El impulso

             

No lo pudo soportar más. Los dos hijos que tuvo con Alina nacieron malditos. Imperfectos. Tuvieran los años que tuvieran, siempre iban a parecer niños de cinco años. No servían de ninguna ayuda para sacar la hacienda adelante. Él, Patriard, quien antes de tener progenie presumía en las tabernas del valle de su sana y contundente virilidad, ahora esquivaba los lugares públicos porque se sabía que era objeto de continuas murmuraciones, burlas y conmiseración por parte de sus antiguos amigos, vecinos y resto de habitantes de la zona. Se volvió una persona muy huraña, distante de todo contacto íntimo con su mujer, centrado en la dura labor de la mera subsistencia, con dos hijos que eran una rémora para la débil y modesta economía familiar.

              Su carácter era cada vez más agrio, seco, rudo. Ignoraba a Rudolf y a Thomas. No los consideraba dignos de su atención. Era Alina quien se ocupaba de cuidarlos, de lavarlos y de alimentarlos, pues por ellos mismos no podían realizar ni las labores más básicas en la vida cotidiana de un ser humano normal.
                Pasaron unos años. Los niños se transformaron en jóvenes de quince y dieciséis años, pero la situación no había variado con el tiempo. Continuaban siendo criaturas inútiles.
                Patriard estaba harto de esa situación. Y su rabia se transformó en una furia incontrolable cuando supo que Alina estaba encinta de nuevo. ¡Era imposible! No mantenía relaciones carnales con ella desde que tuvo a Thomas. Su ardor lascivo lo consumía con las prostitutas de las aldeas cercanas, pero nunca jamás había vuelto a acariciar siquiera la piel de su esposa. Eso significaba que Alina le había sido infiel, que había mantenido una relación pecaminosa con otro hombre. Que el ser que iba a engendrar, pertenecía al miserable que había mancillado su apellido.
                Alina quiso serenarle. Le quiso hasta convencer que aceptara las consecuencias de su adulterio.
                – ¿Cómo decís, ramera? ¡Que reconozca a un bastardo portando los apellidos de mi linaje!
                ” ¡NUNCA JAMÁS! ¡NUNCA! – gritó enardecido Patriard ante esa pretensión por parte de su mujer.
                – Pero, Patriard. Puede que el niño sea sano. Y por fin tengamos a alguien que cuide de sus hermanos, y a nosotros cuando seamos viejos y débiles.
                – ¡Estás insinuando que la responsabilidad es mía por haberte dado unas criaturas viles e insulsas! ¡Que con otro hombre, vas a obtener lo que siempre quisiste, un hijo sano!
                “¡Puta! ¡Malnacida! ¡No te necesito a ti, ni a lo que portas en el vientre, y mucho menos a los dos idiotas que tenemos por descendencia!
                Patriard no lo pudo soportar más. Decidió que lo mejor era acabar con aquella situación. Para ello utilizó con firmeza el hacha de leñador. No le costó mucho matar a Alina, aún a pesar de tener que escuchar sus ruegos, lloros y gritos de angustia. Más sencillo todavía fue acabar con Rudolf y Thomas. Eran tan simples, que ni siquiera huyeron cuando fue en pos de ellos decidido a destrozarlos con el filo del hacha.
                Tras aquel acto de violencia desatada, Patriard abandonó su hogar para siempre, acarreando simplemente los complementos que utilizaba para la caza, vagando por los bosques y montes de los valles, medrando como si fuera un ser salvaje, alimentándose simplemente con lo que la madre naturaleza tuviera a bien propiciarle…



