El impulso

             

No lo pudo soportar más. Los dos hijos que tuvo con Alina nacieron malditos. Imperfectos. Tuvieran los años que tuvieran, siempre iban a parecer niños de cinco años. No servían de ninguna ayuda para sacar la hacienda adelante. Él, Patriard, quien antes de tener progenie presumía en las tabernas del valle de su sana y contundente virilidad, ahora esquivaba los lugares públicos porque se sabía que era objeto de continuas murmuraciones, burlas y conmiseración por parte de sus antiguos amigos, vecinos y resto de habitantes de la zona. Se volvió una persona muy huraña, distante de todo contacto íntimo con su mujer, centrado en la dura labor de la mera subsistencia, con dos hijos que eran una rémora para la débil y modesta economía familiar.

              Su carácter era cada vez más agrio, seco, rudo. Ignoraba a Rudolf y a Thomas. No los consideraba dignos de su atención. Era Alina quien se ocupaba de cuidarlos, de lavarlos y de alimentarlos, pues por ellos mismos no podían realizar ni las labores más básicas en la vida cotidiana de un ser humano normal.
                Pasaron unos años. Los niños se transformaron en jóvenes de quince y dieciséis años, pero la situación no había variado con el tiempo. Continuaban siendo criaturas inútiles.
                Patriard estaba harto de esa situación. Y su rabia se transformó en una furia incontrolable cuando supo que Alina estaba encinta de nuevo. ¡Era imposible! No mantenía relaciones carnales con ella desde que tuvo a Thomas. Su ardor lascivo lo consumía con las prostitutas de las aldeas cercanas, pero nunca jamás había vuelto a acariciar siquiera la piel de su esposa. Eso significaba que Alina le había sido infiel, que había mantenido una relación pecaminosa con otro hombre. Que el ser que iba a engendrar, pertenecía al miserable que había mancillado su apellido.
                Alina quiso serenarle. Le quiso hasta convencer que aceptara las consecuencias de su adulterio.
                – ¿Cómo decís, ramera? ¡Que reconozca a un bastardo portando los apellidos de mi linaje!
                ” ¡NUNCA JAMÁS! ¡NUNCA! – gritó enardecido Patriard ante esa pretensión por parte de su mujer.
                – Pero, Patriard. Puede que el niño sea sano. Y por fin tengamos a alguien que cuide de sus hermanos, y a nosotros cuando seamos viejos y débiles.
                – ¡Estás insinuando que la responsabilidad es mía por haberte dado unas criaturas viles e insulsas! ¡Que con otro hombre, vas a obtener lo que siempre quisiste, un hijo sano!
                “¡Puta! ¡Malnacida! ¡No te necesito a ti, ni a lo que portas en el vientre, y mucho menos a los dos idiotas que tenemos por descendencia!
                Patriard no lo pudo soportar más. Decidió que lo mejor era acabar con aquella situación. Para ello utilizó con firmeza el hacha de leñador. No le costó mucho matar a Alina, aún a pesar de tener que escuchar sus ruegos, lloros y gritos de angustia. Más sencillo todavía fue acabar con Rudolf y Thomas. Eran tan simples, que ni siquiera huyeron cuando fue en pos de ellos decidido a destrozarlos con el filo del hacha.
                Tras aquel acto de violencia desatada, Patriard abandonó su hogar para siempre, acarreando simplemente los complementos que utilizaba para la caza, vagando por los bosques y montes de los valles, medrando como si fuera un ser salvaje, alimentándose simplemente con lo que la madre naturaleza tuviera a bien propiciarle…



