Leyenda urbana ficticia: “La Risa del Mono”.

El relato.

Carlos caminaba con dificultad. Le molestaba la rodilla derecha. Demonio. Aquel hombre tendría casi los sesenta, pero supo defenderse. Se llevó los dedos al labio superior y al ojo derecho. El intento de robo nocturno había quedado en eso, un rotundo fracaso. La víctima consiguió que no pudiera hacerse con sus pertenencias, como la billetera y la cartera que portaba, y encima recibió una paliza de las buenas.
Mierda.
Notaba el sabor dulce de la sangre entre las encías. Escupió una flema sanguinolenta contra dos ladrillos de la pared del callejón donde estaba recuperándose del dolor físico tras haber emprendido la huída antes de que la paliza se tornara en su propio funeral. Ahora lo más probable era que el hombre mayor recurriera a la policía para que intentaran detenerlo.

“Está muy malherido. Seguro que a poco que le echen ganas, lo encuentran. Es un tipejo con pocas agallas. Casi le saco unos treinta años y aún así he podido vapulearlo como si fuera el peor sparring de Foreman en sus buenos tiempos de boxeador de los pesos pesados.”


El abuelo iba a jactarse de su gesta.
Golpeó la pared con ambos puños, desesperado y frustrado. El dolor de cabeza era tan intenso que dificultaba su capacidad de concentrarse en lo que debía de hacer a continuación. Evidentemente, las heridas se las tendría que curar él mismo. Si acudía a Urgencias de cualquier hospital público, al instante estaría custodiado por un agente sentado a la entrada de la habitación mientras él se recuperaba en la cama, con una de las muñecas inmovilizada a la barra de seguridad por las esposas. En veinticuatro horas le darían de alta y chuparía una larga y casi condena definitiva en una prisión ya de máxima seguridad, acusado por tentativa de robo con violencia, nocturnidad y alevosía.
Lo que más le preocupaba era la rodilla. Podría tener desgarrado el ligamento cruzado. Cada minuto que pasaba, el malestar físico se incrementaba y conforme andaba, terminaba arrastrando el pie. Encontró una escoba vieja y mugrienta tirada al lado de los cubos de la basura en la parte trasera de un restaurante chino, y dándole la vuelta, la utilizó como eventual muleta. Se quejó, apretando los dientes con fuerza.
Tenía que encontrar un refugio temporal. Con un poco de descanso, podría reunir las fuerzas suficientes para llegar a la pensión donde llevaba residiendo los veinte últimos días desde que quedase libre en la calle tras purgar cinco años en la prisión estatal de GreenLeaf.
Sin derecho a reincidir en diez años.
Si era pillado delinquiendo nuevamente, acabaría criando malvas entre los altos muros de cualquier duro correccional del este. Cinco condenas por delitos relacionados contra la propiedad privada eran demasiadas ya como para permitirle más oportunidades de reinserción en la sociedad civil.
Carlos recorrió el resto de la callejuela de mala muerte con los andares de un herido de la guerra de la Secesión a su regreso al hogar.
Todo el recorrido era muy sombrío. La iluminación de las escasas farolas alumbraba lo mínimo, llevado por las medidas de ahorro de la energía eléctrica en las zonas menos concurridas de la ciudad. Lo que conllevaba a mayor proliferación de inseguridad en esos mismos lugares. Por tanto, mayor trabajo para el turno nocturno de la policía. Cosas de las mentes pensantes del ayuntamiento.
En principio, esos rincones solitarios formarían parte de su ámbito de actuación. Fue lo que pensó nada más salir de prisión. Antes de toparse con ese esquelético anciano que debía de haber practicado kung fu en el pasado.
Dio un mal paso con la pierna lesionada. Un ramalazo de dolor incontenible le recorrió toda la rodilla, haciéndole casi perder la estabilidad, viéndose forzado a apoyarse con el hombro izquierdo contra la pared del callejón para evitar caer de bruces sobre el suelo.
Respiró aceleradamente. Un hilillo de sangre espesa colgaba del centro del labio inferior. Quiso parpadear el ojo derecho, pero ya lo tenía hinchado y seguramente amoratado por el puñetazo que le pilló de lleno cuando el viejales se defendió con contundencia para su sorpresa.
Miserias de la vida caótica y sin retorno que llevaba desde la adolescencia en que abandonó los estudios para centrarse en la vida fácil. Lo que menos esperaba es que sus propios padres iban a desentenderse de él para siempre, sin preocuparse de sus nefastas andanzas por el mundo de la delincuencia urbana…
– La llevas clara, Carlos, ja ja.
– Qué coño.
Se volvió, con la espalda tendida contra la pared. Había alguien escondido entre las penumbras del callejón. Una voz con un claro tono de falsete.
– ¿Quién está ahí? ¿Y de qué me conoces?
– Ja, ja. Qué más da entrar en detalles, Carlos. El caso es que tienes un futuro nada halagüeño. Ja, ja.
Carlos dejó atrás su impotencia motivado por su estado físico actual. La furia se asentó entre sus emociones. Si no fuera por la inutilidad de su pierna lisiada, hubiera buscado con ahínco al interlocutor que se mofaba de su situación, con deseos de dejarle claro que un animal herido era sumamente peligroso, y más si en esta ocasión tenía decidido utilizar la navaja que guardaba dentro de la bota derecha.
– Acércate, quien seas. Quiero verte bien de cerca la cara, miserable hijo de puta.
– Ja, ja. Como quieras, Carlitos.
Escuchó pisadas cercanas. Enfrente de él, en la zona iluminada por la farola trasera de la salida de emergencia de otro restaurante asiático surgió una silueta. En cuanto esta quedó definida, Carlos se apretó con fuerza contra la pared para así poder agacharse sin caerse y buscar la navaja.
Pero el hombre mayor que se defendió con acierto en su ataque anterior, esbozó una enorme sonrisa.
– No te muevas, Carlos. Aún te necesito vivo. Por eso he seguido tu rastro.
– ¡Ya te vale! ¡Has impedido que te robara! ¡Me has dado una buena paliza! ¿Qué más quieres, joder?
Aquel hombre iba bien vestido con un traje de hombre de negocios. Portaba su cartera de reluciente cuero negro. A pesar de la edad, no disponía de ni una sola cana en su poblada cabellera rizada. En cierta medida, parecía algo rejuvenecido.
Cuando un cuarto de hora antes había intentado atracarle, su apariencia era de un anciano débil. Ahora mismo tenía un físico propio de alguien que practicaba gimnasia con cierta asiduidad. Sus brazos disponían de un tono muscular ciertamente apreciable y su propio pecho parecía querer desgarrar la pechera de la camisa.
– Carlos. Estás equivocado con quién iba a la caza de quién. No diste conmigo por casualidad, ja, ja. Más bien fui yo quién te buscaba.
– No te entiendo. ¡No te acerques!
– Veo que te asusto, ja, ja. En realidad, es comprensible que lo estés. Porque no vengo a darte tu merecido. Simplemente vengo a reírme de ti. Y con mi risa, te llega la muerte, ja, ja.
Carlos se estremeció al oír aquella risa escandalosa.
El hombre ensanchó ambos maxilares, hasta resaltar la mandíbula. Sus dientes eran amarillentos y animalescos. Su nariz se fue achatando y sus ojos se movían en las cuencas en diversas direcciones, como si fueran canicas agitadas en el fondo de un vaso.
Repentinamente, se fue quitando las ropas, desgarrándolas con suma facilidad, mostrándose ante Carlos una criatura peluda similar a un enorme simio salvaje. El mono prorrumpió en carcajadas, y sin darle a tiempo a poder defenderse, remató su faena hasta ese instante inconclusa, rompiéndole el cuello con las zarpas.
– Ven conmigo a un rincón más oscuro, ja ja. Quiero cenar en la intimidad – dijo la criatura, arrastrando el cadáver de Carlos hacia las penumbras.
En pocos segundos se puso a devorar el cuerpo, riéndose conforme lo hacía.
Ja, ja. Estaba en lo cierto contigo, Carlitos, Ja, ja. Tu final ha sido un puro desastre, JA JA JA JA…