                Discurrieron semanas. Luego meses. Patriard se había convertido en un nómada, alejado de cualquier contacto humano, muchas veces por expreso deseo propio, y el resto por la soledad del entorno en que se movía. Eran parajes inhóspitos y nada frecuentados por las gentes poco aventureras.
                Aún así, un día descubrió un campamento, donde había personas afilando las herramientas. Cuchillos, hachas, machetes… Vestían harapos y estaban desaseados. Aunque el aspecto que debía de mostrar Patriard tras meses vagando por las montañas no debía de ser mejor al ofrecido por aquellos extraños.
                Tras pensárselo un instante, decidió presentarse ante ellos, pues sus utensilios de caza estaban con los filos romos, y pretendía pedirles que le dejaran amolarlos en una de aquellas piedras de afilar que estaban utilizando con tanto ahínco.
                – Hola. Soy Patriard. Soy un cazador y me he fijado que estáis afilando vuestras herramientas. Yo tengo las mías necesitadas de mejorar su corte, y me preguntaba si no os importaría que pudiera afilarlas en una de vuestras piedras – se presentó saliendo de entre la maleza.
                Eran cinco hombres. Todos se le quedaron mirando en silencio. Finalmente uno de ellos, el de mayor edad, le hizo una señal concediéndole el permiso.
                Patriard eligió la piedra que no estaban utilizando aquellas personas y se dispuso a mejorar el filo de su cuchillo.
                El sonido de la fricción de la hoja contra la piedra era lo único que se percibía. Tanto él como los cinco hombres estaban callados, contemplándose sin disimulo.
                Estuvo así un rato, hasta que terminó.
                – Bueno, ya está. Os agradezco el gesto y me marcho. Que tengáis buena caza.
                Los singulares cazadores le rodearon, impidiéndole que avanzara más pasos.
                – Si quieren alguna moneda, lamentablemente tengo que decirles que no tengo ni un cuarto de plata.
                El mayor se le enfrentó de cara. Posó su mano derecha sobre su hombro y le sonrió con franqueza.
                – En tal caso, tu aportación nos vendría bien. Quédate con nosotros una temporada. Te aseguro que se nos da bien abatir piezas. Luego ahumamos la carne y la vendemos en los mercados. Así sacarás un dinero que seguro que te conviene para salir de la pobreza.
                – Yo no soy pobre. Ni rico.
                ” Me encanta la naturaleza. Nunca me molesta nadie.
                – Bueno. Si no te apetece socializarte, por lo menos, en compensación por haberte dejado afilar el cuchillo, te pido que te sumes a la cacería de esta tarde. Siempre vienen bien dos manos más que empuñen un arma, ja-ja.
                Patriard estuvo de acuerdo. Hacía tiempo que no cazaba en grupo, y sería revivir tiempos pasados más felices, mucho antes de haber tenido hijos.
                Fue invitado a un pequeño ágape para acumular energía que iba a emplearse durante la batida. Fueron trozos de carne ahumada y una pinta de vino de alta graduación.
                Animados por el alcohol, cogieron todo lo necesario, y el grupo se dispersó por el bosque en parejas. Patriard iba acompañado del cazador de edad avanzada.
                Estuvieron toda la tarde explorando la zona sin mucho éxito, hasta que dieron con la entrada a una pequeña cueva. Parecía una ermita. Dentro de ella se veía a un religioso rezando con devoción ante una reliquia.
                – Ya tenemos lo que queríamos… – le susurró el cazador a Patriard al oído.
                Este se quedó consternado por la frase.
                – Decías que estabais de caza. No saqueando a personas indefensas.
                Los ojos malsanos del cazador le miraron con cierta diversión.
                – Lo que no te hemos explicado, es el tipo de presa que buscamos.
                Nada más decirle esto, salió de su escondrijo y se dirigió hacia la ermita. El religioso intuyó su presencia por el ruido de las ramas al partirse bajo sus pisadas, pero antes de que pudiera incorporarse, ya le había soltado un buen tajo con el hacha en el hombro derecho. Con la sangre manando a chorros de la herida, y con la víctima gimiendo de dolor, el cazador buscó con la mirada a Patriard.
                – ¡Venga! ¡Échame una mano! Ahora tienes el cuchillo afilado.
