Recuperación de un clásico de Escritos de Pesadilla: El Enanito de Jardín.

Vincent acudió a la caseta del vigilante del vertedero. Cargaba con un bulto considerable introducido en un saco de arpillera.
– ¿Qué demonios has encontrado que sea de tu interés esta vez? – se interesó Cassius, enfocándole con la linterna.
– Es una figura de jardín. Y está entera.
Lo depositó en el suelo y le quitó de encima la tela del saco.
– Joder, qué feo – exclamó el vigilante.
Era un enano deforme. Su rostro era terrible. Como si hubiera sido de cera y por la cercanía a una fuente de calor estuvieran fuera de sitio los rasgos faciales. Un ojo caía un centímetro del otro en la imperfección de la simetría más lógica. La nariz estaba retorcida y aplanada. La boca colgaba de medio lado. Y de las dos orejas, le faltaba una.
– No es un actor de cine. Es una figura decorativa para el jardín. Me viene de perlas. Con esta pinta, asustará a los críos del vecindario y ya no se me colarán para hacer gamberradas con las flores – declaró Vincent.
– Bueno, allá tú. Me están entrando escalofríos a mí de solo verlo – Cassius apartó el haz de luz de la linterna.
La escultura era horrenda de récord guiness.



Vincent situó el enanito justo entre las flores. Los crisantemos, los tulipanes y las rosas se lo iban a agradecer. De hecho pasaba el hijo del vecino, de siete años y al ver la figura, echó a correr por la acera hasta refugiarse en su casa.
– Así da gusto ver tu efectividad, je, je. Te voy a llamar Mr. Scary. Sigue espantándomelos. No quiero que ninguno pise ni una brizna de la hierba de mi jardín – dijo Vincent, pasándole la mano por encima de la cabeza.
Esa misma noche durmió de manera muy relajada.
En los días venideros sus flores continuaban ofreciendo el aspecto agradable del día anterior. No se apreciaban pisadas de los niños sinvergüenzas que solían entrar para jugar al fútbol cuando el no estaba presente en casa.
Entonces fue cuando desapareció el hijo de los Garrinsons. Tenía ocho años. Vincent estaba espantado al igual que el resto del vecindario. Una cosa es que no le cayeran los pequeños en gracia, y otra que pudiera haber un secuestrador merodeando por la zona residencial de Greenleaves.
La policía del condado hizo preguntas a todos los residentes y poco pudo sacar en claro.
Lo peor vino a los pocos días.
El hijo pequeño de los Huggins, Teddy, de seis años, había desaparecido del mismo modo que el primero.
Vincent empezaba a mostrarse muy nervioso.
Eso llamó la atención de la policía.
Cuando menos se lo esperaba, acudieron a su casa con una orden de registro.
No encontraron nada que pudiera incriminarle, hasta que un agente se fijó en la figura ubicada entre las flores.
– ¿Qué coño es eso? – preguntó el agente Jones.
– Un enanito de jardín. Se llama Scary. Lo puse para que los críos del vecindario dejasen de tocar las plantas – le aclaró Vincent.
El aspecto de Vincent era deprimente. Llevaba una semana y media sin haberse lavado, sus ojeras eran muy pronunciadas y estaba vestido con una simple bata. También llevaba cierto tiempo sin haber acudido al trabajo y estaba al borde del despido.
El agente revisó la figura más de cerca. Pudo percatarse que estaba situada sobre un montón de tierra recién removida y aplanada.
– Joder. Hay que cavar aquí – ordenó a sus hombres.
Media hora más tarde, el jardín bien cuidado de Vincent quedó convertido en la escena del crimen. Fue precintado. Acudió el médico forense de la policía para identificar los restos depositados debajo de la figura del enanito de jardín.
Vincent estaba aterrorizado.
¡Él no los había asesinado!
Había sido Scary.
El enanito que impedía que los niños le destrozaran las flores con sus gamberradas.
Los agentes tuvieron que esposarle y alejarle del lugar en un coche patrulla por motivos de seguridad del propio inculpado.
Era una localidad pequeña. La voz había corrido de casa en casa y los vecinos estaban indignados. Si no se lo llevaban, tendrían que protegerlo allí mismo de un intento de linchamiento popular.

Un año más tarde Vincent Stew fue condenado a la pena capital por el secuestro y posterior asesinato de dos niños de Greenleaves.

Mientras, el enanito de jardín estaba depositado de nuevo en alguna parte del vertedero cercano.
La mueca de su boca sonreía con malicia.
Él siempre había sido así.


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La posesión de Kevin (Espíritus Inmundos 1ª Trama).

Es época navideña. Por tanto corresponde repescar algún relato añejo y poco leído por su antigüedad en el blog, ambientado en estas fechas tan hermosas. Espero que esta vez este relato sea un poco más valorado, pues cuando lo escribí hace uno año y pico, me gustó. Se titula realmente “Espíritus Inmundos. 1ª Trama”. Luego hay un segundo relato con el mismo título y “2ª Trama” como distintivo de la saga.

Kevin Stacey era feliz. Tenía una esposa estupenda y dos hijos maravillosos. Eran la típica familia de clase media americana. Vivían en una barriada donde había de todo, gente obrera, marginada y familias que casi siempre pasaban apuros a finales de mes, que ya era toda una hazaña tal como estaba el país, con el paro en lo alto de la cumbre gracias a los dos mandatos del peor presidente de toda la historia. Kevin y su familia estaban entre los que pasaban apuros para llegar a final de mes, pero aún así su satisfacción era plena. Vivían en un piso de la quinta planta de un edificio de alquiler que pertenecía a un supervisor de origen alemán que tenía en propiedad otras tres edificaciones más a lo largo del barrio. El alquiler era asumible por los dos sueldos que entraban en el hogar. Kevin era vigilante armado de un banco, y su mujer Kelly trabajaba a tiempo parcial de cajera en un supermercado local. Los niños estudiaban en una escuela pública, y de vez en cuando contrataban los servicios de una canguro para pasar los dos un rato junto a solas en el cine o en un restaurante que fuera asumible para su economía de gastos mensuales. Y una vez al año, pues Kevin no podía permitirse unas vacaciones normales, disfrutaban de una semana de asueto en visitas a parques nacionales o de acampada en tienda de campaña con los vecinos del segundo, un matrimonio sin hijos y con el cual guardaban una gran amistad.
Así era Kevin. Así era su familia.

