Asesinos ficticios: Humphrey Stuggs, el orquestador de la matanza de Norwich. (Fictional murderers: Humphrey Stuggs, the orchestrator of the massacre of Norwich.)


Pocos datos se conservan de Humphrey Stuggs en los archivos locales del condado de Chenango, donde se encuentra la pequeña ciudad de Norwich. Estamos citando el año del luctuoso suceso ocurrido por las aviesas intenciones del susodicho Stuggs: 1896. Por aquellas fechas Norwich superaba los dos mil habitantes. La ciudad se ubica al lado del curso del río Chenango. Compuesta por un núcleo urbano en pleno crecimiento para la llegada del siglo XX, muchos de los habitantes en ella empadronados tenían sus viviendas en forma de granjas en el valle que lo circunvala, que unido a los bosques y colinas que la rodean al este y al oeste, dotan de un aire idílico a Norwich. A pesar de su insignificante tamaño como localidad media del estado de Nueva York, Norwich disponía de una importante compañía farmacéutica, una fábrica de martillos y una red de trenes de cercanías. Además era la ciudad más dotada de servicios y entretenimiento del condado de Chenango, razón por la cual era muy concurrida por los residentes de las poblaciones cercanas.
En pleno año 1895 el Ayuntamiento dotó de una explanada justo en el núcleo urbano donde se pudieran desarrollar eventos y festivales culturales. El primer festival fue el de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Tuvo lugar un año después.
Humphrey Stuggs no era natural del lugar. Tras haber cometido la salvajada sangrienta del año y haber sido convenientemente linchado a las pocas horas por una horda incontenible que buscaba venganza, su cadáver fue troceado por el carnicero Evans y sus restos arrojados en el comedero de la pocilga de cerdos del granjero Nutton Jenkins.
Por lo poco que se sabe, Humphrey tendría unos cuarenta años y llevaba unas semanas residiendo en la pensión de Martha Cummings. No trabajaba en Norwich y se le veía con frecuencia en las tabernas y bares de la localidad, bebiendo sin parar hasta caer redondo, y cuando no perdía el sentido, lo conseguía por los puñetazos que recibía en las peleas, dado que era muy reincidente en producir altercados cuando ya no le quedaba dinero y el tabernero se negaba a seguir sirviéndole whiskey de alambique. El sheriff Brenton lo detuvo tres o cuatro veces para que durmiera la mona en una de las tres celdas de la comisaría de Norwich. El agente de la ley jamás supuso que detrás de los barrotes, sumido en sus locos sueños tendido sobre el catre de la celda que en aquel momento le correspondía se hallaba el futuro orquestador de la mayor matanza de civiles en su querida ciudad.
Era el mes de junio de 1896. El día 7 se inauguró la primera gran exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Enormes fieras, bestias y reptiles de gran tamaño, en principio amaestrados por los domadores de circo más renombrados del país. De hecho, la mayoría estaban expuestas fuera de sus jaulas, amarradas mediante simples gruesas sogas a las patas de cada ejemplar que las unían a estacas de acero hincadas en el suelo a golpe de mazo.
Los primeros dos días fue un éxito total. Más de cinco mil personas llegadas de todo el condado y del resto del estado de Nueva York se sintieron atraídas por la exhibición monumental de bestias cuadrúpedas. Los domadores dejaban que los visitantes acariciaran a los animales. Incluso que a los más mansos se les alimentara con pienso, cacahuetes, alfalfa o pollos crudos a la boca.
El desastre que marcaría para siempre con letras de sangre a Norwich sucedió al día siguiente. Al mediodía, la figura de Humphrey Stuggs emergió de entre la multitud. Portaba cohetes pirotécnicos, unas ratas muertas y una escopeta. Sin que nadie supiera lo que aquél loco pretendía, arrojó los cohetes recién encendidas las mechas entre las patas de las fieras, las ratas entre las de los paquidermos y efectuó diversos disparos al aire para asustar al resto de los animales insuficientemente atados para tal circunstancia.
A resultas de esta actuación disparatada, los dos Elefantes Furibundos Africanos arrollaron a unos cuantos espectadores, hasta alcanzar la tienda de Dorothy Maccur, destrozándole el local y dejando a la mencionada señora hecha una pena hasta agonizar entre gemidos de impotencia.
El Hipopótamo Salvaje del Orinoco aireó con donaire su pequeña cola, recubriendo a los presentes más próximos con una lluvia de excrementos letales dada su toxicidad, para salir huyendo, llevándose por delante dos casetas de la feria, con los respectivos feriantes que estaban en su interior atendiendo a la clientela.
Los  Aligátores de los Humedales de Florida consiguieron destrozar los bozales de cuero que contenían la fuerza de sus mandíbulas y fueron buscando con saña los traseros de los espectadores más rollizos. Billy Jacok, el joven de diecisiete años que había ganado recientemente el concurso de quien conseguía comer más tartas de arándanos en dos horas pasó a mejor vida debido a la gravedad de los mordiscos recibidos.
El Oso Hambriento del Alto Ampurdán, procedente de Cataluña ex profeso para la ocasión, se zampó al domador y al dentista de Norwich, quien estaba al lado del primero.
Por último, los Búfalos Astifinos de Oklahoma dieron cornadas a diestro y siniestro, ocasionando la muerte del enterrador Trevor Dennis y del alcalde Taylor.
Tras la orgía de sangre y muerte, los animales salvajes por instinto natural se refugiaron en los bosques cercanos.
Al poco de retener al autor de tamaño desaguisado, Humphrey Stuggs,  y practicarle la pena de muerte de manera instantánea, además de atender a los heridos y mutilados y de retirar a los fallecidos, el sheriff Brenton dividió a los voluntarios llegados de todos los condados del estado en pelotones de rastreo para encontrar y sacrificar a las bestias fugadas de la exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo.
Esto les costó tres semanas, con el costo de tres bajas mortales.

