La Caseta del árbol.

– ¡Corre, Nathan! ¡Corre todo lo rápido que puedas!

Fueron las palabras angustiosas y desesperadas de su madre.
Como pudo, alcanzó el jardín trasero. Sus cortas piernas se desplazaban con titubeos. Estaba nervioso. Asustado. Lloroso.
Demonios. Era un crío de ocho años.
Afuera el sol daba de lleno. Hacía mucho calor. Era de día. Empezó a sentir un fuerte escozor en el revés de las manos y en la cara.
A mitad de camino del árbol donde tenía situada entre las ramas la caseta construida el año pasado con la ayuda de su padre, escuchó el grito de su madre.
Fue espeluznante.
Recordó la orden que le dio. Tenía que correr. Trepar a la caseta del árbol. Con suerte ahí podría permanecer escondido. Y lo mejor, protegido por la oscuridad.
Alcanzó la escala de cuerda y fue subiendo.
Los ojos le picaban. Las lágrimas eran ácidas. Las sentía al deslizarse por sus mejillas. Tuvo que entrecerrar los párpados para continuar escalando el árbol.
Cuando llegó arriba, se refugió dentro de la casa, recogiendo la escala.
Nada más ubicarse al amparo de las sombras, sintió cierto alivio en la piel. Aunque sollozaba con ganas. Tenía mucho miedo. Por lo que pudo pasarle a su madre. Notó cierta humedad en los pantalones. Se había hecho pis.
Trataba de permanecer acurrucado en un rincón. El más sombrío.
Al poco llegaron ellos.
Estaban en el jardín.
Dos hombres malvados.
Los que habían entrado en la casa. Habían forzado una ventana de la cocina. Lo hicieron sigilosamente, más que nada para evitar que el vecindario supiese de su llegada. Por lo demás eran sabedores de que Nathan y su madre estaban durmiendo profundamente.
– ¡Niño! ¡Baja del árbol! – le dijo uno de los dos hombres malos.
Estaban ambos situados al pie del árbol.
– Sabemos que estás ahí arriba.
– ¡Venga! Baja con nosotros. ¿No querrás que subamos hasta la caseta para bajarte a rastras?
Nathan se mordía los puños de las manos para no meter ruido. Estaba transpirando copiosamente por el brutal efecto del calor. No podría aguantar mucho rato dentro de la caseta. Aquella oscuridad era artificial. Por los intersticios de los listones de la madera se filtraba parte de la luz solar.
– ¡Niño tonto! Desciende del puto árbol de una vez.
– Eso. Mejor que vengas con nosotros. Tu madre te está esperando.
Las voces eran enfermizas. Malsonantes.
Se apartó un poco de las sombras para verlos de refilón desde el hueco de la trampilla del suelo.
Eran dos hombres vestidos con indumentaria militar. Llevaban cascos, chalecos y botas pesadas.
Uno de ellos se fijó en su cabecita asomando por el hueco, y sin mayor dilación le mostró la cabeza de su madre. La sujetaba por los cabellos.
El hombre malo sonrió con ganas.
– Desciende del árbol, hijito. Y ven a saludar a la cabeza de tu mamá…
Nathan cerró la trampilla, retirándose entre las sombras del rincón donde no accedían los rayos del sol.
El hombre  que sostenía la cabeza de su madre profirió su malestar con insultos.
Nathan notó un fuerte impacto contra la parte inferior de la caseta, cerca de la trampilla.
Le habían lanzado la cabeza de su madre…
– Es cuestión de tiempo… – trataba de calmar a su impulsivo compañero. – Aunque esté cobijado de la luz, el propio calor lo va a freír dentro de la caseta.
– El muy cabrón no se va a bajar del puto árbol.
– Por eso mismo te digo que hagamos guardia con el visor térmico. En cuanto nos confirme que ha muerto, nos marchamos sin tener que ingeniárnoslas para trepar hasta la copa del árbol.
– Puede que tengas razón. Ya nos hemos cargado a su madre. Y la brigada 12 ha hecho lo propio con el padre.
– Está confirmado. Eso es lo bueno de hacer un correcto seguimiento antes de cazarlos. Ese tío tenía la costumbre no de dormir en su casa, si no dentro del panteón familiar. La brigada 12 ha presentado al guarda del cementerio la autorización judicial para penetrar en el recinto a las siete horas. Este les ha entregado la llave de la verja de acceso al interior del panteón y han utilizado directamente el procedimiento del fuego directo.
– Como se disfruta achicharrándolos con los lanzallamas… Aunque yo personalmente prefiero el machete a la antigua usanza.
– Ya entiendo tu sobrenombre de Greg “El Jíbaro”.
– Eso es. No reduzco cabezas. Simplemente se las separo del cuerpo de los chupasangres…
Miró con rostro desafiante a la cabeza femenina tirada al lado de una raíz que sobresalía del suelo. Juntó ambas manos sobre la boca para hacer bocina, dirigiéndose al niño pequeño de la caseta en el árbol:
– ¿Qué tal chaval? Me imagino que te estás asando como un pollo. Tú estate tranquilo, que aquí permaneceremos los dos para impedir que te escapes.
“Cuando nos marchemos, de ti sólo quedarán cenizas…
– No seas cruel con el mocoso. Bastante estará sufriendo ya.
– A mi no me digas. Yo no tengo la culpa que sea un jodido vampiro.

El sol sobre el tejado. (The sun on the roof).