                Discurrieron semanas. Luego meses. Patriard se había convertido en un nómada, alejado de cualquier contacto humano, muchas veces por expreso deseo propio, y el resto por la soledad del entorno en que se movía. Eran parajes inhóspitos y nada frecuentados por las gentes poco aventureras.
                Aún así, un día descubrió un campamento, donde había personas afilando las herramientas. Cuchillos, hachas, machetes… Vestían harapos y estaban desaseados. Aunque el aspecto que debía de mostrar Patriard tras meses vagando por las montañas no debía de ser mejor al ofrecido por aquellos extraños.
                Tras pensárselo un instante, decidió presentarse ante ellos, pues sus utensilios de caza estaban con los filos romos, y pretendía pedirles que le dejaran amolarlos en una de aquellas piedras de afilar que estaban utilizando con tanto ahínco.
                – Hola. Soy Patriard. Soy un cazador y me he fijado que estáis afilando vuestras herramientas. Yo tengo las mías necesitadas de mejorar su corte, y me preguntaba si no os importaría que pudiera afilarlas en una de vuestras piedras – se presentó saliendo de entre la maleza.
                Eran cinco hombres. Todos se le quedaron mirando en silencio. Finalmente uno de ellos, el de mayor edad, le hizo una señal concediéndole el permiso.
                Patriard eligió la piedra que no estaban utilizando aquellas personas y se dispuso a mejorar el filo de su cuchillo.
                El sonido de la fricción de la hoja contra la piedra era lo único que se percibía. Tanto él como los cinco hombres estaban callados, contemplándose sin disimulo.
                Estuvo así un rato, hasta que terminó.
                – Bueno, ya está. Os agradezco el gesto y me marcho. Que tengáis buena caza.
                Los singulares cazadores le rodearon, impidiéndole que avanzara más pasos.
                – Si quieren alguna moneda, lamentablemente tengo que decirles que no tengo ni un cuarto de plata.
                El mayor se le enfrentó de cara. Posó su mano derecha sobre su hombro y le sonrió con franqueza.
                – En tal caso, tu aportación nos vendría bien. Quédate con nosotros una temporada. Te aseguro que se nos da bien abatir piezas. Luego ahumamos la carne y la vendemos en los mercados. Así sacarás un dinero que seguro que te conviene para salir de la pobreza.
                – Yo no soy pobre. Ni rico.
                ” Me encanta la naturaleza. Nunca me molesta nadie.
                – Bueno. Si no te apetece socializarte, por lo menos, en compensación por haberte dejado afilar el cuchillo, te pido que te sumes a la cacería de esta tarde. Siempre vienen bien dos manos más que empuñen un arma, ja-ja.
                Patriard estuvo de acuerdo. Hacía tiempo que no cazaba en grupo, y sería revivir tiempos pasados más felices, mucho antes de haber tenido hijos.
                Fue invitado a un pequeño ágape para acumular energía que iba a emplearse durante la batida. Fueron trozos de carne ahumada y una pinta de vino de alta graduación.
                Animados por el alcohol, cogieron todo lo necesario, y el grupo se dispersó por el bosque en parejas. Patriard iba acompañado del cazador de edad avanzada.
                Estuvieron toda la tarde explorando la zona sin mucho éxito, hasta que dieron con la entrada a una pequeña cueva. Parecía una ermita. Dentro de ella se veía a un religioso rezando con devoción ante una reliquia.
                – Ya tenemos lo que queríamos… – le susurró el cazador a Patriard al oído.
                Este se quedó consternado por la frase.
                – Decías que estabais de caza. No saqueando a personas indefensas.
                Los ojos malsanos del cazador le miraron con cierta diversión.
                – Lo que no te hemos explicado, es el tipo de presa que buscamos.
                Nada más decirle esto, salió de su escondrijo y se dirigió hacia la ermita. El religioso intuyó su presencia por el ruido de las ramas al partirse bajo sus pisadas, pero antes de que pudiera incorporarse, ya le había soltado un buen tajo con el hacha en el hombro derecho. Con la sangre manando a chorros de la herida, y con la víctima gimiendo de dolor, el cazador buscó con la mirada a Patriard.
                – ¡Venga! ¡Échame una mano! Ahora tienes el cuchillo afilado.
