Vecinos molestos. (Es normal, son los Sanfermines).

Este tema es muy llamativo si los vecinos juerguistas son vampiros y la persona cuyo sueño se ve afectado por tamaño escándalo musical, un asesino en serie, je, je.



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Cosas de críos. (Kids things).

Cronología de los hechos:
Arboleda de robles conocida por “La Ratonera”, situada a milla y media de la población rural de Palo Largo (California – 3755 habitantes).
Los menores de edad, Jade Thomas, de 11 años, Pedro Ramírez, de 12 y Elsa Hamings, de 9, estaban disfrutando de un rato de ocio en el citado robledal. Hacia las 11:22 horas de la mañana, mientras jugaban al escondite, Jade Thomas alertó a sus compañeros de un hallazgo.
Oculto entre matorrales, encontraron una cabeza de un hombre joven en relativo buen estado aún a pesar de faltarle el resto del cuerpo.
Consternados en un principio por el significado del horrendo descubrimiento, los chiquillos, liderados por Pedro Ramírez, decidieron quedarse con la cabeza cercenada. Fueron a casa de Elsa Hamings por bolsas de plástico de basura, y con premura, para las doce y media decidieron guardar tan particular trofeo en un lugar seguro, conocido por ellos tres.
Se juramentaron por no decirle a nadie nada sobre el asunto.
Pedro había convencido a Jade y Elsa que podían presumir de ser piratas, y que esa cabeza, pasadas unas semanas, sería su calavera de la suerte.
Cosas de niños.
Cronología de los hechos:
Dentro de dos noches tocaba luna llena. Era la fecha indicada para la ofrenda.
Con cierta anticipación, desmembró el cuerpo de aquel joven de veinte pocos años, y cargándolo sobre la espalda dentro de un saco, se alejó de aquella arboleda, presto para conservar los restos dentro de la cámara frigorífica de la bajera de su casa hasta tanto llegara tan significativa fecha.
Al llegar a casa, fue cuando se dio de cuenta que había perdido la cabeza de aquel sacrificio humano. Se puso sumamente nervioso. Mordisqueó con fiereza sus propios nudillos hasta dejarlos despellejados y sangrantes. Cuando el dolor le hizo de entrar en razón, decidió retornar hasta el lugar de los hechos, donde la víctima fue abatida por la enorme fuerza de sus manos.
Al llegar a la arboleda, vio de lejos a dos niñas y un mocoso saliendo de la linde hacia la pradera, acarreando algo dentro de una bolsa de basura negra.
Cuando apreció el ligero reguero de sangre que iban dejando por la fina hierba, supo que la cabeza era el extraño bulto inmerso en el interior del plástico.
Se chupó los nudillos con fruición. Decidió seguir a los tres menores con la mayor discreción posible.
Cronología de los hechos:
El matrimonio Ramírez llegó a casa antes de anochecer. Estacionaron el coche en el garaje particular. Al instante, Lucinda Ramírez se fijó en el detalle de la ventana frontal de la cocina. Estaba destrozada, con las cortinas oscilando en un vaivén arbitrario por la corriente que discurría por el hueco del marco.
Arturo Ramírez accedió visiblemente alterado al interior por la entrada principal. Recorrieron las dependencias, encontrándose con los cuerpos de tres niños. Se hallaban diseminados por el linóleo del suelo de la cocina. Reconocieron a su propio hijo entre los restos.
Lucinda gritó aterrada. Perdió el conocimiento por la fuerte impresión.
Arturo Ramírez se arrojó de rodillas ante su Pedrito.
Entonces se fijó en el oscuro rincón cercano al horno.  Sentado sobre una silla, un extraño permanecía observándole en silencio.
Separó los labios, enfurecido por la presencia del asesino de los niños.
Se alzó, recorriendo el firme resbaladizo del suelo empapado de la fresca sangre emergida del interior de Pedrito, Elsa y Jade.
El intruso se incorporó a su vez, y con acertada precisión hincó un cuchillo de carnicero en el pecho de Arturo, matándole en el acto.
Rodeó el cadáver del hombre, acercándose hacia la figura desvanecida de la mujer. Se agachó, tiró de su cabeza por los largos cabellos y le abrió la garganta con una precisión definitivamente mortal.
Arrojó el cuchillo sin preocuparse por las huellas en él dejadas.
Recogió la bolsa de basura situada encima de la mesa y se alejó de la casa empleando amplias zancadas.
Cronología de los hechos:
La túnica de seda negra le llegaba hasta los tobillos. Sobre la cabeza llevaba subida la capucha.
Con paso resuelto, se dirigió hacia el pequeño altar dispuesto en el ático de su hogar.
Estaba satisfecho.
El cuerpo desmembrado de la ofrenda estaba esparcido en trozos sobre el mantel purpúreo.
En un sitio destacado, la cabeza recuperada.
Rodeándola, algunas partes adicionales de la familia Ramírez y de los chiquillos.
Cerró los ojos y relajó la respiración, entrando en trance, musitando una letanía pecaminosa…