Un año, en plenas navidades, con la ciudad cubierta de nieve, Kevin regresaba del largo turno diurno a casa. Habían sido doce horas, de ocho a ocho de la tarde. Estaba cansado, con ganas de pillar una buena ducha, vestirse algo cómodo, cenar con los suyos, tumbarse sobre el sofá y ver algo en la televisión antes de irse a la cama, que mañana tendría que volver a la custodia del banco. Realmente, el espíritu de la navidad estaba muy arraigado en la familia, aunque Kevin y Kelly no fuesen especialmente ni muy devotos ni practicantes de la religión católica a la que por tradición pertenecían. La asumían con la alegría de ver lo bien que se lo pasaban Ted y Nataly, quienes a sus cinco y ocho años respectivos, vivían la llegada de Santa Claus con la típica ilusión que se tenía a esas edades. Esa tarde en que volvía a casa hacía bastante frío, sobre los dos bajo cero, pero lo llamativo para Kevin fue la sensación de que hacía mucho más dentro de su propio piso. Al abrir la puerta notó un cambio drástico de temperatura y conforme avanzaba por el recibidor, el frío era más acusado. Tocó el radiador más cercano para ver si acaso había vuelto a fallar el sistema de calefacción central del edificio, pero este estaba funcionando correctamente, notando la calidez bajo la palma de la mano. Era extraño. Aventuró que a lo mejor Kelly había abierto las ventanas para airear algo el piso antes de que él llegara, pero no encontró ninguna de las hojas de las ventanas subidas. Y lo más llamativo. No encontró a nadie de su familia.
Registró todo el piso. Las dependencias estaban en un estado de normalidad, y la mesa del comedor estaba preparada para empezar la cena. Entró en la cocina y vio la comida sobre el mostrador recién hecha y dispuesta para llevarla a la mesa. 
Pero Kelly
– Kelly – la llamó
ni Ted
– Teddy
ni Nataly
– Nataly
Ninguno de los tres salió a la llamada de sus nombres, pues todos estaban ausentes.
Kevin se empezó a poner nervioso. Su trabajo consistía en mantener en lo posible la compostura bajo presiones extremas al ser el máximo responsable de la seguridad en el banco donde trabajaba. A veces cuando llegaba la crisis como él la llamaba, había que respirar de manera profunda y contar hasta cien antes de perder los nervios y liarse a tiros con el atracador que amenazaba a la cajera con una navaja automática. Claro que en este caso no se trataba del jodido dinero del banco, o de la vida de una extraña que simplemente se limitaba a saludarle y despedirse de él cuando entraba y salía de su turno de trabajo en el banco. Se trataba de su mujer y de sus dos hijos.
Era su propia sangre la que estaba en juego.
Tenía que averiguar lo antes posible qué demonios les había pasado. No encontró signos de resistencia. Todo estaba en orden. No faltaba nada. No había sangre por ningún lado. Se dejó caer de rodillas, desesperado, y juntó ambas manos. Quiso rezar una plegaria:
– dios mío, por favor no me hagas esto…
Estuvo sesenta segundos sin reaccionar, hasta que decidió que lo mejor era ya llamar a la policía. Fue hacia la mesita del corredor principal donde estaba ubicado el teléfono inalámbrico insertado en su cargador. Antes de llegar vio como la mesa se tambaleó un poco y el teléfono salió volando de su cargador para impactar sobre su cabeza contra la pared hasta quedar del todo inservible para su uso. Kevin miró en derredor suya. No vio nada. Estaba solo, pero algo había cogido el teléfono y se lo había lanzado a la cabeza. Entonces escuchó una serie de sonidos procedente de la cocina. Fue corriendo. Al quedarse en el quicio pudo ver que toda la comida con la vajilla y la cubertería estaban tiradas y diseminadas sobre el suelo. La luz del techo chispeó un par de veces y se apagó. La sensación de frío era ya terrible. El aliento cobraba formas arbitrarias conforme respiraba cada vez más aceleradamente. Salió de nuevo al pasillo principal y desde la entrada al salón vio avanzar una figura oscura. Estaba situada a gatas y parecía una sombra en un antinatural relieve. Se le fue acercando gateando a trancas y barrancas. Un gruñido hosco surgía de su garganta.
Kevin – le siseó la criatura.
Kevin lo veía llegar con el espanto de quien ve un hecho de difícil explicación. Eso no podía estar sucediendo. No en su propia casa.
La sombra se le acercó por completo y alzó su rostro.
Kevin sintió una fuerte convulsión antes de perder el conocimiento y caer al suelo.

– Papá…
– ¡Kevin! ¿Estás bien, cariño?
Poco a poco fue recuperando la consciencia. Estaba rodeado por su familia. El piso estaba nuevamente como debería haber estado desde que entró hacía media hora por su puerta de entrada.
Se puso en pie con la ayuda de Kelly.
– Papá, papá, te has caído y te has hecho daño- se interesó Nataly.
Kevin no dijo ni palabra.
Pasado el susto, se fueron a cenar. Fue una cena muy atípica, donde Kevin no quiso ni hablar media palabra con su familia. Kelly estaba preocupada. Su marido estaba teniendo un comportamiento extraño. Los niños estaban tristes porque su propio padre no les hacía caso, y su madre prefirió llevarlos al cuarto de juegos para que no siguieran viendo el semblante serio y taciturno de Kevin.
Cuando Kelly regresó del cuarto vio como Kevin se disponía a salir de casa.
– ¿Qué haces? ¿Se puede saber qué te ocurre?
Kevin ni se molestó en mirarla. Abrió la puerta y salió. Kelly se situó en el quicio y lo vio dirigirse hacia el ascensor. Estaba indignada.
– ¿A dónde crees que te vas? Contesta. Has fastidiado el día de los niños y piensa que te puedes ir así de rositas, sin dar ni siquiera una sola explicación.
Las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Kevin avanzó dos pasos hacia su interior. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor inició su descenso, Kelly cerró la puerta del piso de un fuerte portazo.

El callejón no tenía salida por el fondo. Estaba situado detrás de un restaurante ruso de poca monta y estaba decorado con los contenedores de la basura y algún que otro mueble viejo y abandonado. La nieve lo recubría todo. Solía estar frecuentado por gente sin techo que se refugiaba entre cartones para dormir a la fresca, pero en esos días invernales tan inclementes preferían el subsuelo del metro. Entre dos de los contenedores de basura estaba Kevin. Agazapado, sentado casi sobre sus talones, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba tiritando. Lo notaba. Pero no podía ejercer dominio sobre su cuerpo. Estaba controlado por otra entidad. La entidad estaba refugiada en su mente. Y le estaba enloqueciendo con sus blasfemias. Y sus risas malignas. Le hablaba por dentro en lenguas extrañas que Kevin no entendía. Y le hacía de adoptar las posturas que él quisiera. Si lo deseaba, le hacía de arañarse su propia cara. O de comerse los mocos. O de hacerse sus necesidades encima.
Kevin no entendía la razón de que aquella entidad hubiera reclamado su cuerpo. Ni comprendía cómo había surgido en el corazón puro de su hogar. Nunca habían tenido interés en temas ocultos, ni habían practicado algún tipo de juego peligroso como el de la ouija. Pero allí estaba. Dentro de su interior. Haciéndole ya la vida imposible. Deseando que morir fuese una solución a sus males. Pues su familia no merecía soportar su sufrimiento incurable.
Tras cinco horas atrapado y constreñido en esa postura, lo que anidaba ahora en su interior le hizo de alzarse. Eran las tres de la madrugada. Enormes copos con la turgencia del algodón caían sobre sus cabellos y los hombros. Fue avanzando en un caminar desigual hacia la otra calle. No se veía a nadie. El frío era intenso. Tenía las manos congeladas. Los pies ya ni los sentía.