Finalmente, la masacre ocasionada por Humphrey Stuggs se cuantificó en la siguiente lista de fallecidos:

Dorothy Maccur, 57 años,  murió aplastada bajo las patas de los elefantes furibundos.
Bred Hutton, 31 años y Albert Salgado, 25, feriantes muertos por la embestida del hipopótamo salvaje.
Tina Collins, 15 años, Tammy Bordon, 38, Drew Horn, 57 y Penn Got, 61, intoxicados por los excrementos del referido hipopótamo, quedando todos ellos con secuelas respiratorias y dermatológicas de por vida, e igualmente traumatizados, recluidos en el manicomio de Coldbear hasta la ancianidad y olvidados por el resto de los familiares.
Billy Jacok, de 17 años, fallecido como consecuencia de los mordiscos incontables que le infirieron los aligátores de los humedales de Florida.
Antonino Fernandino, domador de osos, de 51 años, y Luthor Fox, de 71, dentista, devorados hasta no dejarles ni siquiera el tuétano en los huesos de los esqueletos de ambos por el Oso hambriento del Alto Ampurdán.
Trevor Dennis, de 27 años, de profesión enterrador y Harry Taylor, de 69, alcalde de Norwich, corneados hasta la muerte por los búfalos astifinos de Oklahoma.
Nicolás Torrente, de 23 años, Gregory Tenant de 28 y Jeremiah Hurrahbelly, de 21, muertos mientras efectuaban las batidas de reconocimiento en búsqueda de las fieras descontroladas escondidas en los bosques alrededor de Norwich.

Resta informar que aquella fue la primera y última exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo celebrada en Norwich.

Fuerza letal (Dios bendiga América)

Bueno. Este es un relato antiguo, al que le antepongo una entrada explicativa. FUERZA LETAL ha sido publicado, aparte de en mi blog, en varias webs de relatos. En todas ha recibido buenas críticas, y han comprendido que es la visión que debe de tener un asesino en masa para llevar hacia adelante su macabra gesta. Es un relato crudo y bastante duro, no apto para estómagos sensibles. En una web de cuentos de terror, para mí sorpresa, muchos lectores se pensaron que eran las ideas del autor del relato. Y se me insultó gravemente sin que lograran distinguir que simplemente es un relato de ficción. Evidentemente repudio las tropelías de estos engendros que matan por matar. Repito, simplemente es un relato, donde intento ponerme en el preludio de la mente asesina instantes antes de incurrir en su acto de violencia indiscriminada.


