Los ciclistas.

Nuevo relato de terror, esta vez acompañado de la ilustración gráfica del mismo, creado por el nene, je, je.

Arthur Mash estaba conduciendo de forma demasiada temeraria por una carretera comarcal. Eran las once y media de la noche. Hacía mucho viento. El cielo estaba plomizo, presagiando el inicio de una tormenta. La soledad marcaba su tránsito por el asfalto deteriorado. El cansancio mental y físico de más de ocho horas sin descanso tras el volante manifestaba sus síntomas en forma de bostezos y amagos de cabezadas. Lo correcto sería estacionar media hora o más en la cuneta para descansar.

No lo consideró oportuno.
Un par de horas más, y estaría en la ciudad. En casa. Durmiendo como un bendito en su cama.
No pensaba levantarse hasta mucho después del mediodía. Podía permitirse un día libre. Había hecho el negocio de su vida como cazatalentos, firmando para los Yankees a un excelente lanzador de veintidós años. El hijo de un granjero, que jugaba en un equipo aficionado de Iowa. Estaba convencido que iba a ser la sensación de las ligas mayores en un par de años.  Su instinto casi nunca le fallaba. Eso si, siempre y cuando el chaval no se lo creyese antes de tiempo, atiborrándose de Budweisers, drogas y chicas fáciles.
Sus párpados cedieron al sueño. No fueron ni dos segundos. El vehículo continuó avanzando por la interminable recta por su propia inercia. Cuando abrió los ojos, vio al ciclista.
Llevaba un chaleco reflectante anaranjado y una gorra de béisbol. Estaba justo en el centro de la carretera. Arthur fue frenando a tiempo, evitando arrollarle.
Se sacudió la cabeza. Estaba del todo sorprendido. El ocupante de la bicicleta persistía en la mitad del camino, pedaleando con pereza, con el cuerpo excesivamente agachado hacia delante, como si se esforzara en contra del viento, que precisamente le daba de espaldas.
Arthur se restregó el ojo derecho y tocó la bocina, indicándole que se apartara hacia la cuneta.
El ciclista ni se inmutó. Exasperado, optó por adelantarlo por la izquierda, ocupando parte del margen sin asfaltar de ese lado de la carretera.
– ¡Tío imbécil! – se quejó, enojado.
Conforme lo superaba, giró la cabeza hacia su derecha para atisbar a través de la ventanilla la presencia del sujeto que montaba en la bicicleta.
A su vez, el ciclista hizo lo mismo.
Un rostro terriblemente inhumano, destrozado por la acción de algún tipo de ácido que pudiera haber deformado aquellas facciones, lo contempló con unos enormes ojos negros, donde el blanco y el color del iris de las pupilas era todo uno. Aquel ser sonrió con desprecio, enseñándole una dentadura puntiaguda, con las encías ennegrecidas y emponzoñadas por una saliva gelatinosa.
Arthur lo dejó atrás sobresaltado por aquella aparición monstruosa e increíblemente real, conduciendo a velocidad elevada para dejar aquella terrible figura en el olvido.
La visión del ciclista consiguió despertar sus cinco sentidos.
Fueron pasando los minutos. Poco a poco fue tranquilizándose.
Hasta que un par de millas más adelante, vislumbró dos ciclistas ocupando el centro de la carretera estrecha.
Ambos lucían chaleco fosforito. Uno anaranjado y el otro amarillo. El ritmo de sus pedaladas era cansino.
Los nervios le jugaron una mala pasada cuando echó un vistazo al espejo retrovisor, apreciando cómo se le acercaba por detrás a una velocidad escalofriante el ciclista recién adelantado.
Al mismo tiempo, los dos que le precedían se desviaron en abanico para situarse a su costado.
Los semblantes horriblemente mutilados lo examinaron con una rabia exagerada. Se aferraron al coche por los espejos y fueron destrozando el cristal de las ventanillas a puñetazo limpio.
Arthur quiso apretar a fondo, pero el puño del ciclista situado a su lado llegó con claridad a su rostro desde el marco de la ventanilla ya sin vidrio que lo protegiese, sumiéndole en los claroscuros que precedían a la pérdida del conocimiento.
El coche fue decreciendo en velocidad, hasta detenerse sobre la hierba, fuera del tramo de la carretera.
Arthur quiso espabilarse. Se sentía muy mareado. Fue obligado a salir del vehículo. Una vez fuera, tumbado sobre la hierba, recibió una paliza brutal por parte de los tres extraños que viajaban en bicicletas. Intentó protegerse de las patadas, los puñetazos, los arañazos, los mordiscos… De hecho, tardó casi cinco minutos en ser vencido.
No… Parad… – gimió, ya agonizante.
Cuando murió, los tres ciclistas se alimentaron de su cuerpo.
Una vez saciados, abandonaron los restos y montaron en sus bicicletas, prosiguiendo su viaje nocturno por aquella carretera abandonada y solitaria.