                Patriard sintió que se le aflojaban las piernas. El efecto del alcohol ingerido y el grado de nerviosismo que experimentaba le impedían cualquier movimiento.
                Entonces el rostro del religioso se volvió. Buscó descaradamente a Patriard con la mirada.
                – Cabrón. Aún te resistes a morir – farfulló el cazador, impaciente.
                El religioso alargó una mano y se hizo con el hacha incrustada en su carne por el mango. En un movimiento brusco, dirigió el filo contra la garganta de su agresor, y con precisión, lo decapitó allí mismo. El cuerpo del cazador aguantó de pie un par de segundos, hasta perder el equilibrio y caer pesadamente sobre el suelo de piedra de la ermita.
                Patriard estaba atónito. La sangre ya no manaba del hombro malherido del religioso. Con espanto, lo vio incorporarse de pie, y sin saber cómo, se esfumó de su vista, apareciendo al instante enfrente suya, a escasos centímetros de su rostro aterrado.
                – Te llevaba mucho tiempo buscando, Patriard.
                – ¡Por Dios! ¿Quién eres?
                – Acuérdate de tu familia, Patriard. Reconozco que me alegré del final que les distes. Lo que me disgustó fue que luego no tuvieras el valor de quitarte a ti mismo la vida, y que te dedicaras a huir de tu destino.
                – ¿Cómo sabes lo de mi mujer y mis hijos? No había ningún testigo… Estaba a solas con ellos cuando…
                – ¿Lo ves, Patriard? Siempre titubeando. Si no hubiera sido por la de veces que estuve en el interior de tu cabeza induciendo a que cometieras el exterminio de tus seres, en este caso, poco queridos, nunca hubieras estallado en un arrebato de cólera. La locura no se hubiera asentado en tu mente. Y recuerda, gran y miserable pusilánime, que tu esposa fue promiscua a tus espaldas, y que tus hijos fueron sendas aberraciones. Así que eran merecedores de morir. Pero no, tú los estuviste soportando durante demasiados años.
                – No.
                – ¿Cuándo empezaste a sentir el ansia de matarlos? Yo te responderé. En los últimos meses. Antes ni se te había pasado por la cabeza tal ocurrencia.
                Era verdad. Patriard había soportado con resignación la terrible tragedia de su vida, como era haber tenido dos hijos por él no queridos por su apariencia y su simpleza mental. Fueron unos meses antes de que acometiera la matanza, cuando se inició aquel hervor que iba aumentando, hasta hacerle tener que soportar con dificultad la salida al exterior de una rabia, una furia del todo incontrolable.
                Entonces llegó la fecha en que todo su odio hacia Alina, Rudolf y Thomas se manifestó, desencadenando un instante de violencia brutal, colmándole de satisfacción con cada golpe que les infligió con el hacha. Fueron unos minutos de dicha, escasos en sí, pues una vez disipado el ímpetu de su ira, el arrepentimiento de sus actos le hizo de abandonar su casa con el rostro en llanto…
                Aquella cosa embutida en los ropajes de un religioso escrutaba a Patriard con sus cuencas oscuras, negras como la pez. Su aliento era similar a las hojas caídas y pútridas por la humedad del bosque.
                – Reconócelo, Patriard. Precisabas de un impulso. La desgracia de tu familia, tu propia caída, la he orquestado yo.
                “Ahora sé valiente por primera vez en tu vida, afronta este último paso y acompáñame. Te prometo que al lugar que te llevo, no hallarás a los miembros de la que fuera tu infortunada familia.
                En cuanto mencionó estas últimas palabras, su figura se desvaneció con la nitidez del vapor del agua hirviendo frente a una corriente de aire.                           Patriard no tardó en escuchar las voces de los compañeros del cazador muerto, y para cuando quiso darse de cuenta, los tuvo a los cuatro arremetiendo contra su figura, con los cuchillos, los machetes y las hachas destellando sus filos recién afilados, iracundos todos ellos porque pensaban que había sido él el autor del crimen.
                Sus posiblidades de huída fueron nulas y tampoco iba a disponer de la más minima opción de poder defenderse. Pasados unos pocos segundos, entre la tupida maleza, los restos de su cuerpo se mostraban diseminados empapados en los charcos de su propia sangre, cumpliéndose el deseo de la aparición surgida con forma de religioso. Aunque esto último era una burla, porque de donde procedía aquel ser, la maldad pululaba a su antojo.


