Sucedió en un instante. (Happened in an instant).

 1.          

                     Los gritos eran agónicos. Eternos. Incesantes. El dolor estaba implantado dentro de la persona que lo sufría. Ellos dos lo oían cuando descendían por los escalones que conducían al sótano. Al otro lado de la puerta, asegurada esta por seis cadenas y seis candados, se percibían los golpes de un cuerpo contra las paredes, las columnas de sustentación y la propia entrada de acero. El suelo trepidaba como si mediase un movimiento sísmico que hubiera conseguido hacer temblar con fuerza objetos y muebles si el local dispusiera verdaderamente de ellos. Ambos se miraron. Igualmente observaron a la joven que les acompañaba en contra de su voluntad. Estaba maniatada, con unos grilletes en los tobillos y amordazada. Su frente estaba perlada de gotas finas de sudor. No hacía calor, pero la tensión del momento estaba facilitando que su cuerpo transpirara. Mientras uno de ellos la sujetaba, el otro iba introduciendo las llaves en los diferentes candados. Cuando retiró el último, abrió la puerta con cierta precaución. El interior estaba a oscuras. Una ráfaga de olor de lo más hediondo le hizo de aguantar la respiración, protegiéndose con un pañuelo sobre los orificios nasales. Buscó el interruptor ubicado al otro lado del quicio de la puerta y encendió la luz.
                Con el sótano iluminado, obligaron a que la muchacha se adentrase, cerrándole la puerta a sus espaldas, colocando las cadenas y asegurando que no pudiera salir con los recios candados.
                Se fueron retirando, ascendiendo los escalones, mientras una voz potente, procedente desde el otro lado de la puerta,  mascullaba en latín:

                “Corrupta sum, ille status immortali.”
                (“Corrupto soy, y esa es mi condición eterna.”)