                Patriard sintió que se le aflojaban las piernas. El efecto del alcohol ingerido y el grado de nerviosismo que experimentaba le impedían cualquier movimiento.
                Entonces el rostro del religioso se volvió. Buscó descaradamente a Patriard con la mirada.
                – Cabrón. Aún te resistes a morir – farfulló el cazador, impaciente.
                El religioso alargó una mano y se hizo con el hacha incrustada en su carne por el mango. En un movimiento brusco, dirigió el filo contra la garganta de su agresor, y con precisión, lo decapitó allí mismo. El cuerpo del cazador aguantó de pie un par de segundos, hasta perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el suelo de piedra de la ermita.
                Patriard estaba atónito. La sangre ya no manaba del hombro malherido del religioso. Con espanto, lo vio incorporarse de pie, y sin saber cómo, se esfumó de su vista, apareciendo al instante enfrente suya, a escasos centímetros de su rostro aterrado.
                – Te llevaba mucho tiempo buscando, Patriard.
                – ¡Por Dios! ¿Quién eres?
                – Acuérdate de tu familia, Patriard. Reconozco que me alegré del final que les distes. Lo que me disgustó fue que luego no tuvieras el valor de quitarte a ti mismo la vida, y que te dedicaras a huir de tu destino.
                – ¿Cómo sabes lo de mi mujer y mis hijos? No había ningún testigo… Estaba a solas con ellos cuando…
                – ¿Lo ves, Patriard? Siempre titubeando. Si no hubiera sido por la de veces que estuve en el interior de tu cabeza induciendo a que cometieras el exterminio de tus seres, en este caso, poco queridos, nunca hubieras estallado en un arrebato de cólera. La locura no se hubiera asentado en tu mente. Y recuerda, gran y miserable pusilánime, que tu esposa fue promiscua a tus espaldas, y que tus hijos fueron sendas aberraciones. Así que eran merecedores de morir. Pero no, tú los estuviste soportando durante demasiados años.
                – No.
                – ¿Cuándo empezaste a sentir el ansia de matarlos? Yo te responderé. En los últimos meses. Antes ni se te había pasado por la cabeza tal ocurrencia.
                Era verdad. Patriard había soportado con resignación la terrible tragedia de su vida, como era haber tenido dos hijos por él no queridos por su apariencia y su simpleza mental. Fueron unos meses antes de que acometiera la matanza, cuando se inició aquel hervor que iba aumentando, hasta hacerle tener que soportar con dificultad la salida al exterior de una rabia, una furia del todo incontrolable.
                Entonces llegó la fecha en que todo su odio hacia Alina, Rudolf y Thomas se manifestó, desencadenando un instante de violencia brutal, colmándole de satisfacción con cada golpe que les infligió con el hacha. Fueron unos minutos de dicha, escasos en sí, pues una vez disipado el ímpetu de su ira, el arrepentimiento de sus actos le hizo de abandonar su casa con el rostro en llanto…
                Aquella cosa embutida en los ropajes de un religioso escrutaba a Patriard con sus cuencas oscuras, negras como la pez. Su aliento era similar a las hojas caídas y pútridas por la humedad del bosque.
                – Reconócelo, Patriard. Precisabas de un impulso. La desgracia de tu familia, tu propia caída, la he orquestado yo.
                “Ahora sé valiente por primera vez en tu vida, afronta este último paso y acompáñame. Te prometo que al lugar que te llevo, no hallarás a los miembros de la que fuera tu infortunada familia.
                En cuanto mencionó estas últimas palabras, su figura se desvaneció con la nitidez del vapor del agua hirviendo frente a una corriente de aire.                           Patriard no tardó en escuchar las voces de los compañeros del cazador muerto, y para cuando quiso darse de cuenta, los tuvo a los cuatro arremetiendo contra su figura, con los cuchillos, los machetes y las hachas destellando sus filos recién afilados, iracundos todos ellos porque pensaban que había sido él el autor del crimen.
                Sus posiblidades de huída fueron nulas y tampoco iba a disponer de la más minima opción de poder defenderse. Pasados unos pocos segundos, entre la tupida maleza, los restos de su cuerpo se mostraban diseminados empapados en los charcos de su propia sangre, cumpliéndose el deseo de la aparición surgida con forma de religioso. Aunque esto último era una burla, porque de donde procedía aquel ser, la maldad pululaba a su antojo.