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Patricia nunca tuvo infancia. (Patricia never had childhood).

                   La infancia de Patricia fue infernal. Sus padres estaban enfermos. Pero no de una enfermedad incurable. Estaban desquiciados. Eran un peligro para el resto. Por desgracia, nadie quiso atajar la situación antes de que todo se desatase en un torbellino destructivo.

                Los tres vivían alejados de cualquier población cercana no menos de dos horas de distancia recorridos en vehículo. La casa era de dos plantas, con tablas de maderas horizontales, tejado a dos aguas, porche delantero. Todo era de color gris. Como igual de grisáceo era la tierra del jardín, pues la hierba llevaba muerta desde que la conciencia de Patricia pudiera recordar.
                Su padre se llamaba Norton. Su madre, Teresa. Cuando la tuvieron, ambos habían superado los cuarenta. Fue un parto muy duro y de cierto riesgo para su madre. De hecho, alumbró a Patricia en el sótano de la casa, sobre el duro hormigón del suelo, atada de pies y manos a unas estacas hincadas y con su marido ejerciendo de comadrona.
                A esas alturas, sus padres ya estaban perdiendo la razón a pasos agigantados.
        Norton se quedó sin trabajo por golpear a su encargado con una llave stillson en la gasolinera donde trabajaba. Teresa bailaba a todas horas al son de una música insonora, surgida en el interior de su mente, despertando a su hija con frecuencia, sacándola de la cuna y alzándola con brusquedad hasta conseguir que llorara sin parar todo el día. Su padre consiguió una ayuda como veterano del Vietnam, y con esa economía tan precaria iban tirando.
                Cuando Patricia fue creciendo, se fijó en la predisposición de su padre en traer animales que carecían de dueño. Gatos y perros. Conforme los traía, los ataba por una pata a un árbol situado detrás de la casa y se pasaba un día o dos torturándolos con un bate de béisbol, cuchillos y el atizador del fuego de la chimenea. Una vez que los mataba, se los pasaba a su madre, que los evisceraba para luego cocinarlos. Esa era su fuente de nutrición principal. Carne de perro y de gato. Incluso a veces su madre guisaba alguna rata que caía en alguna de las trampas dispuestas por su padre.
                Patricia odiaba esa comida. Aún así la consumía por obligación. Siempre deseaba no ver ningún animal callejero atado al tronco del árbol, pues eso significaba que comería verdura o pescado, lo que consideraba un alivio.
                Cuando Patricia tenía once años, su padre se ahorcó con el cable arrancado del televisor desde la rama más alta del árbol donde torturaba a los animales que recogía cuando visitaba la localidad más próxima en su furgoneta oxidada.
                Recordaba ver cómo se balanceaban las piernas descalzas de su padre. Su cuello estaba torcido por la presión del cable y la lengua oscura e hinchada se presentaba fuera de su boca, entre los dientes de su dentadura postiza. Cuando su madre se dio de cuenta del suicidio de Norton, no derramó ninguna lágrima. Ordenó a su hija que entrara en la casa y se quedó quieta frente al cuerpo sin vida durante dos horas, hasta que anocheció. Entonces entró en la casa, dejando el cadáver de su marido pendiendo del cable que lo mantenía en vilo al lado del árbol.
                Así estuvo semana y media. Con el cuerpo en avanzado estado de descomposición y con los insectos dando buena cuenta de las partes blandas y carnosas del mismo.
                Patricia estaba aterrada, pero su madre tironeaba de su brazo para que saludara a Norton todos los días.
                – Es tu padre, hijita. Recuérdalo – insistía su madre.