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El coleccionista de retratos. (Relato breve con su ilustración original).

(ding- dong)
De nuevo pulsó el timbre de la puerta.
Esta se abrió con cierta pereza por parte del dueño de la casa.
– Hola, señor. Me presento. Soy Douglas Niceman. Vengo a visitarle para hacerle un pequeña encuesta sobre sus gustos literarios.
– No siga. Viene a venderme libros.
– Ciertamente, tras ver sus gustos preferenciales tras la breve entrevista…
– … intentará engatusarme una de sus plomizas enciclopedias.
– Reconozco que soy agente de ventas a domicilio. De la editorial “Fairburks Big Books”.
– Fascinante. 
” Señor Niceman, puede pasar. Vivo solo y compartir parte de la tarde charlando con usted me resultará de lo más entretenido. Eso si, le aseguro que no pienso entusiasmarme por ninguno de sus mamotretos indigestos.
– Nunca se sabe. Llevo unos catálogos muy atractivos que pueden interesarle.
– Pase, pase. Como si estuviese en su propia casa.
– Gracias.
El dueño de la vivienda lo estuvo precediendo por un largo pasillo, hasta llegar a una estancia que era la sala de estar.
Nada más encender la luz,  Douglas Niceman se quedó horrorizado.
– Bueno, en eso radica parte de mi interés cuando recibo la visita de un vendedor de enciclopedias – le quiso aclarar el anfitrión.
” Realmente lo que colecciono son retratos. Cuelgo el cuerpo y le pongo un marco. Y ya tengo el cuadro, je, je.
Cuando Douglas se volvía, la cabeza de un enorme martillo percutió contra su cabeza con exquisita violencia, sumiéndole en la monotonía de la muerte.



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La Caja del Alma. (Soul Box).

Era una atracción de lo más singular. Situado encima de un mostrador rectangular, había una especie de caja de madera artesanal sin barnizar. Estaba supuestamente hueca por dentro y tenía una tapa en la parte frontal ofrecida al público con forma circular y un tirador.

