Balada del Paladín Sanguinario

Espada empañada de sangre.

Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada,
marcho a pie sobre el terreno con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí implacable destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos 
donde la cordura queda atascada e inmovilizada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que utilizo,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello conforma la antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante el irrefrenable frenesí de mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.

La balada del cuatrero muerto.

Cometí un error fatal por el cual fui ajusticiado en público.

Colgado de una soga, la marabunta exigía el tributo por una decena de muertes sin sentido.
Yo era un forajido cualquiera.
La época de mi juventud fue muy difícil de vivir.
La Guerra de la Secesión dejó sus secuelas.
Si querías vivir de la rapiña, no había problema,
siempre y cuando no mataras en el empeño.
Yo era rápido de gatillo.
El dedo ligero lo tenía.
Si en los bancos los cajeros no andaban muy listos en mis demandas,
sus sesos quedaban desparramados por el suelo.
Si los tenderos no cumplían con mis requerimientos,
yo iba a ser el último cliente de sus establecimientos.
Disponía de mujer joven y de dos hijos varones muy pequeños.
Cuando fui detenido y expuesto ante un juicio público,
nada sabían de mi postrera sentencia a la pena capital.
Tras pender dos días de la rama de un olmo,
fui descendido a los infiernos.
Se informó a mi familia de mi innoble existencia como cuatrero.
Según tengo entendido, las lágrimas inundaron las magras tierras que poseo.
Al poco estas fueron expropiadas para satisfacer a los seres más cercanos de mis víctimas.
Alma, Cleg y Michael quedaron en la más extrema pobreza.
Por algún motivo que no comprendo,
mi cuerpo en avanzado estado de descomposición resucitó de entre los muertos.
Abandoné una fosa anónima, en la tierra destinada a los seres más abyectos.
Me incorporé sobre mis miembros inferiores, percibiendo un pálpito que me instaba a buscar a los componentes de mi linaje.
Estuve recorriendo millas de caminos inhóspitos de tierra reseca.
Cuando llegué a la comarca de mis ancestros, pude verificar que en esos escasos acres ya no residían mis seres queridos.
Las tierras fueron vendidas a gente extraña.
Ni siquiera eran nativas.
Hablaban en un idioma desconocido para mí. Seguramente procedentes del  extranjero.
Daba igual.
Mis movimientos eran lentos, pero aún así conservaba buen pulso.
Acabé con la vida de uno de los empleados de la finca y me hice con su escopeta.
Acto seguido, llevado por la furia de la venganza, asalté la que fuera mi casa, embardunándola de sangre fresca y sabrosa.
Al mismo tiempo, un impulso irrefrenable mi hizo alimentarme de la carne de los seres fallecidos esparcidos por los suelos de la hacienda.
Antes de que amaneciera, hice lo posible por ocultarme en una arboleda cercana.
En todo ese rato me invadió el sueño.
Tuve una ensoñación enfermiza donde vi los cadáveres de mis víctimas en mi anterior trayectoria como forajido.
Finalmente me espabilé cuando surgió mi mujer.
Mi querida Alma.
Sus preciosos labios carnosos me susurraron al oído que yo estaba muerto, y que era inútil que intentara encontrar su paradero.
Cuando despegué los párpados, había anochecido nuevamente.
Continué vagando errabundo.
Mis deseos eran reencontrarme con Alma y los chicos.
Nada me detendría en mí caminar errático.
Pasaron varias noches, donde mi hambre fue saciada.
En una casa, antes de devorar el corazón de uno de sus moradores, pude reconocer en las facciones de aquel hombre las correspondientes al agente de la autoridad que consiguió mi detención.
Su rostro petrificado por la visión de mi cuerpo resucitado tuvo la entereza suficiente de rogar por su supervivencia.
Me contó  que Alma y los pequeños vivían en una choza no muy lejos de su hacienda.
No perdoné su vida. Extraje sus entrañas, al igual  que las vísceras de su esposa y de su hermosa hija adolescente, devorándolas con fruición.
Estuve vagando la madrugada, animado ante la perspectiva de reencontrarme con mi mujer y con los mocosos.
Al rato, pude divisar la residencia actual de Alma.
Era una pocilga mísera y deplorable.
Mi ira se acrecentó. Tuve que controlarme. Afortunadamente estaba saciado, así que procedí a dirigirme hasta el umbral de la entrada a aquel deprimente cuchitril.
La puerta estaba sin asegurar.
Avancé sin demora. Estaba cerca de abrazar y de besar a mi bendita esposa y a mis inocentes hijos.
¡Alma! ¡Estoy de vuelta! – quise gritar llevado por la alegría.
¡Cleg! ¡Michael! ¡Vuestro padre ha vuelto! – estuve por anunciarles mi llegada.
Cual fue mi horror al descubrir sus cuerpos fríos y medio devorados.
Otro resucitado impulsado por el ansia de la carne fresca humana había asaltado la casa para cebarse en ellos.
Permanecí el resto de la noche velando sus cadáveres.
Quise llorar.
Me fue imposible.
Mis sentimientos habían desaparecido para siempre.
Desde ese instante, mi único anhelo fue alimentarme de la carne de los vivos.
Nunca iba a parar de hacerlo.
Me movía sin descanso, mascullando palabras inconexas.
Cada vez me era más difícil  manejar la escopeta.
De mi anatomía emanaba un olor nauseabundo.
Perdía porciones de piel, de cabellos y las uñas eran arrancadas con un simple tirón.
La noche en esa breve época fue mi protectora.
A ella me debía.
La zona fue poblándose de gente resucitada.
El Ejército de  la Unión se encargó de aniquilarlos con el empleo del fuego, la única manera de conducirlos a la paz eterna.
Finalmente me llegó el turno.
Conforme me consumía entre las llamas, lloré por última vez por mi Alma, Cleg y Michael.
El resto de los muertos causados por mi violencia irracional en la vida normal como mero bandido no me causaba ningún cargo de conciencia.
Mucho menos los fallecidos durante mi frenético estado de resucitado por la gracia divina de Dios o la intervención maldita del Diablo.


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Balada del Paladín Sanguinario (Ballad of the Bloody Paladin)

Espada empañada de sangre.
Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada
marcho a pie con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos donde
la cordura queda atascada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que uso,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.


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