Relatos de Terror Navideño

Desde Escritos de Pesadilla, deseamos a todos nuestros ilustres y corteses visitantes una Feliz Navidad. Con ese motivo, repesco unos relatos de terror e intriga publicados el año pasado por estas fechas, que están ambientados en la Navidad y el Año Nuevo. 
Para entrar a leerlos, hay que pinchar en el título correspondiente de cada ilustración.
Comentar que lo más probable es que me tome un descanso en lo que queda de mes. Con ello no digo que pueda surgir la publicación de algún nuevo relato o algo de humor gráfico.
Como diría alguien de corazón acaramelado (¡puaf!) : Sed Buenos.

FELICES NAVIDADES
MUÑECOS DE NIEVE
AÑO NUEVO


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Torturas psicóticas en la América Profunda.

Es un hecho terrible. Perturbador. Nuestra enviada especial de Escritos de Pesadilla en la América Profunda (USA), la candorosa Croqueta Andarina, nos comunica de la existencia de un demente psicópata obsesionado por los personajes de los dibujos animados de Walt Disney. 
Este individuo peligroso secuestra a cualquier inocente niño que pilla fumando a escondidas en los callejones más abandonados, y tras unos días de transformación, los libera, no sin antes colgar en youtube las imágenes que pueden apreciarse a continuación.

Tortura psicótica número uno: “Las orejas de Mickey Mouse”.

El muy desalmado ha cortado las orejas naturales del niño para sustituirlas por unas enormes del ratón Mickey Mouse cosidas a la piel con grapas inoxidables.


Tortura psicótica número dos: “La trompa de elefante disecada”.

En este caso al pequeñuelo le ha sido arrebatada su hermosa nariz, para ser sustituida por una enorme trompa de elefante disecada adquirida en la tienda de un anticuario de la Pequeña Manchuria. Reseñar que la fijación ha sido con el uso de un pegamento industrial, condicionando la vida del niño tanto en su fase juvenil como adulta.


Como siempre, hemos de mantener en secreto la identidad de sendas víctimas por ser ambos menores de edad, aunque Croqueta Andarina es tan metomentodo, que nos comenta que el de las orejas es Mathew Cucumber, de doce años, matón del colegio Saint Drewton, y el de la pedazo protuberancia elefantina, Alex Trinidad, de catorce años y contrabandista de parches de nicotina en el barrio italiano de la localidad de Creature Lane.
Dos jovenzuelos traumatizados para el resto de su existencia. Vilipendiados y burlados por sus ridículas caras, y todo por culpa del torturador psicótico de la América Profunda.
Esperemos que las autoridades locales no tarden en dar con el paradero de semejante monstruo, para así ser obligado a pagar los correspondientes derechos de imagen y de autor de la compañía Disney.

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Jugando con la arena. (Playing with the sand).

                Donovan se sintió externamente frío. Se desperezó, estirándose sobre una superficie dura, pétrea y gélida. No veía más que oscuridad y tuvo que quitarse las gafas de sol.

                Entonces…
                – ¿Dónde estamos?
                La pregunta surgió cerca de su lado. Era la voz de Mirtha. Estaba incorporada ya de pie, abrazándose a sí misma para tratar de entrar en calor. Desde la pared más próxima a ambos, una tea encendida iluminaba irregularmente parte del recinto.
                Donovan estaba asombrado. No le salían las palabras.
                Miró a su mujer. Esta reflejaba en sus ojos al borde del llanto el terror en el estado más puro.
                – ¿Y Leticia? ¿Dónde está nuestra pequeña? – inquirió  ella con estridencia, irritada al ver que su marido aún no reaccionaba ante la situación tan irreal en que se hallaban.
                Donovan iba a tratar de responder, cuando un aullido infernal e inhumano les llegó procedente de la oscuridad más alejada.

                Leticia estaba feliz jugando con la arena fina de la pequeña playa. Disponía de un cubo de plástico verde fosforito y su pala roja de juguete. Con un poco de agua recogida en el fondo del cubo humedecía un montoncito de arena para así crear la solidez necesaria para formar una casa.
                Leticia estaba algo alejada de donde estaban descansando sus padres, los dos tumbados al sol protegidos por un enorme parasol. Era temporada baja, el lugar de por sí era poco conocido y turístico y la playa estaba casi solitaria, motivo por el cual la familia había decidido ir a pasar la mañana ahí por el día tan cálido que había salido. También al tratarse de una fecha entre semana, era presumible poder disfrutar de un magnífico día de asueto de sol y playa con la tranquilidad de verse rodeados de muy poca gente que molestase. Para una excepción en que su padre tenía una jornada libre en el trabajo de la oficina, había que aprovecharlo a lo grande.
                Los padres de la niña estaban profundamente adormecidos sobre sus toallas de variopintos colores de tonos alegres y desenfadados. Leticia estaba tan atareada en la construcción de su casita de arena, que no se dio de cuenta de la llegada del niño. Se volvió al ver que la sombra proyectada por la silueta del niño recién llegado le tapaba su pequeña obra de arte.
                – ¿Qué haces? Apártate, quieres – le dijo, enfurruñada.
                El niño estaba en los huesos.  Parecía bastante enfermizo. Sus ojos eran muy saltones. Su tez estaba reseca y con zonas enrojecidas por la irritación en reacción al estar expuesto de manera directa al sol. Sobre su frente llevaba una cicatriz muy profunda y vestía ropa usada mal remendada.
                – ¿Puedes dejarme un poco de agua para construir con la arena algo interesante? – preguntó el niño de aspecto tan raro.
                – Vale. No me importa. Podemos jugar juntos – le contestó Leticia, sintiendo curiosidad por lo que pudiera formar con la arena.
                Le pasó el cubo. El niño se sentó a su lado. Amontonó arena y lo empapó hasta quedar satisfecho con la consistencia dada. Formó un pequeño hoyuelo con las manos en el suelo y extrajo de uno de los bolsillos de sus pantalones cortos deshilachados algo envuelto en papel de aluminio. Se lo mostró a la niña sin emocionarse.
                – Mira – dijo en un susurro.
                Fue abriendo el aluminio por los bordes hasta dejar a la vista una tableta de plastilina negra.
                – ¡Es plastilina! – dijo Leticia, fascinada.
                El niño la sonrió con desgana. Dividió la tableta en tres porciones. Una correspondía a dos terceras partes de la plastilina, mientras las otras dos porciones fueron partidas por la mitad exacta de la tercera parte restante. Los dedos de sus manos formaron una bola con la porción más grande. Luego la fue estilizando hasta que adquirió la forma de una cosa con seis patas y una cabeza deforme muy aplastada. Se la enseñó a Leticia.
                – Mira. Un monstruo – comentó con una sonrisa extraña.
                Depositó la figura del monstruo en el hoyo excavado en la arena.
                Sin detenerse, sus dedos dieron cierta forma a las otras dos porciones, hasta simular dos siluetas humanas. Igualmente se las mostró a Leticia.
                – Mira. Tus padres.
                Leticia estaba como hipnotizada. Cuando observó que  juntaba las dos figuras con la del monstruo en el fondo del hoyo, quiso protestar, pero el niño se llevó un dedo índice a los labios para indicarle que estuviera callada hasta el final.
                Se puso a tapar las tres figuras con la arena mojada y estuvo unos pocos minutos moldeando algo parecido a un montículo.
                Nuevamente reclamó la atención de Leticia.
                – Esa es una casa muy rara – se le anticipó la niña.
                – No es una casa. Es el lugar donde están encerrados tus padres.
                El niño entornó los ojos, mostrándole las encías sangrantes de la parte superior de su dentadura.
                – Ahora mira esto.
                Juntó ambas manos sobre la estructura de arena y apretó con fuerza hasta chafarla.
                Entre los resquicios de sus dedos surgió un líquido viscoso oscuro, procedente de la arena que presionaba.
                Contempló a Leticia con satisfacción.
                Soltó una carcajada amplia al advertir lo asustada que estaba.
                Finalmente le dijo:
                – Mira. Tus padres están ahora muertos.
                Leticia se marchó llorando, dejando atrás su cubo y su pala de juguete para jugar con la arena. Aquel niño malo la había asustado tanto, consiguiendo que se mojara la ropa interior. Se dirigió hacia la zona donde descansaban sus padres, llamándoles a gritos entre gimoteos.
                Pero al llegar al lado del enorme parasol simplemente encontró las toallas de playa empapadas de sangre.