El dueño de la barraca anunciaba a viva voz lo divertido del número de la “Caja Del Alma”.
Consistía en que el cliente, tras el pago de la entrada, se situase frente a la caja, se agachase de tal manera que su cabeza podía ser introducida al completo dentro de la caja por el orificio circular hasta el tope de su propio cuello.
Una vez en esa postura ligeramente incómoda, disponía de dos o tres minutos donde se le iban a reflejar imágenes del alma. El feriante les hacía ver que lo que se obtenía con la caja era un resultado que se acercaba bastante al mito de la muerte, cuando la persona tiene la sensación de caminar hacia una lejana luz ubicada al final de un túnel oscuro, y mientras lo recorre, se le reproducen en imágenes todos los aspectos de la vida discurrida hasta entonces, como si fuera una película.
Con esta premisa, el feriante conseguía un cierto flujo de clientes interesados por revivir de algún modo escenas del pasado.
Tan sólo estaba permitido acceder a la caja personas adultas. No era un espectáculo para los jóvenes y los niños.
Por el hueco de la caja entraban decenas de cabezas de varones y mujeres. Las reacciones que experimentaban al retirarlas minutos después eran muy variadas. Había personas con el rostro risueño. Otras sin embargo, estaban afectadas por el dolor de haber recordado fases tristes del pasado. Las más, emocionadas por cuanto les había sido ofrecido en el interior del enigmático objeto.
Pasaron dos días de exponer la “Caja del Alma” en la feria del pueblo.
Todo iba transcurriendo con normalidad, hasta la tarde en que acudió un caballero ataviado con un traje gris y con gorra de golf. A pesar de su vestuario, su rostro vulgar y sus enormes manos curtidas daban a entender que era un obrero. Su edad era intermedia. Difícil de precisar si tendría cuarenta o cincuenta. La tez esta adherida al hueso del cráneo, por la extrema delgadez del rostro. En cuanto llegó, lo primero que hizo fue adelantarse al resto en la cola de espera. Hubo quejas, y por medio de la sensatez esgrimida por el feriante, se le convenció para que esperara su vez.
Eso sucedería media hora más tarde.
El dueño de la atracción le animó a subirse al escenario.
El hombre trajeado lo hizo con cierto ímpetu. Su vista no se apartaba de la tapa de la “Caja del Alma”.
– Amigo mío, en cuanto suelte unos chelines, podrá visitar fragmentos de su pasado en la intimidad de la caja. Podrá llorar, reír, emocionarse con lo que vea. Pero antes, el dinerito, por favor.
Aquel hombre bufó. Giró su rostro y contempló al feriante con evidente disgusto. Rebuscó en los bolsillos la cantidad que le reclamaba. Cuando reunió las monedas suficientes, se las tendió con prisa, volviendo a observar la caja con apremio.
– Ja, ja. Caballero. Todo correcto. Ya puede disfrutar del espectáculo que este portentoso y extraordinario objeto ofrece a todos quienes escudriñan en su interior.
El cliente huraño abrió la tapa y se acomodó la cabeza dentro de la caja, con las manos apoyadas sobre el borde del mostrador.
El público contemplaba el comportamiento del hombre con cierta diversión.
Durante un minuto, el hombre estuvo quieto, inmóvil, sin ni siquiera oírsele ninguna exclamación al maravillarse de todo cuanto la caja le estuviese ofreciendo.
Hasta que un grito profundo y estremecedor surgió de su garganta. Sus manos se convirtieron en sendos puños, golpeando con furia el tablero del mostrador. Hizo el ademán de incorporarse con la caja encajada sobre sus hombros.
El feriante se mostró muy preocupado y se acercó con la intención de calmarle.
El hombre de la caja notó la cercanía del feriante, y se llevó la mano izquierda bajo la chaqueta, haciéndose con un cuchillo de buen tamaño.
La gente exclamó, petrificada por la actitud del hombre del traje gris.
– ¡No más muertes! ¡No quiero matar más! ¡No quiero hacerlo de nuevo! – vociferó el hombre, sosteniendo el cuchillo.
El feriante se apartó a tiempo, temiendo por su propia vida.
Las intenciones del hombre trajeado no eran las de acabar con otra vida.
Acercó el filo del cuchillo a su garganta y profundizó hasta establecer un corte mortal que propiciaría su propia muerte.
Con las escasas fuerzas que le quedaban conforme se desangraba, extrajo la cabeza del interior de la “Caja del Alma”, cayendo de espaldas sobre las tablas de madera del escenario.
El feriante se apresuró a situarse a su lado, contemplando sus estertores de muerte.
El hombre moribundo, consiguió enfocar su visión en la figura de quien intentaba atenderle.
Sus labios descoloridos se separaron lo suficiente para susurrarle al oído:
– Los rostros… que he visto… me odian… es lógico… porque fui yo quien les quitó la vida… Durante cinco años… en varios pueblos diferentes… habrán sido unos quince… mujeres, niños, ancianos…  Todos seres desprotegidos… Con los que disfrutaba… causándoles mucho dolor… antes de llevarles a la muerte…
– ¡Dios Santo! Eres entonces el “Monstruo de Essex”.
Aquella bestia sanguinaria expiró sobre el escenario de la atracción de “La Caja del Alma”.
El feriante se irguió, indignado, y alertó a los presentes de la identidad del cadáver.
– ¡Este bastardo es el Asesino de Essex! ¡Acaba de confesarlo antes de morir! ¡La Caja ha conseguido que sintiera remordimientos por sus horrendos crímenes! ¡Razón por la que se ha quitado la vida!
– ¡Bastardo!
– ¡Hijo de perra!
– ¡Malnacido!
– ¡Hay que hacer su cuerpo pedazos!
La muchedumbre asaltó la barraca, y entre todos, se llevaron el cuerpo del asesino con la intención de colgarlo de la rama de un árbol cercano y de prenderlo fuego, para que su alma no se escapara en su camino al infierno.


