto permanece cerrado cara al público.
                “Joder…  Por favor manden todas las dotaciones que puedan. El tipejo es peligrosísimo. Ahora voy a intentar… Oiga, ¿me recibe bien? Señorita… Venga…
                (un minuto perdiendo el tiempo)
                (el cable del teléfono cortado)
                Eduardo percibió la respiración acelerada y entrecortada. Estaba a su lado.
                Giró la silla y se encontró cara a cara con aquel semblante misterioso, cuyas facciones permanecían ocultas bajo una cortina de cabellos lisos, largos y sucios.
                – ¡Joder!
                Quiso levantarse y protegerse con la defensa, pero el filo del puñal oriental diseñó una hendidura sangrienta bajo la nuez de su garganta. La sangre brotó oscura sobre las palmas de sus manos, impregnándole la ropa del uniforme, formando un charco alrededor de las patas de la silla.
                El joven sonrió, enseñando la dentadura amarillenta.
                Aquella sería su cuarta cabeza.
                En cuanto la recogiese, abandonaría el lugar antes de que llegara la primera patrulla de la  policía…


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Dibujos escolares de mi sobrinito Gurmesindo

Nada. Primera tanda de una serie de dibujos escolares creados por mi sobrino Gurmesindo. Me los ha entregado su profesora, la seño Pepa Torralba, preocupada por la vertiente tétrica de los mismos. Hasta me ha preguntado si suelo tenerlo castigado con frecuencia. Yo le dije a la seño Pepa que eso se lo preguntara a los padres de la criatura, que yo solo soy su tío, no te jiba. Eso si, cuando visita mis dominios, si se sale de madre, le quito la video consola y se la entrego a Croqueta Andarina para que juegue un poco a Final Fantasía 25…

Primer dibujo del angelito: Yo opino que es simple ketchup sobre un mantel blanco, pero la profesora opina que son gotas de sangre sobre las baldosas blancas del suelo…

Segundo dibujo del artista en ciernes: En este caso, diría que es una muchacha que está de espaldas, contemplando un cuadro gótico del pintor Borguios Negrus, pero la maestra sostiene que es un espejo diabólico, donde se refleja el cadáver de la chica en cuestión ante el tocador de su dormitorio…

El tercer y último dibujito de esta primera muestra del arte del pincel del chavalín representa sin lugar a dudas a un renacuajo de río durmiendo la siesta. La seño Pepa me ha reprendido, señalándome a las claras que Gurmesindo se ha dejado influenciar por la fantasía de las leyendas locales, en este caso reflejando al Hombre Pez de Liérganes (Cantabria).

En fin. En cuanto llegué al castillo de Escritos de Pesadilla, me tomé siete aspirinas de sopetón con un vaso de  agua de la laguna Podrida. La buena mujer (me estoy refiriendo a la profe de Gurmesindo)  era demasiada charlatana para mi gusto, consiguiendo que sufriera de un dolor de cabeza de lo más molesto.
Con respecto a los tres dibujos, se los dí a Bogus Bogus para que los colocara con unos imanes sobre la puerta del frigorífico, a modo de adorno estético.
Al poco de llegar mi sobrino, le di unos cacahuetes por su acertada vena artística. Generoso que es uno…


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Le foie spéciale.

Relato de terror en homenaje póstumo y excesivamente tardío al primo sueco de Croqueta Andarina, el insigne y suculento, ejem, Edgar.

                – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.
                – Sí, papá.
                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.
                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…
                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.
                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…
                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.
                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.
                


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Diario de un imposible (Writing an impossible feat in my diary)

22 de septiembre de 2007

Memoria mía. Qué frágil te conviertes con el paso del tiempo, sumando multitud de recuerdos en el olvido.
Cuerpo mío. Qué inútil me resultas en la vejez, necesitando el apoyo del bastón o de la silla de ruedas para continuar recorriendo los lugares más comunes de la vida.
Salud mía. Qué quebradiza se torna con los órganos envejecidos y asumiendo la precariedad de las enfermedades.
¿Pretendemos tener una vida larga con un sufrimiento final necesario antes de abordar el recodo final del sendero que ha de conducirnos al cementerio?
Yo no lo deseo así.
Me presento. Soy David Hammer. Tengo cuarenta años. Dispongo de un trabajo estable. Estoy soltero y sin compromiso. Mi estado es bueno en general. No tengo sobrepeso, el nivel del colesterol nunca ha sido alarmantemente alto, hago ejercicio con cierta frecuencia, bebo lo justo y fumo dos o tres cigarrillos diarios.
Nunca he tenido alguna dolencia más allá de una simple gripe y tampoco he sufrido ninguna lesión física.
Un tipo sano, de edad mediana, que vive a su aire. Eso soy yo. Algo solitario y sin muchas pretensiones. Tampoco es que sea muy dado a integrarme en grupos sociales, y el apetito sexual lo controlo, sin que se convierta en una obsesión que me haga buscar ligues pasajeros en los bares de solteros o en las discotecas.
Lo que me intranquiliza es el paso de los años. Ahora cuarenta. Dentro de poco, sin darte cuenta de ello, llegarán los cincuenta. Y luego los sesenta, la jubilación y la fosa de la tumba del cementerio de la ciudad…
Deprimente.
Calidad de vida. No deseo morir tempranamente producto de ningún infortunio, pero tampoco llegar a viejo con un centenar de achaques.
Daría cualquier cosa por vivir cien años en buenas condiciones. Firmaría un pacto con el mismo diablo por llegar hasta esa edad con mi salud y mi estado físico actual.
Morir a los cien años con el organismo de un hombre de edad mediana. Suena bien.
Aún estoy esperando a un vendedor a domicilio que me ofrezca esa panacea.
15 de junio de 2008