El rostro de la guerra

… llevaba una eternidad insomne. Apenas gozaba de la vitalidad precisa para mantener la pesadez de la mirada fija en la vigilancia del inactivo frente secesionista; apostado de rodillas en la zanja más saliente de la térrea trinchera, con los prismáticos de visión nocturna prendidos, ocasión tras ocasión, contra las cuencas de las órbitas ojerosas. Los zapadores urdieron la línea desigual de parapeto a lo largo de media milla, justo al amparo zaguero de una minúscula colina devastada por la utilización a mansalva del fuego cruzado de artillería de corto alcance – las prestaciones logísticas no eran muchas -, en plena eclosión reconquistadora por parte de las huestes nacionalistas. En su vertiente norte quedaba emplazado el enclave de Verezda, un simple punto insignificante de vida agropecuaria, compuesto por ocho granjas, unas cuantas tierras cercadas, un recinto de pastizales que hubiera dado grato gusto ver de día unas semanas en retrospectiva, y unas áreas dispersas de cultivo en barbecho.
Se le suponía a la aldea una población cuantificada en cuarenta o cincuenta habitantes, la mayoría gente anciana, mujeres y niños pequeños, casi carente de toda reserva varonil superior a la mera adolescencia, el interés prioritario de los lugartenientes del desatinado y cruel General Hergacevic – un iluminado que preconizaba a la larga la estulticia imperial de un Gran Estado Adriático -, y a cuya vera arribaban después de haber regenerado sus crecientes filas en villas cercanas a la presente. Pero todo cuanto encontraron al poco de espantar a las líneas de defensa fue la representación trágica de una postal turística agonizante al ser pasto de las llamas. Los rebeldes optaron por saquear Verezda a conciencia, quemando las posesiones, acribillando el ganado a tiros e inutilizando el medio de vida general de la cual se nutría, aparte de llevarse a las féminas más jóvenes y de buen ver, desdeñando el espectro restante de la escala de edades, confinándolo en el compartimento de descarga de los enormes silos, en un exterminio de crueldad sin límites bajo el derrame infinito de trigo y centeno allí almacenado. Recordaba el acto insano del descubrimiento: la palidez de la piel aderezada de granos, el horror reflejado en la sobriedad de los ojos, las bocas hacinadas del producto de la cosecha anual… Tardaron un día entero en dispensarles un destino de descanso eterno más acorde con la sinceridad de sus corazones agrarios, mientras los zapadores destinaban centilitros de sudor en la constante elaboración de la trinchera. Mil doscientos metros más allá, enmascarados en los recovecos naturales que les ofrecía un espeso y tupido bosque de robles, la guerrilla miliciana daba vía libre a su infame alegría, canturreando una retahíla de composiciones de antiguo cuño, relegada en la estirpe de su lengua materna, creencias y costumbres hereditarias del pasado; sin duda agrupados en un campamento improvisado, al fragor de la sibilina empatía de la hoguera, mediando caricias descarnadas con las cuatro o cinco chiquillas bonitas arrebatadas a Verezda. A ello era debido en gran parte la proliferación incesante de sus gritos suplicantes, emergentes esporádicamente en el cénit del anochecer. Lamentablemente dicha noche constituyó una excepción en el conocimiento de las referencias orales del estado anímico de las civiles hechas rehenes. Nunca más se las volvió a oír. Nunca más se supo de su desasosiego. Presumiblemente estarían muertas. Estranguladas a sangre fría, o rematadas a golpe de culatazo de fusil en la base de la nuca, pues jamás se escucharía la detonación de un sólo disparo de gracia procedente de la inmensidad de la arboleda.
El desfilar de firmamentos estrellados se sucedería noche tras noche, y a cada madrugada discurrida en vela, el cansancio físico, anímico y mental hasta entonces acumulado quedaba engarzado sobre sus espaldas, unido a los omoplatos con el tesón de las pinzas de un cangrejo, tentando la entereza de su raciocinio. El militar al mando del pelotón – todos los integrantes eran reservistas y alistados por fuerza mayor – le aconsejó echar alguna que otra cabezada reparadora en los recesos temporales de calma bélica que compensara su actual déficit de insomnio… Pero todo cuanto intentase constituía un fracaso anticipado. Vez que se acostaba sobre el macuto, con un oído libre del estorbo de la lona por si surtía un imprevisto inminente, predispuesto a cerrar los párpados y a dejarse llevar por el revuelo de un sueño agitado, la mente se le ponía en blanco, inmaculada como si fuera la aureola de una figura sagrada adorada por miles de fieles semi-cristianos; incapaz de esbozar una instantánea de su vida pasada, virtual o de simple fantasía freudiana. El folio en blanco disfrutaba de unas propiedades transitorias que consistían en desmembrar cualquier atisbo de imagen trenzada al albur por la diligencia del extremo inferior de un palo en la arenisca de la playa, consiguiendo que pasara al precoz olvido con la subida inmediata de la marea. Una ola sabrosa lamía la superficie interior de la cala, tersándola con la bravura infantil del mar hasta restaurar en segunda instancia el pliegue monótono de arena blanquecina en su período de gris duermevela.
El susurrar de la resaca reiteraba la difusión del eco en el trasfondo de su ser, de su YO adormilado e invidente.
“Libérate. Déjalo todo. TODO. Y ten cuidado con el HOMBRE SIN ROSTRO. No te dejes obnubilar por el poder obsceno de sus facciones indefinidas, pues si acaso cedes y lo haces, lo perderás todo. TODO. “
“Incluida tu propia vida.”
El vocablo ulterior permanecía aleteando en el intrincado entramado de su sistema auditivo, aún cuando recobrase el sentido del presente.
– Qué. ¿Por fin dormiste algo? – se interesaba con intermitencia su superior.
A lo que solía responder con un movimiento de cabeza estéril.