La leyenda urbana.


“Es una entidad que adopta la forma humana. Para ella, nosotros representamos su comida. Tiene un cierto parecido con un primate de gran tamaño. Coordina perfectamente los movimientos de las presas que persigue, haciéndolas creer que es una más de ellas.
También imita perfectamente la voz humana.
La única manera de poder identificarla a tiempo para intentar evitar su ataque, es por su risa. Aunque también es cierto que es muy dado a ella, como parte del juego del gato y el ratón.
Esta leyenda urbana es totalmente ficticia, pero por si acaso, si una noche andan algunos de ustedes por una zona solitaria y son interrumpidos por una risa sinsentido, les aconsejo que echen a correr, no sea que La Risa del Mono sea lo último que escuchen en su vida…”


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¡El fantasma de un famoso pirata perseguido por un router inalámbrico con muy mala uva!

Cuando falla la conexión a internet, y la empresa que tenemos contratada la línea adsl no actúa con la debida rapidez y eficacia en la solución del problema, hasta el router inalámbrico se nos cabrea. Lo malo es que puede acabar pagando el pato, no el técnico de la compañía operadora cuando venga a reparar la línea, si no el primer visitante que esté de paso por nuestro castillo. En este caso, el fantasma del renombrado pirata Pedro Doblón de Oro.


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La tribu Zoloqui.(Zoloqui tribe).