Las voces…


Continuó andando un buen trecho por las calles del barrio. En un momento determinado llamó la atención de un agente de policía que estaba resguardado dentro de su coche patrulla.
– ¡Oiga, señor! ¿Está usted bien?- se interesó el policía.
Al ver que no le hacía caso, puso en marcha el vehículo hasta situarse al lado de Kevin. Asomó la cabeza por la ventanilla y lo contempló tal cual era. Se asombró de que aquel hombre no estuviera al borde de la hipotermia. Su estado revestía una gran gravedad. Tenía el rostro surcado de múltiples arañazos y los nudillos de las manos agrietados y sangrantes al igual que las uñas rotas y melladas de restregarlas contra los ladrillos del callejón sin salida.
– Cristo. Te has auto lesionado tú mismo, ¿verdad? ¿Qué te has metido, hijo?
Kevin escuchaba la voz del policía.
Pero por encima de aquella voz sobresalían las voces que le atormentaban en las últimas horas.
Las voces que le habían destruido una vida idílica.
Las voces que le había separado de su familia.
Esas puñeteras voces.
¡Callaos de una puta vez! – gritó Kevin en voz alta, llevándose las manos a los oídos.
Y entonces
– Relájate, chico. Levanta las manos. No hagas nada raro. Si te comportas, te llevaré a que te vea alguien para que te examine – le estaba diciendo el policía.
Entonces la cosa que le dominaba le hizo de revolverse hacia el agente, buscándole el cuello con las manos semicongeladas,
– Qué haces…
haciéndole de apretar y apretar hasta que…
un tiro del arma del policía le dio de lleno en la cabeza y le hizo caer desplomado de espaldas sobre el colchón de nieve.
Kevin miraba hacia el firmamento.
Parecía que estaba formando ángeles en la nieve con los brazos extendidos
– Maldito hijo de puta. Qué coño te has metido, que casi me matas…
ahora descansaba libre de toda presencia enfermiza en su interior
estaba libre
estaba feliz

lo único que lamentaba era que ya nunca más iba a volver a ver a Kelly, Ted y Nataly.


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No minusvaloren al animal que gruñe. (Never underestimate the animal grunts).

 Bueno, aunque maltrecho, Robert “El Maléfico” vuelve, y con un relato algo largo. Lo he escrito en el día, porque ahora dispongo de horas, que hay que alejar la mente de la basura maloliente que prolifera por el planeta tierra, ja ja.
                   

                    15 de abril de 1990


                 07:50 horas.

                – “Aquí Moggie “Faster”, formando parte íntima de vuestra estrepitosa mañanita laboral, desde la Z451 de Glen Cove, Long Island, donde nuestras ondas fluctuantes se extienden por toda la zona septentrional de la bendita Costa Este neoyorquina.  Despiértense y relájense, conduzcan con puñetera mesura los que en estos momentos tengan el agravante de dirigirse a sus puestos de trabajo, y quienes haraganean en casita, ya sea dados de baja por enfermedad venérea o por un accidente profesional como agente secreto de la CIA, o simplemente escaqueándose de la ominosa presencia del jefe por una mañana (que echar una cana al aire cada cien años nunca viene mal), permanezcan atentos a nuestros servicios informativos. Precisamente les recomiendo que presten atención debida al informativo de las ocho de la mañana. Según Molly, hay una noticia tremebunda, que llena de desasosiego a las fuerzas públicas. Pero hasta que llegue ese instante, les voy a alterar los músculos sedentarios con el frenesí hertziano de Jimmy Hendryx, con su ardiente “Fire”, procedente del mismísimo epicentro del “Coloso en Llamas”.

                Luke movió la aguja del dial, sintonizando otra emisora más seria.

                – “… se cree que fue debido a la negligencia de uno de los empleados del turno nocturno, que al limpiar el comedero, dejó la puerta de la jaula simplemente cerrada, sin utilizar la pertinente llave de cierre como medida de seguridad. En estos momentos de plena confusión, dos dotaciones del parque municipal andan en su búsqueda y captura, con la inestimable colaboración de la Jefatura de Policía Local, amén del cuerpo comarcal de bomberos. Se requiere la mayor prontitud posible para la recuperación del mono, porque al pertenecer a una especie tan exótica y al carecer de la dieta alimenticia que se le sirve en el zoológico, el transcurrir de las horas podría redundar de forma negativa en el delicado organismo del animal.
                “Si alguno de ustedes detecta su presencia, hagan el favor de notificarlo a la centralita de la policía local, llamando para tal efecto al siguiente número:
                                                  1133

                “Repito de nuevo el número:

                                             1 – 1 – 3 – 3

                “Reincidimos en la relevante importancia de su recuperación para el zoológico de  Massapequa. Su pérdida sería irremplazable para el municipio, y en especial, para los jóvenes seguidores de las gracias y tiernas travesuras del mono-titi, bautizado con el nombre ya popular de “Poky”.

                Apagó la radio. Estaba ya próximo al edificio de acero y vidrio de la revista sensacionalista “Illustrated Matters”. Hizo introducir el vehículo por el acceso que conducía al aparcamiento subterráneo, descendiendo por tres rampas sucesivas y pronunciadas de hormigón armado, hasta adentrarse en la galería número siete, estacionándolo entre un estridente Mustang amarillo limón y un Talbot gris metalizado. Se pasó el pañuelo de seda fina que le había regalado su media costilla en las pasadas navidades por las muñecas de las manos, secándose el sudor frío tamizado por los finos poros de la piel discretamente bronceada.
                “Venga. Venga. No te echarás ahora atrás. EN ÉSTOS MOMENTOS.”
                Abrió la tapa de la guantera, recogiendo las gafas de sol Ray Ban ocultas entre un amasijo de panfletos publicitarios. Cerró los ojos, recapacitando por unos instantes.