*****

– Está que asusta hasta a los muertos de este pueblo – comentaban sus compañeros de pelotón cuando lo perdían de vista.
– Será porque es un campesino. Lo reclutaron en Zaprica. Al parecer no se resigna a perder todo contacto con sus prójimos.
– Según tengo entendido, vive solo con sus padres, éstos ya muy mayores. Debe de disponer de un buen terreno de labranza, pero al permanecer tanto tiempo apartado de su completa supervisión, lo debe de haber perdido todo.
– Vaya. Entonces sus padres viven a expensas del esfuerzo diario del hijo.
– En efecto. No pueden defenderse por sí mismos. La alquería se habrá ido al carajo.

*****

¿Y quién no carga acaso con el supuesto de tal clase de desazón? Los dramones familiares no tienen cabida en los pensamientos de un soldado. Si te obsesionas con la suerte permanente de los tuyos, te conviertes en un muñeco de trapo: no piensas, no razonas, no respondes de manera eficiente al AFÁN de la GUERRA. El mejor guerrero es aquel que no lleva alma. Una vez que todo finalice, la recuperas, y te llega la ocasión de preocuparte de nuevo o sonreír aliviado al retornar a la cuna del nacimiento.
“Están vivos”, dirás, llorando de alegría.
“Estoy vivo”, te responderá una voz interior.
“Estás íntegro.”
“Redimido”