Tras varias penalidades, nuestros captores nos llevaron a su asentamiento. Como era previsible, se encontraba en un lugar inexplorado de la selva. Fuimos recibidos entre chillidos ensordecedores, así como zarandeados por los habitantes del lugar. Los niños nos pellizcaban y nos lanzaban piedras. Imposible esquivarlas todas. Las mujeres, completamente desnudas al igual que los varones y los menores, nos escupían al rostro y nos cubrían las extremidades y las mejillas con arañazos. Mientras, los ancianos nos contemplaban con cierta parsimonia.
Quise comunicarme con mis colegas, pero nos era imposible. Al poco de ser nuestra expedición atacada, con nuestros porteadores muertos a machetazos, fuimos reducidos y condenados a perder el habla. A Murray y a Donaldson les fueron arrancadas las lenguas. Yo tuve más suerte. Me hicieron de beber agua hirviendo, hasta hinchármela y después me la quemaron con brasas al rojo vivo…
Estábamos debilitados por la larga caminata, inmovilizados por lianas a modo de ataduras. Era época de lluvias. La ropa que nos cubría estaba empapada y desgarrada por la brutalidad de la maleza. Murray estaba muy enfermo. El último tramo que nos condujo al poblado y que duró tres arduos días de peregrinación infernal, los guerreros Zoloqui armaron una especie de camilla precaria para acarrearlo dada su extrema fragilidad física. Donaldson y yo cubrimos la semana y media de traslado desde nuestro campamento hasta la aldea Zoloqui a duras penas.
Ahora estamos recluidos los tres en una zanja estrecha cavada en el suelo. Permanecemos postrados de espaldas, maniatados y atados por los tobillos. Sobre nuestras cabezas hay colocada una tabla mantenida bajo el peso de enormes piedras cuya finalidad era impedir que fuera movida si acaso tuviéramos las suficientes fuerzas como para intentar hacerlo una vez liberados milagrosamente de las ligaduras que nos aprietan las carnes contra los huesos de las muñecas y los tobillos. La oscuridad es absoluta. El aire se vuelve viciado al instante.
Intuimos nuestro final.
Estamos a merced de ellos.
Sabemos que son caníbales.
Y que no conocen el sentido de la clemencia con los prisioneros que capturan…
Ocurrió de noche. Lo supe enseguida porque una vez retirada la tabla que nos mantenía recluidos contra nuestra voluntad en la arcaica celda hendida en la propia tierra del suelo la densidad de la oscuridad seguía siendo infinita. Unos guerreros me sujetaron por los brazos maniatados a mi espalda y con total brutalidad me obligaron a salir de mi encierro. Cuando mis ojos se habituaron a las sombras reales que no eran otros que mis captores, pude comprobar que mis compañeros de penurias continuaban encerrados bajo el peso de las piedras que mantenían la tabla en su sitio nuevamente. Estuve por jurar que Donaldson hizo esfuerzos ímprobos por gritar, pero los milagros dejaron de existir en el momento que fuimos cercados por los Zoloqui.
Fui conducido arrastrado sobre los pies, pues las piernas me colgaban, insensibles por la humedad continuada de mis ropas y la postura forzada mantenida por muchas horas en el fondo de la zanja.
Se me cerraban los párpados por los síntomas claros de la deshidratación y de la enfermedad de la selva. Si no perdía del todo el conocimiento era por los ramalazos de intenso dolor que mi lengua achicharrada e hinchada enviaban a mi cerebro.
Tras un breve recorrido, fui introducido en una de las chozas. Vi un lecho cercano, y sorprendido, dejaron que mi cuerpo descansara sobre él. Sentí que cortaban las lianas de las ataduras y una mujer anciana situada de cuclillas ante mi rostro me acercó un cuenco con un contenido repulsivo. Me hizo de beberlo y pocos instantes después pude dormir con cierta naturalidad tras diez días de espantos inenarrables para una conciencia sana.
Cuando desperté, me encontraba inexplicablemente mejor de ánimo y de salud. Tiempo después, supe que había estado más de cinco días de reposo, hasta que la fiebre de la selva remitió por completo. Permanecí unos cuantos días encerrado en mi nueva celda, esta evidentemente mucho más cómoda que la anterior. Se me alimentó dos veces al día con un caldo de aspecto desagradable y graso.  Se me retiraron los andrajos resultantes de mi traje de explorador, dejándome totalmente desnudo. Con el paso de las jornadas, vi que los nativos de la tribu Zoloqui dejaron de mostrarse hostiles hacia mi persona. Extrañamente, la mujer mayor que parecía ser la curandera, me demostró un cariño de lo más perturbador…
Estar tanto tiempo prisionero me hizo recapacitar acerca de la situación en la que me encontraba. No tenía sentido intentar huir de la aldea Zoloqui, pues estaba situada en un lugar remoto y desconocido de la inmensa selva. Me perdería irremisiblemente,  y moriría devorado por las bestias con instinto depredador del lugar.
Extrañamente, dejé de pensar incluso en la suerte de mis propios amigos de expedición. Seguramente que habían fallecido días atrás producto de las fiebres y la infección surgida por no haber sido cauterizadas las heridas de las lenguas al ser arrancadas de cuajo por las raras tenazas empleadas por los guerreros semanas atrás.
Los Zoloqui me enseñaron su lenguaje corporal. Se expresaban por signos. Ninguno empleaba vocablos de ninguna clase, a excepción de unos extraños gritos y chillidos cuando estaban enfadados o disgustados.
Cuando estuve suficientemente sano y robusto, me pintaron el cuerpo con tatuajes de guerra. Querían que formara parte de la tribu. Era un hecho extraordinario. Inusual. Impropio de su cultura cerrada y violenta.
Pronto todo quedó aclarado. La curandera consideró que yo era su compañero apropiado. Se encaprichó de mi persona nada más vernos llegar.
No pude negarme.
La ceremonia ritual de unión zoloqui tuvo lugar en plena fase de luna llena.
El altar estaba formado por las calaveras de los enemigos apresados y devorados.
Se me heló la sangre en las venas al apreciar que las cabezas en estado pútrido de Donaldson y Murray coronaban el montículo.
Uno de los guerreros me hizo saber que permanecían en ese estado como un tributo hacia mi persona. El resto de sus cuerpos fue devorado por la tribu.
Yo también formé parte del festín sin saberlo, pues cuando me estaba recuperando en la choza, lo que me sirvieron era la grasa de mis colegas en forma de un caldo espeso y nutritivo.
Quise olvidar esa fase triste de mi vida, para centrarme en mi futuro como consorte de la influyente curandera y a la vez como uno más de los guerreros terribles e implacables de la tribu antropófaga de los Zoloqui.


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Con el niño en brazos. (With the child in her arms).