                Teresa reía y cantaba. Bailaba sin parar. Entre tanto, Patricia permanecía recluida en su cuarto, recreándose en los dibujos de los libros infantiles que habían pertenecido con anterioridad a su madre cuando esta fue niña.  La muchacha no sabía leer porque sus padres se habían empeñado en que ir a la escuela era una pérdida de tiempo y de dinero.  Estaba siempre desaseada. Mal vestida y desnutrida, pues su madre ya cocinaba poca cosa una vez que no estaba Norton, quien le proporcionaba la carne de los animales encontrados, a la vez que era  quien compraba en el pueblo más próximo el pescado, la verdura, la fruta y la harina para hacer el pan. Teresa no sabía manejar la furgoneta, y tampoco tenía ninguna gana de ir caminando, pues el trecho era largo y tedioso.
                Una mañana, Patricia vio a su madre subida a una escalera tosca, apoyada en el árbol, descolgando el cadáver pútrido de Norton.
                – ¡Ven! ¡Ayúdame un poco! ¡Agárrale los pies, hija! – le apremió su madre.
                Con mucha dificultad, lograron dejar el cuerpo sobre la tierra gris del jardín. Poco después su madre fue a por dos palas. Le tendió una a Patricia y le señaló con énfasis con un dedo una parte del jardín.
                – Vamos a cavar un hoyo muy digno para tu padre. Así descansará en paz para siempre.
                Estuvieron cinco horas trabajando en crear el foso,  para a continuación depositar en el fondo del mismo el cuerpo y luego volver a cubrirlo con la tierra. Cuando finalizaron, su madre escupió sobre la tumba.
                – Te echaré de menos, Norton.
                Tiró la pala a un lado y se puso a bailotear como una poseída. Estuvo así el resto del día, hasta que quedó rendida por el cansancio y se metió en la cama, cubierta de tierra de la cabeza a los pies.
                Patricia sólo pudo comer unos granos de arroz duro antes de irse a la cama.


                Al día siguiente llegó un visitante. Era un viajante. Decía llamarse Herman. Se empeñó en pasar a la sala donde extendió encima de la mesa un catálogo de útiles de cocina. Patricia estaba interesada por la maleta del vendedor ambulante. En su interior debía de guardar los artículos. El señor Herman era muy elocuente hablando, siempre sonriendo. Su madre estaba sentada a su lado. Lo escuchaba con poco interés. En un momento dado invitó al hombre a pasar a la cocina para que viera que no necesitaba ningún complemento.
                Patricia permanecía sentada al lado de la maleta. Estaba a punto de intentar abrirla, cuando escuchó un grito procedente de la cocina. Era la voz del señor Herman. Este no tardó en abandonar la cocina tropezándose con la jamba de la puerta de la sala de estar. Su mano dejó un rastro de sangre en la madera. Volvió a gritar. Era lógico que lo hiciera, porque tenía un cuchillo clavado en el ojo derecho.
                – ¡Maldita chiflada! – vociferó.
                Quiso buscar la salida, pero su madre lo alcanzó con un hacha. Se lo hincó tres veces en la espalda, hasta conseguir que perdiera la estabilidad, cayendo al suelo. El vendedor se arrastró desesperadamente por el suelo del vestíbulo.
                Patricia estaba de pie en el quicio de la puerta de la sala de estar. Observaba la escena con aprensión pero también con cierta curiosidad.
                Su madre se abalanzó sobre el cuerpo del señor Herman y le cortó los dedos de la mano derecha. Acto seguido el pie de ese lado. Por último lo decapitó…
                Cuando retornó al lado de su hija, portaba la cabeza del hombre en la mano derecha. Estaba cogida por los cabellos. Patricia miraba la sangre que goteaba de la base del cuello de la cabeza.
                – Ya tenemos comida para unos días. Además de la buena – le dijo su madre.
                Se puso a bailar por el salón con la cabeza del señor Herman, y por primera vez, su hija Patricia la acompañó con ganas en el jolgorio.




