Te odio tanto que deseo tu muerte. (I hate you so much I want your death).

Este relato va dedicado a la administradora del blog Solo de Interés. Es lo menos que Escritos puede hacer por su vídeo colgado en youtube con motivo del Día del Blog. 



– Tu odio tiene que ser irremediable sobre la persona que deseas que practique la maldición.
– Así es.
– Está bien. Mi conciencia está tranquila. Espero que me hayas traído algo personal del sujeto al que deseas la mayor de las desgracias posibles.
– Si. Fue muy fácil conseguir un mechón de cabello.
– Es una muestra muy abundante de pelos.
– Tiene alopecia. Se le acumula en la ropa. No crea que lo até con cuerdas y le pelé la cabeza.
– De acuerdo. Empezaré con el rito condenatorio del desgraciado en cuestión.
– No emplee ese adjetivo. Este es un cabrón de los grandes.
– Tus dos mil dólares silencian mi opinión más sincera.
– Más te vale, bruja de los demonios.

Un conjuro condenatorio.
Seguido del deseo de la muerte de un compañero de trabajo.
La hechicera enterró los cabellos en la tierra maldita de los suicidas.
No habría modo de eludir la mayor de las desgracias prematuras.
Tenía simplemente treinta y dos años.
Casado.
Con dos hijas pequeñas.
Aún así deseé su muerte.
Por envidia.
A los pocos días cayó enfermo.
Un mal que los médicos  no supieron diagnosticar a tiempo.
Su enfermedad fue incurable.
Sufrió durante  meses.
Murió en la intimidad.
Mientras, yo conseguí su puesto.
Fui ascendido y agradecí a la bruja sus dotes con quinientos dólares adicionales.


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Con el niño en brazos. (With the child in her arms).

Sus pasos eran todo lo apresurados que le permitían sus relativamente cortas piernas. Marie llevaba al pequeño arrebujado en una manta apretada contra su pecho agitado por la respiración frenética al impulsarse en la carrera que mantenía contra la sombra enfurecida que les perseguía sin tregua desde la aldea. No llovía pero un fuerte viento procedía en sentido contrario a la dirección de la huída, ensañándose con su rostro, alborotándole su larga melena rizada morena. La hojarasca se arremolinaba en círculos a sus pies conforme iba adentrándose en la espesura del bosque.
Debía alejarse del peligro que representaba la cercanía del sujeto que estaba empeñado en detenerla. Si aquella persona los interceptaba antes de llegar al refugio, tanto Marie como el niño que llevaba en brazos estarían perdidos para siempre.

– ¡Ven aquí, zorra! ¡Detente! ¡Ya estoy harto de ir tras de ti! – llegó la voz estridente y furiosa del hombre que les seguía el rastro.
Cada vez se hallaba más cercano. A metro y medio.
El hombre, ataviado con una larga capa oscura que le cubría desde la barbilla hasta los muslos estaba presto a desenvainar la espada.
Marie serpenteó entre caminos secretos que quedaban tenuemente al descubierto por el halo de la luna llena. Las ramas golpearon sus antebrazos y los hombros. Agachó la cabeza para que los cabellos no se le quedaran enredados en la maleza, sorteando piedras, troncos, hoyos que parecían querer impedirle el éxito.
– ¡Ya te tengo!
Ya lo tenía encima. Marie estaba desconsolada y sumamente nerviosa. No pudo fijarse en una raíz que sobresalía bajo un lecho de hojas muertas, perdiendo la estabilidad, cayendo de bruces sobre la dura tierra del firme. El niño se le escapó de los brazos, quedando a escasa distancia de donde quedó establecido su cuerpo.
Apenas le dio tiempo a Marie mirar hacia atrás, cuando una espada afilada sesgó su cabeza de un certero y único tajo, dejándola  morir desangrada en un charco de sangre que la madre tierra se fue encargando de absorber conforme su cabeza quedó reposando a escasos centímetros del resto de su diminuto cuerpo femenino.
La espada fue envainada por su dueño, y sin prestar atención al cadáver de la joven, se aprestó a recoger complacido a la criatura, cuyo cuerpo quedó protegido de recibir ningún daño por lo recio que era la manta que lo envolvía.
Su dentadura refulgía a la pálida luz lunar.
Estaba satisfecho de tenerlo entre los brazos.
– Ya eres mío por fin – dijo en un susurro ronco.
Lo abrazó con fuerza, vibrando con la vitalidad que emergía del pequeño, alejándose de esa parte del bosque con largas zancadas.



                La puerta de la pequeña cabaña fue abierta de una patada, concitando la inmediata atención de los presentes en su interior. La estancia estaba iluminada por el fuego encendido en la chimenea. Rostros anhelantes contemplaron la llegada del hombre.
                Portaba entre sus brazos a aquel niño que precisaban tener con tanta necesidad.
                – ¡Familia! ¡Lo he recuperado! ¡Tobías está de nuevo con nosotros!
                Lo confirmó alzando al pequeño sobre los hombros. Este gesto terminó por asustarlo, consiguiendo que llorara con fuerza.
                Una mujer se acercó con urgencia para recogerlo y tratar de sumirlo en la seguridad del sueño infantil. Lo meció con cariño.
                – Mi Tobías. ¡Gracias al Cielo que vuelves a estar con nosotros!
                Su esposo se sentó a la mesa, satisfecho pero cansado por la implacable persecución que tuvo que realizar en la recuperación de su hijo.
                La madre de su mujer le sirvió un vino, y sin perder de vista al niño, preguntó:
                – ¿Y la bruja?
                El hombre se echó la capa hacia atrás, y con una sonrisa enorme, contestó:
                – Recibió lo que se merecía.