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Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

El relato.

Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.

“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”


El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…

La leyenda urbana.


“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”


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Lugares de la Norteamérica ¿embrujada?: La Casa de las Cruces

Hasta hace doce años, en la ciudad de Chicago existía una casa llamativa para los visitantes y habitantes de la propia localidad que a lo mejor frecuentaban la zona donde se hallaba situada por primera vez. Era la Casa de las Cruces (House of Crosses). Viendo las imágenes, se puede uno pensar que era un lugar encantado, la vivienda de algún fanático religioso o de un asesino en serie. Nada más lejos de la realidad. Era el hogar de Mitchell Szewczjk. Su afición fue crear cruces adornadas con otros elementos decorativos tales como escudos y placas de taberna en homenaje a actores famosos de Hollywood y de la vida misma: estaban los nombres de Bing Crosby, John Wayne, Rodolfo Valentino, Tarzán, el Papa, el Zorro, etc… Poco a poco fue colgando todas estas cruces de distintos tamanos y colores conforme las creaba, hasta cubrir por completo la fachada frontal de la casa y parte de los laterales de la misma.
Contempladas las fotos a primera vista, y si se acompañara de un artículo imaginativo donde apareciese alguna leyenda o historia de terror, podrían ser asumidas como parte verdadera del texto en cuestión. Pero afortunadamente era un hobby del que debía disfrutar el señor Szewczjk en sus ratos libres. Empezó con la primera cruz adornada por el año 1979 continuando hasta los comienzos de los años 90, en que por enfermedad tuvo que dejarlo. A finales de esta década intentó vender la vivienda en vano, para finalmente ser demolida.
Un lugar curioso, sin lugar a dudas.


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Diario de un imposible (Writing an impossible feat in my diary)

22 de septiembre de 2007

Memoria mía. Qué frágil te conviertes con el paso del tiempo, sumando multitud de recuerdos en el olvido.
Cuerpo mío. Qué inútil me resultas en la vejez, necesitando el apoyo del bastón o de la silla de ruedas para continuar recorriendo los lugares más comunes de la vida.
Salud mía. Qué quebradiza se torna con los órganos envejecidos y asumiendo la precariedad de las enfermedades.
¿Pretendemos tener una vida larga con un sufrimiento final necesario antes de abordar el recodo final del sendero que ha de conducirnos al cementerio?
Yo no lo deseo así.
Me presento. Soy David Hammer. Tengo cuarenta años. Dispongo de un trabajo estable. Estoy soltero y sin compromiso. Mi estado es bueno en general. No tengo sobrepeso, el nivel del colesterol nunca ha sido alarmantemente alto, hago ejercicio con cierta frecuencia, bebo lo justo y fumo dos o tres cigarrillos diarios.
Nunca he tenido alguna dolencia más allá de una simple gripe y tampoco he sufrido ninguna lesión física.
Un tipo sano, de edad mediana, que vive a su aire. Eso soy yo. Algo solitario y sin muchas pretensiones. Tampoco es que sea muy dado a integrarme en grupos sociales, y el apetito sexual lo controlo, sin que se convierta en una obsesión que me haga buscar ligues pasajeros en los bares de solteros o en las discotecas.
Lo que me intranquiliza es el paso de los años. Ahora cuarenta. Dentro de poco, sin darte cuenta de ello, llegarán los cincuenta. Y luego los sesenta, la jubilación y la fosa de la tumba del cementerio de la ciudad…
Deprimente.
Calidad de vida. No deseo morir tempranamente producto de ningún infortunio, pero tampoco llegar a viejo con un centenar de achaques.
Daría cualquier cosa por vivir cien años en buenas condiciones. Firmaría un pacto con el mismo diablo por llegar hasta esa edad con mi salud y mi estado físico actual.
Morir a los cien años con el organismo de un hombre de edad mediana. Suena bien.
Aún estoy esperando a un vendedor a domicilio que me ofrezca esa panacea.
15 de junio de 2008