                El señor Herman tenía un coche. Era un modesto Talbot de dos plazas. Como la madre de Patricia no sabía conducir, el vehículo permaneció aparcado frente a la casa. Tampoco les preocupaba mucho que estuviese expuesto, pues vivían apartados de la sociedad en general.
                Curiosamente, a quien no iba a pasarle desapercibido tal hecho fue al ayudante del Sheriff de la localidad más cercana. Aquella familia tenía una hija pequeña que por sus informes no estaba escolarizada. Igualmente su padre estaba en el paro. Detuvo el coche al lado del Talbot estacionado frente al porche. Se acercó a observarlo de cerca. No tenía la puerta asegurada por dentro, así que le fue fácil abrirla. En el asiento del copiloto había un abrigo de hombre recogido. Desde luego, vaticinó que ese coche no podía pertenecer al señor Norton. Este conducía una furgoneta vieja y destartalada. Abrió la guantera y vio los papeles del seguro guardados en un archivador de plástico. El Talbot estaba asegurado a nombre de un tal Herman Noles.
                Salió del coche y se dispuso a llamar por la emisora, aportando los datos de la matrícula y el nombre del dueño del coche.
                – Aquí 120 a Central. Estoy en la propiedad de los Watkins. Tengo un vehículo matrícula del estado de Virginia PL 3546, a nombre del hombre que estamos buscando, Herman Noles.
                – Enseguida le busco la confirmación, 120.
                En ese instante surgió la presencia de una niña. Estaba de pie en el porche delantero de la deteriorada casa de madera a tablas. Vestía un raído camisón anaranjado. Estaba descalza, muy sucia y extremadamente delgada, con los largos cabellos lisos castaños tapándole casi el rostro.
                El agente se fue acercando con extremado sigilo. La niña lo miraba con cierta desconfianza.
                – Hola, chiquita. Me imagino que eres la hija de los Watkins. Yo soy el agente Newland.
                – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tenemos otra visita! – chilló la niña con todas sus fuerzas, cerrando los ojos.
                La puerta de la entrada se abrió de un empujón. En el umbral estaba la madre. Esta hizo un movimiento rápido con la mano diestra. El agente Newland vio el enorme cuchillo dirigirse hacia su pecho, sin poder apartarse a tiempo. La punta se le clavó entre las costillas del lado derecho. Se quejó del dolor. Sin detenerse a evaluar la situación, desenfundó el arma reglamentaria y disparó a la mujer, alcanzándola de lleno.
                La niña se precipitó hacia su madre, quien estaba tendida frente a la puerta de la casa, escupiendo sangre de manera profusa por la boca. Los disparos del agente le habían dado en pleno estómago, propiciándole una muerte agónica.
                Newland se apoyó de espaldas contra el lado derecho de la carrocería del Talbot y se sacó el cuchillo con sumo cuidado. Acto seguido, comunicó la situación por la emisora, pulsando el botón ubicado en el hombro derecho.
                – Aquí 120 a Central. Agente herido. Repito. Agente herido. Agresor igualmente herido. Solicito refuerzos y asistencia sanitaria.
                – Recibido 120. Enseguida llegarán los refuerzos y la ambulancia. Hemos de saber si la situación está controlada. Control a 120. ¿Está la situación controlada?
                – Aquí 120 a Central. La situación está controlada…
                El agente Newland se detuvo en la comunicación. Frente a él avanzaba la niña portando un hacha.
                Quiso desenfundar de nuevo. La hija de los Watkins alzó lo que pudo el hacha, hasta descargar el golpe del filo cortante contra la rodilla derecha del agente.
                – ¡Dios!
                Newland se apretó de espaldas contra el coche para no perder el equilibrio. La niña hizo un nuevo impulso con el hacha, hincándole el filo en el muslo hasta alcanzar la femoral.
El agente vio la sangre manando torrencialmente de su miembro con evidente horror. Su rostro contraído por el dolor se tornó pálido por la pérdida de sangre. La niña estaba dispuesta a asestarle otro hachazo, pero el agente sacó fuerzas de flaquezas, consiguiendo hacerse con el revólver y la atinó de lleno en el entrecejo.
                – ¡Familia de perturbadas! ¡Cabronas! – gritó el agente, impotente, sin poder impedir que su cuerpo se desmoronara sobre el suelo duro.
                A escaso medio metro, el cuerpo sin vida de Patricia reposaba igualmente sobre la tierra gris.
                Tenía once años, y nunca había tenido una infancia normal.