Sus pasos eran todo lo apresurados que le permitían sus relativamente cortas piernas. Marie llevaba al pequeño arrebujado en una manta apretada contra su pecho agitado por la respiración frenética al impulsarse en la carrera que mantenía contra la sombra enfurecida que les perseguía sin tregua desde la aldea. No llovía pero un fuerte viento procedía en sentido contrario a la dirección de la huída, ensañándose con su rostro, alborotándole su larga melena rizada morena. La hojarasca se arremolinaba en círculos a sus pies conforme iba adentrándose en la espesura del bosque.
Debía alejarse del peligro que representaba la cercanía del sujeto que estaba empeñado en detenerla. Si aquella persona los interceptaba antes de llegar al refugio, tanto Marie como el niño que llevaba en brazos estarían perdidos para siempre.

– ¡Ven aquí, zorra! ¡Detente! ¡Ya estoy harto de ir tras de ti! – llegó la voz estridente y furiosa del hombre que les seguía el rastro.
Cada vez se hallaba más cercano. A metro y medio.
El hombre, ataviado con una larga capa oscura que le cubría desde la barbilla hasta los muslos estaba presto a desenvainar la espada.
Marie serpenteó entre caminos secretos que quedaban tenuemente al descubierto por el halo de la luna llena. Las ramas golpearon sus antebrazos y los hombros. Agachó la cabeza para que los cabellos no se le quedaran enredados en la maleza, sorteando piedras, troncos, hoyos que parecían querer impedirle el éxito.
– ¡Ya te tengo!
Ya lo tenía encima. Marie estaba desconsolada y sumamente nerviosa. No pudo fijarse en una raíz que sobresalía bajo un lecho de hojas muertas, perdiendo la estabilidad, cayendo de bruces sobre la dura tierra del firme. El niño se le escapó de los brazos, quedando a escasa distancia de donde quedó establecido su cuerpo.
Apenas le dio tiempo a Marie mirar hacia atrás, cuando una espada afilada sesgó su cabeza de un certero y único tajo, dejándola  morir desangrada en un charco de sangre que la madre tierra se fue encargando de absorber conforme su cabeza quedó reposando a escasos centímetros del resto de su diminuto cuerpo femenino.
La espada fue envainada por su dueño, y sin prestar atención al cadáver de la joven, se aprestó a recoger complacido a la criatura, cuyo cuerpo quedó protegido de recibir ningún daño por lo recio que era la manta que lo envolvía.
Su dentadura refulgía a la pálida luz lunar.
Estaba satisfecho de tenerlo entre los brazos.
– Ya eres mío por fin – dijo en un susurro ronco.
Lo abrazó con fuerza, vibrando con la vitalidad que emergía del pequeño, alejándose de esa parte del bosque con largas zancadas.



                La puerta de la pequeña cabaña fue abierta de una patada, concitando la inmediata atención de los presentes en su interior. La estancia estaba iluminada por el fuego encendido en la chimenea. Rostros anhelantes contemplaron la llegada del hombre.
                Portaba entre sus brazos a aquel niño que precisaban tener con tanta necesidad.
                – ¡Familia! ¡Lo he recuperado! ¡Tobías está de nuevo con nosotros!
                Lo confirmó alzando al pequeño sobre los hombros. Este gesto terminó por asustarlo, consiguiendo que llorara con fuerza.
                Una mujer se acercó con urgencia para recogerlo y tratar de sumirlo en la seguridad del sueño infantil. Lo meció con cariño.
                – Mi Tobías. ¡Gracias al Cielo que vuelves a estar con nosotros!
                Su esposo se sentó a la mesa, satisfecho pero cansado por la implacable persecución que tuvo que realizar en la recuperación de su hijo.
                La madre de su mujer le sirvió un vino, y sin perder de vista al niño, preguntó:
                – ¿Y la bruja?
                El hombre se echó la capa hacia atrás, y con una sonrisa enorme, contestó:
                – Recibió lo que se merecía.


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Asesinos ficticios: Humphrey Stuggs, el orquestador de la matanza de Norwich. (Fictional murderers: Humphrey Stuggs, the orchestrator of the massacre of Norwich.)