Pasan los meses desde la última anotación reflejada en mi diario.
Sigo igual de optimista en lo que afecta a mi vejez. Las edades tardías del anciano. Je.
Demonios. Ha quedado claro en un chat que he tenido en un cibercafé con un interlocutor con el nick de SinReservas que todos mis pensamientos trascienden la lógica elemental del nacimiento, el crecimiento, la fase adulta, la madurez y la muerte del ser humano.
Estuve divagando con él sobre este asunto por espacio de la media hora que había pagado por anticipado para el alquiler del ordenador público.
Al final llegamos a la conclusión que antes de llegar al dolor ineludible, existen medidas paliativas. Si hay una reserva mínimas de fuerzas, el suicidio es la mejor de las maneras de atajar las inclemencias de la ancianidad.
Aunque no me veo arrojándome desde el pretil del puente de un río. En eso soy un cobarde.
Por tanto, no me quedaba más que asimilar el dolor, los síntomas amargos de las enfermedades cuando llegase a viejo. La terrible fase terminal.
“No seas tan poco positivo, tío. Puedes morir de viejo en la cama sin enterarte.”
Esta fue la aportación final de SinReservas a mi billetera necesitada de dólares.
Menudo alivio. En fin, mejor que termine con esta parrafada de una vez por todas.
23 de diciembre de 2008
¡Ten miserias, y el infortunio te las magnifica por mil!
Me ha costado un mes decidirme a escribir algo en mi bitácora.
El 22 de noviembre pasé la revisión médica anual con la mutua médica de la empresa en la que estoy trabajando. La doctora que me atendió reparó en un bulto surgido en mi axila derecha. Me sugirió que fuera a una revisión más exhaustiva. Como tengo algunos ahorros, fui a una clínica privada, y ahí se me detectó un cáncer.
Joder. Lo tengo extendido por el pulmón y parte del hígado. Me dan menos de seis meses de vida.
El caso es que no siento ningún tipo de malestar. Sigo haciendo ejercicio físico sin cansarme.
El dolor.
Quisieron convencerme para las sesiones de quimioterapia. Podría prolongar mis expectativas de vida en algunos meses más. Pero el sufrimiento iba a ser obvio.
¡No!
¡Dije NOOOO!
 ¡No quiero padecer ningún tipo de dolor!
Jesús. Ayer dejé el trabajo.
Me quedan unos pocos meses para disfrutar de los placeres de este mundo.
El final de mi existencia será horroroso.
¡No quiero llegar a conocerlo!
Mañana…
Si.
Mañana tengo decidido ir a una armería y comprarme una pistola.
Afortunadamente no tengo antecedentes policiales…

7 de enero de 2009.
Han pasado las navidades, y aquí sigo, vivito y coleando. Tengo la pistola guardada en uno de los cajones de la cómoda de mi dormitorio.
Joder, no tengo huevos para dispararme a la tapa de los sesos.
¡Pero no me queda otra!
Hace tres días hice ejercicio por espacio de hora y media en la bicicleta estática, y acabé reventado. Necesité dos días para recuperarme del esfuerzo. Me siento cansado. En exceso.
¡Nooo!
¡Maldita sea mi suerte! Con cuarenta  y un años.
A nadie le importa si voy a sufrir como un perro antes de morir. Tan sólo en la fase terminal se me administraría morfina.
¡No hay derecho, hombre! ¡Puta vida la mía! ¡Ojalá nunca hubiera nacido…!
Nunca, nunca, nunca…

10 de enero de 2009.
He querido realizar algo de footing, y me he tenido que detener al cuarto de hora, jadeando como un perro.
Luego me he pasado colgado en internet toda la tarde. Llevo así desde que dejé el empleo decentemente remunerado que tenía.
En una página web encontré algo sobre poderes sobrenaturales de un brujo haitiano. En uno de sus artículos asegura que está capacitado para reconvertir el dolor en placer, la enfermedad en curación. La vejez en un período de juventud longevo sin aflicciones e incomodidades propia de esa edad.
Ja, un brujo del demonio. Me reí a gusto. Aún así, le dejé un comentario con la dirección electrónica.
El resto de la noche me la pasé bajándome episodios de la serie Perdidos. Nunca la había visto, y ahora tendría la oportunidad de pegarme un atracón con ella…

11 de enero de 2009.
Se llama Jacques Dernier. Me devolvió la contestación a mi comentario a las pocas horas. En ella mostraba su pesar por mi estado de salud. A la vez se mostraba muy interesado en conocerme en persona. Afirmaba que conocía un método para atajar mis dolencias. De matar el cáncer. No mencionaba ninguna cantidad a cambio de esa primera toma de contacto.
Sin reparos le di la dirección donde yo residía. No me importaba derrochar mis ahorros en las vanas expectativas de curación que pudiera ofrecerme aquel curandero haitiano. Me quedaba menos de medio año de vida. No he hecho testamento, y si no gasto el dinero, lo que me sobre se lo quedará el estado, je.
Por lo demás estoy algo debilitado. Sin ganas de abandonar mi piso. De salir al exterior.
Como con desgana y veo películas y series bajadas por el ordenador de internet…
¡Ven brujo! ¡Sálvame! ¡Y si no consígueme un bebedizo que acorte este desdichado final que me aguarda!