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La tribu Zoloqui.(Zoloqui tribe).

Tras varias penalidades, nuestros captores nos llevaron a su asentamiento. Como era previsible, se encontraba en un lugar inexplorado de la selva. Fuimos recibidos entre chillidos ensordecedores, así como zarandeados por los habitantes del lugar. Los niños nos pellizcaban y nos lanzaban piedras. Imposible esquivarlas todas. Las mujeres, completamente desnudas al igual que los varones y los menores, nos escupían al rostro y nos cubrían las extremidades y las mejillas con arañazos. Mientras, los ancianos nos contemplaban con cierta parsimonia.
Quise comunicarme con mis colegas, pero nos era imposible. Al poco de ser nuestra expedición atacada, con nuestros porteadores muertos a machetazos, fuimos reducidos y condenados a perder el habla. A Murray y a Donaldson les fueron arrancadas las lenguas. Yo tuve más suerte. Me hicieron de beber agua hirviendo, hasta hinchármela y después me la quemaron con brasas al rojo vivo…
Estábamos debilitados por la larga caminata, inmovilizados por lianas a modo de ataduras. Era época de lluvias. La ropa que nos cubría estaba empapada y desgarrada por la brutalidad de la maleza. Murray estaba muy enfermo. El último tramo que nos condujo al poblado y que duró tres arduos días de peregrinación infernal, los guerreros Zoloqui armaron una especie de camilla precaria para acarrearlo dada su extrema fragilidad física. Donaldson y yo cubrimos la semana y media de traslado desde nuestro campamento hasta la aldea Zoloqui a duras penas.
Ahora estamos recluidos los tres en una zanja estrecha cavada en el suelo. Permanecemos postrados de espaldas, maniatados y atados por los tobillos. Sobre nuestras cabezas hay colocada una tabla mantenida bajo el peso de enormes piedras cuya finalidad era impedir que fuera movida si acaso tuviéramos las suficientes fuerzas como para intentar hacerlo una vez liberados milagrosamente de las ligaduras que nos aprietan las carnes contra los huesos de las muñecas y los tobillos. La oscuridad es absoluta. El aire se vuelve viciado al instante.
Intuimos nuestro final.
Estamos a merced de ellos.
Sabemos que son caníbales.
Y que no conocen el sentido de la clemencia con los prisioneros que capturan…
Ocurrió de noche. Lo supe enseguida porque una vez retirada la tabla que nos mantenía recluidos contra nuestra voluntad en la arcaica celda hendida en la propia tierra del suelo la densidad de la oscuridad seguía siendo infinita. Unos guerreros me sujetaron por los brazos maniatados a mi espalda y con total brutalidad me obligaron a salir de mi encierro. Cuando mis ojos se habituaron a las sombras reales que no eran otros que mis captores, pude comprobar que mis compañeros de penurias continuaban encerrados bajo el peso de las piedras que mantenían la tabla en su sitio nuevamente. Estuve por jurar que Donaldson hizo esfuerzos ímprobos por gritar, pero los milagros dejaron de existir en el momento que fuimos cercados por los Zoloqui.
Fui conducido arrastrado sobre los pies, pues las piernas me colgaban, insensibles por la humedad continuada de mis ropas y la postura forzada mantenida por muchas horas en el fondo de la zanja.