                “Dios. La vida es como un tren. Sólo pasa una vez, y si lo pierdes…”
                VENGA. DÉJATE DE SIMILES. NO TE ACOBARDES. DEJA DE SER UN CONDENADO BLANDENGUE  POR UNA DICHOSA VEZ EN TU VIDA SOSA Y ABÚLICA.
                SE VALIENTE. DECIDIDO. ESTA EXISTENCIA TERRENAL QUE TE HAN PREDESTINADO ES UNA MIERDA.
                “Si tú lo dices…”

                Su identidad física resopló para liberar parte de la presión que lo martirizaba con la consistencia de un fármaco laxante y salió decidido a consumar lo que llevaba planeando desde la última semana, caminando resueltamente hacia una de las puertas automáticas de los ascensores alineados al fondo de la galería siete. Cuando se abrieron las puertas, se incorporó en su interior con la presteza aparejada a la impaciencia. El ascensor hizo plegar los cierres herméticos en silencio reverencial, disponiéndose a elevarle hacia la azotea de pizarra del obelisco metropolitano.


                09:05 horas.

                – “Bien, chicos y chiquitas. Tras escuchar este temilla molón de la insuperable Tina, vamos a proceder a la tercera tanda de llamadas, enmarcada dentro de nuestras “Confesiones Íntimas al Resto de la Nación Americana”.
                (un breve impasse de incertidumbre)
                – “Disculpen esta breve desconexión. Una vez que la eficaz y sensual Molly se ha hecho con los mandos en la sala de control, poseídos por unos instantes por los traviesos duendecillos de las ondas, vamos a recibir las divagaciones introspectivas del primer oyente de este tercer lote de dislates parlantes. Recordemos que se accede a esta línea de diálogo desenfadado cada cuarenta y cinco minutos, en horario de emisión desde las siete de la mañana hasta las diez. Para entrar en contacto con un servidor, no hay nada más que marcar el 123-45-71 y jurar sobre la biblia que todo lo que usted diga luego podrá ser utilizado en su contra en la declaración de la renta.
                “Bien, parece que ya tenemos una llamadita presurosa por salir al aire.
                “¿Está usted ahí?
                – “¿Moggie Faster? ¡Coño! ¡Estoy teniendo un comienzo de día de la leche!
                – “Sí, soy EME-EFE. Tú debes de  ser… ¡un atún en escabeche! Ja, ja. Molly me muestra el cartel con tu nombre de pila. Te llamas Isaías, ¿verdad?”
                – “Ajá.”
                – “Te podrís extender un poco, jolines.”
                – “¿Cómo dices?”
                – “Quiero referirme a que, aparte de tu nombre de pila, tendrás un apellido distintivo que se ocupe de adornarte como si fueras un arbolito de Navidad.”
                – “Me llamo Isaías Douglas Brooks.”
                – “Bien, Isaías. ¿A qué se debe tu telefonazo? Aunque de paso también podrías indicarnos desde dónde nos llamas.”
                – “Llamo desde Massapequa.”
                – “Eso queda en el acojonante condado de Nassau, Long Island, amigo.”
                – “Je, je. Así es, Faster.”
                – “¿Y el motivo de la conferencia interurbana?”
                – “Verás, Moggie. Estoy en una cabina telefónica, situada en la calle George Washington, justo enfrente de la “Illustrated Peak”.”
                – “¡Uaoo, Isaías! Ese es un rascacielos despampanante de guapo. Si es que no me confundo de edificio.”
                – “No. No andas mal encaminado, Moggie. Es un edificio de oficinas, donde aparte de tener el Manhattan Bank la sede principal, está una de las delegaciones de la revista “Illustrated Matters”, motivo fundamental por el cual se conoce a ese bloque de vidrio, acero y hormigón.”
                – “Sí. Sin duda es una de las Ochenta Mil Maravillas del Mundo.”
                – “Bueno. A lo que iba, Moggie…”
                – “Adelante, Hermano Isaías. Abre tu corazón hermético y emponzoñado al mundo de las ondas. Se te otorga el don de la ubicuidad.”
                – “He vislumbrado la presencia del mono.”
                – “Carajo, chico… Ese ruido de papeles arrugados se debe a la cantidad de folios dispersados sobre mi mesa. De la impresión, acabo de estropear una fotografía ampliada de Mariah Carey, disimulada entre las páginas de mi guión. Y si me cargo a la musa de mis sueños, es que la noticia me ha afectado más de lo debido. Cuando se me hace partícipe de tamaña información en forma de exclusiva, me cala hondo, me acelero y empiezo a recitar los versos de Bob Dylan en un rapeo agitadito.”
                – “¿No te estarás mofando de mí, Moggie?”
                – “Por Dios, muchacho. Es que ese renombrado mono-titi aparece ya hasta en la sopa Campbell.  ¿No lo podrías dejar mal aparcado en la mitad de un paso a nivel, encaminándote hacia otros derroteros más interesantes?
                “Carajo, Moggie Faster, purifícate el alma porque acabo de ver al angelical Poky…” “Menuda exclusiva con más poca chicha que me das, nene.”
                – “En primer lugar, para que te enteres, no se trata de ese puñetero mono-titi del zoológico.”
                – “¡Efectivamente, Isaías! ¡Era uno de los hijos raciales y desgarbados de la sociedad desorganizada americana, fugado de uno de los correccionales estatales!”
                – “Tómame en serio, tío. Se trataba de un simio enorme.”
                – “Enormemente grandioso como el dolor de cabeza que me estás ocasionando al insistir con las andanzas del repelente monito.”
                – “Pero, Moggie. Era grande. Medía casi los dos metros de alto y era tan corpulento como Pat Ewing.”
                – “Más vale que Pat no sea un oyente asiduo, porque si no estamos perdidos.”
                – “Escucha de una puta vez.”
                – “Antes de que prorrumpas en epítetos descalificativos hacia la emisora y un servidor, quiero integrarme en este galimatías que estás ofreciendo en vivo y directo, Hermano Isaías. Veamos. ¿Cuántas cervezas has trasegado en el Pub de “La Cierva Ebria”?”
                – “No soy un maldito borracho de fin de semana, Moggie. Mi profesión es estrictamente callejera,  cierto, pero profundamente honrada. Soy un barrendero municipal, y al limpiar la parte posterior del edificio, pues esa zona me compete, aprecié como una sombra alargada y ligeramente encorvada hacia delante, iba dirigiéndose por el muelle de carga y descarga, que por cierto, a algún memo del servicio interno del rascacielos se le ocurrió dejar la persiana metálica a medio bajar, para que entrase cualquiera.”
                – “Y se le ocurrió buscar un cálido refugio a un indigente de la comarca.”
                – “No. Me acerqué valientemente a hurtadillas, y cuando estaba a punto de perderle de vista, con la luz dilatada de uno de los focos dispuestos en un soporte del edificio, pude vislumbrar la espalda peluda del animal. Aquello era un gorila.”
                – “¿No sería el dichosamente añorado Poky?”
                – “¿Qué dice?”
                – “El abominable mono-titi trasladado el año pasado al zoo desde Tailandia, y en paradero desconocido desde esta madrugada.”
                –  “Que va. Era un maldito orangután de dos metros y medio de envergadura, que caminaba resueltamente erguido a dos patas, eso sí, bamboleándose de lado a lado como el dichoso King Kong.”
                – “¿No habíamos quedado en que era un gorila?”
                – “Oye, tío. Sólo soy un modesto barrendero de ciudad. Un absoluto profano en la zoología. Para determinar su especie, están los biólogos.
                – “Relájate, Hermano Isaías. Que si no mando a Molly que corte la llamada.”
                – “Una vez dentro, recogí el capazo de los utensilios, el carro de la basura y me alejé calle arriba todo escopetado. Para recuperarme de la impresión, he consumido dos tilas. Ahora que estoy más sereno, he decidido dar el paso adelante, para afirmar de la existencia de ese bicho peludo.”
                – “Dime una cosa. ¿Por qué no se lo has notificado a la policía? ¿O a los Bomberos?”
                – “Joder, Moggie. No me creerían.”
                – “Así que te basas en el inmenso poder que desde nuestra emisora ejercemos sobre el gobernador de Nueva York, para que tu chifladura sea tomada en serio.”
                – “No, coño. Creía que con tu influencia desde las ondas, lograrías convencer a la policía para que actuase en consecuencia, dado el peligro que representa que ese animalejo ande suelto por la ciudad.”
                – “Yo no he visto a Poky, Hermano Isaías. Por desgracia, tampoco hay ninguna recompensa por facilitar su captura, aparte de entradas con descuento para un fin de semana si tuviese hijos, cosas de las que afortunadamente aún carezco dentro de mi matrimonio de conveniencia con una chica samoana por el tema de conseguirle así la tarjeta verde, je, je.”
                “Y presumo que tú TAMPOCO lo has visto. Tu imaginación hiperactiva mañanera te ha debido de jugar una mala pasada. Todos solemos estar medio tarados a las siete de la mañana, hermano.”
                – “Estaba en sano juicio. ¡ESTOY EN MIS CABALES! Dios, era un simio enorme.”
                – “Bueno, chaval. Al menos los inquilinos del susodicho edificio ya están puestos sobre el aviso de la invasión de cucarachas. Así que ya saben. Sólo les quedar llamar a una brigada de exterminio de bichejos, ja, ja.”
                – “Pero, Faster. Moggie. Cabrón, escúchame sin luego burlarte, coño.”
                – “Lo siento, Hermano Isaías, pero no vas a ganar tu huequecito en el Cielo con esa boca tan sucia, y menos con las mentiras tan gordas que sueltas para que un trocito de los Estados Unidos te escuche boquiabierto todas las chorradas que estás profiriendo desde hace cinco minutos que estás con nosotros. Recapacita, ya has consumido más fama de la necesaria. Hay que dar paso a más oyentes. No hay que ser egoísta.”
                – “¡Condenado Moggie! ¡Así te den! “
                – “Se agradece tu interés desmedido por los simios.”
                Sin esperar a más, la chica de control cortó la conexión.
                Moggie Faster se comunicó con ella a través de gestos muy explícitos. Sin duda era el primer latazo indigesto de la tercera ronda de llamadas. A ver si con el siguiente radioyente del programa había mucha más suerte.