Pasan los meses desde la última anotación reflejada en mi diario.
Sigo igual de optimista en lo que afecta a mi vejez. Las edades tardías del anciano. Je.
Demonios. Ha quedado claro en un chat que he tenido en un cibercafé con un interlocutor con el nick de SinReservas que todos mis pensamientos trascienden la lógica elemental del nacimiento, el crecimiento, la fase adulta, la madurez y la muerte del ser humano.
Estuve divagando con él sobre este asunto por espacio de la media hora que había pagado por anticipado para el alquiler del ordenador público.
Al final llegamos a la conclusión que antes de llegar al dolor ineludible, existen medidas paliativas. Si hay una reserva mínimas de fuerzas, el suicidio es la mejor de las maneras de atajar las inclemencias de la ancianidad.
Aunque no me veo arrojándome desde el pretil del puente de un río. En eso soy un cobarde.
Por tanto, no me quedaba más que asimilar el dolor, los síntomas amargos de las enfermedades cuando llegase a viejo. La terrible fase terminal.
“No seas tan poco positivo, tío. Puedes morir de viejo en la cama sin enterarte.”
Esta fue la aportación final de SinReservas a mi billetera necesitada de dólares.
Menudo alivio. En fin, mejor que termine con esta parrafada de una vez por todas.
23 de diciembre de 2008
¡Ten miserias, y el infortunio te las magnifica por mil!
Me ha costado un mes decidirme a escribir algo en mi bitácora.
El 22 de noviembre pasé la revisión médica anual con la mutua médica de la empresa en la que estoy trabajando. La doctora que me atendió reparó en un bulto surgido en mi axila derecha. Me sugirió que fuera a una revisión más exhaustiva. Como tengo algunos ahorros, fui a una clínica privada, y ahí se me detectó un cáncer.
Joder. Lo tengo extendido por el pulmón y parte del hígado. Me dan menos de seis meses de vida.
El caso es que no siento ningún tipo de malestar. Sigo haciendo ejercicio físico sin cansarme.
El dolor.
Quisieron convencerme para las sesiones de quimioterapia. Podría prolongar mis expectativas de vida en algunos meses más. Pero el sufrimiento iba a ser obvio.
¡No!
¡Dije NOOOO!
 ¡No quiero padecer ningún tipo de dolor!
Jesús. Ayer dejé el trabajo.
Me quedan unos pocos meses para disfrutar de los placeres de este mundo.
El final de mi existencia será horroroso.
¡No quiero llegar a conocerlo!
Mañana…
Si.
Mañana tengo decidido ir a una armería y comprarme una pistola.
Afortunadamente no tengo antecedentes policiales…

7 de enero de 2009.
Han pasado las navidades, y aquí sigo, vivito y coleando. Tengo la pistola guardada en uno de los cajones de la cómoda de mi dormitorio.
Joder, no tengo huevos para dispararme a la tapa de los sesos.
¡Pero no me queda otra!
Hace tres días hice ejercicio por espacio de hora y media en la bicicleta estática, y acabé reventado. Necesité dos días para recuperarme del esfuerzo. Me siento cansado. En exceso.
¡Nooo!
¡Maldita sea mi suerte! Con cuarenta  y un años.
A nadie le importa si voy a sufrir como un perro antes de morir. Tan sólo en la fase terminal se me administraría morfina.
¡No hay derecho, hombre! ¡Puta vida la mía! ¡Ojalá nunca hubiera nacido…!
Nunca, nunca, nunca…

10 de enero de 2009.
He querido realizar algo de footing, y me he tenido que detener al cuarto de hora, jadeando como un perro.
Luego me he pasado colgado en internet toda la tarde. Llevo así desde que dejé el empleo decentemente remunerado que tenía.
En una página web encontré algo sobre poderes sobrenaturales de un brujo haitiano. En uno de sus artículos asegura que está capacitado para reconvertir el dolor en placer, la enfermedad en curación. La vejez en un período de juventud longevo sin aflicciones e incomodidades propia de esa edad.
Ja, un brujo del demonio. Me reí a gusto. Aún así, le dejé un comentario con la dirección electrónica.
El resto de la noche me la pasé bajándome episodios de la serie Perdidos. Nunca la había visto, y ahora tendría la oportunidad de pegarme un atracón con ella…

11 de enero de 2009.
Se llama Jacques Dernier. Me devolvió la contestación a mi comentario a las pocas horas. En ella mostraba su pesar por mi estado de salud. A la vez se mostraba muy interesado en conocerme en persona. Afirmaba que conocía un método para atajar mis dolencias. De matar el cáncer. No mencionaba ninguna cantidad a cambio de esa primera toma de contacto.
Sin reparos le di la dirección donde yo residía. No me importaba derrochar mis ahorros en las vanas expectativas de curación que pudiera ofrecerme aquel curandero haitiano. Me quedaba menos de medio año de vida. No he hecho testamento, y si no gasto el dinero, lo que me sobre se lo quedará el estado, je.
Por lo demás estoy algo debilitado. Sin ganas de abandonar mi piso. De salir al exterior.
Como con desgana y veo películas y series bajadas por el ordenador de internet…
¡Ven brujo! ¡Sálvame! ¡Y si no consígueme un bebedizo que acorte este desdichado final que me aguarda!