El feriante estaba exultante de alegría. Aquello iba a proporcionarle fama y mucha publicidad a su espectáculo. Y todo ello conllevaría una suma de ingresos de lo más respetable. Quién lo iba a decir que con la fabricación artesanal de una simple caja, con unos efectos de luces y espejos en su interior, se pudiera desenmascarar a un asesino tan temido y renombrado.


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La prueba del afecto. (Proof of affection).

Hace tiempo que no hago la entrada previa de uno de mis relatos. En este caso me permito unas breves líneas para explicarles a mis queridos lectores que puede que esta historia sea un poco durilla de leer. Avisados quedan. Y como siempre, en Escritos de Pesadilla nunca se prodigan los finales felices.
Que disfruten de la lectura…

Una persona enferma y cruel…
– ¡Noo! ¿Qué pretende hacerme?
La angustia de sus víctimas…
El sufrimiento.
El dolor.
La tortura.
La lucha por la supervivencia.
– Tengo que desfigurarte por completo. Hacerte irreconocible. De esta manera serás sometido a la prueba final del afecto. Si la superas, vivirás y retornarás con tus seres queridos.
“Si sale fallida, yo mismo te quitaré la vida, porque una vez seas rechazado, no aportarías nada a la humanidad nuestra tan perfeccionista.
Semanas y meses de seguimiento de cada futura víctima. Siempre la persona elegida era el novio o el marido. A ser posible sin hijos.
En el instante más propicio, llegaba el secuestro.
Su confinamiento durante semanas en su calabozo secreto.
– ¡Por amor de Dios! ¡Libéreme de esta penitencia!




Se consideraba un genio en transformar el aspecto físico externo de las personas. No era ningún cirujano plástico. Pero bien pensado, los médicos nazis no tenían bases científicas sólidas en sus crueles experimentos con seres humanos durante el holocausto de la segunda guerra mundial.
Su mentalidad era fría y certera. Empleaba con precisión el escalpelo y demás instrumentos quirúrgicos para sajar y deteriorar la piel de sus víctimas. También se servía de ácidos, de agua y aceite hirviendo.
Su presión psicológica sobre sus particulares cobayas era extrema. Les ponía a veces música altisonante las veinticuatro horas del día. La comida que les proporcionaba era escasa y magra, con el fin de ocasionar una pérdida de peso, falta de nutrientes, vitaminas, minerales y proteínas esenciales que ocasionaban la caída incipiente del cabello y las uñas.
Los ruegos de cada hombre torturado eran continuos. Sus gritos y aullidos eran tan tremendos conforme les infligía el castigo corporal que le hacían de tener que operar con tapones para los oídos.
El tiempo se eternizaba. Siempre permanecía atento a cuanto se emitiese por los noticiarios de la televisión y la radio, se informara en la prensa escrita y por las webs oficiales periodísticas de internet.
A veces se precisaba el reconocimiento público de la ausencia o desaparición de alguna de las víctimas. Otras veces se obviaba por causas desconocidas.
Lo que ignoraban los familiares de las personas desaparecidas era que, aparte de ejercer los cambios externos en la anatomía de estas, continuaba un seguimiento casi a diario de las novias y esposas.
Conseguida la información precisa, se la transmitía al marido o novio.
– Te sigue echando de menos. Está claro que será difícil que te olvide.
– Maldito… Pagarás por esto… Por todo lo que me estás haciendo…
– Te queda poco tiempo ya para afrontar la prueba. Deberías de estar ansioso por la cercanía de esa fecha, donde se demostrará que Eloísa te seguirá queriendo aún a pesar de tu aspecto.
Cerraba la puerta de acero a cal y canto.
La prueba del afecto.
La proporción entre el éxito y el fracaso de la misma se inclinaba manifiestamente por lo segundo.
Donald. Reginald. Samuel. Ethan.
Todos fueron incapaces de superarla.
¿Acaso lo lograría Eddie Williams?
Su joven esposa lo adoraba. Suspiraba por él.
Ahora estaba sumida en una profunda depresión desde que Eddie desapareciera hacía casi dos meses. La policía dio por archivado el caso, haciéndole ver que su marido se había marchado por iniciativa propia, motivado por las deudas de su empresa de hosting de páginas webs.
Conocedor de que Eloísa permanecía encerrada en su propia casa, dejándose marchitar por la inmensa pena que la afligía, no tuvo la menor duda de que ese sería el escenario ideal para llevar a cabo la prueba del afecto.
Con el táser inmovilizó a Eddie. Cuando este despertó, estaba sentado al lado de su captor, quien conducía el furgón.
– Vamos camino a casa, Eddie. Vas a ver a Eloísa. Y estoy seguro que aún a pesar de todo, ella te reconocerá  fácilmente.
– Eso espero…- dijo en un hilo de voz ronco Eddie.
Sumiso. A merced suya.
A eso conduce el deterioro de la mente tras un continuado daño físico y psicológico.