                09:17 horas.

                “ATENCIÓN UNIDAD DOCE, ATENCIÓN UNIDAD DOCE. DEJEN LA BÚSQUEDA DE FORMA INMEDIATA, CENTRÁNDOSE EN DIRIGIRSE AL RASCACIELOS DE LA REVISTA “ILLUSTRATED MATTERS”, UBICADO EN EL 27 DE LA CALLE GEORGE WASHINGTON.”
                “REPITO: DIRÍJANSE AL 27 DE LA CALLE GEORGE WASHINGTON.
                HAY UN SUJETO ERGUIDO SOBRE EL PRETIL DE LA AZOTEA, CON CLARAS INTENCIONES DE SUICIDARSE.
                REPITO: TENTATIVA DE SUICIDIO EN LA AZOTEA DEL EDIFICIO COMUNMENTE CONOCIDO COMO LA “ILLUSTRATED PEAK”.”

                -Recibido.
                El agente Tony López contempló con descarada burla incontenida a su compañero de patrulla que iba al volante.
                – Se te acabó el safari urbano, Norman – le dijo, sonriendo como un payaso de circo jubilado en la década de los sesenta.
                Norman meneó su inmensa humanidad sobre el asiento de cuero desgastado, agitando la cabeza al igual que el toro que recibía el sorpresivo primer par de banderillas en pleno lomo, indignado hasta la coronilla.
                – Cojones de tío. Tenía que salirnos un gilipollas con escaso apego a la vida, ahora que andábamos relativamente cerca del rastro del mono ese. Adiós a las expectativas bien fundadas de lograr un buen ascenso y aumento de sueldo.
                – ¡Adiós, adiós! – se le mofó López, despidiéndose simbólicamente del ascenso, haciendo oscilar la palma de la mano derecha.
                Norman se puso colérico, como si le hubiesen inyectado una triple dosis de bilis.
                – ¡Que te fumiguen, López! Nunca te tomas nuestra profesión en serio. En un futuro no muy lejano me veo depositando un tiesto de geranios de plástico sobre la lápida de tu tumba.
                López se vio invadido por un acceso de hilaridad.
                – ¿Ah, sí? ¿Eso piensas?
                Su compañero le clavó la mirada por el espejo retrovisor.
                – Sin dudarlo – sentenció.
                – Vaya, vaya. Si antes no me precedes tú, aquejado por los síntomas inherentes a la inanición precoz – siseó López, cosquilleándole la notable barriga con la punta de la porra.
                Norman se tragó los mocos, apretando el volante entre las manos para evitar descarrilar el vehículo contra un buzón de correos. Frenó a tiempo, retorciendo el cuello hacia López.
                – ¿Estás loco o qué? A pocas nos estampamos contra el jodido buzón.
                El otro agente estalló en una nueva sucesión de carcajadas.
                – Eres muy deficiente como conductor, Norman. Demasiado inútil. Un conductor competente, se habría estrellado contra el escaparate de esa pastelería.
                Norman puso todo su empeño para auto controlarse. Resultaría tan fácil extralimitarse en sus funciones como representante de la ley. Tan sencillo, que no merecía la pena siquiera intentarlo. Quince años de carrera en el cuerpo no podían desperdiciarse en una absurda pelea con aquella persona de tan poco fundamento. Respiró para sus adentros, haciendo regresar el vehículo sobre la calzada, haciéndolo doblar por la intersección de las calles “Brisbane” y “New Hope”, dirigiéndose con posterioridad como una centella hacia la “George Washington”.




                09:21 horas.