13 de enero de 2009.
La cita con Jacques Dernier fue en una cafetería cercana. El hombre era sumamente joven. No tendría ni treinta años y estaba fino como un junco. Nada más verle llegar y situarse ante mi mesa, esbocé una sonrisa, pensando que el haitiano comía alpiste por su extrema delgadez.
Al sentarse frente a mí, me tomó la mano derecha entre los dedos esqueléticos y con los ojos cerrados, susurró unas pocas palabras en lo que debía ser creole. Abrió sus ojos saltones y se me quedó mirando con cierta afabilidad.
“Vayamos a su casa. Usted está enfermo por un mauvais oeil. Un mal de ojo que le ha echado alguien.”
“No lo entiendo. No tengo conocimiento de nadie que me odie” – le dije, consternado.
“No siempre puede ser echado por alguien que odie a otra persona. También puede formar parte del ritual de una curación. Una persona enferma que le haya pasado a usted su enfermedad. Pero no continuemos hablando aquí en público. Su cáncer se expande por los órganos vitales día a día, y tengo que atajarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde e irreversible.”
Así ha sido cómo Jacques Dernier accedió al interior de mi vivienda.
Portaba con él una mochila usada y repleta de objetos singulares, figuritas religiosas y frascos de contenido indefinido.
“Échese sobre el sofá. Las manos sobre el estómago, el cuerpo relajado, los párpados cerrados”, me dijo con voz suave pero que reflejaba una gran seguridad ante lo que fuera a practicar en ese momento para evitar los efectos del dichoso mal de ojo.
“Estamos hablando de una especie de conjuro”, le interrumpí, abriendo el ojo derecho.
“Cierre el ojo de nuevo y no vuelva a hablar hasta que yo se lo diga.”
Cerré los ojos.
Jacques Dernier empezó a recitar un sinfín de palabras en su jerga haitiana, hasta sumirme en un sueño ligero.
Fui despertado por él. Abrí los ojos y comprobé horrorizado que el brujo estaba cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. Estaba temblando.
“¡La ducha! ¡Deprisa! ¡Dígame dónde queda la ducha!”, me urgió con los ojos abiertos y casi en blanco.
Me incorporé de un salto, y con el corazón en un puño, lo conduje al cuarto de baño. Nada más entrar, Jacques Dernier descorrió la mampara de la ducha y se situó bajo la pera.
“¡Haga correr el agua! ¡Yo no puedo!”, gritó desesperado aquel hombre.
Hice girar ambas manijas. El agua surgió con fuerza y Jacques Dernier se sacudió bajo la cortina líquida, limpiándose toda su figura de la sangre que le recubría. Estuvo cinco minutos duchándose con la ropa puesta. Cuando terminó le tendí dos toallas. Abandonó la estancia tiritando.
“Le haré un café caliente”, le ofrecí.
“Si, por favor.”
El hombre aferró la taza y se bebió su contenido humeante sin el añadido del azúcar nada más traérselo desde la cocina.Sobre la mesita del salón ya no estaba el sobre que contenía diez mil dólares, el precio convenido por la sesión de hechicería.
Su tez oscura ahora estaba muy pálida. Su rostro estaba exhausto por el esfuerzo.
Miré la hora actual en el reloj de pared de la sala y me quedé sorprendido al comprobar que habían pasado cinco horas desde que me quedé adormilado en el sofá bajo la letanía susurrante del hechicero haitiano.
Jacques percibió el asombro reflejado en mi rostro.
“Señor Hammer. Tenía usted tres presencias malignas arraigadas en su cuerpo.”
“No le comprendo.”
“Tres personas enfermas le han utilizado como cuerpo receptor de sus males para así curarse ellas mismas. Nunca me había pasado con ninguna persona maldita. El ritual ha tenido que repetirse con cada mauvais oeil echada contra usted. Casi he sucumbido por el agotamiento de tal esfuerzo, pero he conseguido sacarle todas las impurezas. Ahora debo marcharme. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. No quiero saber más de usted.”
Jacques Dernier se levantó con las ropas empapadas.
“¡Pero no puede salir así a la calle! Se va a congelar.”
El brujo asió su mochila y antes de abrir la puerta principal del vestíbulo, giró su rostro. Había envejecido prematuramente diez o quince años…
“Tengo que salir, señor Hammer. No tengo mucho tiempo para encontrar tres personas a las que echarles sus tres males de ojo…”
Con paso presuroso se dirigió hacia las escaleras.
Jamás volví a saber de Jacques Dernier desde esa fecha. Y su página web dejó de actualizarse desde el día mismo día de la visita.

21 de enero de 2009.
Por fin me han entregado los resultados de la revisión médica. El doctor que sigue las evoluciones de mi enfermedad se ha quedado impresionado por mi recuperación. Los tumores y los nódulos han desaparecido. Estoy sano. Ya no tengo cáncer metastásico. Soy un tío saludable de cuarenta y un años. Voy a recuperar mi trabajo. Puedo correr y andar en bicicleta de nuevo.
Por fin puedo escribir en este diario lo feliz que me encuentro.
Mientras, dejaré de pensar en lo que pueda aguardarme en la vejez.


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El impulso (The push)

Espero que disfruten con la lectura del siguiente relato. Ya saben, no está permitido acceder al recinto con diversos vegetales en avanzado estado de descomposición, como lechugas, tomates, etc… 