13 de enero de 2009.
La cita con Jacques Dernier fue en una cafetería cercana. El hombre era sumamente joven. No tendría ni treinta años y estaba fino como un junco. Nada más verle llegar y situarse ante mi mesa, esbocé una sonrisa, pensando que el haitiano comía alpiste por su extrema delgadez.
Al sentarse frente a mí, me tomó la mano derecha entre los dedos esqueléticos y con los ojos cerrados, susurró unas pocas palabras en lo que debía ser creole. Abrió sus ojos saltones y se me quedó mirando con cierta afabilidad.
“Vayamos a su casa. Usted está enfermo por un mauvais oeil. Un mal de ojo que le ha echado alguien.”
“No lo entiendo. No tengo conocimiento de nadie que me odie” – le dije, consternado.
“No siempre puede ser echado por alguien que odie a otra persona. También puede formar parte del ritual de una curación. Una persona enferma que le haya pasado a usted su enfermedad. Pero no continuemos hablando aquí en público. Su cáncer se expande por los órganos vitales día a día, y tengo que atajarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde e irreversible.”
Así ha sido cómo Jacques Dernier accedió al interior de mi vivienda.
Portaba con él una mochila usada y repleta de objetos singulares, figuritas religiosas y frascos de contenido indefinido.
“Échese sobre el sofá. Las manos sobre el estómago, el cuerpo relajado, los párpados cerrados”, me dijo con voz suave pero que reflejaba una gran seguridad ante lo que fuera a practicar en ese momento para evitar los efectos del dichoso mal de ojo.
“Estamos hablando de una especie de conjuro”, le interrumpí, abriendo el ojo derecho.
“Cierre el ojo de nuevo y no vuelva a hablar hasta que yo se lo diga.”
Cerré los ojos.
Jacques Dernier empezó a recitar un sinfín de palabras en su jerga haitiana, hasta sumirme en un sueño ligero.
Fui despertado por él. Abrí los ojos y comprobé horrorizado que el brujo estaba cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. Estaba temblando.
“¡La ducha! ¡Deprisa! ¡Dígame dónde queda la ducha!”, me urgió con los ojos abiertos y casi en blanco.
Me incorporé de un salto, y con el corazón en un puño, lo conduje al cuarto de baño. Nada más entrar, Jacques Dernier descorrió la mampara de la ducha y se situó bajo la pera.
“¡Haga correr el agua! ¡Yo no puedo!”, gritó desesperado aquel hombre.
Hice girar ambas manijas. El agua surgió con fuerza y Jacques Dernier se sacudió bajo la cortina líquida, limpiándose toda su figura de la sangre que le recubría. Estuvo cinco minutos duchándose con la ropa puesta. Cuando terminó le tendí dos toallas. Abandonó la estancia tiritando.
“Le haré un café caliente”, le ofrecí.
“Si, por favor.”
El hombre aferró la taza y se bebió su contenido humeante sin el añadido del azúcar nada más traérselo desde la cocina.Sobre la mesita del salón ya no estaba el sobre que contenía diez mil dólares, el precio convenido por la sesión de hechicería.
Su tez oscura ahora estaba muy pálida. Su rostro estaba exhausto por el esfuerzo.
Miré la hora actual en el reloj de pared de la sala y me quedé sorprendido al comprobar que habían pasado cinco horas desde que me quedé adormilado en el sofá bajo la letanía susurrante del hechicero haitiano.
Jacques percibió el asombro reflejado en mi rostro.
“Señor Hammer. Tenía usted tres presencias malignas arraigadas en su cuerpo.”
“No le comprendo.”
“Tres personas enfermas le han utilizado como cuerpo receptor de sus males para así curarse ellas mismas. Nunca me había pasado con ninguna persona maldita. El ritual ha tenido que repetirse con cada mauvais oeil echada contra usted. Casi he sucumbido por el agotamiento de tal esfuerzo, pero he conseguido sacarle todas las impurezas. Ahora debo marcharme. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. No quiero saber más de usted.”
Jacques Dernier se levantó con las ropas empapadas.
“¡Pero no puede salir así a la calle! Se va a congelar.”
El brujo asió su mochila y antes de abrir la puerta principal del vestíbulo, giró su rostro. Había envejecido prematuramente diez o quince años…
“Tengo que salir, señor Hammer. No tengo mucho tiempo para encontrar tres personas a las que echarles sus tres males de ojo…”
Con paso presuroso se dirigió hacia las escaleras.
Jamás volví a saber de Jacques Dernier desde esa fecha. Y su página web dejó de actualizarse desde el día mismo día de la visita.

21 de enero de 2009.
Por fin me han entregado los resultados de la revisión médica. El doctor que sigue las evoluciones de mi enfermedad se ha quedado impresionado por mi recuperación. Los tumores y los nódulos han desaparecido. Estoy sano. Ya no tengo cáncer metastásico. Soy un tío saludable de cuarenta y un años. Voy a recuperar mi trabajo. Puedo correr y andar en bicicleta de nuevo.
Por fin puedo escribir en este diario lo feliz que me encuentro.
Mientras, dejaré de pensar en lo que pueda aguardarme en la vejez.