Pocos datos se conservan de Humphrey Stuggs en los archivos locales del condado de Chenango, donde se encuentra la pequeña ciudad de Norwich. Estamos citando el año del luctuoso suceso ocurrido por las aviesas intenciones del susodicho Stuggs: 1896. Por aquellas fechas Norwich superaba los dos mil habitantes. La ciudad se ubica al lado del curso del río Chenango. Compuesta por un núcleo urbano en pleno crecimiento para la llegada del siglo XX, muchos de los habitantes en ella empadronados tenían sus viviendas en forma de granjas en el valle que lo circunvala, que unido a los bosques y colinas que la rodean al este y al oeste, dotan de un aire idílico a Norwich. A pesar de su insignificante tamaño como localidad media del estado de Nueva York, Norwich disponía de una importante compañía farmacéutica, una fábrica de martillos y una red de trenes de cercanías. Además era la ciudad más dotada de servicios y entretenimiento del condado de Chenango, razón por la cual era muy concurrida por los residentes de las poblaciones cercanas.
En pleno año 1895 el Ayuntamiento dotó de una explanada justo en el núcleo urbano donde se pudieran desarrollar eventos y festivales culturales. El primer festival fue el de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Tuvo lugar un año después.
Humphrey Stuggs no era natural del lugar. Tras haber cometido la salvajada sangrienta del año y haber sido convenientemente linchado a las pocas horas por una horda incontenible que buscaba venganza, su cadáver fue troceado por el carnicero Evans y sus restos arrojados en el comedero de la pocilga de cerdos del granjero Nutton Jenkins.
Por lo poco que se sabe, Humphrey tendría unos cuarenta años y llevaba unas semanas residiendo en la pensión de Martha Cummings. No trabajaba en Norwich y se le veía con frecuencia en las tabernas y bares de la localidad, bebiendo sin parar hasta caer redondo, y cuando no perdía el sentido, lo conseguía por los puñetazos que recibía en las peleas, dado que era muy reincidente en producir altercados cuando ya no le quedaba dinero y el tabernero se negaba a seguir sirviéndole whiskey de alambique. El sheriff Brenton lo detuvo tres o cuatro veces para que durmiera la mona en una de las tres celdas de la comisaría de Norwich. El agente de la ley jamás supuso que detrás de los barrotes, sumido en sus locos sueños tendido sobre el catre de la celda que en aquel momento le correspondía se hallaba el futuro orquestador de la mayor matanza de civiles en su querida ciudad.
Era el mes de junio de 1896. El día 7 se inauguró la primera gran exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo. Enormes fieras, bestias y reptiles de gran tamaño, en principio amaestrados por los domadores de circo más renombrados del país. De hecho, la mayoría estaban expuestas fuera de sus jaulas, amarradas mediante simples gruesas sogas a las patas de cada ejemplar que las unían a estacas de acero hincadas en el suelo a golpe de mazo.
Los primeros dos días fue un éxito total. Más de cinco mil personas llegadas de todo el condado y del resto del estado de Nueva York se sintieron atraídas por la exhibición monumental de bestias cuadrúpedas. Los domadores dejaban que los visitantes acariciaran a los animales. Incluso que a los más mansos se les alimentara con pienso, cacahuetes, alfalfa o pollos crudos a la boca.
El desastre que marcaría para siempre con letras de sangre a Norwich sucedió al día siguiente. Al mediodía, la figura de Humphrey Stuggs emergió de entre la multitud. Portaba cohetes pirotécnicos, unas ratas muertas y una escopeta. Sin que nadie supiera lo que aquél loco pretendía, arrojó los cohetes recién encendidas las mechas entre las patas de las fieras, las ratas entre las de los paquidermos y efectuó diversos disparos al aire para asustar al resto de los animales insuficientemente atados para tal circunstancia.
A resultas de esta actuación disparatada, los dos Elefantes Furibundos Africanos arrollaron a unos cuantos espectadores, hasta alcanzar la tienda de Dorothy Maccur, destrozándole el local y dejando a la mencionada señora hecha una pena hasta agonizar entre gemidos de impotencia.
El Hipopótamo Salvaje del Orinoco aireó con donaire su pequeña cola, recubriendo a los presentes más próximos con una lluvia de excrementos letales dada su toxicidad, para salir huyendo, llevándose por delante dos casetas de la feria, con los respectivos feriantes que estaban en su interior atendiendo a la clientela.
Los  Aligátores de los Humedales de Florida consiguieron destrozar los bozales de cuero que contenían la fuerza de sus mandíbulas y fueron buscando con saña los traseros de los espectadores más rollizos. Billy Jacok, el joven de diecisiete años que había ganado recientemente el concurso de quien conseguía comer más tartas de arándanos en dos horas pasó a mejor vida debido a la gravedad de los mordiscos recibidos.
El Oso Hambriento del Alto Ampurdán, procedente de Cataluña ex profeso para la ocasión, se zampó al domador y al dentista de Norwich, quien estaba al lado del primero.
Por último, los Búfalos Astifinos de Oklahoma dieron cornadas a diestro y siniestro, ocasionando la muerte del enterrador Trevor Dennis y del alcalde Taylor.
Tras la orgía de sangre y muerte, los animales salvajes por instinto natural se refugiaron en los bosques cercanos.
Al poco de retener al autor de tamaño desaguisado, Humphrey Stuggs,  y practicarle la pena de muerte de manera instantánea, además de atender a los heridos y mutilados y de retirar a los fallecidos, el sheriff Brenton dividió a los voluntarios llegados de todos los condados del estado en pelotones de rastreo para encontrar y sacrificar a las bestias fugadas de la exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo.
Esto les costó tres semanas, con el costo de tres bajas mortales.

Finalmente, la masacre ocasionada por Humphrey Stuggs se cuantificó en la siguiente lista de fallecidos:

Dorothy Maccur, 57 años,  murió aplastada bajo las patas de los elefantes furibundos.
Bred Hutton, 31 años y Albert Salgado, 25, feriantes muertos por la embestida del hipopótamo salvaje.
Tina Collins, 15 años, Tammy Bordon, 38, Drew Horn, 57 y Penn Got, 61, intoxicados por los excrementos del referido hipopótamo, quedando todos ellos con secuelas respiratorias y dermatológicas de por vida, e igualmente traumatizados, recluidos en el manicomio de Coldbear hasta la ancianidad y olvidados por el resto de los familiares.
Billy Jacok, de 17 años, fallecido como consecuencia de los mordiscos incontables que le infirieron los aligátores de los humedales de Florida.
Antonino Fernandino, domador de osos, de 51 años, y Luthor Fox, de 71, dentista, devorados hasta no dejarles ni siquiera el tuétano en los huesos de los esqueletos de ambos por el Oso hambriento del Alto Ampurdán.
Trevor Dennis, de 27 años, de profesión enterrador y Harry Taylor, de 69, alcalde de Norwich, corneados hasta la muerte por los búfalos astifinos de Oklahoma.
Nicolás Torrente, de 23 años, Gregory Tenant de 28 y Jeremiah Hurrahbelly, de 21, muertos mientras efectuaban las batidas de reconocimiento en búsqueda de las fieras descontroladas escondidas en los bosques alrededor de Norwich.