*****

Verezda era un esqueleto socarrado, pulverizado en el mortero de una hechicera laica extemporánea, dispuesto a ser diseminado al libre albedrío del conjunto de arrullos de la brisa mediterránea que recorría los camposantos en la noche de difuntos, borrando el menor de sus restos arqueológicos, desdeñando la atención cualificada y científica del mundo futuro con la nadería de su extensión árida y desértica.
“Buscad, buscad, ingenuos universitarios. Cavad. Barred la corteza superficial con vuestros complejos instrumentos de rastreo, pues no encontrareis ni la quimera de la impronta de una piedra primaria sobre la cual, se supone, debía asentarse una de las paredes maestras de la morada de la FAMILIA PERDIDA PARA SIEMPRE. Perded el tiempo, derrochando el maná en forma de subvención que se os ha concedido por parte de una institución privada americana, que de nada os servirá.”
“La desolación se reirá de vuestra inútil perseverancia. Su DESCENDENCIA inmaterial se jactará, a risotada limpia, de haber enrevesado la vastedad de vuestros conocimientos académicos hasta maniatarla por medio de grilletes y cepos medievales, pregonando con voz henchida y despótica:
– Habéis hecho mal al acudir al ruego lisonjero de la ruin bruja. Ella os ha engañado como si fuerais más cándidos de lo que en principio aparentáis. Pero no habrá clemencia para los indecisos, ni condonación de la pena máxima para los indolentes y confiados insolidarios, antaño indiferentes hasta la médula ante cualquier contienda bélica que les fuera ajena a sus propias llagas. Ni con el ardor supurante procedente de heridas superficiales agasajadas por las yemas malditas del DEMONIO en pleno recorrido lascivo de la piel, ni asimismo las súplicas álgidas de los voceros emergentes del cuerpo examinado por las dotes sonsacadoras del Inquisidor harán que de marcha atrás en mi decisión de devolveros al pozo ponzoñoso del cual procedéis. Y una vez que abandonéis la tierra desheredada por la gracia de Dios por la implicación de la Reina Guerra – abanderada nupcial de Satán – en el curso ritual de la historia reciente del HOMBRE, agachareis vuestras cabezas, instalándoos en la crudeza del tormento más despiadado que pueda uno encontrarse más allá de la defunción propia: es la agitación a coro de la gente adoctrinada y engañada, reclamando sed de venganza por el embuste destructor urdido por cada individuo ávido de codicia y de poder plenario que, oculto entre las sombras de su despacho gubernamental acaricia – noche si, noche también – el botón de ignición del propulsor principal de la contienda interracial, logrando el odio de las etnias implicadas en el conflicto.”

“Y recordad esto último en extremo:

Ay de aquel que caiga en desgracia,
que no habrá quien lo levante.”

¡AY DEL PUEBLO QUE SEA LLEVADO POR UN ALUCINADO,
PUES TARDARÁ CIEN AÑOS EN RECONSTRUIRSE
DESDE SUS TROPELÍAS EXPANSIONISTAS!