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Soy el pie que pisotea, la mano que empuña un arma, la boca que escupe…

Él era todo lo contrario a un rayo de esperanza. Más bien era la mano que mantenía la cabeza de una persona que se estaba ahogando bajo el nivel del agua. O el tacón del zapato que pisaba los dedos de la mano de un suicida arrepentido que pendía del borde de la cornisa de la décima planta de un edificio.
Se llamaba Ryan. Peter. Marcus. Leopold.
Su identidad variaba según el momento. Su sexo era masculino. Lo único definido en definitiva.
Podía ser alto, bajo, gordo, delgado, rubio, moreno, albino, dotado de buena visión o ciego, muy hablador o mudo…
Lo que le caracterizaba era estar en el momento adecuado de un suceso inevitable pero a veces de final imprevisible si no interviniese él. Jamás elucubraba sobre las consecuencias de sus actos. Simplemente él era así. Si algo se salía del guión de la desesperación, se encargaba de remediarlo, dotándolo de un punto final de lo más apropiado.

Trabajar cara al público era duro. Siempre con la sonrisa permanente, atento y servicial aunque uno estuviese con un dolor de tripas del carajo.
Evander Allison tenía cincuenta y dos años. Su vida personal era un desastre. Cora, su mujer, tenía un cáncer terminal y su hijo único acababa de ser ingresado por sexta vez en una institución mental. Las deudas se acumulaban sin cesar. Aquel empleo era una tabla de salvación carcomida por el hambre insaciable de las termitas. El salario era bajo, de lo más miserable. Tenía que meter jornadas de diez horas diarias para acumular un cómputo mensual de 250. Con las horas extras llegaba entonces a los 1000 dólares… Porque encima las horas extras estaban igualmente mal pagadas. Si no las metía, no llegaba ni a 700 dólares. Una auténtica vergüenza en el corazón arrogante del gran sueño americano. Sus escasas amistades y conocidos aún le decían que debía de estar dichoso de tener un trabajo estable y más con su edad madura. No, si encima tendría que estar bailando el charlestón encima del lomo de un rinoceronte salvaje…
Evander no lucía un buen tipo ni siquiera con el añadido del traje negro de su uniforme de empleado de información del centro comercial de Westcover. Sus excesivos kilos de más y el que no se empeñara en mantener la chaqueta, la camisa y los pantalones planchados, sino más bien arrugados, le habían garantizado durante los meses que llevaba trabajando múltiples reproches por parte de sus jefes, hasta últimamente amenazarle con el despido si no se adecentaba lo suficiente. Sus ojeras eran profundas y llamativas. Estaba triste. Era lo lógico. Su Cora estaba en la planta de paliativos del hospital, afrontando sus últimas semanas entre los vivos. En cuanto terminaba su turno, sin haber cenado, se marchaba dispuesto a pasar la noche en vela cuidando a su querida mujer.
Sus manos temblaban incluso apoyadas sobre el mostrador mientras atendía a los clientes que le acosaban con multitud de preguntas y quejas. Estaban en plena campaña de verano, el aire acondicionado apenas se notaba, y la ropa del uniforme le pesaba. Sudaba por el cuello. Bebía agua a hurtadillas de un pequeño botellín oculto bajo el mostrador. Si le veía uno de los jefes del centro comercial, la bronca iba a ser épica. Había que llevar la imagen intachable de la empresa hasta el límite. Ante la cola de espera de los clientes no se podía dar a entender que el empleado estuviese agobiado y al borde de un ataque de nervios.
Un robot. Así es cómo debía de ser cada miembro de la plantilla del Westcover Mall.
Pero Evander estaba cada día con la moral más por los suelos. No le veía sentido a la vida. Iba a perder a Cora. Su hijo ya no existía como tal.
Estaba algo distraído cuando un hombre perfectamente vestido con un traje gris como si fuera un ejecutivo de Wall Street le enseñó los dientes perfectos desde el principio.
– Vengo a poner una reclamación contra el centro – dijo con voz neutra. Sus ojos ocultos bajo unas gafas de sol Ray Ban.
El cliente tendría de treinta a cuarenta años. El pelo corto. Los músculos de la cara tensos como si fuera un sargento a punto de cantarle las cuarenta a un recluta.
Evander sonrió con cierta desidia. La misma cantinela de todos los días. Que si los carros de la compra están situados demasiado lejos. Los lavabos sucios. No se encuentra la caja de pasta italiana deseada en el estante de la sección de alimentación seca. En la zona de juguetes no se ve ni un solo dependiente. El precio de un pasapurés no se corresponde con el que la cajera ha marcado en el ticket de compra. En los probadores de mujeres hay un hombre molestando y se precisa que acuda la seguridad del centro.
Evander tragó saliva.
– Usted dirá, caballero.
Aquel hombre apretó los dientes. Eran las nueve de la mañana. El centro comercial acababa de abrir las puertas y era el único cliente frente al mostrador de información.
– Sáqueme una hoja de reclamación. No tengo mucho tiempo. Quiero escribir mi queja y marcharme de este recinto.
– Antes de presentarle la hoja de reclamación, si puedo servirle de alguna ayuda para no precipitarnos con la queja.
– Usted deme el puñetero impreso. No va a convencerme para que no ponga la reclamación.
La actitud del cliente era muy arrogante. Evander le tendió una hoja de reclamaciones.
– No puedo escribir nada si antes no se me entrega también un bolígrafo. No pensará que voy a gastar la tinta de uno de los míos.
Evander correspondió con la petición del hombre.
Este, nada más tener ambas cosas, se inclinó sobre el mostrador y empezó a rellenar la hoja de reclamaciones.
Conforme lo hacía, fue susurrando cosas hacia Evander.
– Escúcheme, amigo. Tiene usted un trabajo de mierda.
“Aunque bien pensado, no se merece otra cosa. Dada su edad avanzada… Porque el futuro es de la gente joven.
Evander trató de apartarse del mostrador para evitar escuchar las frases dirigidas hacia él por el cliente. Este seguía escribiendo sin parar. Y al mismo tiempo continuaba hablándole con voz seca.
– Gente joven y de edad media. Así es como está el mundo organizado. Sí señor. Los peores puestos de trabajo y de más baja remuneración para la gente cincuentona, sin estudios universitarios y con una vida familiar caótica.
“Como la suya, amigo. Tener que aguantar aquí infinidad de quejas, la mayoría sin fundamento, vestido con ese traje de enterrador, con un horario terrible y con un salario risible.
Evander estaba de acuerdo con la apreciación del cliente, pero no con su tono de burla.
– Cada uno sale adelante como buenamente se puede – le dijo finalmente.
El cliente continuaba escribiendo en la hoja de reclamaciones sin dirigirle la mirada.
– Eso es, amigo. Está el caso de su hijo. Se lo pasa pipa con las lobotomías, eh. El que tenga la vista extraviada para toda la vida, parlotee incoherencias, con treinta años, y que lleve un pañal gigante, cuidado por el personal del manicomio, es conmovedor. Tiene que sentirse orgulloso del bastardo de único descendiente que tiene, amigo.
Evander se quedó de piedra. Se apoyó sobre el mostrador, a punto de zarandear al cliente. En breves segundos, su tensión arterial subió de tal manera, que si fuera tomada por una enfermera, esta se vería apremiada a llamar al médico para que le administrara un calmante.
Su ceño fruncido.
– Cabrón. Miserable. Usted me conoce de algo.
– Estoy rellenando la reclamación amigo. Es acerca de su comportamiento inadecuado. Sabe. Esto conllevará su despido fulminante. Lo demás vendrá seguido, porque espero que se lo tome en serio al conocer la muerte de su mujer. ¿Ve? El teléfono está sonando. Es del hospital. Con algunos días de antelación. Es una pena. Porque esperabas que ella aún viviera un par de semanas más, ¿verdad?
Evander estaba a punto de sujetarlo por las solapas y emprenderla a golpes con los puños sobre su rostro de ejecutivo altivo.
Justo cuando esto iba a suceder, una de sus compañeras le pasó el auricular del teléfono.
– Evander. Es del hospital.
Conforme atendía la llamada, el cliente entregó la hoja de reclamación a la compañera de Evander.
– Mis quejas van dirigidas hacia este hombre. Según mi opinión personal, no debería de trabajar aquí, cara al público. Sus formas dejan mucho que desear.
Antes de volverse para emprender la marcha, vio a Evander caer de rodillas, con el auricular entre las manos y recogidas sobre su regazo, llorando con desesperación.
– Mi Cora. No. Por Dios. No.

