Una música demasiado alta


Eran pasadas las once de la noche. Cris Bolton acababa de llegar del fin de su turno como conductor de la línea 19 del metro. Estaba cansado y con ganas de meterse en la cama. Se preparó una frugal y tardía cena con un sándwich de crema de cacahuete, un batido de vainilla y una porción de tarta de arándanos. Justo cuando terminó de cenar, se dispuso a lavar los escasos platos antes de ponerse el pijama. En ese instante notó las pisadas de alguien que subía el tramo de escaleras de la quinta planta donde él residía. Curioso como era por naturaleza, se acercó a la mirilla de la puerta de entrada para averiguar quién podía estar recorriendo las escaleras a esas horas de la noche. No tardó en ver pasar deprisa por delante del cristal la figura de un melenudo de unos treinta años, flaco y desarreglado con muchas pintas de ser un drogadicto dispuesto a comprar su dosis diaria. Terminó de recorrer el rellano para seguir subiendo por el siguiente tramo de escaleras.
Cris chasqueó la punta de la lengua contra los dientes superiores. Era indudable que iba a visitar al vecino que vivía encima de su vivienda. Era un camello de poca monta, por desgracia muy conocido en el barrio.
Así fue. El visitante tocó el timbre de arriba. Se percibieron los pasos del vecino de Cris desplazándose hacia la puerta.
Cris se dirigió a su dormitorio. El cansancio le estaba venciendo. Se puso el pijama de colores chillones y se introdujo en la cama, apagando la luz de la lamparita de la mesilla. Cinco segundos de silencio y oscuridad total precedieron al escándalo que instantes después surgió justo encima del techo de su habitación. Su vecino empezó a vociferar. Se escucharon muebles desplazándose. Pisadas de aquí por allí.
– Joder. No voy a dormir nada – se dijo desesperado.
Entonces su vecino se calló para dejar paso a una canción de rap con el volumen al máximo.
– ¡Será cabrón! – estalló en su indignación Cris.
Se salió de la cama, encendió la luz, se calzó las zapatillas y abrigándose con la bata se dispuso a hacerle una visita a esos dos miserables del piso de arriba. Ascendió los escalones con premura hasta situarse ante la puerta del piso del vecino. Se fijó que esta estaba entreabierta. A través del hueco establecido entre la hoja y el quicio, llegaba la ráfaga de música elevada a la quinta potencia. Se adentró en la propiedad del vendedor de crack sin haber pedido permiso. El sonido era tan alto, que los nervios estaban destrozados por esta situación de escasa consideración hacia el resto de los inquilinos del inmueble. Justo al final del pasillo principal estaba la sala. Antes de llegar, vio al melenudo surgir de su interior. Portaba una pistola con un silenciador acoplado en el cañón. En ese instante apagó el estruendo de la música. Se le quedó mirando de manera molesta por la intromisión. Cris pudo ver parte del cadáver del vecino tendido en el suelo a través de la separación de las piernas del criminal.
– Es usted demasiado curioso, amigo- le dijo el peludo.
– Ha… Ha matado a ese hombre – balbuceó Cris.
– Hay que ver lo inteligente que me está resultando. ¿Para qué cree que he puesto su equipo musical a tope? Para que no se oyera como me lo cargaba.
“Por cierto, me están entrando ganas de hacer lo propio con usted.
“No quiero tener testigos, ¿sabe?
Cris vio el brazo extendido del asesino apuntándole directamente al entrecejo.
Un segundo después estaba por fin durmiendo el sueño de los justos.

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