Balada del Paladín Sanguinario

Espada empañada de sangre.

Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada,
marcho a pie sobre el terreno con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí implacable destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos 
donde la cordura queda atascada e inmovilizada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que utilizo,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello conforma la antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante el irrefrenable frenesí de mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.

ESPECIAL HALLOWEEN: "Le foie spéciale"

                 

                  – Ya sabes, hijo. Estamos en una ciudad nueva. Tenemos que tener mucho tacto con la elección.

                  – Sí, papá.

                – Mañana empiezas en el colegio. Tómate tu tiempo. Fíjate en los compañeros, aunque no sean de tu mismo curso.
                – Claro, papá.
                – También entérate de la familia del chico. Que tenga pocos componentes, tampoco sean del lugar y sean pocos conocidos por el vecindario. Si son solitarios, mejor que mejor.
                – Enterado, papá.
                – Como mucho, que consigamos hacer los preparativos en menos de medio año.
                “El señor Rudsinki es un sibarita, y puede contenerse con los manjares exóticos, pero no puede pasar un año entero sin su ración de “le foie spéciale”.
                – Sí, papá.


                – Randolph, corre. Esta es la casa abandonada del que te hablé.
                – Jolines. Tiene muy mala pinta. Está para caerse si sopla una ventolera medio fuerte.
                – Ven. Vamos a rodearla por este lado. Detrás está el acceso exterior que conduce al sótano.
                “¿Ves? Este portón al nivel del suelo da a la parte inferior de la casa.
                – ¿Cómo es que está sin candado? Así puede entrar cualquiera. Puede haber drogadictos ahí abajo.
                – No hay nadie. Lo he comprobado las dos veces que he bajado. Para estar descuidado durante tanto tiempo, no está tan mal. Por eso te lo enseño. Será nuestro refugio donde nadie nos molestará.
                – Suena guay.
                – Habrá que limpiarlo un poco. Tiene polvo y telarañas, pero luego será un sitio de lo más chulo.
                – Ya tengo ganas de verlo.
                – Pues hala, ya te abro la puerta y bajas. Toma la linterna. Luego te acompaño.
                – Más te vale. Que no pienso explorarlo yo solito.
                “¡Ostras…! Es un sótano muy grande. Tiene un montón de cosas raras. Hay unas cadenas colgando de una viga. Y eso parece un cepo medieval…
                “Pero no me cierres las puertas de la entrada, que la linterna no ilumina mucho.
                “¿Me oyes? ¡Venga! ¡Abre las malditas puertas! ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ¿Y ese ruido?
                – Te estoy colocando el candado que echabas en falta, Randolph.
                “Es para que no te escapes. Luego vendrá mi padre a verte…



                – Me parece muy mal que te niegues a comer las hamburguesas y las patatas fritas que te traigo, Randolph.
                – ¡No tengo hambre! ¡Quiero que me sueltes! ¡Estar con mis padres!
                – Eso que me pides es totalmente inviable, Randolph. Eres mi pieza más codiciada. Tienes que alimentarte para satisfacer mi ego. Por eso te he traído tanta comida.
                – ¡Veinticinco hamburguesas y dos platos llenos de patatas fritas! ¡Eso no me lo como ni en un mes!
                – Bueno. Hay una forma de convencerte.
                “Hijo, alcánzame el látigo. La piel del chico no me interesa.
                – ¡Nooo!
                – Tienes dos elecciones, Randolph. Comer como un cerdo hasta reventar, o que te despelleje la espalda. Tú mismo.



                – Sigue, muchacho. Así. Muy bien. Ya pesas sesenta kilos. En cuanto llegues a los ochenta, habrás cumplido con las expectativas depositadas en ti.
                – No… Me duele la barriga… Tengo dolor de cabeza…
                – Continúa masticando. Y no vomites, porque si lo haces, te inmovilizaré en el cepo y te arrancaré cada uña de los dedos de los pies. Te aseguro que es una tortura lo suficientemente dolorosa, como para seguir engullendo comida basura como si en ello te fuese la vida…



                – Hijo mío. Es el día. Randolph ya ha llegado al peso ideal. Su hígado debe de haber crecido lo esperado.
                – Sí, papá.
                – Ahora queda el tema menos grato de todos. El de su sacrificio.
                – A mí me continúa desagradando este tema, papá.
                – Es cierto. Pero tienes que empezar a aprender cómo hacerlo. Recuerda que dentro de unos años, tú serás mi sucesor.
                – Espero que eso ocurra muy tarde, papá.
                – Yo también lo deseo, hijo.
                “Ahora vayamos a ver a Randolph. Lo sujetaremos bien. De esta manera te enseñaré nuevamente la técnica del que hago uso para que el estrangulamiento sea eficaz del todo.