En esta ocasión se hizo pasar por Edward. Un hombre bien parecido, vestido para la ocasión como si fuera un tipo importante. En pocos minutos, encendió la mecha que hizo explotar la bomba. La mujer del tal Evander había fallecido. El hijo de este estaba perdido para siempre. La queja de la reclamación iba a hacerle perder el empleo.
Todo perfecto. En cuanto Evander abandonara el despacho donde se le comunicaba el despido, iría a casa. Ahí tenía guardado un revólver en el cajón de la mesita de noche.
Las veces que había fantaseado con volarse la tapa de los sesos…
Ahora, gracias a su intervención, Evander iba a despedirse de este mundo.
Recordemos que él era el causante del desaliento. La mano que impulsaba la paleta que aplastaba la mosca contra la pared.
Podía llamarse Edward. Robert. Regis. John.
Lo mismo daba.

“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
Friedrich Nietzsche (1794-1832) Poeta y dramaturgo alemán.


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1000 escalones hacia el cielo. (1000 steps to heaven).

El sonido de un disparo, seguido de un fogonazo y el olor característico de la pólvora.
En qué pocos segundos la plenitud de una vida queda relegada al latido inconstante y débil que precede a la línea horizontal de la muerte testificada por el monitor del equipo de cardiología ubicado en la habitación de planta de una UVI de un hospital cualquiera.
Él no había estado preparado para una muerte tan prematura. Joder, si solamente tenía cuarenta años. Le quedaban unas cuantas décadas por disfrutar. Estaba soltero. Era mujeriego. Algo bebedor. Hijo único. Sus padres ni se preocupaban de su existencia, y él los repudiaba en secreto porque nunca le habían querido ni desde que el espermatozoide afortunado diera con el óvulo reproductor, fecundándolo de cara a su postrer nacimiento, del todo indeseado para ambos vista la indiferencia que habían demostrado por su crianza y posterior educación para la edad adulta. Así fue como siempre frecuentó compañías inadecuadas, bordeando la frontera cercana a la delincuencia, hasta cruzarla del todo.
A los veintitrés años había empezado a trabajar para un mafioso de origen ucraniano. Sus negocios principales eran el tráfico de armas, las drogas y la prostitución. Le enseñaron medidas de defensa personal, además de aprender a disparar con una puntería endemoniadamente certera armas trucadas reconvertidas en automáticas. A los veinticinco años se ganó completamente la confianza de Mykhaylo Kirichuk, y este lo consideró como uno de sus sicarios. A los veintisiete le encomendó que solventara todos los imprevistos que pudieran surgir en la organización. Se fue encargando de soplones, traidores, gente que debía dinero al no poder afrontar los altos intereses de los préstamos concedidos por Mykhaylo Kirichuk…
Era indudable que poco a poco, su gatillo fácil le reconfortaba. No le importaba ir solucionando los problemas finiquitando vidas ajenas a la suya. Es más, hasta se fue volviendo un sádico. Disfrutaba cuando encerraba a un pobre desgraciado en un cuarto de un edificio abandonado de las afueras de la ciudad. Manteniéndolo colgado cabeza abajo, atado por los tobillos por cadenas, miraba al desgraciado de turno y le susurraba:
“Reza fuerte, hijo. Y pide que Dios te libere de aquí a tres minutos. Porque cuando pasen ciento ochenta segundos, abriré la puerta, y como no te hayas fugado con la ayuda divina, seré yo quien entregue en bandeja tu alma a los ángeles caídos…”
Así fue creciendo en importancia dentro de la estructura criminal de la banda de Kirichuk. Para los cuarenta años, tenía un capital ahorrado importante, una buena casa dentro de una extensa propiedad en las afueras de la ciudad, tres coches de alta cilindrada, prostitutas de lujo que satisfacer su lujuria semanal…
Repentinamente, todo se fue al carajo cuando iba a ejecutar a un niñato que en su momento les estafó con una mala partida de cocaína. Sabía donde vivía. Acudió con algo de excesiva confianza. Cuando echó abajo la puerta de su miserable cuchitril donde se alojaba con el impulso de dos patadas, fue recibido por un certero balazo que atravesó su parietal por el costado derecho, atravesando su cerebro y con orificio de salida por el lado contrario, condenándole a una muerte fulminante. Aquella alimaña había recibido un chivatazo por parte de alguien, y cuando percibió la primera patada que se le dio a la puerta, se resguardó a un lado de la jamba. El resto es obvio. En cuanto atravesó el quicio, aquel cobarde le disparó con suma facilidad a la vez que le mandaba un recordatorio ingrato hacia la supuesta vida callejera de su madre.