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Mi sonrisa en tu rostro (My smile on your face)

“En la noche previa
a la fase final de luna llena,
los hábiles dedos de la hechicera
dan forma al cuerpo de su protector.


Tronco, brazos y piernas,
quedan bien definidos,
mientras la cabeza,
sin rasgos faciales,
buscará su sonrisa
arrebatándosela a algún otro.”

(Hechizo escrito en un opúsculo anónimo fechado en al año 1693, del condado de Cheshire, New Hampshire)

“Mugs” Connors estaba pasando un frío del carajo bajo el ojo del puente. Era entrado el mes de noviembre, tenía pinta de nevar y hacía un grado bajo cero. Afortunadamente estaba al resguardo del fuerte viento helador procedente del norte. Con una fogata y unos buenos cartones de electrodomésticos para taparse, esperaba conciliar el sueño hasta bien entrada la mañana. No tenía ninguna prisa para despertarse. Estaba desempleado desde hacía cinco años, vivía de la caridad y encima tenía cincuenta y un años. Una mala edad para reciclarse y encontrar una ocupación laboral. Durante veinte años había sido cocinero de restaurantes de carretera, pero su alcoholismo le fue descontrolando, hasta perder los nervios con tanta facilidad, como para agredir a sus compañeros de cocina y a las pobres camareras. Su estado civil de soltero era un mal menor. De esa forma, al no haber conformado una familia, no les había hecho pasar por el infierno de su carácter inaguantable.


“Mugs” estaba echado sobre su costado derecho, mirando hacia la pared, ofreciendo la espalda a la hoguera. Percibía el chisporroteo de las ramas. Escupió una flema recia y consistente sobre el suelo, acomodando la cabeza sobre la palma de la mano derecha, dispuesto a dormirse, cuando notó la presencia de un extraño por el sonido de las pisadas de este al adentrarse en el refugio, aproximándose al fuego.

“Mugs” se imaginó que era otro compañero de penurias que buscaba un sitio donde pasar el menor frío posible dentro de lo que cabía al dormir al raso.

Sin volverse, se le dirigió con razonable amabilidad y consideración, dado su mal talante habitual cuando había pasado el día sin poder emborracharse.
– ¿Qué hay, colega? Se tiene frío, ¿eh?
“Puedes pasar aquí la noche. No hay apenas corriente dada la ubicación del jodido puente. Pero confórmate con apretarte al lado del fuego, porque todos los cartones desperdigados me los he apropiado yo para mi confort, je- je.
El recién llegado no dijo ni media palabra. Estuvo unos segundos frente a la fogata, para luego acercársele.
Lo hizo tanto, que “Mugs” sintió las punteras de sus zapatos hincándose en su espalda.
Se indignó de inmediato, arrojando los cartones que le cubrían a modo de manta.
– ¡Maldito tarado! ¡Apártate cinco metros de mi área de descanso, coño! – farfulló, con los ojos circunvalados por patas de gallos, retorciéndose en las cavidades.
Al darse la vuelta, quedó sentado frente al visitante. Quiso ponerse de pie, pero no hizo falta. Aquel intruso aferró su cabeza entre sus enormes manazas, tironeando de él como si fuera un vulgar animal, hasta forzarle a situarse a su misma altura.
“Mugs” se vio situado erguido, con aquellas extremidades colocadas sobre sus orejas. La fuerza era inmensa, y no pudo zafarse en ningún momento.
Sus ojos se encontraron con los del desconocido.
Eran unos ojos ajenos a su propio rostro, porque aquella cosa no tenía una cabeza normal.

(Porque era una creación diabólica, creada por algún tipo de magia negra)
(Hechicería)
(Espíritus protectores)
(Utilizados para el bien o para el mal)
(Fabricados con cera, con forma de figura humana)
(Pero esta fue hecha a tamaño natural)
(Con tronco, brazos y piernas de cera)
(Y una cabeza ovalada, similar a la de una persona)
(Pero de cera)
(Lisa y pulida)
(Carente de rasgos faciales)
(Hasta que el espíritu protector en sí buscara los adornos correspondientes)

Por ahora lucía los globos oculares…

Sí, porque habían sido arrancados de una de sus víctimas preliminares, siendo incrustados en su cara pálida y de textura cerosa.
Y aquella locura de mirada le estaba escrutando con un centímetro de caída con respecto de un ojo al otro.
“Mugs” estaba espantado. Casi envejeció diez años en un instante ante esa demencial visión.
El ser lo miró unos segundos más, antes de arrancarle las orejas…
– ¡Nooo…! ¡Joder! ¡Joderrrrr! – chilló “Mugs” Connors, cayendo al suelo, con la sangre fluyendo por los orificios de los oídos.
El dolor era insoportable. Se llevó ambas manos a las hemorragias, y desde donde estaba sentado sobre sus posaderas, pudo contemplar a aquella temible figura cómo se iba colocando cada una de las orejas que le fueron arrebatadas a cada lado de su cara. No coincidían en la simetría, difiriendo en lo que debería de ser la situación natural en un rostro humano.
– ¡Noo! ¡Dios, cómo duele! – gimió “Mugs” entre lágrimas de pleno sufrimiento físico.

Entonces…
El ser le miró con sus ojos. Estaban mal encajados en su rostro de cera, pero aún así giraron buscándole.
Se dobló hacia delante, agarrándole por la mandíbula, y con la ayuda de una hoja de cuchilla de afeitar, le fue separando los labios,
arrebatándole la sonrisa…


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