                No lo pudo soportar más. Los dos hijos que tuvo con Alina nacieron malditos. Imperfectos. Tuvieran los años que tuvieran, siempre iban a parecer niños de cinco años. No servían de ninguna ayuda para sacar la hacienda adelante. Él, Patriard, quien antes de tener progenie presumía en las tabernas del valle de su sana y contundente virilidad, ahora esquivaba los lugares públicos porque se sabía que era objeto de continuas murmuraciones, burlas y conmiseración por parte de sus antiguos amigos, vecinos y resto de habitantes de la zona. Se volvió una persona muy huraña, distante de toda relación pecaminosa con su mujer, centrado en la dura labor de la mera subsistencia, con dos hijos que eran una rémora para la débil y modesta economía familiar.
                Su carácter era cada vez más agrio, seco, rudo. Ignoraba a Rudolf y a Thomas. No los consideraba dignos de su atención. Era Alina quien se ocupaba de cuidarlos, de lavarlos y de alimentarlos, pues por ellos mismos no podían realizar ni las labores más básicas en la vida cotidiana de un ser humano normal.
                Pasaron unos años. Los niños se transformaron en jóvenes de quince y dieciséis años, pero la situación no había variado con el tiempo. Continuaban siendo criaturas inútiles.
                Patriard estaba harto de esa situación. Y su rabia se transformó en una furia incontrolable cuando supo que Alina estaba encinta de nuevo. ¡Era imposible! No mantenía relaciones carnales con ella desde que tuvo a Thomas. Su ardor lascivo lo consumía con las prostitutas de las aldeas cercanas, pero nunca jamás había vuelto a acariciar siquiera la piel de su esposa. Eso significaba que Alina le había sido infiel, que había mantenido un contacto íntimo con otro hombre. Y que el ser que iba a engendrar, pertenecía al miserable que había mancillado su apellido.
                Alina quiso serenarle. Le quiso convencer que aceptara las consecuencias de su adulterio.
                – ¿Cómo decís, ramera? ¡Que reconozca a un bastardo portando los apellidos de mi linaje!
                ” ¡NUNCA JAMÁS! ¡NUNCA! – gritó enardecido Patriard ante esa pretensión por parte de su mujer.
                – Pero, Patriard. Puede que el niño sea sano. Y por fin tengamos a alguien que cuide de sus hermanos, y a nosotros cuando seamos viejos y débiles.
                – ¡Estás insinuando que la responsabilidad es mía por haberte dado unas criaturas viles e insulsas! ¡Que con otro hombre, vas a obtener lo que siempre quisiste, un hijo sano!
                “¡Puta! ¡Malnacida! ¡No te necesito a ti, ni a lo que portas en el vientre, y mucho menos a los dos idiotas que tenemos por descendencia!
                Patriard no lo pudo soportar más, y decidió que lo mejor era acabar con aquella situación. Para ello utilizó con firmeza el hacha de leñador. No le costó mucho matar a Alina, aún a pesar de tener que escuchar sus ruegos, lloros y gritos de angustia. Más sencillo fue acabar con Rudolf y Thomas. Eran tan simples, que ni siquiera huyeron cuando fue en pos de ellos decidido a destrozarlos con el filo del hacha.
                Tras aquel acto de violencia desatada, Patriard abandonó su hogar para siempre, acarreando simplemente los complementos que utilizaba para la caza, vagando por los bosques y montes de los valles, medrando como si fuera un ser salvaje, alimentándose simplemente con lo que la madre naturaleza tuviera a bien propiciarle…