Desde ese momento todo le resultó extraño.
Vio la oscuridad más pesada e ignota que jamás antes había percibido en su vida. Más allá de los rincones perdidos de su memoria antes de la conciencia al nacer.
Igualmente apreciaba una ligereza en los sentidos. Se sentía liviano, como si no pesara ni un mísero gramo.
Un hombre relleno de helio.  El hombre-globo del circo Popov. Eso era él ahora mismo. Aunque no flotaba, pues sentía los pies bien apoyados en el suelo. Debía ser que tenía un pequeño pinchazo por donde se escapaba el aire…
Quiso echarse a reír. Pero algo le decía que en el lugar que se encontraba raramente se prodigaban las risas.
Con este presentimiento, la negrura dejó paso a la luz.
(Empieza la función, muchacho)
Se encontró sumido bajo una intensa luz amarillenta que parecía proceder de un enorme proyector desde alguna parte ubicada encima de su cabeza. Y aquella luz remarcó el comienzo de una escalera. Se componía de escalones diminutos, de medio metro de ancho y sin barandilla que sirviera de apoyo. La escalera se perdía en las alturas…
– Mil escalones…
Aquella voz afilada y felina llegó procedente de alguna zona en concreto. Pero no pudo orientarse con ella debidamente. Parecía referirse al número de escalones que compondrían la escalera. Mecánicamente se acercó al inicio de la misma.
– Sube. Mil escalones y obtendrás tu recompensa…
Ahora parecía una voz femenina. Similar a la de su madre.
Quiso pensar en los motivos que tendría para que aquella persona desconocida y oculta en el anonimato de las sombras deseara que él ascendiera por la mencionada escalera de final interminable.
Pero su mente ya no regía sobre el control de los músculos de sus extremidades inferiores, y situó el pie derecho sobre el primer escalón. Avanzó sobre el segundo. A este le siguió el tercero. Y el cuarto…
Como si aquello fuera un juego infantil, se propuso llegar hasta el final. Estuvo contando los escalones que iba rebasando uno a uno, para así verificar si realmente aquella singular escalera se componía de mil peldaños…
75. 80. 90.
125. 164. 193.
Estaba subiendo a buen ritmo. Su respiración no se aceleraba. No tenía ningún problema, aún a pesar de tener un abundante sobrepeso ganado en los últimos años.
278. 341. 465.
515. 598. 647.
Se estaba acercando al objetivo que le marcaba la voz femenina. En ningún momento tuvo la tentación de detenerse en alguno de los escalones para mirar hacia atrás, afrontando su fóbico miedo a las alturas. Ni recapacitó en el tremendo riesgo que implicaba subir por una estructura tan estrecha y empinada sin la seguridad de poder aferrarse a un pasamano.
763. 813. 891.
907. 962. 997.
Ahí estaba. Cercano a los tres últimos escalones. La altura debía de ser tremenda, pero su vista estaba concentrada en sus pies, mientras su cabeza sumaba el número que debía concretarse en un millar.
– Mil escalones que te llevarán al lugar que te mereces, Simon Lorne.
La voz mencionó su nombre.
Se emocionó por ello. Enseguida supo que aquella escalera le conducía a un premio supremo.
El Cielo. A fin de cuentas el camino hacia donde se le conducía era del todo vertical. Y se sentía etéreo como un ángel.
Con anhelo, recorrió el corto trecho que le quedaba para llegar a lo alto de las escaleras.
998. 999.
1000.
En cuanto afianzó sus pies en el último escalón, una risa burlona resopló en su cara con desprecio. Le cubrió su rostro con escupitajos repulsivos conforme le decía:
– ¡Mira que eres presuntuoso, Simon Lorne! ¡Con todo el mal que has hecho a lo largo de tu vida, aún pensando en alcanzar la paz eterna entre los seres más justos y nobles de la historia del hombre!
“¡Pues va a ser que no! El haber subido una escalera tal alta y larga es para que así llegues al infierno de cabeza.
Inmediatamente, los escalones se recogieron, formando una rampa lisa e inclinada.
Sin tiempo de poder reaccionar, recibió un fuerte empujón en el pecho, y gritando de espanto, fue descendiendo por  el tobogán que iba a condenarle a formar parte del ejército de renegados de Satanás.