                – Lástima que todo lo demás tenga que ser desechado, papá.
                – Si. Es una pena. Pero recuerda que estamos preparando “le foie spéciale” para nuestro cliente.
                “Observa qué hígado más hermoso. La espera ha merecido la pena.
                – Sí, papá.
                – Ahora te voy a enseñar la preparación del manjar. Esta es la fase más divertida de todas. Presta atención, hijo.
                – Estoy atento, papá. Ya sabes que siempre te obedezco en todo lo que me digas.
                – Estoy orgulloso de ti. Si tu madre estuviera ahora presente, creo que aprobaría la versión que estamos haciendo de su receta original. ¡Ay, Marietta! ¡Cuánto se te echa de menos!
                – Pero mamá hacía la receta con gente mayor.
                – Así, es, hijo. Más que todos vagabundos. Por eso un día uno de ellos se las apañó para soltarse de las ataduras y matar a tu madre con el hacha.
                “Desde entonces tuve bien claro que la receta debía proseguirse en su elaboración con niños. Son fáciles de manejar, y encima el hígado es más delicioso y tierno que el de una persona adulta.
                “Pero todo esto nos está distrayendo de lo principal.
                ““Le foie spéciale” nos está esperando, niño. Con su elaboración, una buena suma de dinero que recibiremos de nuestro ilustre comensal.
                “Así que manos a la obra. Cíñete bien el delantal y colócate el gorro, hijo, que así nunca parecerás un cocinero como dios manda.
                – Vale, papá.

El soldado del Mal.

Estaba sólo. Nadie podría interferir en su destino alejado de todo rito natural y lógico entre los mortales más racionales.
Encerrado en su apartamento por espacio de semana y media.
Sin apenas alimentarse
(aunque no le hacía falta)
Abandonado de todo aseo
(no tenía sentido purificarse)
Sin comunicarse con sus familiares y conjunto de conocidos
(ya no los necesitaba)
Manteniéndose apartado de las noticias diarias acontecidas en su ciudad, en su región, en su país, en su continente, en el resto del mundo…
(todo aquello era terrenal, superficial y de escasa relevancia para su mente plagada de múltiples pensamientos perversos)
Escuchaba voces interiores.
Percibía visiones abyectas.
Las dimensiones del cuarto en donde se hallaba recluido se distorsionaban en cualquier momento del día.
Todo en si era una letanía de odio, dolor, rabia, sufrimiento, y si, a veces se conseguía el éxtasis…
Hasta que llegó su hora.
La de servir a su señor.

Era un martes. Las ocho y media de la mañana. La ciudad estaba pletórica de vida. Personas ejerciendo sus quehaceres laborales. Jóvenes prestos en acudir a sus lugares de estudios. Las fuerzas públicas llevando el control y la seguridad en las principales calles. Nada hacía suponer que podía hacerse añicos la rutina diaria en una de sus avenidas más céntricas. Esta estaba concurrida de tráfico y de transeúntes caminando por las aceras y atravesando los pasos de cebra. En un principio, nadie se fijó en aquel extraño joven, vestido con ropa andrajosa y con evidente muestras de escasa higiene personal. En una ciudad de semejante tamaño, era del todo natural que hubiera gente extravagante pululando por ahí, siendo rechazada y evitada como una piedra situada en el camino de una comunidad de hormigas.
Ni siquiera cuando alzó su rostro al cielo y prorrumpió en gritos, la gente más cercana le dedicó la más mínima atención.
Hasta que mostró dos enormes cuchillos de cocina. Su mirada estaba del todo extraviada.
– ¡Somos muchos! – vociferó. – ¡Muchos en uno! ¡Y unidos, creamos la destrucción!
– ¡Cuidado! ¡Está loco! – se escuchó a un hombre vestido de ejecutivo.
Lo vieron avanzar en tumbos entre el gentío. Las personas se apartaban a su paso, verdaderamente preocupadas de que aquel individuo pudiera hacer algún tipo de agresión física con los cuchillos.
Pero este hizo caso omiso de quienes le rodeaban. Anduvo hasta el bordillo de la acera, observando por segundos ensimismado el tráfico que circulaba a gran velocidad y sin interrupción por ese tramo de avenida.
– ¡Yo soy uno de innumerables soldados! ¡Vengo a cumplir con la misión que se me ha encomendado!!
Enardecido por el tono demencial de su propia voz, y ante el horror de los presentes, llevó un cuchillo ante su ojo derecho y se lo clavó en el globo ocular hasta reventarlo.
– ¡Dios mío! – gritó una mujer, cerca de desmayarse nada más verlo.
El joven no experimentó dolor ninguno
(pues ellos también controlaban su sistema nervioso)
Con frenesí, volvió a autolesionarse, hincándose el segundo cuchillo en el otro ojo, y sin inmutarse, dio varios pasos al frente…
Los numerosos testigos no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Aquel demente se situó en medio del tráfico, con los brazos alzados y hablando en voz alta en medio de los bocinazos de los vehículos que trataban de eludir atropellarlo.
– ¡Soy un soldado del mal! – chilló, desgañitándose.
Estaba ciego.
Pero intuía el autobús urbano que se precipitaba hacia su presencia. Estaba repleto de viajeros. El rostro del conductor reflejaba su impotencia. Quiso realizar una maniobra brusca para no darle de lleno, y en su giro, invadió dos carriles contrarios, donde un enorme camión de mudanzas venía en la dirección opuesta. El choque fue tremendo, y aquel soldado del mal apreció el éxito de su misión al escuchar los lamentos y los lloros de las personas agonizando antes de que los dos vehículos estallaran en llamas, consumiéndolos sin que se pudiera hacer nada por rescatarlos del amasijo de hierros.
Seguidamente de este hecho, un coche no pudo evitar llevárselo a él mismo por delante, cercenando su propia vida.
Aunque en verdad que hacía muchos días que ya no dominaba su cuerpo.
Y todo desde que su mente fuese infestada por un nido de víboras, cuyas lenguas siseaban sin cesar dentro de sí mismo, hasta poseerlo al completo, convirtiéndole en una punta de lanza del ejército de los caídos…