                Luke permanecía rígido como una escultura de cuerpo entero de granito, atontado por el efecto distorsionador del vértigo. Observaba, fascinado y aterrorizado a la vez, el hormigueo incansable de curiosos insanos, depredadores del morbo, observándole recíprocamente desde el lejano firme, doscientos metros más abajo, en las inmediaciones del rascacielos.
                Anduvo unos pasos descompuestos por el reborde del pretil.
                Contuvo la respiración.
                El público asistente rugió preso del pánico y la inquietud.
                – ¡No! ¡No te tires!
                – ¡No lo hagas!
                – ¡Reflexiona por unos instantes: La vida es bella!
                – ¡Piensa en tu futuro!
                – ¡En cómo dejarás a tu familia!
                – ¡Reconocemos que Priscilla cocina fatal, pero no es un argumento lo suficientemente consolidado como para…!
                Eran voces lejanas, preternaturales, difícilmente captables a partir ya del décimo piso, y muchísimo menos por el sistema auditivo de Luke, pues si el capricho de lo imposible hubiera querido que las escuchara, las rachas del viento que azotaban en la cúspide del edificio las hubiera deformado, alterando su posterior significado.
                Luke se tapó los ojos con las manos, balanceándose sobre el pretil de acero de apenas medio metro de alto. Silbó los acordes de la emotiva canción “Save the last dance for me”, de “The Drifters”, a modo de sedante.




                09:25 horas.

                Norman estaba firmemente decidido en hacer zanjar el asunto escabroso del suicidio en menos tiempo del que se tardaba en liarse una tagarnina arrebatada a un “camello” de poca monta. Ni siquiera estaba dispuesto a esperar la llegada del psicólogo. Estacionó el coche patrulla enfrente del “Illustrated Peak”, subiendo el flanco derecho por encima del bordillo de la acera, espantando a propios y a extraños, abstraídos en la contemplación de la oscura silueta, recortada en su indecisión permanente en lo alto del edificio. Hizo apagar la estridente sirena y las luces de destello intermitente del techo, bajando acompañado de Tony López. Se abrió paso por la multitud aglomerada, balanceando la porra con efecto intimidatorio, espetando a los presentes a grito pelado:
                – ¡Paso! Dejen paso. No estorben. No obstruyan la labor de la policía.
                Iniciando la subida de la escalinata de tan tremendo edificio, les abordó un sujeto mestizo de corta estatura, espantosamente acicalado, ataviado con un traje de pata de gallo, que le quedaba profusamente grande y holgado. Cogió a Norman del antebrazo derecho sin miramientos, deteniéndole en su precipitada ascensión.
                – ¡Qué diantres! – bramó el policía en pleno rostro del recién llegado.
                – Miren. El individuo está ahí arriba – les señaló a ambos aquel hombre horriblemente trajeado. Inmediatamente se les presentó como el Redactor Jefe de la revista “Illustrated Matters”. – El empleado se llama Luke Dorchester. Lleva cinco años en la sección de sucesos violentos. Por amor de Dios, por el prestigio de nuestra empresa, eviten la desgracia que se nos cierne encima.
                El policía robusto se contuvo por segunda vez en lo que llevaba de servicio, contando hasta cien de diez en diez. Cuando desaparecieron los rescoldos atribuidos al deseo ferviente de deshacerse del Redactor Jefe de un empellón escalones abajo (eso serían unos veinte metros de caída), lo miró con cierta fijeza a los ojos, casi insensible a la tragedia humana.
                – Se evitará en la medida que se pueda. Dígame, ¿el memo está desesperado por algún motivo de faldas? ¿Ha sufrido más broncas de las debidas últimamente en el trabajo?
                – No.
                – ¿Decepcionado por no escalar en la estructura organizativa de la empresa?
                – Nada de eso. Luke ya sabe que es un periodista muy mediocre y que nunca llegará a nada.
                – ¿Anda sumido en alguna depresión psicológica, de índole afectivo?
                El Redactor Jefe asintió apresuradamente a la última de las hipótesis barajadas por el grueso agente de policía. Su rostro ovalado y enjuto era todo un poema mal rimado.
                – Sin duda todo tiene que relacionarse con el reciente fallecimiento de su padre. Murió de cáncer intestinal. Tenía costumbre de abusar de salsas picantes mejicanas.
                – No me diga – Norman entrecerró los ojos, mirando a López por el rabillo del ojo.
                – Sí. Debió de resultarle todo tan penoso para él, que supongo que aún no ha logrado asimilar la pérdida. El cáncer no sólo mata a los seres queridos, sino que deja unas secuelas del todo depresivas en los familiares de los afectados, quienes velan día y noche en los hospitales, día tras día, esperando el desenlace final. Es tal la tensión que se acumula, que llegado el instante del fallecimiento, se sumen en una postración anímica, y el abatimiento general se apodera de ellos. En mi opinión, éste es el caso concreto ante el que nos hallamos.
                – Disculpe. ¿A qué caso se refiere?
                – Dios mío. ¡El caso de Luke! – el Redactor Jefe apreció por fin la frialdad de Norman. No tardó ni medio segundo en experimentar animadversión hacia el agente. – Dispuso de un año sabático, pero al parecer no le ha servido de nada. Además está Priscilla.
                – ¿Y esa, quién es? ¿Su fulana de medianoche?
                – ¡No! Es su mujer. Es terrible. Un verdadero tormento chino – el jefe de Luke Dorchester enfatizó en la presunta crueldad de la esposa del empleado, arqueando los dedos de ambas manos, enseñando la fila superior de la dentadura y entrecerrando los párpados, presentándola como una bruja medieval que mereciese ser arrojada a las llamas purificantes de una hoguera inquisitorial – Es fea de narices, no se calla nunca y encima la individua es miembro integrante del Ejército de Salvación.
                Norman alzó nuevamente el rostro, en búsqueda de la localización visual del suicida.
                – Ese petimetre no se lanza. Lo digo yo.
                “Antes caeremos los dos – sentenció con nula delicadeza, reanudando la ascensión por la escalinata, entrando definitivamente en el edificio.
                Con Tony López pisándole los talones, cruzaron el desértico vestíbulo de recepción, enfrentándose a los ascensores. Tony se fijó en algo que le llamó seriamente la atención. Estaba depositado en un rincón, cerca de un dispensador de agua.
                – Mire lo que hay aquí, Gran Jefe.
                – ¿Qué demonios es eso?
                – No sé. Tiene una gran similitud con algún tipo de excremento.
                – Increíble – suspiró Norman, asqueado al comprobar como su compañero no erraba en la descripción de la acumulación de textura blanda y oscura en forma de una enorme morcilla.
                Se olvidaron de la deposición al abrirse uno de los ascensores. Norman le indicó taxativamente a su compañero que permaneciera allí, mientras él ascendía hasta la azotea para dar buena cuenta de la locura emocional de Luke Dorchester.
                – No quiero que ningún pretencioso botarate que se las dé de psicoanalista aficionado se nos cuele y nos lo estropee todo.
                Dicho esto, entró en el compartimento, pulsando el botón del último piso. Su rostro rojizo y medio congestionado por el sobrepeso desapareció de la vista de Tony López conforme se iba cerrando la puerta del elevador.