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Asesinos ficticios: Amadeus Stormhill, el Asesino de Carteros Rurales. (Fictional murderers: Amadeus Stormhill, Murderer of Rural Letter Carriers).

En Escritos de Pesadilla retomamos nuestras biografías de Asesinos Ficticios dentro de la amplia leyenda rural norteamericana.
En esta ocasión toca exponer un breve pero aterrador glosario de las acciones funestas de Amadeus Stormhill, “El Asesino de Carteros Rurales”, en el estado de Idaho.
Amadeus Stormhill nació en Chewaka City, en realidad un pueblecito de apenas quinientas almas caritativas y de devoción católica sumamente conservadora, donde el único habitante pecaminoso era el propio sheriff, Obdulio Reeves, propenso al sexo desenfrenado con las feligresas adolescentes, hasta que un padre enfurecido tuvo a bien practicarle la vasectomía más primitiva con la intervención de un machete.
En medio de un paraje tan idílico nació nuestro protagonista, Amadeus, en la fecha concreta del 27 de agosto de 1880 cerca de la medianoche, emergiendo del vientre de Úrsula Stormhill entre espasmos dolorosos de esta última, quien perjuró que jamás volvería a alumbrar ningún hijo más, cumpliendo a medias con la promesa para desespero de su marido, Mathias Stormhill, pues tuvieron una descendencia adicional de cinco chiquillas, siendo el único varón el mencionado Amadeus.
Desde muy jovencito, Amadeus demostró su complejo de inferioridad al estar dominado por la destacable y numerosa presencia femenina bajo el hogar de los Stormhill. Bajo sus propias palabras, “estaba sometido a la tiranía de mis hermanas, quienes se empeñaban en disfrazarme con vestidos ridículos, maquillándome el rostro y adornándome la cabeza con alguna de las innumerables y terribles pelucas de mi madre”.
A pesar de ser la burla constante de su madre y sus hermanas, Amadeus jamás desarrolló una misoginia exagerada contra el sexo opuesto. Es más, se creía un hombre ciertamente atractivo para las adolescentes más coquetas de Chewaka City, obteniendo alguna que otra cita romántica exitosa a escondidas de los padres de las chicas y de los suyos propios por seguridad personal, conocedor del incidente sufrido años atrás por el sheriff Reeves, quien a duras penas cumplía su obligación apoyado sobre dos muletas.
Con la cabeza pensando en naderías, no fue de extrañar su temprano abandono de los estudios a la edad de los quince años. Fue cuando su padre, Mathias, le obligó a buscarse un trabajo que contribuyera al sostén de la economía familiar.
Tras unos cuantos fracasos en ocupaciones como el de frutero, jardinero y limpiacristales, encontró su profesión ideal, el de cartero rural para el condado de Kootenai, donde estaba emplazado Chewaka City. Tendría que recorrer los pueblos y ciudades, montado en un caballo alazán, llamado “Teethless” por su carencia de dentado fruto de una broma pesada de unos críos que le metieron un petardo entre la alfalfa de una de sus comidas hacía cosa de unos años, cuando en principio iba para caballo de carreras.
Amadeus se convirtió en pocas semanas en un cartero de lo más eficiente, y en meses demostró el lema bajo el cual ni el clima más extremo ni las condiciones meteorológicas más adversas le impedirían hacer la entrega del correo.
Su empeño era de lo más notable, si se obviaba las muchas veces que se equivocaba con las direcciones del remite exacto. Con el tiempo, las quejas de los vecinos se fueron acumulando en la mesa de su jefe, Sampson Breeds. En más de una ocasión este había pensado que lo más correcto era aconsejarle un cambio de perspectiva en su carrera profesional, pero el señor Sampson era de los que creía que un árbol torcido podía enderezarse con la fuerza de un tornado. Con lo que no contaba, era con el posterior carácter bromista del muchacho.
Sin ningún motivo aparente, Amadeus Stormhill empezó a gestar gracias con la entrega del correo en los buzones de la comunidad. Le dio por introducir ratones muertos con la correspondencia, amontonar barro fresco dentro de los buzones, amén de depositar cardos borriqueros y boñigas de vaca resecados previamente al sol del mediodía.
Con las lógicas reclamaciones, el futuro de Amadeus como repartidor del correo llevaba el camino del despido fulminante, y así se lo notificó el señor Sampson un doce de junio del año 1901.