Se me cerraban los párpados por los síntomas claros de la deshidratación y de la enfermedad de la selva. Si no perdía del todo el conocimiento era por los ramalazos de intenso dolor que mi lengua achicharrada e hinchada enviaban a mi cerebro.
Tras un breve recorrido, fui introducido en una de las chozas. Vi un lecho cercano, y sorprendido, dejaron que mi cuerpo descansara sobre él. Sentí que cortaban las lianas de las ataduras y una mujer anciana situada de cuclillas ante mi rostro me acercó un cuenco con un contenido repulsivo. Me hizo de beberlo y pocos instantes después pude dormir con cierta naturalidad tras diez días de espantos inenarrables para una conciencia sana.
Cuando desperté, me encontraba inexplicablemente mejor de ánimo y de salud. Tiempo después, supe que había estado más de cinco días de reposo, hasta que la fiebre de la selva remitió por completo. Permanecí unos cuantos días encerrado en mi nueva celda, esta evidentemente mucho más cómoda que la anterior. Se me alimentó dos veces al día con un caldo de aspecto desagradable y graso.  Se me retiraron los andrajos resultantes de mi traje de explorador, dejándome totalmente desnudo. Con el paso de las jornadas, vi que los nativos de la tribu Zoloqui dejaron de mostrarse hostiles hacia mi persona. Extrañamente, la mujer mayor que parecía ser la curandera, me demostró un cariño de lo más perturbador…
Estar tanto tiempo prisionero me hizo recapacitar acerca de la situación en la que me encontraba. No tenía sentido intentar huir de la aldea Zoloqui, pues estaba situada en un lugar remoto y desconocido de la inmensa selva. Me perdería irremisiblemente,  y moriría devorado por las bestias con instinto depredador del lugar.
Extrañamente, dejé de pensar incluso en la suerte de mis propios amigos de expedición. Seguramente que habían fallecido días atrás producto de las fiebres y la infección surgida por no haber sido cauterizadas las heridas de las lenguas al ser arrancadas de cuajo por las raras tenazas empleadas por los guerreros semanas atrás.
Los Zoloqui me enseñaron su lenguaje corporal. Se expresaban por signos. Ninguno empleaba vocablos de ninguna clase, a excepción de unos extraños gritos y chillidos cuando estaban enfadados o disgustados.
Cuando estuve suficientemente sano y robusto, me pintaron el cuerpo con tatuajes de guerra. Querían que formara parte de la tribu. Era un hecho extraordinario. Inusual. Impropio de su cultura cerrada y violenta.
Pronto todo quedó aclarado. La curandera consideró que yo era su compañero apropiado. Se encaprichó de mi persona nada más vernos llegar.
No pude negarme.
La ceremonia ritual de unión zoloqui tuvo lugar en plena fase de luna llena.
El altar estaba formado por las calaveras de los enemigos apresados y devorados.
Se me heló la sangre en las venas al apreciar que las cabezas en estado pútrido de Donaldson y Murray coronaban el montículo.
Uno de los guerreros me hizo saber que permanecían en ese estado como un tributo hacia mi persona. El resto de sus cuerpos fue devorado por la tribu.
Yo también formé parte del festín sin saberlo, pues cuando me estaba recuperando en la choza, lo que me sirvieron era la grasa de mis colegas en forma de un caldo espeso y nutritivo.
Quise olvidar esa fase triste de mi vida, para centrarme en mi futuro como consorte de la influyente curandera y a la vez como uno más de los guerreros terribles e implacables de la tribu antropófaga de los Zoloqui.