Eloísa estaba sumida por el efecto adormecedor del prozac entre las sábanas de su cama.
Percibió el sonido del timbre de la puerta. En un principio no le prestó gran atención. Ante la persistencia, se incorporó, recorriendo el camino hasta la entrada con paso cansino.
Quiso mirar por la mirilla, pero la persona que llamaba estaba situada fuera del alcance de la lente  de aumento.
En ese instante de inseguridad ante qué hacer, si abrir o no, una voz maltrecha y grave la llamó por su nombre de pila.
– Eloísa. Soy yo. Eddie. Por fin he regresado.
¡Eddie! Era su marido. ¡Estaba vivo!
Pero ese tono de voz no se correspondía con el de su marido.
Sin quitar la cadena, abrió la puerta hasta el límite permitido.
– Eddie. Si eres tú, muéstrate, y te abriré al instante. No sabes cuánto te he echado de menos.
Eloísa estaba anhelante. Impaciente por quitar la cadena. De abrir la puerta del todo para arrojarse en los brazos amorosos de su Eddie…
Sus expectativas de esperanza cumplida se desvanecieron al asomarse en el hueco de la puerta con el quicio un rostro esquelético y horrendo, surcado de profundas cicatrices. Llevaba puesta la capucha de una sucia sudadera deportiva para ocultar su calvicie extrema.
– Mi Eloísa. Déjame pasar. Estoy extenuado y necesito cuidados médicos urgentemente.
¡Tú no eres Eddie!
Aquella boca que le hablaba tenía los labios resecos y partidos, carecía de dentadura y supuraba por las encías sangrantes grumos de tono escarlata.
Era irreconocible. Su marido pesaba ochenta y cinco kilos. La criatura demencial presente en el quicio no llegaría ni a los cuarenta.
Eloísa estaba desquiciada por la presencia. Cerró la puerta de golpe y se apresuró a correr hacia el teléfono para alertar a la policía de la amenaza de un desconocido que la estaba acosando.
– Eloísa. Soy yo. No me hagas esto…
La voz de Eddie era llorosa.
Una mano se aferró a su hombro derecho.
Eddie se volvió para encontrarse con su captor.
– No has superado la prueba del afecto, Eddie. Ella no te ha reconocido.
Eddie no tenía fuerzas para resistirse. Lo acompañó hasta la furgoneta, desapareciendo de la vida de su mujer para siempre.



Un nuevo fracaso.
Tanto esfuerzo dedicado en la transformación de la víctima para nada.
La chispa del amor que debía de haber quedado entre marido y mujer no prendió al no reconocer Eloísa al monstruoso ser que la visitó como la identidad verdadera de Eddie Williams.
Eddie estaba colocado de rodillas sobre bolsas de plásticos esparcidos por el suelo de su celda.
De pie, detrás de él, estaba su creador.
Este mantenía la boca del cañón de la pistola apretada contra su nuca.
– Siento que no hayas superado la prueba, Eddie.
No le contestó. Ni rogó ya por su vida.
Todo era llanto entre gimoteos de pura desilusión.
Aquel disparo certero iba a rematar su terrible e infame calvario.
El dedo índice apretó el gatillo.
Un fogonazo y el estallido de la bala.
Seguido de un cerebro destrozado.
Un cuerpo que se derrumba, inerte.
Más tarde recogió el cadáver y limpió la estancia.
Llegada la noche se deshizo del quinto ejemplar que tampoco había superado la prueba del afecto.