Alzó la vista desde su atalaya semisubterránea, buscando la soldadesca que estaba entonando dicho cántico a las huestes de Hergacevic. Procedía de una ramificación dispuesta en una avanzadilla de la trinchera original. Eran los encargados de abrir paso con la zapa, amén de constatar que el camino escogido no quedaba plagado de minas sensitivas de contacto ligero. Con ese canturreo quedaba demostrado el descontento creciente entre las propias tropas del sanguinario general.
En la lejanía de la vigilia, el bosque se intuía por la cortinilla lechosa desprendida por la luna visible a un cuarto de considerarse llena. El follaje y los troncos se perfilaban con el misterio propio de la medianoche. No había rumor de animales correteando a ras de suelo, ni de lechuzas surcando el vacío de rama en rama en busca de algún roedor desprevenido. Todo permanecía en un revelador silencio, autoimpuesto por la acampada ilógica de la milicia popular. Nadie entendía a ciencia cierta el motivo que les impulsaba a vivaquear a una milla escasa del ejército nacionalista. Si hasta el momento el teniente encargado al mando de la tropa no había decidido dar pleno avance, era más debido a la escasez de medios de asalto y de personal cualificado, habida cuenta que la infantería allí reunida era sumamente inexperta y no sabía si podría responder de forma adecuada a la orden suya de un ataque terrestre, que conllevaba la sempiterna lucha cuerpo a cuerpo. Por eso aguardaba, expectante, la llegada de la III Columna de Campo, que vendría acompañada de tanquetas, morteros y jeeps lanzallamas. Con algo de vehemencia, arrasarían el robledal en media hora a lo más, y consigo, a los doscientos componentes del comando rival.
Estaba atento a la vaga presencia del lindero del bosque, cuando le llegó la síntesis de un sueño profundo. Su espalda se apoyó contra la pared de la trinchera, a modo de respaldo, y dejándose deslizar de manera pausada, se dejó acomodar sobre la tierra apisonada, con los prismáticos apresados entre los dedos de su diestra. No supo lo que iba a soñar a continuación – ¿sería de nuevo la NADA?, ¿el folio en blanco?, ¿la playa deshabitada?, ¿la lógica de su propio hastío hacia todo reflejo inconsciente que representara toda confrontación civil, por efímera que ésta fuera? -, pues un golpe contundente en una de sus piernas le hizo de despertar. Tuvo una visión ciega hasta que el enfoque de los ojos quedó habituado a la negrura de la noche. El teniente le estaba mirando a medio erguir con un rostro pétreo. “¡Venga! Muévase. Ha llegado la hora de luchar por la PATRIA.”, le arengó con rabia.
– ¿Ha llegado ya la Tercera Columna?
– No – el hombre al mando de la situación eludió entrar en mayores consideraciones, otorgándole la visión de su ancho espaldar. Llegado el caso, se dirigió a lo largo de la trinchera, solicitando la presencia del encargado de transmitir órdenes por radio.
Se incorporó de pie, con las articulaciones desgastadas por el clímax de la tensión contenida a duras penas. Al surgir de su parapeto de vigía pudo observar a sus compañeros de pelotón saliendo de las zanjas, ocupando el llano en silencio reverencial, con los subfusiles semiautomáticos a punto de entrar en calor. Con la metodología de un robot confuso y en apariencia obsoleto para la lucha, procedió a imitarles. Las suelas de sus botas de cuero pisando maleza amarillenta requemada y pedruscos de dolientes aristas. Hasta se topó de improviso con la madriguera de una liebre, oculta dentro de un matorral asentado este en una brusca elevación del terreno, estando por tal motivo en un tris de perder la verticalidad. Alguien innominado lograría sujetarle por un brazo, y sin aguardar a que se lo agradeciese, continuó marchando al frente. En alguna parte indeterminada pudo escuchar un cuchicheo revelador:
“Dios mío, que no se me encasquille la condenada. Que no se me encasquille…”.
El registro moribundo del avance consistía en la ligereza de las pisadas y el movimiento consiguiente del subfusil al cambiar de mano en mano de posición. Nadie tosía. Se luchaba por contener la respiración, como si acaso esto pudiera delatarles.
Faltarían menos de cien metros y qué grande parecía el bosque visto de tan cerca; un guante nudoso de mil dedos dispuesto a arracimar la totalidad de la formación de un sólo intento, comprimiéndolos en un apretón mortal de necesidad. No se percibía ningún signo artificioso que evidenciase el cobijo dado al bando insurrecto. La luna tendía a juguetear solitaria entre las altas copas de los árboles y el sotobosque quedaba a unos pocos pasos de los primeros soldados que abrían paso. De repente se vieron sorprendidos por una silueta. Esta se instaló a su flanco derecho y ordenó a todo el mundo pararse, para posicionarse sobre una rodilla. Era el teniente, con el velo aterciopelado de las tinieblas borrando toda expresión hosca de su cara alargada y sudorosa. Respiraba de manera acelerada y, por lo visto, su autoprotección se reducía a una pistola de asalto extraída ya de su funda. “Cuando queráis”, gruñó a media voz, echando a correr de zancada en zancada, adelantándose a toda estrategia estudiada, con el halo vaporoso de la luna iluminando el acceso frontal al bosque. El continente de la formación siguió sumisa al requerimiento del sorpresivo ataque, avanzando a paso de marcha, afrontando la primera hilera de troncos escamosos.
Él no quiso ser menos que nadie, y dando algún que otro tumbo sobre la hierba en estado irregular, internose en el bosque. Sentía las piernas aflojadas, el pulso desbocado, la cabeza nada serena.
“Recordad que no hay confusión posible. Esa gentuza no va vestida de uniforme”, comentó una entidad anónima en voz baja.
Y justo al pronunciar la explícita aseveración, una ráfaga de fuego cruzado surgió de cada rincón de la vegetación. Sólo alcanzó a ver los destellos rojizos de la munición rugiendo sobre el casco que le cubría la cabeza al tiempo que se echaba sobre el suelo agreste, tapándose los oídos, con los dientes apretados.
Las ráfagas de las ametralladoras Brunzag fueron aniquilando a los reservistas y demás reclutados en las poblaciones de menor relieve sociológico del país. Muchos quisieron huir de la escabechina pero eran rematados al asaltar el matorral del sotobosque, conformando una cadena patibularia de eslabones sanguinolentos, que delimitaba la llanura devastada del margen exterior de la arboleda.
Encogido entre las raíces protectoras de un recio roble, con el subfusil aprisionado entre sus brazos contra el regazo, pudo escuchar los gritos aterrorizados de los demás compañeros de filas, hasta que terminaron sus días agonizando con la misma facilidad que los caídos en la linde del bosque. “RA-TA-TA-TA”, rugía una Brunzag no muy lejos del roble que le servía de eventual escudo protector. “RA-TA-TA-TA” le contestaba una segunda emplazada a metros de distancia una de la otra. El parloteo entre ambas, contundente y demoledor.
– No, no, no…- gimoteaba, acorralado en territorio enemigo.
Entonces percibió unas pisadas que se encaminaban hacia donde se hallaba apostado.
Extrañamente, las ametralladoras cesaron en sus comentarios acerca de la MUERTE HUMANA, tales como:
– ¡Cuán fácil resulta acabar con ellos! Es como una caseta de tiro al blanco: las dianas sustituidas por personajes uniformados, las escopetas de feria, graciosas pero inútiles ellas, reemplazadas por nuestra peculiar contundencia. Expresamos nuestras proclamas con jerga destructiva y
“¡PAM!”, el mozuelo de la barba de tres días descansa en paz armoniosamente.
Pegamos otro berrido y
“¡PAM!”, ya nos queda la mitad por aniquilar.
Revolvemos otro poco en un guirigay altisonante y
“¡PAM! ¡PAM!”, nutrimos la tierra con el abono de la otra mitad.
Eso si, dejemos al chico de la perilla. Ese que está tan asustado.
“Ese no nos pertenece… Su futuro no nos incumbe.