                Discurrieron semanas. Luego meses. Patriard se había convertido en un nómada, alejado de cualquier contacto humano, muchas veces por expreso deseo propio, y el resto por la soledad del entorno en que se movía. Eran parajes inhóspitos y nada frecuentados por las gentes poco aventureras.
                Aún así, un día descubrió un campamento, donde había personas afilando las herramientas. Cuchillos, hachas, machetes… Vestían harapos y estaban desaseados. Aunque el aspecto que debía de mostrar Patriard tras meses vagando por las montañas no debía de ser mejor al ofrecido por aquellos extraños.
                Tras pensárselo un instante, decidió presentarse ante ellos, pues sus utensilios de caza estaban con los filos romos, y pretendía pedirles que le dejaran amolarlos en una de aquellas piedras de afilar que estaban utilizando con tanto ahínco.
                – Hola. Soy Patriard. Soy un cazador y me he fijado que estáis afilando vuestras herramientas. Yo tengo las mías necesitadas de mejorar su corte, y me preguntaba si no os importaría que pudiera afilarlas en una de vuestras piedras – se presentó saliendo de entre la maleza.
                Eran cinco hombres. Todos se le quedaron mirando en silencio. Finalmente uno de ellos, el de mayor edad, le hizo una señal concediéndole el permiso.
                Patriard eligió la piedra que no estaban utilizando aquellas personas y se dispuso a mejorar el filo de su cuchillo.
                El sonido de la fricción de la hoja contra la piedra era lo único que se percibía. Tanto él como los cinco hombres estaban callados, contemplándose sin disimulo.
                Estuvo así un rato, hasta que terminó.
                – Bueno, ya está. Os agradezco el gesto y me marcho. Que tengáis buena caza.
                Los singulares cazadores le rodearon, impidiéndole que avanzara más pasos.
                – Si quieren alguna moneda, lamentablemente tengo que decirles que no tengo ni un cuarto de plata.
                El mayor se le enfrentó de cara. Posó su mano derecha sobre su hombro y le sonrió con franqueza.
                – En tal caso, tu aportación nos vendría bien. Quédate con nosotros una temporada. Te aseguro que se nos da bien abatir piezas. Luego ahumamos la carne y la vendemos en los mercados. Así sacarás un dinero que seguro que te conviene para salir de la pobreza.
                – Yo no soy pobre. Ni rico.
                ” Me encanta la naturaleza. Nunca me molesta nadie.
                – Bueno. Si no te apetece socializarte, por lo menos, en compensación por haberte dejado afilar el cuchillo, te pido que te sumes a la cacería de esta tarde. Siempre viene bien dos manos más que empuñen un arma, ja-ja.
                Patriard estuvo de acuerdo. Hacía tiempo que no cazaba en grupo, y sería revivir tiempos pasados más felices, mucho antes de haber tenido hijos.
                Fue invitado a un pequeño ágape para acumular energía que iba a emplearse durante la batida. Fueron trozos de carne ahumada y una pinta de vino de alta graduación.
                Animados por el alcohol, cogieron todo lo necesario, y el grupo se dispersó por el bosque en parejas. Patriard iba acompañado del cazador de edad avanzada.
                Estuvieron toda la tarde explorando la zona sin mucho éxito, hasta que dieron con la entrada a una pequeña cueva. Parecía una ermita. Y dentro se veía a un religioso rezando con devoción ante una reliquia.
                – Ya tenemos lo que queríamos… – le susurró el cazador a Patriard al oído.
                Este se quedó consternado por la frase.
                – Decías que estabais de caza. No saqueando a personas indefensas.
                Los ojos malsanos del cazador le miraron con cierta diversión.
                – Lo que no te hemos explicado, es el tipo de presa que buscamos.
                Nada más decirle esto, salió de su escondrijo y se dirigió hacia la ermita. El religioso intuyó su presencia por el ruido de las ramas al partirse bajo sus pisadas, pero antes de que pudiera incorporarse, ya le había soltado un buen tajo con el hacha en el hombro derecho. Con la sangre manando a chorros de la herida, y con la víctima gimiendo de dolor, el cazador buscó con la mirada a Patriard.
                – ¡Venga! ¡Échame una mano! Ahora tienes el cuchillo afilado.
                Patriard sintió que se le aflojaban las piernas. El efecto del alcohol ingerido y el grado de nerviosismo que experimentaba le impedían cualquier movimiento.
                Entonces el rostro del religioso se volvió. Buscó descaradamente a Patriard con la mirada.
                – Cabrón. Aún te resistes a morir – farfulló el cazador, impaciente.
                El religioso alargó una mano y se hizo con el hacha incrustada en su carne por el mango. En un movimiento brusco, dirigió el filo contra la garganta de su agresor, y con precisión, lo decapitó allí mismo. El cuerpo del cazador aguantó de pie un par de segundos, hasta perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el suelo de piedra de la ermita.
                Patriard estaba atónito. La sangre ya no manaba del hombro malherido del religioso. Con espanto, lo vio incorporarse de pie, y sin saber cómo, se esfumó de su vista, apareciendo al instante enfrente suya, a escasos centímetros de su rostro aterrado.
                – Te llevaba mucho tiempo buscando, Patriard.
                – ¡Por Dios! ¿Quién eres?
                – Acuérdate de tu familia, Patriard. Reconozco que me alegré del final que les distes. Lo que me disgustó fue que luego no tuvieras el valor de quitarte a ti mismo la vida, y que te dedicaras a huir de tu destino.
                – ¿Cómo sabes lo de mi mujer y mis hijos? No había ningún testigo… Estaba a solas con ellos cuando…
                – ¿Lo ves, Patriard? Siempre titubeando. Si no hubiera sido por la de veces que estuve en el interior de tu cabeza induciendo a que cometieras el exterminio de tus seres, en este caso, poco queridos, nunca hubieras estallado en un arrebato de cólera. La locura no se hubiera asentado en tu mente. Y recuerda, gran y miserable pusilánime, que tu esposa fue promiscua a tus espaldas, y que tus hijos fueron sendas aberraciones. Así que eran merecedores de morir. Pero no, tú los estuviste soportando durante demasiados años.
                – No.
                – ¿Cuándo empezaste a sentir el ansia de matarlos? Yo te responderé. En los últimos meses. Antes ni se te había pasado por la cabeza tal ocurrencia.
                Era verdad. Patriard había soportado con resignación la terrible tragedia de su vida, como era haber tenido dos hijos por él no queridos por su apariencia y su simpleza mental. Fueron unos meses antes de que acometiera la matanza, cuando se inició aquel hervor que iba aumentando, hasta hacerle tener que soportar una rabia, una furia del todo incontrolable.
                Entonces llegó la fecha en que todo su odio hacia Alina, Rudolf y Thomas se manifestó, desencadenando un instante de violencia brutal, colmándole de satisfacción con cada golpe que les infligió con el hacha. Fueron unos minutos de dicha, escasos en sí, pues una vez disipada el ímpetu de su ira, el arrepentimiento de sus actos le hizo de abandonar su casa con el rostro en llanto…
                Aquella cosa embutida en los ropajes de un religioso escrutaba a Patriard con sus cuencas oscuras, negras como la pez. Su aliento era similar a las hojas caídas y pútridas por la humedad del bosque.
                – Reconócelo, Patriard. Precisabas de un impulso. La desgracia de tu familia, tu propia caída, la he orquestado yo.
                “Ahora sé valiente por primera vez en tu vida, afronta este último paso y acompáñame. Te prometo que al lugar que te llevo, no hallarás a los miembros de la que fuera tu infortunada familia.
                En cuanto mencionó estas últimas palabras, su figura se desvaneció con la nitidez del vapor del agua hirviendo frente a una corriente de aire. Patriard no tardó en escuchar las voces de los compañeros del cazador muerto, y para cuando quiso darse de cuenta, los tuvo a los cuatro arremetiendo contra su figura, con los cuchillos, los machetes y las hachas destellando sus filos recién afilados, iracundos todos ellos porque pensaban que había sido él el autor del crimen.
                Sus posiblidades de huída fueron nulas y tampoco iba a disponer de la más minima opción de poder defenderse. Pasados unos pocos segundos, entre la tupida maleza, los restos de su cuerpo se mostraban diseminados empapados en los charcos de su propia sangre, cumpliéndose el deseo de la aparición surgida con forma de religioso. Aunque esto último era una burla, porque de donde procedía aquel ser, la maldad pululaba a su antojo.


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Un vampiro para mi sobrino (A vampire for my nephew).

Bueno, tras una semana concentrado en un relato algo largo, nos damos un respiro y retomamos las historias cortas y plenas de emociones fuertes. ¿Qué os parece una de vampiros? Aunque en esta ocasión, se trate de un  ser nocturno sediento de sangre fresca un poquillo decepcionante,  ja ja. Buen provecho, y que lo disfruten.