Todo me da absolutamente igual.
No sufro pena, ni siento dolor.
Lo que le sucede al resto de la humanidad me importa un bledo.
Si hay hambre en el mundo, es porque se lo merece.
El ser humano es vil y mezquino.
Ojala desaparezca de la faz de la tierra.
Que vuelvan a dominar los enormes reptiles del pasado.
El egoísmo, la prepotencia, ver todo ello reflejado en los seres que me rodean me repugna.
Siempre pienso de la misma manera. Ese desgraciado del traje italiano y su BMW, aprovecha tu puto desenfreno a tope. Dentro de setenta años habrás criado algo más que malvas y seguro que tus aires de grandeza no te servirán de nada bajo tres metros de tierra del mismo cementerio donde a tu lado estará enterrado un gilipollas que las pasó canutas con un divorcio a cuestas y tres hijos a que pasar la pensión de su mísero salario de mil dólares mientras su ex se la estaba pegando con un repartidor de leche a domicilio.
Enciendo y apago la televisión mil veces en una hora.
Me fumo cinco cigarrillos de tabaco rubio en media hora.
Atisbo a través del cristal de una de las ventanas.
Cierro los dedos de la mano derecha con fuerza, formando un puño cerrado y me pongo a golpear la pared con un odio irreprimible hacia mi existencia.
Dios, cuánto hubiera dado por no haber nacido.
Menuda equivocación la de mis padres al haberse conocido en un baile de fin de curso de la universidad.
Me doy una ducha fría.
Estoy furioso. Me dan ganas de coger el bate de béisbol que guardo en la despensa, bajar corriendo de dos en dos los escalones de la escalera hasta salir a la calle y ponerme a reventar los parabrisas delanteros de los coches estacionados en frente del edificio donde vivo.
Me quedaría quieto, esperando a la reacción de los dueños. A ver si salía uno encabronado y me pegaba un tiro.
Dios, me restriego la panza con la esponja reseca hasta ponerla roja por el roce sin jabón ni nada.
Me seco y me visto de nuevo.
Doy vueltas arriba y abajo del pasillo.
Cuánto detesto vivir en este mundo.
Cuando estoy así, pienso en el recurso del suicidio, pero lo encuentro muy estúpido.
Tengo que abandonar este puto planeta haciendo algo grande.
Que se me recordara para siempre.
Busco debajo de mi cama y saco una caja de cierre hermético. Pulso un botón y se abre la tapa.
Dentro tengo mi beretta modificada.
Suelo alejarme en mi coche hasta las afueras de la ciudad y me pongo a disparar a los árboles, a las ramas, las hojas…
Ven Harry El Sucio. Te voy a meter veinte balas por el culo.
Me estoy excitando.
Puede que sea el día.
Si tengo agallas, hoy será el día que pueda despedirme del resto de la estúpida América de los cojones.
Fuerza letal.
Dos palabras.
Si consigo que se pronuncien por alguien que yo me sé, habré solucionado el dislate de haber formado parte de seis mil millones de patéticos ejemplares.
Me pongo una defensa abdominal de hockey hielo y por encima un grueso jersey negro de lana. Así parezco que llevo un chaleco kevlar debajo de la ropa. Pantalones negros de muchos bolsillos, mis botas de monte y un pasamontañas.
Me miro reflejado en el espejo.
De puta madre.
Es mi día.
El definitivo.
Me enfundo la pistola en el cinturón y abandono mi piso.
Un vecino se queda de piedra al ver mi aspecto.
Le pego un tiro en la frente y sin parar a cerciorarme si la ha palmado, termino de bajar por el tramo de escalones hasta llegar a la calle. Me introduzco en mi coche y me largo de allí.
Mi corazón palpita desenfrenado por la emoción del momento.
Tengo un subidón de adrenalina impresionante.
Pongo la radio a tope. Escojo una canción de rock duro.
Estoy con ganas de armarla.
Y tengo decidido dónde.
Un centro comercial.
El más cercano.
Será fácil.
Está muy poco vigilado. Como mucho un par de vigilantes desarmados.
Me haré notar.
De tal manera que esto provocará las dos palabras que tanto ansiaba fuesen pronunciadas por las fuerzas de asalto.
Fuerza letal.
Joder, cuánto me asqueaba toda la gente…
Voy a disfrutar cuando todo se vaya al carajo.
Detengo el coche de mala manera en el parking. Me bajo de él y me encamino a buen ritmo hacia la entrada. Todos se me quedan mirando por mi atuendo. Y pronto surgen gritos, chillidos. Empiezo a vaciar el cargador… Dispongo de diez más…
Esto es un placer.
Estoy en la gloria.
Todo es un caos.
Acierto y fallo.
Hay muertos, heridos y el resto sale en desbandada por las puertas automáticas.
No merezco haber nacido.
Lo tengo claro.
Hoy es mi día.
El último.
La Fuerza Letal me espera.