                09:32 horas.

                No había nada mejor que asistir al proceso de retractación mental de un suicida de sesera lúcida y pensamientos coherentes (aunque esto último le sucediera de muy tarde en tarde).  Si ya de por si el involucrado andaba dudando si merecía la pena impulsarse de cara a dar el salto definitivo al vacío, la simple presencia hinchada y engreída de Norman, ejercitando sus escasos recursos de psicología persuasiva, terminaría por hacerle desistir de su mortal empeño antes de lo previsto. Tamaña decisión influyó en el cambio de ánimo del policía, haciéndole recuperar parte del humor difuminado al poco de haber recibido por la emisora central la orden de abandonar las pesquisas que hubieran conducido al escondite eventual de Poky, el celebérrimo mono-titi del Zoológico de Massapequa.
                – Me alegro sinceramente por el apego que aún le tiene a la vida, señor Dorchester – le felicitó, destilando unas escasas gotas de humanidad, no más allá de las necesarias para una loción del afeitado.
                Cuando iba a estrecharle la mano, algo crepitó a la altura de su cintura, en la cadera derecha. Era el walki talki que colgaba de su cinto. Lo sacó de la funda y se lo aplicó al oído.
                – Diga, López.
                – “¡Ya está…! ¡Ya está…!” – barbotó su compañero, excitado.
                Norman enarcó las cejas en sendas medias lunas invertidas de manera horizontal.
                – Si. Todo está ya bajo control.
                “El señor Dorchester se lo ha pensado mejor. Ahora mismo bajamos para cumplimentar la denuncia en su contra por alteración del orden público.
                El crepitar a huevos fritos se intensificó notoriamente al otro lado del walki-talki.
                – “¡Dios! ¡Los excrementos del dispensador del agua! Entonces… El mono… ¡Es el mono!”
                – Entendido. Ahora mismo iremos a por ese bicharraco peludo, si es que aún anda perdido por estas cercanías. En cuanto bajemos y tramitemos la denuncia.
                López gritó con fiereza.
                – “¡No me entiendes, joder! ES EL MONO. ¡EL PUTO MONO!
                La comunicación se cortó de forma abrupta.
                Norman se pasó la mano por las entradas avanzadas de su cabellera rala. Le sonrió a Luke, sacudiéndose los hombros como un boxeador al poco de subir al cuadrilátero para ser presentado por el animador central ante el público asistente al evento deportivo.
                – Es que andamos detrás de la pista de un mono que se ha escapado esta pasada madrugada del zoo municipal. Se ve que mi compañero está más que ansioso por echarle el lazo encima. Lo más curioso del asunto, es que hasta hace poco, el asunto de la captura se lo pasaba por la entrepierna. Si hasta se lo tomaba a cachondeo, el muy hijo de su madre – se explayó en la explicación ante Luke.
                Observó detalladamente la fisonomía depresiva del periodista. Su semblante taciturno se iba tornando asombrado a medida que iba hablándole del cerco de la policía en la captura del mono-titi. En la subsiguiente frase surgida por su boca incansable, el rostro alargado de Dorchester se tornó perplejo. Segundos después le vio crispado. Más tarde se puso rígido como el cemento cuajado.
                – ¡El mono! – musitó, sin apenas mover los labios.
                – Sí. Se trata de un animalejo enano y con algo de pelo, dócil y sumiso al permanecer un tiempo en rigurosa cautividad, habituado al contacto humano. El despliegue organizado por los mandamases del Ayuntamiento, a mi modo de ver, es demasiado colosal para semejante incidencia. Hasta estaría por apostarle el sueldo íntegro de toda una semana de duro y farragoso trabajo, a que con el simple acicate de un racimo de plátanos bastaría para atraerle hasta mis brazos, como un panal de rica miel reconforta la glotonería de un oso Grizzli.
                Se recolocó el transmisor receptor en la funda del cinto.
                Luke Dorchester se puso lívido como la espuma cremosa de un detergente de lavadora industrial, alargando el dedo índice de la mano diestra por encima del hombro del policía, apuntando más allá de su espalda.
                – El mono. Dios con el mono – musitó a duras penas.
                – Tranquilícese, señor. Que no se trata de ningún King Kong contemporáneo, estimulado a base de irrigaciones subcutáneas de hormonas de elefante, ja.
                Luke le golpeó en el prominente pecho con la palma de la mano extendida, tirándose de los cabellos rizados con la otra.
                – Cojones. ¡MIRE DE UNA VEZ A LO QUE HAY DETRÁS DE SU ESPALDA!
                – Pero qué dice…
                Norman se volvió, con una sonrisa sardónica tatuada sobre sus labios carnosos. Sin duda el pobre hombre estaba sufriendo una segunda crisis de ansiedad.
                Cuando vio la inmensa sombra irregular que se cernía sobre ellos, su mandíbula abultada y relajada quedó colgando, desencajada por la impresión de lo que vio ante sí.
                El gigantesco y poderoso gorila, de dos metros de altura y doscientos setenta kilos, gruñó coléricamente, bamboleando el peso de su cuerpo de una pata a la otra, apoyándose sobre los miembros superiores en un extractor de aire acondicionado. Las aletas de su nariz chafada se dilataron, olisqueando el aire denso de la ciudad.
                – Lleva por lo menos un minuto entero detrás de usted. ¿No ve la puerta abierta que conduce a la azotea? Por inadmisible que parezca, ha debido de haber subido por ahí. Sin duda ha abierto la puerta con la zarpa. La otra, por la que ambos hemos subido, la de la trampilla de emergencia, es demasiada estrecha para su  volumen corporal.
                – Jesús. Joder con el animal.
                “Menudo puto mono…
                – No se esté quieto como un pasmarote. ¡Dispárele!
                “¡DISPÁRELE!
                Pero el agente no le escuchaba. Estaba paralizado por el terror con la inmovilidad de una planta enraizada en su maceta.
                – El mono – era todo cuanto se aventuraba a pronunciar, sumido en un estado de shock, cercano a la catalepsia.
                El gorila alargó sus interminables brazos, asiéndole de una pierna y por el cuello. Lo alzó en todo lo alto, como quien puede sostener sobre la yema de un dedo un lapicero.
                La sombra abultada y deforme de Norman quedó proyectada sobre la figura encogida de Luke Dorchester, que estaba apoyado contra el borde del pretil.
                El policía no pudo soportar tal horror, perdiendo el conocimiento y convirtiéndose en un pelele para el animal.
                El simio dio dos pasos al frente, acercándose hacia la afligida fisonomía del periodista de sucesos de la revista “Illustrated Matters”.
                – Quieto – masculló Luke, queriendo razonar con aquella bestia.
                “Monito lindo. Tu amigo Luke no te va a hacer ningún daño. Tan solo deja que baje por esa trampilla. Y que pueda coger el ascensor de la entreplanta…
                “Lindo animalito. ¿Qué piensas que voy a hacer? ¿Qué…?
                Los ojos embetunados del gorila agresivo se encargaron de indicarle claramente todo cuanto pretendía que hiciera.
                – ¡NO!
                El simio dio un paso adicional, y sin apenas coger impulso, le arrojó encima el cuerpo voluminoso del agente.
                – ¡NOOOO!
                Ambos cuerpos entrechocaron entre sí como sendas bolas de petanca, perdiendo el saludable equilibrio sobre el pretil y más allá del mismo, cayendo al vacío, atraídos por la fuerza ineludible de la gravedad.
                Conforme se precipitaban hacia el punto y final de sus vidas anodinas, aleteando los brazos con etérea esterilidad, tanto Norman como Luke Dorchester evocaban incesantemente una sui géneris letanía, oráculo del cataclismo final:
                – ¡EL MONO! ¡ES EL MONO!