El sol despuntaba con cierta timidez, ocultando su figura entre hilachos de blancas nubes que parecían recorrer el cielo empujados por el viento surgido a través de la trompeta imaginaria de Eolo.
Eran las nueve de la mañana de un lunes cualquiera del mes incómodamente frío de noviembre. Nicanor Dullian estaba ubicado sobre la cubierta a cuatro aguas de su casa de planta baja, dispuesto a arreglar la gotera que amenazaba por deteriorar de manera irremediable la escayola decorativa del dormitorio. Accediendo desde una pequeña claraboya situada en la cocina, se guió por su lógica sobre las tejas oscuras de pizarra, hasta dar con la zona por donde se filtraba hacia el interior de la casa el agua de las lluvias. Enseguida comprobó que una de las tejas estaba agrietada, así que bajó por la escalera colocada en la cocina y rebuscó en el garaje, donde halló una caja de cartón con cuatro tejas de repuesto. Se hizo con una paleta de albañil y fue preparando la argamasa para la sustitución de la teja. Nuevamente en el exterior de la casa, fue acercándose con precaución hacia la parte deteriorada de la cubierta.
Habían pasado treinta o cuarenta minutos. El sol estaba alcanzando su sitio correspondiente en el firmamento, dándole de lleno justo en la zona donde él estaba. La luz le deslumbraba, así que tuvo que bajar para buscarse las gafas de sol. Con ellas colocadas, fue removiendo la teja rota, retirando algunos pequeños escombros del cemento que la habían mantenido en su sitio.
Estaba agachado. Desde esa perspectiva pudo comprobar que los límites del vecindario se habían acortado. Caramba. Ya no atisbaba las casas decrépitas y en estado de abandono, habitadas por  jóvenes ocupas  situadas en la siguiente manzana con respecto a la suya. El sol picaba que daba gusto. Estaba sudando. Se tuvo que sacar el jersey por la cabeza para quedarse en manga corta. No es que hiciese frío, doce grados no daban la confianza suficiente para exhibirse de dicha manera con riesgo a un resfriado, pero al incidir los rayos solares directamente sobre esa parte del tejado, la temperatura daba la sensación de ser casi veraniega. Nicanor Dullian incluso estaba empezando a transpirar por el calor. Se pasó el revés de la mano por la frente.
Cuando la mezcla del cemento estaba ya preparada, su mirada se centró en el jardín delantero de su casa.
Fue entonces cuando se dio de cuenta que no lograba enfocarlo con la vista. Se quitó las gafas. El deslumbramiento del sol le impedía cerciorarse de que ahora tan sólo podía atisbar la parte sobre la que estaba subido, es decir, el propio tejado de su  casa. Todo cuanto lo rodeaba, estaba sumido en una luminosidad radiante inmensa. Nicanor se incorporó de pie. Ese dichoso sol estaba jugando con su raciocinio. Seguramente al estar expuesto sin haberse protegido la cabeza, estaba teniendo alguna clase de espejismo. Preocupado ante la posibilidad de coger una insolación, dejó el arreglo del tejado para mejor ocasión, decidido a bajar por la escalera que daba a la cocina. Fue avanzando por las tejas de pizarra, hasta ver de manera difuminada que la mitad de la cubierta ya no existía.
Nicanor estaba aterrado.
El tejado parecía un cubo de hielo derritiéndose ante los treinta grados de un día de verano.
Se restregó los ojos con los puños, girando sobre los talones, intentando buscar un punto de referencia en los alrededores. Aquella luz inclemente que procedía del sol lo fue cegando más y más. No existía ningún vecindario. No existía ni su propia casa, que iba desapareciendo físicamente por una goma de borrar invisible. Se colocó las gafas de sol. Todo cuanto veía era el fulgor intenso procedente del sol. No podía atisbar el cielo.
Terriblemente desorientado, quiso retroceder, acercarse a la parte del tejado donde estaba la teja que debía ser reparada. Pero esa zona también había desaparecido.
Ahora miraba a sus pies. Luego en derredor suya. El tejado continuaba desvaneciéndose. La nada se iba apoderando de todo.
Nicanor estaba atrapado en lo alto de algo que antes había sido su casa.
Unos segundos después, su figura se disipó para siempre.
El agente inmobiliario recorrió toda la propiedad, acompañando a la familia Henderson. Aún no tenían hijos, y no pretendían tenerlos por el momento. Por eso buscaban una casa pequeña cuyo alquiler no fuese muy alto. Esa vivienda estaba emplazada en los suburbios de la ciudad. Era la única de una antigua urbanización que fue languideciendo hasta casi desaparecer. Las demás casas estaban en un estado precario de abandono.
– Se tiene previsto por parte del ayuntamiento derribar todas las casas dentro de tres años. Por eso nadie las habita. Esta es la única que se alquila. Y como pueden observar, está en muy buen estado, dadas las circunstancias – les dijo el agente alcanzado el jardín delantero una vez visitada por dentro.
– Si. El precio es muy asumible. Y no requiere muchas mejoras – dijo Larry Henderson, feliz, abrazando a su joven esposa.
Ella lo miró algo ceñuda.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Hay algo que no te gusta de la casa?
– La mancha en el techo de escayola del dormitorio. Hay filtraciones.
Larry sonrió, quitándole importancia al asunto.
– No te preocupes. Será una teja en mal estado. Con subirse a reemplazarla, todo solucionado.
– Hay tejas de recambio en el garaje – le avisó el agente inmobiliario. – Pero puedo llamar a un albañil para que se lo solucione.
– No, déjelo. Soy un manitas. Aunque estemos en invierno, hace un tiempo muy soleado. Así me paso una mañana entretenida, arreglando el tejado, ja, ja.
– Como usted, quiera.
El agente inmobiliario les hizo de entrar en la cocina para firmar el contrato de alquiler por un año. Esperaba que no sucediera como con el anterior inquilino, que a los dos meses de instalarse, se marchó sin haber dado previo aviso. 


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