                 – Erny. Eres de lo que no hay hoy en día. Un amigo de verdad. De los de uña y carne.
                – Para eso están las verdaderas amistades, Luke.
                – Me alegra un montón saberlo. No veas del apuro que me sacas. Sólo van a ser veinticuatro horas.
                – Si hubieran sido cincuenta, tampoco me hubiera importado. Ya sabes que vivo solo y estoy aburrido como una ostra todos los días. Desde que el estado me expropió las tierras, sólo me queda la vivienda y la puñetera pensión de las narices, que sólo da para comer sardinas en lata.
                – Bueno. Pero olvídate de consumir comida enlatada durante la visita de mi sobrino.
                – Ja, ja. Si, va a ser un buen cambio. Pero no te preocupes, que cuando era joven, la carne siempre la pedía poco hecha.
                – Ay, colega. Ya verás la alegría que se llevará Johnny al conocerte asumiendo el papel de vampiro.
                – Si, aunque ya sabes cómo son los chicos actuales. Resulta raro que le hayas convencido de estar viviendo al lado de un vecino que es un vampiro.
                – Hombre, tiene siete años. Y le he comido el coco siempre que hemos hablado por el teléfono. Finalmente, mi hermano, que es su padre, se ha aburrido del tema, y piensa que enviándomelo, se llevará una gran desilusión al ver que eso es falso. Que yo quedaré encima mal y así no se me ocurrirá inventarme más historias que distraigan la lógica mental del niño. Vamos, esa frase final me lo dijo su padre. Que yo las palabras, ya conoces que las manejo lo justo.
                – Pues nada, Luke. Todo saldrá de perlas. Ya verás lo tronchante que será cuando tu sobrino vuelva a casa y le diga a tu hermano que el vecino era un aterrador chupasangres, ja-ja.
                “Bueno, cuando llegue, me das un toque y me pongo el disfraz y empiezo la actuación. Hasta luego, muchacho.
                – Hasta pronto, Erny. Y nuevamente te lo agradezco. Eres la leche.
                – Mira, Johnny. Ya está anocheciendo. Pronto verás al vecino por los prismáticos. Es su hora.
                – Si, tío Luke. Los vampiros están despiertos de noche y duermen de día.
                “¡Jolines! Ya lo veo. Está caminando delante de las ventanas.
                – Espero que no nos esté observando. Podría querer hacernos una visita.
                – ¡No, eso, no! ¡Que se quede en su casa!
                – Dime cómo va vestido el caballero. Que yo no lo puedo apreciar desde la lejanía, y tú eres quien tiene los prismáticos.
                – Lleva un traje oscuro, casi negro. Con montones de collares colgando del cuello.
                “¡Caray! Ahora está mirando de frente.
                – Como descubra que estás fisgoneando, te morderá en el cuello antes de que puedas volver a casita con tus padres.
                – No. No creo. No me está mirando a mí. Está mirando por la ventana hacia fuera. Parece fijarse en el cielo. Tiene la cara muy pálida. ¡Y las manos también! Ahora se marcha. Sale de la habitación en que estaba.
                – Esto se está poniendo muy emocionante, Johnny.
                – Yo le sigo con los prismáticos.
                – Eso, que no se te escape.
                “Veo una especie de silueta a través de la ventana de la cocina de la casa.
                – ¡Gracias, tío Luke! Está en la cocina. Veo cómo se acerca al frigorífico. Está abriendo la puerta y…
                – Es terrible todo cuanto dices. Casi estoy temblando de terror.
                – Saca… ¡Ha sacado un filete del frigo y se lo está comiendo crudo!
                – Narices tiene la cosa. Claro, si la carne está cruda, siempre le quedará algo de sangre. Siendo el vecino un vampiro, y si no hay nadie cerca a quien morder para chuparle la sangre, tendrá que conformarse con el chuletón, je-je.
                – Sí, tío. Pero no lo está chupando. Ya te digo que se lo está comiendo. Y con muchas ganas.
                – El pobre, que además tendrá hambre…  Cuando el estómago mete ruido, hay que llenarlo para que se calle.
                – Ahora deja medio filete sobre la mesa y se dirige otra vez al frigo.
                – ¡Jesús! ¿Qué buscará ahora este vecino tan peculiar?
                – Ha cogido una jarra del frigo. Y ahora un vaso de cristal, de esos grandes. Se ha sentado frente a la mesa y… ¡Qué pasada, está sirviéndose algo muy rojo!
                – Ya te puedes imaginar, que si es rojo, lo que se estará bebiendo el muy tunante.
                – ¡Sangre! ¡Tío Luke, el vampiro está bebiéndose un vaso de sangre fresca!
                – Ja, ja. Querrás referirte a que estará muy fría, porque si la tiene guardada en el frigorífico en una jarra de servir, vete a saber desde cuándo la obtuvo.
                – ¡Puajjj…! Se la ha bebido de un tirón y no se limpia los labios con la servilleta. Tiene la boca sucia llena de sangre.
                – Lo suyo no son los modales a la hora de estar a la mesa, ya se ve.
                – Ahora se levanta y abandona la cocina… Ya lo he perdido.
                – Bueno, Johnny, ya has visto las costumbres del vecino. Me imagino que estarás convencido de lo que es en realidad.
                – ¡Un vampiro!
                – Así es. Ahora dejémosle tranquilo, que está en su hora más propicia de poder hacer el mal a alguien, y mañana en cuanto despunte el sol le haremos una visita, que estará durmiendo como un bendito y a nuestra merced.
                – ¡Eso! ¡Eso! ¡Qué chulo poder verle mañana de cerca, aunque esté dormido!
               
                – ¿Qué tal ha sido mi actuación como vampiro aficionado?
                – ¡Genial! ¡Johnny se lo ha tragado! Piensa que eres un sucesor del conde Drácula en potencia.
                – ¡Fantástico!
                – Toma esta coca cola fresquita, que te la has ganado.
                – Sí, y en cuanto me la beba, me quito el maquillaje y estas ropas tan pesadas. Que estoy sudando a mares.
                – Si te lo bebes de un tirón, se te quitará la sensación del calor en un instante.
                – Mmmm… Está muy buena, aunque le noto un sabor algo rarillo. ¿No le habrás metido algo de whiskey, eh, bandido?
                – Bueno, para serte sincero, Erny, lo que te acabas de beber llevaba una cajetilla entera de Valium.
                – Abramos con cuidado el ataúd, que la tapa pesa bastante, Johnny.
                – ¡Pero tío Luke, si el vampiro está tumbado en la bañera y cubierto por una manta!
                – Bueno, será que es un vampiro pobre y no le llega para un ataúd como Dios manda.
                “Vamos a descubrirlo.
                – ¡Jolines, de cerca es más feo y da mucho más miedo!
                – Mírale la dentadura. Algo muy puntiagudo le asoma por los labios.
                – ¡Dientes de Vampiro!
                – Los colmillos. Con eso muerde como un perro rabioso y chupa la sangre de sus víctimas.
                – ¡Muy malvado! ¡Pero es un vampiro, tío! ¡Tiene que ser así de malo!
                – Dices muy bien, Johnny. Pero ya sabes que hay una manera de impedir que siga causando daño a las personas buenas y honradas.
                – Sí. ¡Clavándole una estaca en el corazón!
                – Así es. Nosotros no tenemos una, pero sí unos cuantos punzones, el martillo y el serrucho para cortarle la cabeza y así luego no regrese del más allá para vengarse.
                “Ahora apártate un poquillo, que no quiero mancharte con las salpicaduras de sangre.
                – ¡Tío! ¡Que el vampiro se despierta! ¡Acaba de abrir los ojos!
                – ¡Dios Santo! Entonces habrá que cambiar las reglas.
                “Primero empezaré cortándole la cabeza con el serrucho…
                ¿¡QUÉ HACES, LUKE!? ¿Qué hago en la bañera con las manos y los pies atados? ¿Y esa sierra? ¿Y el puto crío qué pinta aquí?
                – Tío Luke. Me da mucho miedo cómo grita el vampiro.
                – Tienes razón, Johnny.
                “Unos segundos más y dejarás de oírle gritar… Te lo prometo yo, que soy tu tío.
               
