Recorriendo senderos. (Walking paths).

                        Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.

                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.

                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos del calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.
                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Diario de un imposible (Writing an impossible feat in my diary)

22 de septiembre de 2007

Memoria mía. Qué frágil te conviertes con el paso del tiempo, sumando multitud de recuerdos en el olvido.
Cuerpo mío. Qué inútil me resultas en la vejez, necesitando el apoyo del bastón o de la silla de ruedas para continuar recorriendo los lugares más comunes de la vida.
Salud mía. Qué quebradiza se torna con los órganos envejecidos y asumiendo la precariedad de las enfermedades.
¿Pretendemos tener una vida larga con un sufrimiento final necesario antes de abordar el recodo final del sendero que ha de conducirnos al cementerio?
Yo no lo deseo así.
Me presento. Soy David Hammer. Tengo cuarenta años. Dispongo de un trabajo estable. Estoy soltero y sin compromiso. Mi estado es bueno en general. No tengo sobrepeso, el nivel del colesterol nunca ha sido alarmantemente alto, hago ejercicio con cierta frecuencia, bebo lo justo y fumo dos o tres cigarrillos diarios.
Nunca he tenido alguna dolencia más allá de una simple gripe y tampoco he sufrido ninguna lesión física.
Un tipo sano, de edad mediana, que vive a su aire. Eso soy yo. Algo solitario y sin muchas pretensiones. Tampoco es que sea muy dado a integrarme en grupos sociales, y el apetito sexual lo controlo, sin que se convierta en una obsesión que me haga buscar ligues pasajeros en los bares de solteros o en las discotecas.
Lo que me intranquiliza es el paso de los años. Ahora cuarenta. Dentro de poco, sin darte cuenta de ello, llegarán los cincuenta. Y luego los sesenta, la jubilación y la fosa de la tumba del cementerio de la ciudad…
Deprimente.
Calidad de vida. No deseo morir tempranamente producto de ningún infortunio, pero tampoco llegar a viejo con un centenar de achaques.
Daría cualquier cosa por vivir cien años en buenas condiciones. Firmaría un pacto con el mismo diablo por llegar hasta esa edad con mi salud y mi estado físico actual.
Morir a los cien años con el organismo de un hombre de edad mediana. Suena bien.
Aún estoy esperando a un vendedor a domicilio que me ofrezca esa panacea.
15 de junio de 2008


Pasan los meses desde la última anotación reflejada en mi diario.
Sigo igual de optimista en lo que afecta a mi vejez. Las edades tardías del anciano. Je.
Demonios. Ha quedado claro en un chat que he tenido en un cibercafé con un interlocutor con el nick de SinReservas que todos mis pensamientos trascienden la lógica elemental del nacimiento, el crecimiento, la fase adulta, la madurez y la muerte del ser humano.
Estuve divagando con él sobre este asunto por espacio de la media hora que había pagado por anticipado para el alquiler del ordenador público.
Al final llegamos a la conclusión que antes de llegar al dolor ineludible, existen medidas paliativas. Si hay una reserva mínimas de fuerzas, el suicidio es la mejor de las maneras de atajar las inclemencias de la ancianidad.
Aunque no me veo arrojándome desde el pretil del puente de un río. En eso soy un cobarde.
Por tanto, no me quedaba más que asimilar el dolor, los síntomas amargos de las enfermedades cuando llegase a viejo. La terrible fase terminal.
“No seas tan poco positivo, tío. Puedes morir de viejo en la cama sin enterarte.”
Esta fue la aportación final de SinReservas a mi billetera necesitada de dólares.
Menudo alivio. En fin, mejor que termine con esta parrafada de una vez por todas.
23 de diciembre de 2008
¡Ten miserias, y el infortunio te las magnifica por mil!
Me ha costado un mes decidirme a escribir algo en mi bitácora.
El 22 de noviembre pasé la revisión médica anual con la mutua médica de la empresa en la que estoy trabajando. La doctora que me atendió reparó en un bulto surgido en mi axila derecha. Me sugirió que fuera a una revisión más exhaustiva. Como tengo algunos ahorros, fui a una clínica privada, y ahí se me detectó un cáncer.
Joder. Lo tengo extendido por el pulmón y parte del hígado. Me dan menos de seis meses de vida.
El caso es que no siento ningún tipo de malestar. Sigo haciendo ejercicio físico sin cansarme.
El dolor.
Quisieron convencerme para las sesiones de quimioterapia. Podría prolongar mis expectativas de vida en algunos meses más. Pero el sufrimiento iba a ser obvio.
¡No!
¡Dije NOOOO!
 ¡No quiero padecer ningún tipo de dolor!
Jesús. Ayer dejé el trabajo.
Me quedan unos pocos meses para disfrutar de los placeres de este mundo.
El final de mi existencia será horroroso.
¡No quiero llegar a conocerlo!
Mañana…
Si.
Mañana tengo decidido ir a una armería y comprarme una pistola.
Afortunadamente no tengo antecedentes policiales…