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Le foie spéciale.

Relato de terror en homenaje póstumo y excesivamente tardío al primo sueco de Croqueta Andarina, el insigne y suculento, ejem, Edgar.

                – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.
                – Sí, papá.
                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.
                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…
                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.
                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…
                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.
                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.
                


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La parte oscura de la inmortalidad (The dark side of immortality)

– ¡Eres grotesco! ¡De lo más risible! ¡Mírate en el espejo! Das lástima.
” MISERABLE.
– Di lo que quieras. El pacto me protege. Para toda la eternidad…, o casi.
– En eso tienes toda la razón. Quien cuida de ti es prácticamente intocable para mis deseos de muerte. Y tú eres uno de sus siervos. Perseguías la longevidad, y la has obtenido. Con ello me has eludido por un cierto tiempo, pero obtengo a cambio tus propios servicios.
– Bien sabes que si hago tal cosa, es por necesidad. Cuando esto acontece, entonces tú te aproximas como un buitre carroñero para propiciarte tu festín. ¡Cuánto detesto que te beneficies de ello, pero no puedo impedir que hagas tal cosa!
– ¡Ja! Si lo hicieras, te convertirías en polvo al instante. Y formarías parte de la NADA.

*****

Era su sino engañar al ser humano para continuar existiendo, si bien no lozano y juvenil en la prolongación milagrosa de su interminable vida, si orgulloso y vanidoso ante el continuo pasar de los días, semanas, meses, años y décadas sin que su deteriorado aspecto exterior tuviera que por ello reflejar lo saludable de los órganos vitales encajados en las entrañas de su caja torácica.
Atrás en el pasado quedaba el extraño pacto que firmó con maese Villegas en una taberna donde se reunía la hez de los seres más innobles de la ciudad. En una mesa arrinconada, alejada del bullicio y de los curiosos por verse rodeada por un cortinaje de tela espesa que impedía la transparencia de todo cuanto allí acontecía, ambos cimentaron una amistad basada en el interés mutuo.
– Sois una persona de buena posición social y económica, estimado don Carlos. Debo poneros en aviso del riesgo que corremos ambos si cualquiera llegase a conocer de las circunstancias que estamos pactando ahora aquí mismo – le dijo Villegas, con el rostro recubierto por finas venillas que pareciera delatar su afición por la bebida.
– Deseo poner en peligro mi propia dignidad, si con ello consigo la recompensa que me aseguráis poder obtener a cambio de una firma.
– Entonces subiros la manga. Es preciso utilizar vuestra propia sangre como la tinta con que ha de redactarse el contrato.
En ese instante, Villegas se mostró como tal era. Un parásito infernal que precisaba de un ayudante para seguir existiendo. Y a cambio de los logros de don Carlos, le haría partícipe de su secreto mejor guardado, el de la prolongación de la vida propia…