                


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Mi sonrisa en tu rostro (My smile on your face)

“En la noche previa
a la fase final de luna llena,
los hábiles dedos de la hechicera
dan forma al cuerpo de su protector.


Tronco, brazos y piernas,
quedan bien definidos,
mientras la cabeza,
sin rasgos faciales,
buscará su sonrisa
arrebatándosela a algún otro.”

(Hechizo escrito en un opúsculo anónimo fechado en al año 1693, del condado de Cheshire, New Hampshire)

“Mugs” Connors estaba pasando un frío del carajo bajo el ojo del puente. Era entrado el mes de noviembre, tenía pinta de nevar y hacía un grado bajo cero. Afortunadamente estaba al resguardo del fuerte viento helador procedente del norte. Con una fogata y unos buenos cartones de electrodomésticos para taparse, esperaba conciliar el sueño hasta bien entrada la mañana. No tenía ninguna prisa para despertarse. Estaba desempleado desde hacía cinco años, vivía de la caridad y encima tenía cincuenta y un años. Una mala edad para reciclarse y encontrar una ocupación laboral. Durante veinte años había sido cocinero de restaurantes de carretera, pero su alcoholismo le fue descontrolando, hasta perder los nervios con tanta facilidad, como para agredir a sus compañeros de cocina y a las pobres camareras. Su estado civil de soltero era un mal menor. De esa forma, al no haber conformado una familia, no les había hecho pasar por el infierno de su carácter inaguantable.


“Mugs” estaba echado sobre su costado derecho, mirando hacia la pared, ofreciendo la espalda a la hoguera. Percibía el chisporroteo de las ramas. Escupió una flema recia y consistente sobre el suelo, acomodando la cabeza sobre la palma de la mano derecha, dispuesto a dormirse, cuando notó la presencia de un extraño por el sonido de las pisadas de este al adentrarse en el refugio, aproximándose al fuego.

“Mugs” se imaginó que era otro compañero de penurias que buscaba un sitio donde pasar el menor frío posible dentro de lo que cabía al dormir al raso.

Sin volverse, se le dirigió con razonable amabilidad y consideración, dado su mal talante habitual cuando había pasado el día sin poder emborracharse.
– ¿Qué hay, colega? Se tiene frío, ¿eh?
“Puedes pasar aquí la noche. No hay apenas corriente dada la ubicación del jodido puente. Pero confórmate con apretarte al lado del fuego, porque todos los cartones desperdigados me los he apropiado yo para mi confort, je- je.
El recién llegado no dijo ni media palabra. Estuvo unos segundos frente a la fogata, para luego acercársele.
Lo hizo tanto, que “Mugs” sintió las punteras de sus zapatos hincándose en su espalda.
Se indignó de inmediato, arrojando los cartones que le cubrían a modo de manta.
– ¡Maldito tarado! ¡Apártate cinco metros de mi área de descanso, coño! – farfulló, con los ojos circunvalados por patas de gallos, retorciéndose en las cavidades.
Al darse la vuelta, quedó sentado frente al visitante. Quiso ponerse de pie, pero no hizo falta. Aquel intruso aferró su cabeza entre sus enormes manazas, tironeando de él como si fuera un vulgar animal, hasta forzarle a situarse a su misma altura.
“Mugs” se vio situado erguido, con aquellas extremidades colocadas sobre sus orejas. La fuerza era inmensa, y no pudo zafarse en ningún momento.
Sus ojos se encontraron con los del desconocido.
Eran unos ojos ajenos a su propio rostro, porque aquella cosa no tenía una cabeza normal.

(Porque era una creación diabólica, creada por algún tipo de magia negra)
(Hechicería)
(Espíritus protectores)
(Utilizados para el bien o para el mal)
(Fabricados con cera, con forma de figura humana)
(Pero esta fue hecha a tamaño natural)
(Con tronco, brazos y piernas de cera)
(Y una cabeza ovalada, similar a la de una persona)
(Pero de cera)
(Lisa y pulida)
(Carente de rasgos faciales)
(Hasta que el espíritu protector en sí buscara los adornos correspondientes)

Por ahora lucía los globos oculares…

Sí, porque habían sido arrancados de una de sus víctimas preliminares, siendo incrustados en su cara pálida y de textura cerosa.
Y aquella locura de mirada le estaba escrutando con un centímetro de caída con respecto de un ojo al otro.
“Mugs” estaba espantado. Casi envejeció diez años en un instante ante esa demencial visión.
El ser lo miró unos segundos más, antes de arrancarle las orejas…
– ¡Nooo…! ¡Joder! ¡Joderrrrr! – chilló “Mugs” Connors, cayendo al suelo, con la sangre fluyendo por los orificios de los oídos.
El dolor era insoportable. Se llevó ambas manos a las hemorragias, y desde donde estaba sentado sobre sus posaderas, pudo contemplar a aquella temible figura cómo se iba colocando cada una de las orejas que le fueron arrebatadas a cada lado de su cara. No coincidían en la simetría, difiriendo en lo que debería de ser la situación natural en un rostro humano.
– ¡Noo! ¡Dios, cómo duele! – gimió “Mugs” entre lágrimas de pleno sufrimiento físico.

Entonces…
El ser le miró con sus ojos. Estaban mal encajados en su rostro de cera, pero aún así giraron buscándole.
Se dobló hacia delante, agarrándole por la mandíbula, y con la ayuda de una hoja de cuchilla de afeitar, le fue separando los labios,
arrebatándole la sonrisa…


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