Rascayú, cuando mueras qué harás tu.

La sacudida del alma. (Relato largo)

   Capítulo 1.

            LA DIVINA LOCURA
                12 de noviembre de 1975.
                La iglesia del Santo Sepulcro albergaba, como todos los domingos, a los fanáticos fieles en busca del descanso espiritual necesario en el séptimo día en que el Señor Todopoderoso guardó una más que merecida fiesta. En Marrow se oficiaba una única misa dominical dado el nivel de población del asentamiento, al cual se la llamaba con una inmerecida pomposidad de Misa Mayor de la Salvación Semanal. Los componentes del coro de la iglesia, compuesto en su integridad por los niños más revoltosos de la escuela mixta de Saint Vincent  “El Oteador”, quien había sido un santo de buena estatura, y en su juventud de marinero un fracasado emulador de Rodrigo de Triana (no descubrió ninguna isla desconocida, si no los mareos que le proporcionaban los bandazos del navío en alta mar, y eso en calma chicha), elevaban sus cánticos acompañados por los sones discordantes y terribles que emergían del órgano electrónico gentilmente cedido por el insigne señor Roberts, dueño de la tienda “Stradivarius”, a la devota congregación.
                El padre Bamond era quien celebraba ese día la sagrada liturgia. Con el padre Torrado, eran los dos oficiantes que tenían que atender a las parroquias de la zona, cinco pueblos de menos de quinientos habitantes cada uno de ellos. Tenía sus buenos setenta años, medía un metro cincuenta y pesaba más de cien kilos, signo inequívoco de su vida mesurada y sin derroches. Qué más daba si le encantaba la bollería industrial y los chuletones de la tasca de Limb. Como era habitual en él, su elocuencia le perdía en el apartado del sermón, de una duración jamás inferior a la media hora, un hábito demasiado engorroso para los fieles más jovenzuelos, cuyo principal afán era de que se terminara la misa para acudir a la cancha de baloncesto del colegio donde Saint Vincent cosecharía su derrota dominical ante el rival de turno. Dada la longitud de la verborrea del párroco, los chicos se veían abocados a tener que conformarse con la segunda parte del partido.
                En un momento del glorioso sermón, el sacerdote carraspeó y alzó su mirada por encima de las lentes de las gafas: la iglesia no estaba llena del todo pues aún se hallaban algunos bancos vacíos. Sin venir a cuento, lanzó unos cuantos parabienes a la fertilidad múltiple y a la inutilidad del uso del preservativo y la ingesta de píldoras del día después.
                Fue en ese instante cuando pudo percibirse la apertura de la puerta de acceso al templo. Una cantidad numerosa de cabezas medio adormiladas por el discurso del padre Bamond fueron giradas para observar quién había cometido la osadía de la tardanza. Se trataba de un anciano de una edad próxima a la del propio párroco, con la cabeza pelada por la alopecia congénita o por el paso del tiempo, váyase a saber, de estatura ordinaria y espalda encorvada. El recién llegado les miraba a todos ellos muy fijamente.
                El padre Bamond tosió a posta para que todos prestaran atención a su tierna homilía, cuando el visitante empezó a prorrumpir en una sarta de gritos:
                – ¡MANSOS! ¡OVEJAS SIN CENCERRO! Eso es lo que sois todos.
                “¡Dejad de escuchar a ese embaucador de una vez!
El padre Bamond aproximó su gentil vocecilla al micrófono para recriminar la atención del anciano:
– El ciudadano americano tiene derecho a la libertad de expresión, pero en este caso, señor, si lo hace usted en lo alto de un monte, se lo agradeceríamos toda la comunidad cristiana de Marrow, créame.
El hombre de edad avanzada hizo caso omiso a su sugerencia. Lo señaló con un dedo índice retorcido, y escupiendo saliva, enfatizó con voz cavernosa:
– ¡CERDO! Eso es lo que eres. Un cerdo y con mucho tocino. Te aseguro que tu destino final es el matadero. Y entonces, todos comeremos de tu carne… La carne del infiel.
Nada más escucharse estos denuestos, los presentes empezaron a abuchearle con fiereza, obligando al padre Bamond a pedir muestra de respeto hacia la vivienda del Señor:
– ¡Saquen a ese vejestorio chiflado de este sagrado lugar!
– ¡No sigas envenenado las mentes de esta estúpida gente! Y para que lo sepas, si alguien tiene poderes, ese soy yo.
“Puedes considerarme el sucesor de Dios.
– ¡Blasfemo! ¡A patadas! ¡Que no permanezca ni un segundo más aquí dentro!
Nada más oír la orden del cura, cinco hombres fornidos sujetaron al anciano y lo obligaron a salir de la iglesia aún a pesar de que ofreciera una tenaz y digna resistencia para la debilidad física que en principio aparentaba.
Capítulo 2.
COSAS DE CHICOS
El bar de Carnago Limb concitaba la presencia etílica de la juventud dada la propia edad temprana del dueño (23 años).
En una mesa alejada de las principales ventanas que daban al exterior, estaban reunidos Jackels, Carnago Limb, Willo y Townsed, degustando jarra tras jarra de cerveza de tres cuartos de litro. El tema de la conversación era la escandalera montada por aquel viejo loco que interrumpió la solemne homilía del párroco.
– ¡Jolines, tío! Si os hubierais fijado en el semblante que puso mi padre nada más escucharle. Estaba de una mala leche. Nada más llegar a casa, tuvo que irse al baño a hacer de vientre, del mal cuerpo que se le quedó – Townsed se bebió toda la cerveza que le quedaba en la jarra de un largo trago.
– A esta gentuza procedente de las ciudades hay que machacarla bajo las ruedas de un tractor, joder. Sólo estorban, y perturban el perfecto equilibrio de paz y armonía que tenemos en Marrow.
– ¡Simplemente son albóndigas hechas con carne podrida! Eso es lo que son los putos forasteros – Carnago Limb  ya se encontraba medianamente borracho antes de que se abriese el bar a la clientela.
– Lo malo es que encima el tipejo ande suelto aún por el pueblo.
– Es que ni tendría que andar atado como el Houdinni ese de los cojones – Willo, al decir esto, eructó con exceso. – ¿De dónde demontre habrá salido?
– ¡Del infierno, ja-ja! El mismo Satanás lo habrá soltado para amargar nuestra idílica existencia – enfatizó Jackels sin perder de vista el trasero duro y apretado en sus ajustados pantalones vaqueros desteñidos de la camarera Lucy conforme esta iba de aquí para allá atendiendo las mesas.
Carnago Limb se rascó la punta de la nariz salpicada de puntos negros y se puso en pie tambaleante. Los cuatro ya estaban para dormir la mona.
– ¿Qué haces? – preguntó Willo, mirándole desde su silla.
– He pensado algo. ¿Y si le hacemos una buena cabronada a ese vejestorio?
– ¡Vete a saber por dónde andará ahora! – suspiró Townsed.
– Pues yo le veo bien cerca… – Carnago Limb les señaló hacia la barra.
Sin que se hubiesen dado de cuenta, el anciano había entrado y tomado asiento en uno de los siete taburetes de la barra del bar.
                Capítulo 3.
                CUATRO CONTRA UNO
               