7 de enero de 2009.
Han pasado las navidades, y aquí sigo, vivito y coleando. Tengo la pistola guardada en uno de los cajones de la cómoda de mi dormitorio.
Joder, no tengo huevos para dispararme a la tapa de los sesos.
¡Pero no me queda otra!
Hace tres días hice ejercicio por espacio de hora y media en la bicicleta estática, y acabé reventado. Necesité dos días para recuperarme del esfuerzo. Me siento cansado. En exceso.
¡Nooo!
¡Maldita sea mi suerte! Con cuarenta  y un años.
A nadie le importa si voy a sufrir como un perro antes de morir. Tan sólo en la fase terminal se me administraría morfina.
¡No hay derecho, hombre! ¡Puta vida la mía! ¡Ojalá nunca hubiera nacido…!
Nunca, nunca, nunca…

10 de enero de 2009.
He querido realizar algo de footing, y me he tenido que detener al cuarto de hora, jadeando como un perro.
Luego me he pasado colgado en internet toda la tarde. Llevo así desde que dejé el empleo decentemente remunerado que tenía.
En una página web encontré algo sobre poderes sobrenaturales de un brujo haitiano. En uno de sus artículos asegura que está capacitado para reconvertir el dolor en placer, la enfermedad en curación. La vejez en un período de juventud longevo sin aflicciones e incomodidades propia de esa edad.
Ja, un brujo del demonio. Me reí a gusto. Aún así, le dejé un comentario con la dirección electrónica.
El resto de la noche me la pasé bajándome episodios de la serie Perdidos. Nunca la había visto, y ahora tendría la oportunidad de pegarme un atracón con ella…

11 de enero de 2009.
Se llama Jacques Dernier. Me devolvió la contestación a mi comentario a las pocas horas. En ella mostraba su pesar por mi estado de salud. A la vez se mostraba muy interesado en conocerme en persona. Afirmaba que conocía un método para atajar mis dolencias. De matar el cáncer. No mencionaba ninguna cantidad a cambio de esa primera toma de contacto.
Sin reparos le di la dirección donde yo residía. No me importaba derrochar mis ahorros en las vanas expectativas de curación que pudiera ofrecerme aquel curandero haitiano. Me quedaba menos de medio año de vida. No he hecho testamento, y si no gasto el dinero, lo que me sobre se lo quedará el estado, je.
Por lo demás estoy algo debilitado. Sin ganas de abandonar mi piso. De salir al exterior.
Como con desgana y veo películas y series bajadas por el ordenador de internet…
¡Ven brujo! ¡Sálvame! ¡Y si no consígueme un bebedizo que acorte este desdichado final que me aguarda!

