Con el niño en brazos. (With the child in her arms).

Sus pasos eran todo lo apresurados que le permitían sus relativamente cortas piernas. Marie llevaba al pequeño arrebujado en una manta apretada contra su pecho agitado por la respiración frenética al impulsarse en la carrera que mantenía contra la sombra enfurecida que les perseguía sin tregua desde la aldea. No llovía pero un fuerte viento procedía en sentido contrario a la dirección de la huída, ensañándose con su rostro, alborotándole su larga melena rizada morena. La hojarasca se arremolinaba en círculos a sus pies conforme iba adentrándose en la espesura del bosque.
Debía alejarse del peligro que representaba la cercanía del sujeto que estaba empeñado en detenerla. Si aquella persona los interceptaba antes de llegar al refugio, tanto Marie como el niño que llevaba en brazos estarían perdidos para siempre.

– ¡Ven aquí, zorra! ¡Detente! ¡Ya estoy harto de ir tras de ti! – llegó la voz estridente y furiosa del hombre que les seguía el rastro.
Cada vez se hallaba más cercano. A metro y medio.
El hombre, ataviado con una larga capa oscura que le cubría desde la barbilla hasta los muslos estaba presto a desenvainar la espada.
Marie serpenteó entre caminos secretos que quedaban tenuemente al descubierto por el halo de la luna llena. Las ramas golpearon sus antebrazos y los hombros. Agachó la cabeza para que los cabellos no se le quedaran enredados en la maleza, sorteando piedras, troncos, hoyos que parecían querer impedirle el éxito.
– ¡Ya te tengo!
Ya lo tenía encima. Marie estaba desconsolada y sumamente nerviosa. No pudo fijarse en una raíz que sobresalía bajo un lecho de hojas muertas, perdiendo la estabilidad, cayendo de bruces sobre la dura tierra del firme. El niño se le escapó de los brazos, quedando a escasa distancia de donde quedó establecido su cuerpo.
Apenas le dio tiempo a Marie mirar hacia atrás, cuando una espada afilada sesgó su cabeza de un certero y único tajo, dejándola  morir desangrada en un charco de sangre que la madre tierra se fue encargando de absorber conforme su cabeza quedó reposando a escasos centímetros del resto de su diminuto cuerpo femenino.
La espada fue envainada por su dueño, y sin prestar atención al cadáver de la joven, se aprestó a recoger complacido a la criatura, cuyo cuerpo quedó protegido de recibir ningún daño por lo recio que era la manta que lo envolvía.
Su dentadura refulgía a la pálida luz lunar.
Estaba satisfecho de tenerlo entre los brazos.
– Ya eres mío por fin – dijo en un susurro ronco.
Lo abrazó con fuerza, vibrando con la vitalidad que emergía del pequeño, alejándose de esa parte del bosque con largas zancadas.



                La puerta de la pequeña cabaña fue abierta de una patada, concitando la inmediata atención de los presentes en su interior. La estancia estaba iluminada por el fuego encendido en la chimenea. Rostros anhelantes contemplaron la llegada del hombre.
                Portaba entre sus brazos a aquel niño que precisaban tener con tanta necesidad.
                – ¡Familia! ¡Lo he recuperado! ¡Tobías está de nuevo con nosotros!
                Lo confirmó alzando al pequeño sobre los hombros. Este gesto terminó por asustarlo, consiguiendo que llorara con fuerza.
                Una mujer se acercó con urgencia para recogerlo y tratar de sumirlo en la seguridad del sueño infantil. Lo meció con cariño.
                – Mi Tobías. ¡Gracias al Cielo que vuelves a estar con nosotros!
                Su esposo se sentó a la mesa, satisfecho pero cansado por la implacable persecución que tuvo que realizar en la recuperación de su hijo.
                La madre de su mujer le sirvió un vino, y sin perder de vista al niño, preguntó:
                – ¿Y la bruja?
                El hombre se echó la capa hacia atrás, y con una sonrisa enorme, contestó:
                – Recibió lo que se merecía.


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