– Levántese, Lubulag – oyó decir a metro y medio de distancia real.
La voz le era muy conocida. Vaya si lo era.
Se desenroscó lo necesario. Alzó la vista al frente y se encontró al HOMBRE DESPROVISTO DE TODO ROSTRO. Continuaba sudoroso, aunque ya no se le notaba en absoluto nervioso.
– Mi Teniente…
– ¿Acaso deseas dormir, Lubulag? ¿Conciliar una tibia dosis onírica?
“¿A ser posible, una ensoñación BENDITA que te libere de las miserias que afligen a este país?
Lubulag vio el semblante del teniente, iluminado indirectamente por un haz de luz lunar que se colaba a través del copioso ramaje de un árbol. Su fisonomía borrada. La cabellera rasurada. Las cuencas irradiando la perfidia enquistada en las raíces de su ALMA.
No pudo consentirlo más, y sosteniendo el arma entre las manos temblorosas se dispuso a eliminar a esa vil criatura, gritando hasta rasgarse las cuerdas vocales:
– ¡Usted!
“USTED NOS HA TRAICIONADO.
“NOS HA TENDIDO ESTA EMBOSCADA.
“NOS HA VENDIDO…

Quiso apretar el gatillo, pero para entonces el HOMBRE SIN ATISBO DE ROSTRO había acoplado la boca del cañón de su pistola a la sien derecha del soldado, y sin mayor demora, lo desposeyó de toda vitalidad para más tarde sentenciar en un murmullo inaudible:
– Así es, Lubulag.
“Así es cómo se gesta una GUERRA.
“Y del mismo modo, así es cómo se la MANTIENE.

*****

En las afueras del bosque, una SOMBRA definitoria se asentó sobre la extensión del mismo, devorando todo cuanto encontró en su interior…