Amadeus se llevó un fuerte disgusto. No quiso decírselo a ningún miembro de la familia, mucho menos a su progenitor, porque sabía que recibiría una buena paliza con el látigo de azuzar a los bueyes.
Hizo como si fuera a repartir el correo. Se despedía de sus maquiavélicas hermanas con un hasta luego. Cuando enfilaba el camino que llevaba al pueblo de Chewaka City, empezó a maquinar su terrible venganza contra la empresa de Correos del Condado de Kootenai.
Como uno de los primeros precursores de los asesinos de compañeros de trabajo bajo la motivación de la represalia por un despido supuestamente injustificado, Amadeus Stormhill ocasionó la muerte de cuatro carteros rurales en menos de una semana.
La coincidencia quiso que un circo ambulante estuviera presente en esos días en Chewaka City. Amadeus estuvo presente en una de las exhibiciones y quedó prendado por las propiedades venenosas de ciertos ejemplares que se mostraron al público. Una noche, se baraja el 15 de junio de 1901, Amadeus invadió las propiedades de los residentes del circo haciéndose  con reptiles e insectos nocivos para la salud por las características del veneno que podían inyectar en caso de ser incitados a la defensa ante un supuesto atacante.
Así fue como falleció Jesper Todd, cartero veterano de 77 años, firme defensor de morir trabajando hasta el final de los días. El 16 de junio abrió la tapa del buzón de la familia Creek, y al depositar dos sobres conteniendo facturas, una serpiente exótica se le enrolló alrededor del brazo derecho y le mordió en la punta de la nariz, falleciendo de una parada cardiorespiratoria por los efectos letales del veneno del ofidio.
Al día siguiente, se sucedieron las muertes de dos carteros más. Uno fue Byron Lemar, de 43 años. Odiaba su profesión, y más a los perros sin atar que trataban de morderle mientras se defendía con un revólver. Sobre las once de la mañana iba a entregar un pequeño paquete a la familia Macturrah. Con confianza, abrió el buzón. Pillado de improviso, tres enormes tarántulas brincaron desde el interior del buzón hasta su rostro, precipitándole hacia una muerte lenta y dolorosa.
Al mismo tiempo, Robert Terry, de 31 años, estaba acercándose a la casa de los Twister. Su propósito era depositar tres cartas para así tomarse un descanso en la cafetería de Peter Cuffin. Lo que menos esperaba era recibir el ataque funesto de una víbora emergiendo del interior del buzón. Con el veneno corroyendo su ilusión por seguir viviendo, acompañado de Edgar Twister, testigo que pudo presenciar los últimos estertores del cartero, profirió unas últimas palabras que simplificaban su devoción hacia el trabajo que ejercía: “Díganle al miserable de mi jefe que se pudra en el infierno… Morir de esta manera por unos miserables dólares que nos paga al mes es de lo más puñetero…”
El último cartero rural del condado de Kootenai fue Alfred Pimenti, de 49 años. Sucedió al día siguiente de las dos muertes anteriores. El 18 de junio, dicho probo y eficiente repartidor de correo se aproximaba a la residencia del maestro del pueblo, cuando tres dardos untados con una mezcla de venenos de los ofidios y las tarántulas le alcanzaron en la parte donde la espalda pierde su nombre. Su muerte fue instantánea. Y también fue inmediata la detención de Amadeus Stormhill, pillado in fraganti por los monaguillos de la iglesia del Cristo Redentor de todos los Mártires. En cuanto fue señalado por ellos como el autor material del asesinato de Alfred Pimenti, la muchedumbre lo acorraló cerca de un olmo. Amadeus trepó hasta la copa, y no se bajó de ahí hasta que llegó el sheriff Reeves con sus tres ayudantes, quienes hubieron de disparar varias ráfagas al aire para dispersar a la multitud, evitando su linchamiento público.
Encarcelado en la comisaría de Chewaka City, Amadeus Stormhill fue trasladado a la prisión más segura de Idaho County, donde en apenas una semana, fue juzgado siendo considerado autor material de la muerte de los cuatro carteros rurales.
Fue condenado a la muerte por fusilamiento.
El 12 de julio de 1901, a la edad de veinte años, Amadeus Stormhill culminó su existencia entre los vivos bajo los disparos de las balas de los rifles ejecutados por un pelotón de cinco voluntarios.
Cada uno de ellos recibió una recompensa de medio dólar de plata.


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