Resta informar que aquella fue la primera y última exhibición de Animales Exóticos de Norteamérica y del Resto del Mundo celebrada en Norwich.

Lugares de la Norteamérica ¿embrujada?: La Casa de las Cruces

Hasta hace doce años, en la ciudad de Chicago existía una casa llamativa para los visitantes y habitantes de la propia localidad que a lo mejor frecuentaban la zona donde se hallaba situada por primera vez. Era la Casa de las Cruces (House of Crosses). Viendo las imágenes, se puede uno pensar que era un lugar encantado, la vivienda de algún fanático religioso o de un asesino en serie. Nada más lejos de la realidad. Era el hogar de Mitchell Szewczjk. Su afición fue crear cruces adornadas con otros elementos decorativos tales como escudos y placas de taberna en homenaje a actores famosos de Hollywood y de la vida misma: estaban los nombres de Bing Crosby, John Wayne, Rodolfo Valentino, Tarzán, el Papa, el Zorro, etc… Poco a poco fue colgando todas estas cruces de distintos tamanos y colores conforme las creaba, hasta cubrir por completo la fachada frontal de la casa y parte de los laterales de la misma.
Contempladas las fotos a primera vista, y si se acompañara de un artículo imaginativo donde apareciese alguna leyenda o historia de terror, podrían ser asumidas como parte verdadera del texto en cuestión. Pero afortunadamente era un hobby del que debía disfrutar el señor Szewczjk en sus ratos libres. Empezó con la primera cruz adornada por el año 1979 continuando hasta los comienzos de los años 90, en que por enfermedad tuvo que dejarlo. A finales de esta década intentó vender la vivienda en vano, para finalmente ser demolida.
Un lugar curioso, sin lugar a dudas.


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Nuevos dibujos escolares de mi sobrino Gurmesindo

¡Indignante! ¡Esto clama al Cielo! (o dadas las características del sitio, al Infierno).
La señorita Pepa Torralba, la profesora de mi sobrino Gurmesindo, no ha tardado ni dos días en llamarme para un reunión urgente en su despacho acerca de los garabatos talentosos del niño.
Nada más colgar el teléfono con estrépito, me he afeitado la barba de medio mes, cepillado los dientes, tomado una ducha con agua helada y aplicado una colonia egipcia de la época del Faraón PocaKosaSoy III, para así dirigirme con un porte distinguido al encuentro de la bella y despampanante maestra.
Nada más pedirme que me sentara, me sacó nuevos dibujos deliciosamente trazados bajo las ceras de colores de Gurmesindo.
“Señor Maléfico”, me susurra. “En esta ocasión son más perturbadores y retorcidos que la vez anterior.”
“Puede tutearme, querida. Un Robert por aquí, un Robert por allí pronunciado por su voz sugerente me sitúa en pleno trance”, le interrumpo.
“Por favor. Estamos hablando de su sobrino, señor Maléfico”. “Vea este primer dibujo. Sin duda en él está reflejando a una chica endemoniada postrada en la cama.”
“Exagera usted, hermosa Pepa. En realidad mi sobrino ha dibujado aquí a su madre cuando se despierta. Sin maquillaje, ya sabes, las mujeres estáis un poco pachuchas, ja ja.”

“Bueno, bueno, señor Maléfico…”
“Robertito, Pepa.”
“Esto, Robert. Pasaré por alto este dibujo. Pero el segundo que voy a mostrarle no me podrá negar que es terrorífico. Su sobrino ha dibujado la sombra de un vampiro malvado acechando a su futura víctima.”
“Hum. En este caso el muchachete está reflejando la llegada de un visitante a mi castillo. Y el vampiro no es tal, si no mi mayordomo, Dominique, que gusta apagar el alumbrado eléctrico para iluminar sus propios andares cansinos con las velas de los candelabros. Está chapado a la antigua, sabes, guapa.”

“Señor Maléfico, usted tiene respuesta para todo con tal de no querer ver que su sobrino necesita visitar a un psicólogo infantil.”
“Robert, Pepa. Y no, no veo que precise tumbarse en un diván para calentarle la cabeza a un pobre psicólogo. De hecho, le aseguro a pies juntillas que el niño se desfoga siempre que visita a su tío. No gano para aspirinas alemanas.”
“Buf… Ahora le enseño el tercer y último dibujo de Gurmesindo.”
“Mi sobrino ha dibujado mucho en las últimas veinticuatro horas, je, je.”
“Haga el favor de analizarlo a fondo, señor Maléfico. Eh…, Robert. En él se ve el cadáver de una chica en el cementerio bajo la luz de la luna. La pobre es una zombi. ¡Horrible! ¡De lo más inquietante y horrendo que he visto desde que ejerzo de tutora en este colegio.”
“Ah… Este sobrinete. En este caso coincido contigo, Pepita. En Escritos de Pesadilla proliferan los zombis a tutiplen. Y están enfadados por la nueva Reforma Laboral. ¡Ahora puedo despedirlos alegando pérdidas en mi empresa en los últimos seis meses! ¡Un chollo, ja, ja!”