13 de enero de 2009.
La cita con Jacques Dernier fue en una cafetería cercana. El hombre era sumamente joven. No tendría ni treinta años y estaba fino como un junco. Nada más verle llegar y situarse ante mi mesa, esbocé una sonrisa, pensando que el haitiano comía alpiste por su extrema delgadez.
Al sentarse frente a mí, me tomó la mano derecha entre los dedos esqueléticos y con los ojos cerrados, susurró unas pocas palabras en lo que debía ser creole. Abrió sus ojos saltones y se me quedó mirando con cierta afabilidad.
“Vayamos a su casa. Usted está enfermo por un mauvais oeil. Un mal de ojo que le ha echado alguien.”
“No lo entiendo. No tengo conocimiento de nadie que me odie” – le dije, consternado.
“No siempre puede ser echado por alguien que odie a otra persona. También puede formar parte del ritual de una curación. Una persona enferma que le haya pasado a usted su enfermedad. Pero no continuemos hablando aquí en público. Su cáncer se expande por los órganos vitales día a día, y tengo que atajarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde e irreversible.”
Así ha sido cómo Jacques Dernier accedió al interior de mi vivienda.
Portaba con él una mochila usada y repleta de objetos singulares, figuritas religiosas y frascos de contenido indefinido.
“Échese sobre el sofá. Las manos sobre el estómago, el cuerpo relajado, los párpados cerrados”, me dijo con voz suave pero que reflejaba una gran seguridad ante lo que fuera a practicar en ese momento para evitar los efectos del dichoso mal de ojo.
“Estamos hablando de una especie de conjuro”, le interrumpí, abriendo el ojo derecho.
“Cierre el ojo de nuevo y no vuelva a hablar hasta que yo se lo diga.”
Cerré los ojos.
Jacques Dernier empezó a recitar un sinfín de palabras en su jerga haitiana, hasta sumirme en un sueño ligero.
Fui despertado por él. Abrí los ojos y comprobé horrorizado que el brujo estaba cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. Estaba temblando.
“¡La ducha! ¡Deprisa! ¡Dígame dónde queda la ducha!”, me urgió con los ojos abiertos y casi en blanco.
Me incorporé de un salto, y con el corazón en un puño, lo conduje al cuarto de baño. Nada más entrar, Jacques Dernier descorrió la mampara de la ducha y se situó bajo la pera.
“¡Haga correr el agua! ¡Yo no puedo!”, gritó desesperado aquel hombre.
Hice girar ambas manijas. El agua surgió con fuerza y Jacques Dernier se sacudió bajo la cortina líquida, limpiándose toda su figura de la sangre que le recubría. Estuvo cinco minutos duchándose con la ropa puesta. Cuando terminó le tendí dos toallas. Abandonó la estancia tiritando.
“Le haré un café caliente”, le ofrecí.
“Si, por favor.”
El hombre aferró la taza y se bebió su contenido humeante sin el añadido del azúcar nada más traérselo desde la cocina.Sobre la mesita del salón ya no estaba el sobre que contenía diez mil dólares, el precio convenido por la sesión de hechicería.
Su tez oscura ahora estaba muy pálida. Su rostro estaba exhausto por el esfuerzo.
Miré la hora actual en el reloj de pared de la sala y me quedé sorprendido al comprobar que habían pasado cinco horas desde que me quedé adormilado en el sofá bajo la letanía susurrante del hechicero haitiano.
Jacques percibió el asombro reflejado en mi rostro.
“Señor Hammer. Tenía usted tres presencias malignas arraigadas en su cuerpo.”
“No le comprendo.”
“Tres personas enfermas le han utilizado como cuerpo receptor de sus males para así curarse ellas mismas. Nunca me había pasado con ninguna persona maldita. El ritual ha tenido que repetirse con cada mauvais oeil echada contra usted. Casi he sucumbido por el agotamiento de tal esfuerzo, pero he conseguido sacarle todas las impurezas. Ahora debo marcharme. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. No quiero saber más de usted.”
Jacques Dernier se levantó con las ropas empapadas.
“¡Pero no puede salir así a la calle! Se va a congelar.”
El brujo asió su mochila y antes de abrir la puerta principal del vestíbulo, giró su rostro. Había envejecido prematuramente diez o quince años…
“Tengo que salir, señor Hammer. No tengo mucho tiempo para encontrar tres personas a las que echarles sus tres males de ojo…”
Con paso presuroso se dirigió hacia las escaleras.
Jamás volví a saber de Jacques Dernier desde esa fecha. Y su página web dejó de actualizarse desde el día mismo día de la visita.

21 de enero de 2009.
Por fin me han entregado los resultados de la revisión médica. El doctor que sigue las evoluciones de mi enfermedad se ha quedado impresionado por mi recuperación. Los tumores y los nódulos han desaparecido. Estoy sano. Ya no tengo cáncer metastásico. Soy un tío saludable de cuarenta y un años. Voy a recuperar mi trabajo. Puedo correr y andar en bicicleta de nuevo.
Por fin puedo escribir en este diario lo feliz que me encuentro.
Mientras, dejaré de pensar en lo que pueda aguardarme en la vejez.


http://www.google.com/buzz/api/button.js