2.
        Sucedió en un instante. Su liberación fue la causante de tanto dolor y de infinitas muertes.

               
3.
        Claro García pertenecía a la unidad de asalto. Con él iban cinco compañeros más. Todos a las órdenes del teniente Tax Edwards. En esta ocasión, su misión consistía en acometer un registro de una casa en la pequeña localidad del estado de Nueva York, llamada Shutton Place. La hora elegida fue las once de la noche, cuando la mayoría del vecindario ya estaba casi durmiendo.
                Equipados con visión nocturna, blindaje defensivo y rifles de asalto con silenciadores, se posicionaron en la entrada lateral izquierda de la casa. El compañero Rick Delio situó una mini cámara por debajo de la puerta para comprobar que la cocina estaba desocupada.
                – Acceso libre – dijo por el transmisor ubicado cerca de sus labios, transmitiendo la situación al resto del equipo y a los dos componentes de la Unidad Móvil, estacionada a una manzana de distancia.
                – Recordad que hay que asegurar a los objetivos. Si no peligra su situación, la fuerza letal está permitida – les llegó la orden del teniente Edwards.
                Claro García asumió el reto de abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Insertó una ganzúa que les  facilitó el acceso al interior. Apenas se creó ruido que pudiera relevar su entrada en la casa. Los seis fueron avanzando por la cocina, con la visión nocturna conectada y apuntando con sus armas de tal manera que todos quedaban bien cubiertos por si hubiera una irrupción violenta por parte de cualquiera de los ocupantes de la vivienda.
                – Los individuos en cuestión son dos – se encargó de refrescarles la memoria el teniente.
                La cocina quedó despejada, así que continuaron por el pasillo de la planta baja que comunicaba con el salón y con el supuesto dormitorio de uno de los sospechosos.
                Los haces de luz acoplados a los rifles iluminaban en tonos grises los lugares y rincones a donde apuntaban. Fueron a la sala de estar. Comprobaron que allí no había nadie, excepto la suciedad manifiesta y el desorden de los muebles. En ese instante, el teniente les indicó que había que desdoblarse.
                – García y Delio, equipo Alfa, conmigo al piso superior de la casa. El resto, equipo Delta, que registre ese dormitorio y la parte trasera del jardín. Tiene que haber una entrada al subsuelo por cojones.
                El equipo Alfa encontró el tramo de escaleras que llevaba a la parte superior de la vieja casa, inmueble que se presuponía abandonada por buena parte de los habitantes del pueblo.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Procedemos a entrar en el cuarto – le llegó a Claro García por el auricular insertado en su oído izquierdo.
                Este seguía la espalda del teniente, ascendiendo por las escaleras, con su retaguardia cubierta por Rick Delio. No encontraron a nadie en el rellano. El suelo era de madera, crujiendo tenuemente aún a pesar del sigilo de sus pasos. En ese instante escucharon una ráfaga de disparos amortiguados por los silenciadores acoplados a las armas.
                – Equipo Alfa. Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta. Enemigo abatido. Portaba un machete. Habitación despejada – les informó Ernest  Dropp, del equipo Delta.
                – Equipo Alfa para Equipo Delta y Unidad Móvil.  Procedemos a explorar las dependencias superiores. Que el  equipo Delta examine el jardín trasero. Tiene que haber un acceso a algo similar a un sótano.
                – Recibido Equipo Alfa. Nos dirigimos al exterior hacia la parte trasera de la casa.
                El teniente Edwards verificó que había dos puertas que supuestamente tenían que corresponder con dos dormitorios. Rick Delio husmeó con la mini cámara por debajo de las rendijas de ambas con el suelo.
                – Derecha, vacía.
                “Izquierda, se ve una persona tendida en la cama.
                Se posicionaron frente a la puerta, irrumpiendo al unísono, cegando con las luces de las linternas de los rifles al hombre que estaba durmiendo en la cama.
                – ¿Qué coño significa esto? – farfulló, alterado.
                A una indicación del teniente, Claro García obligó al sujeto a tumbarse sobre su vientre, maniatándolo con una lid de plástico por detrás de la espalda.
                – ¡No apriete tanto! ¡Que duele, joder! – masculló el hombre.
                – ¿Dónde las tenéis?  A las chicas. – le preguntó el teniente Edwards, dándole la vuelta.
                – No pienso decirles ni pío.
                La culata del teniente le golpeó sin miramientos la nariz, partiéndole el tabique nasal, consiguiendo que fluyera un hilo de sangre hacia su mentón.
                – ¡Cabrón! ¡Esto no quedará así! – vociferó, quejándose de dolor por el golpe.
                – Hable, basura. Su compañero está muerto. Y tú lo estarás pronto si no confiesas dónde mantenéis encerradas a las pobres víctimas de vuestros desmanes – insistió el teniente.
                – ¡Y una leche! ¡Además de nada sirve tratar de salvarlas, porque hace tiempo que sus almas están perdidas!
                Edwards dirigió el cañón del rifle hacia la pierna derecha del individuo, disparándole una ráfaga sobre la rodilla, dejándosela en carne viva, despellejada y destrozada.