“Me deja anonadada, señor Maléfico.”
“Bueno… Ya he visto la nueva tanda de dibujos infantiles de mi sobrino. Ahora la invito a un mordisquete en el cuello. Soy un vampiro a fin de cuentas. Y tiene usted un cuello de lo más hermoso…”
¡ÑAKA!


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Cinco minutos para la apertura del centro…(Five minutes for opening…)

“Una vez al año es lícito hacer locuras”
San Agustín (354-430) Obispo, filósofo y Padre de la Iglesia Latina.

               
              Era casi la hora de apertura del hipermercado. La megafonía llevaba emitiendo el hilo musical desde hacía media hora.  Las reponedoras estaban dejando los pasillos libres de productos para que la clientela pudiera transitar sin obstáculos por las dependencias del centro. Las dependientas de las secciones de atención al público, como bazar, textil y electrodomésticos,  terminaban de poner orden en los respectivos mostradores periféricos del interior de la tienda. Los jefes de tienda revisaban las cabeceras y los lineales para convencerse que todo estaba correctamente etiquetado y colocado en su sitio correspondiente. Las cajeras se ubicaban en la caja que les correspondía en el turno de la mañana. Los miembros de seguridad realizaban la ronda de apertura.
                Freddy Morales estaba situado de pie detrás de su diminuto mostrador. Elegantemente vestido con un traje azul marino, formaba parte del equipo de auxiliares que atendían a los clientes nada más abordar la entrada a la sala de ventas. Se ocupaba de orientarles, de ser los receptores en principio de sus quejas para luego encaminarlos a Atención al Cliente, de precintar sus bolsas y de extender albaranes de control de producto cuando traían algún artículo para cambiarlo por ser defectuoso o para devolverlo para recibir el reembolso del dinero.
                Cuando el vigilante Lucas Redondo llegó a su lado una vez finalizada la ronda de apertura, le dio una palmada alegre en el hombro. Se comunicó con su otro compañero por el talkie:
                – Uve uno a Uve dos. Todo correcto.
                – Muy bien, Uve uno. Ya quedan cinco minutos para que anuncien por megafonía la apertura.
                Lucas se volvió hacia Freddy.
                – ¡Epa, chaval! Arriba esa moral. Estamos a jueves. Ya nos hemos comido la mitad de la semana.
                – Bueno… A ver si  pasa el tiempo rápido y llega primeros de mes para cobrar.
                – Dinero, dinero. Todos andamos igual. Cogidos por los huevos. Y los sueldos más bajos que la moral de un seguidor de un equipo de tercera regional.
                En ese momento se percibió estática por el altavoz del talkie.
                Lucas lo recogió del cinto y se puso en contacto con Eduardo Casanova.
                – Uve uno a Uve dos. ¿Decías algo?
                – ¡Joder, tío! No sé por dónde Cristo se ha colado, porque las persianas de las tres entradas están bajadas. Por la galería verás llegar un tío.
                Justo acabar de decir estas palabras, un joven melenudo y mal vestido portando un bolso deportivo se plantó frente al mostrador donde estaban de pie Lucas y Freddy.
                El vigilante lo miró sorprendido.
                – Caballero. El centro aún no está abierto.
                – Puedo esperar. Sólo quedan unos minutos.
                – Vale.
                “Uve uno a Uve dos. El cliente se queda aquí esperando en la entrada a sala de ventas hasta que anuncien por megafonía la apertura del centro. No merece la pena acompañarlo hasta la salida, visto el tiempo escaso que queda para las nueve y media.
                – Recibido Uve uno.
                Freddy contemplaba al visitante con cierta inquietud. Este mantenía el rostro oculto bajo el flequillo de su propio pelo largo. Vestía un jersey negro de lana y unos pantalones vaqueros desteñidos.
                – Mientras esperamos, podemos adelantar algo – musitó el joven.
                “En la bolsa llevo algo que prefiero que me lo precinte dentro de una bolsa. Es para que al pasar por caja a pagar, la cajera no me diga nada.
                Sus dedos ennegrecidos por la escasa higiene descorrieron la cremallera de la bolsa deportiva, y sin más, depositó encima del mostrador de Freddy Morales una cabeza humana…
                Los ojos de Freddy se salieron de sus órbitas al ver la cabeza hinchada y maloliente, con la lengua negra quedando colgada entre los dientes de la boca ligeramente entreabierta.
                Lucas tuvo que sujetar el talkie con fuerza para que no se le escapara de los dedos por la impresión.
                Ambos fueron simples espectadores del hecho insólito por diez escasos segundos. Los necesarios para que aquel joven extrajera del interior del bolso dos puñales en forma de media luna y con un par de movimientos elásticos aproximarse a ellos para abrirles a los dos las gargantas, consiguiendo que se llevaran las manos a las mortales heridas en un vano intento de contener las hemorragias.
                El talkie impactó contra el suelo, seguido a los pocos segundos de los cuerpos moribundos de Freddy y Lucas.
                – ¡Dios! ¡Lucas! ¡Joder! – surgió la voz espantada de Eduardo Casanova por el talkie.
                Este había contemplado la agresión por la cámara. En cuanto vio cómo aquel visitante asesinaba a su compañero y al auxiliar, agarró el auricular del teléfono para alertar al Jefe de Seguridad del centro comercial para que no abrieran el centro hasta que el homicida no fuera detenido por la policía y para que el personal de tienda se pusiera a salvo del asaltante.
                Justo en ese instante la línea comunicaba.
                – ¡Mierda!
                A través de megafonía se dio la bienvenida a los clientes, anunciándoles que se abría ya el hipermercado.
                Tal cosa no sucedería mientras el vigilante no pulsara los botones correspondientes, pues el control de las puertas automáticas y de las persianas estaba en el cuarto de seguridad.  Eduardo no iba a hacerlo con aquel loco campando a sus anchas por el interior del recinto.
                Por los monitores estuvo vigilando su figura. Aún permanecía al lado de los dos caídos.
                Cuando se disponía a separar la cabeza del auxiliar de su cuerpo, Eduardo apretó las mandíbulas y tragó saliva, casi frenético por ser testigo privilegiado de aquel suceso tan demencial.
                (la cabeza de Freddy fue introducida en la bolsa)
                – ¡Joder! ¡Joder!
                Eduardo golpeó el auricular contra la mesa. El Jefe de Seguridad continuaba comunicando. Tendría que saltarse el protocolo y llamar él directamente a la policía.
                Fueron cinco segundos en que apartó su concentración del panel de monitores. En ese instante el maníaco estaba decapitando a su compañero Lucas. Fue teclear los dígitos correspondiente de la policía y fijarse en las pantallas para descubrir que el joven melenudo ya no estaba donde el mostrador del auxiliar de tienda.
                – ¡Mierda! ¡Cabrón!
                Saltó de cámara en cámara para intentar localizarlo. Conforme lo hacía, la operadora de la central de la policía se interesó por el motivo de la llamada.
                – Soy Seguridad del Centro Comercial Aurora. Es una emergencia. Un chiflado se ha colado antes de abrir el centro y ha matado a mi compañero y a un auxiliar de tienda.
                “Estoy intentando decírselo al Jefe de Seguridad del centro, pero no me coge. El recinto permanece cerrado cara al público.
                “Joder…  Por favor manden todas las dotaciones que puedan. El tipejo es peligrosísimo. Ahora voy a intentar… Oiga, ¿me recibe bien? Señorita… Venga…
                (un minuto perdiendo el tiempo)
                (el cable del teléfono cortado)
                Eduardo percibió la respiración acelerada y entrecortada. Estaba a su lado.
                Giró la silla y se encontró cara a cara con aquel semblante misterioso, cuyas facciones permanecían ocultas bajo una cortina de cabellos lisos, largos y sucios.
                – ¡Joder!
                Quiso levantarse y protegerse con la defensa, pero el filo del puñal oriental diseñó una hendidura sangrienta bajo la nuez de su garganta. La sangre brotó oscura sobre las palmas de sus manos, impregnándole la ropa del uniforme, formando un charco alrededor de las patas de la silla.
                El joven sonrió, enseñando la dentadura amarillenta.
                Aquella sería su cuarta cabeza.
                En cuanto la recogiese, abandonaría el lugar antes de que llegara la primera patrulla de la  policía…