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Cinco minutos para la apertura del centro…(Five minutes for opening…)

“Una vez al año es lícito hacer locuras”
San Agustín (354-430) Obispo, filósofo y Padre de la Iglesia Latina.

               
              Era casi la hora de apertura del hipermercado. La megafonía llevaba emitiendo el hilo musical desde hacía media hora.  Las reponedoras estaban dejando los pasillos libres de productos para que la clientela pudiera transitar sin obstáculos por las dependencias del centro. Las dependientas de las secciones de atención al público, como bazar, textil y electrodomésticos,  terminaban de poner orden en los respectivos mostradores periféricos del interior de la tienda. Los jefes de tienda revisaban las cabeceras y los lineales para convencerse que todo estaba correctamente etiquetado y colocado en su sitio correspondiente. Las cajeras se ubicaban en la caja que les correspondía en el turno de la mañana. Los miembros de seguridad realizaban la ronda de apertura.
                Freddy Morales estaba situado de pie detrás de su diminuto mostrador. Elegantemente vestido con un traje azul marino, formaba parte del equipo de auxiliares que atendían a los clientes nada más abordar la entrada a la sala de ventas. Se ocupaba de orientarles, de ser los receptores en principio de sus quejas para luego encaminarlos a Atención al Cliente, de precintar sus bolsas y de extender albaranes de control de producto cuando traían algún artículo para cambiarlo por ser defectuoso o para devolverlo para recibir el reembolso del dinero.
                Cuando el vigilante Lucas Redondo llegó a su lado una vez finalizada la ronda de apertura, le dio una palmada alegre en el hombro. Se comunicó con su otro compañero por el talkie:
                – Uve uno a Uve dos. Todo correcto.
                – Muy bien, Uve uno. Ya quedan cinco minutos para que anuncien por megafonía la apertura.
                Lucas se volvió hacia Freddy.
                – ¡Epa, chaval! Arriba esa moral. Estamos a jueves. Ya nos hemos comido la mitad de la semana.
                – Bueno… A ver si  pasa el tiempo rápido y llega primeros de mes para cobrar.
                – Dinero, dinero. Todos andamos igual. Cogidos por los huevos. Y los sueldos más bajos que la moral de un seguidor de un equipo de tercera regional.
                En ese momento se percibió estática por el altavoz del talkie.
                Lucas lo recogió del cinto y se puso en contacto con Eduardo Casanova.
                – Uve uno a Uve dos. ¿Decías algo?
                – ¡Joder, tío! No sé por dónde Cristo se ha colado, porque las persianas de las tres entradas están bajadas. Por la galería verás llegar un tío.
                Justo acabar de decir estas palabras, un joven melenudo y mal vestido portando un bolso deportivo se plantó frente al mostrador donde estaban de pie Lucas y Freddy.
                El vigilante lo miró sorprendido.
                – Caballero. El centro aún no está abierto.
                – Puedo esperar. Sólo quedan unos minutos.
                – Vale.
                “Uve uno a Uve dos. El cliente se queda aquí esperando en la entrada a sala de ventas hasta que anuncien por megafonía la apertura del centro. No merece la pena acompañarlo hasta la salida, visto el tiempo escaso que queda para las nueve y media.
                – Recibido Uve uno.
                Freddy contemplaba al visitante con cierta inquietud. Este mantenía el rostro oculto bajo el flequillo de su propio pelo largo. Vestía un jersey negro de lana y unos pantalones vaqueros desteñidos.
                – Mientras esperamos, podemos adelantar algo – musitó el joven.
                “En la bolsa llevo algo que prefiero que me lo precinte dentro de una bolsa. Es para que al pasar por caja a pagar, la cajera no me diga nada.
                Sus dedos ennegrecidos por la escasa higiene descorrieron la cremallera de la bolsa deportiva, y sin más, depositó encima del mostrador de Freddy Morales una cabeza humana…
                Los ojos de Freddy se salieron de sus órbitas al ver la cabeza hinchada y maloliente, con la lengua negra quedando colgada entre los dientes de la boca ligeramente entreabierta.