                09:40 horas.

                La frugal defenestración del periodista y del policía local duró cinco nimios segundos. Cayeron en picado, amortiguados por el techo del coche patrulla. Al poco de recogerles el vehículo con la precisión de un guante de béisbol del jardinero central (“center fielder”), el techo se hundió por el peso en conjunto de la pareja, y a consecuencia del brutal impacto, cedió con la debilidad de un toldo de paja seca, con la sangre esparciéndose en chorretones, salpicando a los espectadores más adyacentes al coche.
                El Redactor Jefe asistió perplejo al inesperado resultado final. Pasados los segundos de indecisión, con los miembros del equipo auxiliar de las ambulancias prestándose a la retirada de los restos sanguinolentos de los cuerpos siniestrados, procedió a subir de dos en dos los escalones de la escalinata principal del edificio, entrando en la “Illustrated Peak”.
                – Maldita sea.
                No había ni rastro del otro agente. Recorrió un corredor alternativo y lo encontró apoyado de frente contra el expendedor de goma de mascar. La postura era denigrante para un integrante del cuerpo local de la policía. Daba la impresión de estar recuperándose de los efectos nocivos de una borrachera descomunal, abrazando la máquina para evitar caer redondo contra el mármol del suelo.
                Se le aproximó, rojo de indignación, con el nudo de la corbata aflojada y la americana doblada en tres pliegues sobre el brazo derecho.
                – ¡Esto es la repanocha! – estalló de ira. – Lo de su compañero es de juzgado de guardia. No sólo no ha logrado persuadir al señor Dorchester de arrojarse desde la azotea de esta edificación, sino que se ha sumado al festejo luctuoso por iniciativa propia.
                El agente Tony López permanecía inclinado frente a la máquina expendedora, haciéndole caso omiso.
                – Le exijo que adquiera una postura más acorde con el puesto que desempeña usted en la sociedad americana. De este comportamiento poco profesional y vergonzoso, se podría deducir que está usted más próximo a criar malvas que a otra cosa en cuanto presente una demanda contra la policía local por la pésima gestión del incidente de nuestro empleado.
                Posó la mano izquierda sobre uno de sus hombros alicaídos.
                – ¿Me oye, agente? ¿Presta atención a lo que le estoy diciendo?
                El simple roce con la clavícula bastó para derrumbarle, mostrándole en su marchita caída la simplicidad de las sienes desolladas, con el cráneo machacado a base de bien contra el canto del expendedor de chicles. Un rostro estampado una y otra vez contra el frío metal, hasta poner el hueso de relieve, con una tosca lobotomía del tamaño de una medalla olímpica trepanada en el frontal.
                – ¡Pero qué…!
                Del orificio practicado en la parte delantera del cráneo, los sesos bruñidos surgieron al exterior, escurriéndose sobre las baldosas como los espaguetis por entre las púas de un tenedor.
                Le entraron náuseas. No pudo resistirse a la tentación de vomitar la mayor parte del desayuno sobre los zapatos reglamentarios del policía muerto.
                – Aggg. Qué asco.
                Medio doblado sobre el cadáver, pudo percibir el sonido electrónico correspondiente a una de las puertas de un ascensor de apertura mediante célula fotoeléctrica, abriéndose de par en par. Un gruñido cavernoso se desplazó por el corredor bifurcado del vestíbulo.
                Resonó la plenitud de su respiración, la incertidumbre de sus pisadas envolventes, como si caminara sobre papel celofán.

                “plas-plas-plas-plas”

                Se volvió de rodillas, y lo vio.
                Cuando quiso gritar, una de las zarpas del inmenso animal velludo se ciñó sobre su garganta frágil. Los dedos del Gran Dios Mono apretaron con la brutalidad de una llave inglesa, dejando el rostro incoloro del Redactor Jefe de la revista “Illustrated Matters” amoratado en igual tono que el presentado por la piel de una berenjena.
                – Uggg –uggg-uggg – masculló el animal.
                Centralizó la furia sobre la tráquea. Apretó de lo lindo hasta dejar el cuerpo asfixiado e inerte al lado del cuerpo tendido de Tony López.
                Cuando medio minuto después el gorila indómito cruzaba por debajo de la marquesina de la puerta principal de acceso al rascacielos de acero, vidrio y hormigón, la multitud, hasta entonces congregada en cierta armonía, huyó despavorida, gritando entre dientes:
                – ¡EL MONO! ¡ES EL MONO!
                Cierto, pero ahondando en su especie, no se trataba del delicado y simpaticón mono-titi, apodado “Poky” por los gestores del zoológico municipal de Massapequa.
                Para desgracia de los residentes, era un demonio asesino con forma de primate, sumamente enfurecido por el trato recibido por sus cuidadores.




               Retorno al pasado más cercano.
               09:30 horas.

                – “… tras esta cuña publicitaria, la grácil y muy servicial Molly me pasa un comunicado de ultimísima hora, procedente de los servicios informativos de la emisora central, en el cual se nos informa de la espectacular fuga de un gorila ruandés de un circo ambulante rumano, ocasionando la muerte de tres de sus cuidadores. Actualmente está en paradero desconocido. A nuestros oyentes les hacemos el inciso de su extrema peligrosidad. Así que si ven al gorila en cuestión, mejor que se pongan a buen resguardo, y una vez hecho esto, entonces llamen a la siempre eficiente policía local. Que lo suyo en las horas más recientes es la caza del simio.
                “Vaya, vaya, chicos y chicas, si va a resultar que al final todo lo que nos contó el buenazo y charlatán del Hermano Isaías era todo menos una trola, ja, ja.”


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