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Dibujos escolares de mi sobrinito Gurmesindo

Nada. Primera tanda de una serie de dibujos escolares creados por mi sobrino Gurmesindo. Me los ha entregado su profesora, la seño Pepa Torralba, preocupada por la vertiente tétrica de los mismos. Hasta me ha preguntado si suelo tenerlo castigado con frecuencia. Yo le dije a la seño Pepa que eso se lo preguntara a los padres de la criatura, que yo solo soy su tío, no te jiba. Eso si, cuando visita mis dominios, si se sale de madre, le quito la video consola y se la entrego a Croqueta Andarina para que juegue un poco a Final Fantasía 25…

Primer dibujo del angelito: Yo opino que es simple ketchup sobre un mantel blanco, pero la profesora opina que son gotas de sangre sobre las baldosas blancas del suelo…

Segundo dibujo del artista en ciernes: En este caso, diría que es una muchacha que está de espaldas, contemplando un cuadro gótico del pintor Borguios Negrus, pero la maestra sostiene que es un espejo diabólico, donde se refleja el cadáver de la chica en cuestión ante el tocador de su dormitorio…

El tercer y último dibujito de esta primera muestra del arte del pincel del chavalín representa sin lugar a dudas a un renacuajo de río durmiendo la siesta. La seño Pepa me ha reprendido, señalándome a las claras que Gurmesindo se ha dejado influenciar por la fantasía de las leyendas locales, en este caso reflejando al Hombre Pez de Liérganes (Cantabria).

En fin. En cuanto llegué al castillo de Escritos de Pesadilla, me tomé siete aspirinas de sopetón con un vaso de  agua de la laguna Podrida. La buena mujer (me estoy refiriendo a la profe de Gurmesindo)  era demasiada charlatana para mi gusto, consiguiendo que sufriera de un dolor de cabeza de lo más molesto.
Con respecto a los tres dibujos, se los dí a Bogus Bogus para que los colocara con unos imanes sobre la puerta del frigorífico, a modo de adorno estético.
Al poco de llegar mi sobrino, le di unos cacahuetes por su acertada vena artística. Generoso que es uno…


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Le foie spéciale.

Relato de terror en homenaje póstumo y excesivamente tardío al primo sueco de Croqueta Andarina, el insigne y suculento, ejem, Edgar.

                – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.
                – Sí, papá.
                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.
                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…
                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.
                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…
                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.
                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.
                


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