                – ¡Ahhhh! ¡Cabronessss! ¡Aaaaa!
                En ese instante se estableció comunicación del Equipo Delta con el Equipo Alfa y la Unidad Móvil.
                – Aquí Equipo Delta. Nos ha costado, pero lo hemos encontrado. La trampilla estaba camuflada con hierba artificial, para que pareciera  que formaba parte del jardín.
                – Equipo Delta. Aquí Equipo Alfa. Nos reagrupamos con vosotros en breve.
                El rifle del teniente Edwards apuntó hacia el rostro de quien permanecía maniatado encima de la cama. Ordenó a sus hombres que desconectaran brevemente la conexión con la Unidad Móvil.
                – ¡No! ¡Por Amor de Dios! ¡NO ENTREN AHÍ! ¡Puede ser su perdición! – suplicó aquel individuo con los ojos desmesuradamente abiertos.
                La ráfaga de disparos acabó con su vida en un santiamén. Edwards se fijó en un abrecartas colocado sobre la mesilla de noche. La recogió y se la colocó entre los dedos de la mano derecha del cadáver.
                – Equipo Alfa a Equipo Delta y Unidad Móvil. Enemigo caído. Portaba un arma blanca – informó, restableciendo la conexión con el resto por radio.
                El Agente Claro García y su compañero Rick Delio asumieron el comportamiento de su superior sin remordimientos.
                Salieron de la estancia, descendieron las escaleras y se aproximaron a la parte trasera de la casa, donde les esperaba el Equipo Delta. Entre la hierba, había un hueco con unos escalones de madera podrida que descendían hacia una especie de sótano.
                – ¿A qué esperan? – les indicó el teniente Edwards, ya impaciente por encontrar a los rehenes. – Atención, Unidad Móvil, procedemos a bajar por unos escalones que previsiblemente conducen al sótano de la casa.
                – Recibido, Equipo Delta. Aquí Unidad Móvil.  Tanto Equipo Delta, como Equipo Alfa están autorizados para el registro de esa zona – llegó la voz de Antoine Carr desde el furgón de la Unidad Móvil.
                Ernest Dropp hizo de avanzadilla.
                – Maldición. Equipo Alfa. Equipo Delta. La puerta de acceso está asegurada con varias cadenas y candados. Necesitaremos las tenazas para romperlas.
                – Entendido. Ahora te llega el refuerzo de Monroe con el equipo.
                Al poco llegó ante la puerta el agente Monroe cargando una pesada mochila. De ella extrajo una tenaza de roturas. Con cierta insistencia, consiguió soltar las cadenas y romper los candados en menos de un cuarto de hora.
                Después instaló una carga pequeña de C4 para terminar con la resistencia de la puerta de acero. Salió al exterior, y a una distancia prudencial, hizo detonar el explosivo.
                Descendió con el agente Rick Delio.
                – Acceso franco. Repito. Acceso franco – transmitió Delio al resto del equipo de asalto.
                – ¡Joder! ¡Qué olor más insoportable! – dijo Monroe.
                El resto fue bajando de uno en uno por los escalones. Abajo se encontraron con el sótano iluminado tenuemente por una bombilla que colgaba desnuda justo en el centro del recinto. Todos los miembros de la unidad de asalto estaban preparados mentalmente para las situaciones más adversas y terribles. En este caso, muchos no pudieron contenerse, vomitando en los rincones de la estancia. El sótano disponía de paredes desnudas, encaladas. No existía ningún mobiliario. El suelo era de hormigón. Sobre el mismo, diversos pentagramas perfilados con trazo irregular en tinta roja. Diseminados por el suelo, los cuerpos en avanzado estado de descomposición de siete, ocho, nueve o diez jóvenes. Era difícil cuantificarlos, porque algunos estaban tan deteriorados y despedazados, que se precisaría de la investigación forense.
                La mayoría de los cuerpos estaban inmovilizados por cadenas, grilletes, correas de cuero y esposas. Se hallaban desvestidos, con múltiples laceraciones sobre la piel. Los ojos estaban vueltos del revés, y las lenguas sobresalían desde las mandíbulas como si hubieran sido estiradas con violencia hacia afuera hasta casi arrancarlas del interior de la cavidad bucal.
                – Unidad Móvil. Aquí Equipo Delta y Equipo Alfa. Hemos dado con el hallazgo de numerosos cuerpos mutilados en apariencia de únicamente condición femenina – informó el teniente Edwards, haciendo a su vez un gran esfuerzo por controlar su propia repugnancia ante la carnicería cometida por los dos psicópatas  merecidamente abatidos durante su incursión por la casa.
                – Unidad Móvil a Equipo Delta y Equipo Alfa. Por favor, informen del estado de las personas retenidas en el sótano.
                – Equipo Delta y Equipo Alfa a Unidad Móvil. No se encuentra ninguna superviviente entre los cuerpos hallados. Repito. No hay ninguna persona viva.
                Justo en ese momento, uno de los cadáveres se incorporó con presteza.
                – ¡La Virgen! ¡Esa tía está viva! – chilló el agente Rodríguez.
                La joven estaba en los puros huesos. Su mandíbula chasqueó con fuerza, mientras sus ojos se removían en las acuosas cuencas, ofreciéndoles una visión horrorosa.
                Empezó a levitar un palmo sobre el suelo, girando sobre sí misma para fijarse en los seis miembros de la brigada de asalto.
                De su garganta emergió una voz cavernosa y profundamente masculina, recitando en latín:

                “Exitus cavendum”
                (Asegurad la salida)
                “Dies unus effugit terror”
                (El espanto escapará un día)
                “passus mortem sementem multis locis”
                (Sembrando muerte y dolor en muchos rincones.)

                Nada más haber pronunciado estas palabras, cayó rendida al suelo, desprovista nuevamente de toda vitalidad, pues ahora la entidad que la había impulsado con movimientos de marioneta, anidaba en el cuerpo y la mente de los seis componentes del Equipo Alfa y del Equipo Delta.

4.
                Antoine Carr estaba  sumamente alterado por la pérdida de conexión con el Equipo Alfa y el Equipo Delta.
                – ¡Esto no tiene ningún sentido! ¡Nunca ha sucedido algo parecido en los diez años que llevo en la unidad de Asalto! – se quejó, enfurecido.
                – Todo está en orden. La emisora funciona perfectamente. Es como si ellos mismos se hubieran desconectado de la frecuencia – dijo su compañero, Martínez.
                En ese instante se abrió la puerta del lateral del furgón. Se encontraron frente a frente con Claro García.
                – ¡Joder! ¡Ya era hora! ¿Por qué coño habéis cerrado la conexión con la Unidad Móvil? Ya sabéis que eso puede costarnos un expediente de cojones – le advirtió Antoine Carr, molesto por aquella irregularidad.
                Claro García tenía los ojos en blanco. Su boca salivaba en exceso, con un hilillo corriéndole desde la comisura derecha de los labios hacia la barbilla. Dirigió su rifle hacia Antoine Carr y Martínez, alcanzándoles con una ráfaga de treinta impactos de bala. Los cuerpos cayeron acribillados sobre el respaldo de las sillas, para seguidamente hacerlo sobre la moqueta del suelo del interior del furgón de la Unidad Móvil.
                Las portezuelas de la parte trasera fueron abiertas, subiéndose al furgón Rick Delio y el teniente Edwards. Ambos hicieron acopio del resto del arsenal disponible en el vehículo, pasándoselo al resto de los componentes de la unidad de asalto.
                En completo silencio, sin dirigirse siquiera la palabra, fueron asaltando casa a casa de la pequeña localidad de Shutton Place, invadiendo las propiedades privadas, acabando con los habitantes de cada una de ellas. Sus mentes estaban coordinadas por las órdenes de una voz poderosa y posesiva que controlaba sus cuerpos y su raciocinio.
                Una voz perteneciente a un espíritu demoníaco que en su debido momento, fue convocado por dos personas arrogantes e insensatas que pretendían anhelar algún tipo de poder que les hiciera sobresalir entre el resto de la humanidad, y todo cuanto consiguieron fue acaparar la cobardía más simple de unos seres aterrorizados y sumisos, que para calmar la cólera de aquella entidad encerrada en el sótano de su casa, le fueron proporcionando personas para el control interno de las mismas por parte del propio demonio en cuestión.
                Ahora esta entidad poderosa estaba libre, controlando a seis guerreros sanguinarios, sembrando la aniquilación y el caos por cada lugar que pasaban.
                Todo esto sucedió tristemente de madrugada, hasta que la noche dio paso al día. La Oscuridad Húmeda y Pútrida era relevada por el brillo profundo de la sangre de los mortales, desparramada por paredes y suelos de decenas de hogares, incitando a la Bestia, que pudo por fin rugir.                
                De su tremenda boca, surgió un regocijo impuro:

                Aurora
                Campus erat  sanguinolenta
                Sanguinem  innocentem
                Sanguine  expetendum
                Mortem representantes
                (Al amanecer
                La tierra quedó teñida de sangre
                Sangre inocente
                Sangre deseable
                Que representaba la muerte)


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El error de Bertelok. (Bertelok error).

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


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