                Lucas tuvo que sujetar el talkie con fuerza para que no se le escapara de los dedos por la impresión.
                Ambos fueron simples espectadores del hecho insólito por diez escasos segundos. Los necesarios para que aquel joven extrajera del interior del bolso dos puñales en forma de media luna y con un par de movimientos elásticos aproximarse a ellos para abrirles a los dos las gargantas, consiguiendo que se llevaran las manos a las mortales heridas en un vano intento de contener las hemorragias.
                El talkie impactó contra el suelo, seguido a los pocos segundos de los cuerpos moribundos de Freddy y Lucas.
                – ¡Dios! ¡Lucas! ¡Joder! – surgió la voz espantada de Eduardo Casanova por el talkie.
                Este había contemplado la agresión por la cámara. En cuanto vio cómo aquel visitante asesinaba a su compañero y al auxiliar, agarró el auricular del teléfono para alertar al Jefe de Seguridad del centro comercial para que no abrieran el centro hasta que el homicida no fuera detenido por la policía y para que el personal de tienda se pusiera a salvo del asaltante.
                Justo en ese instante la línea comunicaba.
                – ¡Mierda!
                A través de megafonía se dio la bienvenida a los clientes, anunciándoles que se abría ya el hipermercado.
                Tal cosa no sucedería mientras el vigilante no pulsara los botones correspondientes, pues el control de las puertas automáticas y de las persianas estaba en el cuarto de seguridad.  Eduardo no iba a hacerlo con aquel loco campando a sus anchas por el interior del recinto.
                Por los monitores estuvo vigilando su figura. Aún permanecía al lado de los dos caídos.
                Cuando se disponía a separar la cabeza del auxiliar de su cuerpo, Eduardo apretó las mandíbulas y tragó saliva, casi frenético por ser testigo privilegiado de aquel suceso tan demencial.
                (la cabeza de Freddy fue introducida en la bolsa)
                – ¡Joder! ¡Joder!
                Eduardo golpeó el auricular contra la mesa. El Jefe de Seguridad continuaba comunicando. Tendría que saltarse el protocolo y llamar él directamente a la policía.
                Fueron cinco segundos en que apartó su concentración del panel de monitores. En ese instante el maníaco estaba decapitando a su compañero Lucas. Fue teclear los dígitos correspondiente de la policía y fijarse en las pantallas para descubrir que el joven melenudo ya no estaba donde el mostrador del auxiliar de tienda.
                – ¡Mierda! ¡Cabrón!
                Saltó de cámara en cámara para intentar localizarlo. Conforme lo hacía, la operadora de la central de la policía se interesó por el motivo de la llamada.
                – Soy Seguridad del Centro Comercial Aurora. Es una emergencia. Un chiflado se ha colado antes de abrir el centro y ha matado a mi compañero y a un auxiliar de tienda.
                “Estoy intentando decírselo al Jefe de Seguridad del centro, pero no me coge. El recinto permanece cerrado cara al público.
                “Joder…  Por favor manden todas las dotaciones que puedan. El tipejo es peligrosísimo. Ahora voy a intentar… Oiga, ¿me recibe bien? Señorita… Venga…
                (un minuto perdiendo el tiempo)
                (el cable del teléfono cortado)
                Eduardo percibió la respiración acelerada y entrecortada. Estaba a su lado.
                Giró la silla y se encontró cara a cara con aquel semblante misterioso, cuyas facciones permanecían ocultas bajo una cortina de cabellos lisos, largos y sucios.
                – ¡Joder!
                Quiso levantarse y protegerse con la defensa, pero el filo del puñal oriental diseñó una hendidura sangrienta bajo la nuez de su garganta. La sangre brotó oscura sobre las palmas de sus manos, impregnándole la ropa del uniforme, formando un charco alrededor de las patas de la silla.
                El joven sonrió, enseñando la dentadura amarillenta.
                Aquella sería su cuarta cabeza.
                En cuanto la recogiese, abandonaría el lugar antes de que llegara la primera patrulla de la  policía…


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