*****

Aquel hombre tenía treinta años. Su vitalidad era necesaria para los dos.
Estaba acorralado en los bajos del sótano, donde bajo engaños fue conducido por el dueño de la casa que había solicitado sus servicios como criado. Opuso una tenaz resistencia antes de ser inmovilizado a la pared por grilletes. Desde ahí contempló a sus dos horrendos captores, quienes se habían transformado en unos seres inimaginables de maldad infinita.
– ¡Liberadme! ¡No me hagáis daño! – suplicó con voz trémula y al borde del llanto.
Don Carlos se aproximó hasta situarse frente a él. Contempló irritado como aquel hombre despreciaba con asco su físico apergaminado. Arrimó los dedos de una mano a su mentón y lo forzó a mirarle a los ojos. Sus labios resecos chasquearon para hablarle:
– ¿Acaso te afliges al verme? No pienses que el asco que te dé mi físico me afecta sobremanera. Lo interesante es que tu propia energía, tu juventud, impregnará la duración de mi vida hasta una nueva fecha, en donde necesitaré otro espécimen como tú para perpetuar la longevidad de mi alma hasta…, cuando Dios quiera.
Si es que acaso Dios existe se mofó Villegas desde un rincón donde había retrasado sus pasos para ocultar su espantosa figura entre las penumbras.
Don Carlos situó las palmas de las manos sobre la frente sudorosa e inquieta del hombre inmovilizado.
– ¡No! ¡No lo hagáis!
En instantes, el semblante del hombre fue envejeciendo, al igual que todo su cuerpo, transmitiendo su vigor y fuerza a Don Carlos, a la vez que esa pérdida suponía el deterioro para el organismo de la víctima.
De los treinta, pasó a aparentar los cincuenta.
Segundos después ya se había convertido en un anciano debilitado, cercano a los noventa años.
Sus ojos cegados por las cataratas se removían en las cuencas, con el labio inferior de la boca temblando, dejando mostrar su boca desdentada.
– Hijos de perra… ¿Qué me habéis hecho?
Don Carlos se apartó de aquella ruina humana. Aunque en su aspecto externo no se apreciase ningún tipo de rejuvenecimiento, se sentía más liviano al haber ingerido la esencia de la vida. Se la había usurpado al joven, y no tenía ningún remordimiento por haberlo hecho. Lo llevaba haciendo tantas veces. Tantos años.
Miró a Villegas, oculto entre sombras.
– Ya tengo lo mío. Ahora puedes hacer con él lo que te plazca – dirigió su voz hacia él.
– Te tengo dicho que no los hagas envejecer tanto. A esa edad que me los dejas, la carne está dura y cuesta digerirla…
Villegas emergió de su escondite y con voracidad se fue cebando en el cuerpo del ahora anciano. Sus mandíbulas se abrían y cerraban con un frenesí salvaje, devorando las zonas más blandas del hombre, quien hubo de soportar parte del trance estando aún vivo…
Y cuando murió, un tercer visitante se sumó a tan macabro festejo.
– Veo que en esta ocasión habéis terminado más deprisa de lo habitual – dijo el recién llegado.
Villegas escupió sobre el suelo antes de ausentarse de manera precipitada.
– ¡No quiero verte! Nos citamos en otra ocasión, don Carlos – dijo en un graznido.
-Sois patéticos. Tú y tu amigo. Podéis vivir mil años, que no dejaréis de ser otra cosa – dijo el visitante.
Se puso a observar los restos de lo que había sido un ser vivo sano hasta hacía cosa de menos de media hora. Las yemas de los dedos recorrieron con el tacto ciertas partes del cadáver.
– Deja de recriminarnos nuestra condición. Vivimos y no morimos. De eso se trata. Y como siempre, sin que te tengas que esforzar nada, obtienes también lo que siempre andas buscando por cada rincón de la tierra.
– Por algo soy la Muerte, don Carlos.
Se incorporó de pie. Ataviado de negro. Su rostro blanquecino, carente de emociones.
– No dudes que terminarás acompañándome un día. Y otro tanto el insolente de Villegas.
“ Pero hasta que ese instante llegue, he de reconocer que agradezco vuestros hábitos que os permiten manteneros activos.
“ Mi trabajo es muy cansino, y conseguir anticipar el fin de la vida de algunos, me supone un gran alivio, para qué negarlo.


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