                – Quiero un vaso de agua del grifo – el anciano les echó una mirada fría a los cuatro jóvenes de arriba abajo como quien quiere la cosa.
                – Mejor que se nos largue – Carnago Limb se le acercó tanto que casi se tocaban nariz con nariz. – Se lo digo por su propio bien. Este es un local decente.
                – Por eso mismo no me voy. Las camareras agradecen que mis pupilas se dilaten mirándolas, je. – Extrajo dos billetes arrugados de diez dólares del fondo del bolsillo derecho del pantalón. – No soy ningún vagabundo. El agua es para aclararme la garganta. Luego me pondré a tono con dos whiskies. Tengo el dinero suficiente para más tarde costearme una noche con una de las chicas del pueblo, je. Y encima ganará experiencia conmigo, pues soy un perro muy viejo. No como vosotros. Que aún estáis en la pubertad y os tenéis que conformar encerrándoos en el váter para haceros pajas, ja.
                – ¡Serás puñetero!
                – Puedes vociferar lo que quieras, que no me infundes ningún temor. Porque además tengo un ángel caído que me protege.
                – ¿Quién?
                – Digamos que tiene cuernos, rabo y un tridente, ja. Y que del lugar de donde procede, hace mucho calor durante todo el año.
                – No digas más majaderías – Jackels soltó una imprecación. – ¿De qué manicomio estatal se ha fugado?
                – Cuando mi socio venga a reclamar lo suyo, no os quedará tiempo para risotadas pueblerinas, ja. Lo más seguro es que ni viváis para contarlo – introdujo de nuevo el dinero en el bolsillo. – ¿Una de las niñas me servirá el vaso de agua de una vez? A ser posible, la de la coleta rubia. En la cama tiene que hacer virguerías, je.
                Carnago Limb hizo formar a sus tres compañeros en un círculo, les comentó tres frases en voz baja, recibiendo respuestas afirmativas. Disolvieron la reunión y se volvió de cara al hombre mayor.
                – Claro que te vamos a servir… – Escogió un cuchillo del fregadero. – ¡Agarradlo fuerte y conducidle a la bodega…!
                Capítulo 4.
                EL CALLEJÓN
                13 de noviembre de 1975.
                Hora: 00:30 a.m.
                Una furgoneta destartalada, con carrocería roñosa y sin parachoques  delantero frenó de golpe en el callejón sin salida ubicado en la parte trasera del restaurante tailandés “Nicola Di Bari”. Dos individuos se escudaron en las penumbras del lugar para salvaguardar su identidad. Bajaron del vehículo y abrieron las puertas posteriores del mismo. Extrajeron un pesado y enorme saco de patatas. El más alto de los dos soltó un par de frases malsonantes, para acto seguido pedir perdón al cielo por su pecado verbal. Entre ambos llevaron el saco hasta el contenedor de basura. Se sirvieron de un frigorífico moribundo tumbado en el suelo al lado para encaramarse y con un esfuerzo titánico consiguieron empujar el saco lo necesario para que quedara bien introducido en el interior del contenedor. Se restregaron las manos sudorosas en los muslos de los pantalones.
                – Mira que rajarse esos dos traidores – dijo el individuo de menor estatura.
                – Son unos niños de teta. Rompen un jarrón y luego se limitan a lloriquear – el más alto volvió a blasfemar.
                Repentinamente, se dirigió con rapidez hacia la parte trasera de la furgoneta. En unos instantes retornó con una bolsa de plástico con cierre hermético. La lanzó hacia el fondo del contenedor.
                Suspiró aliviado, mirando a su compañero:
                – ¡Joder! Casi me olvido de los putos ojos.
                Seguidamente se metieron en la furgoneta de novena mano y abandonaron el callejón solitario, sin molestarse en que el tubo de escape petardease mala cosa.
                Capítulo 5.
                EL PANFLETO LOCAL
                Marrow era un pueblo demasiado insignificante y monótono como para siquiera hacer emerger las cejas de la cabeza en la sección de sucesos del periódico American Incidents, pero el 14 de noviembre de 1975 rompería con esa dinámica tan sosa.
                (Recorte del American Incidents)

                HORRIBLE ASESINATO COMETIDO EN MARROW 
(ESTADO DE NUEVA YORK).

                                        Marrow (Condado de Lewis, Estado de Nueva York), 13. De nuestro enviado especial Ederguguis Lanakis.
                Hoy (ayer para el lector), a las 9 de la mañana, el equipo de recogida de basura del municipio de Marrow, a la hora diaria marcada en su mapa de rutas, se dirigía hacia el callejón sin salida conocido localmente como el del “Enano Saltarín”, ubicado en la parte trasera del restaurante tailandés “Nicola di Bari” para vaciar el contenedor de detritus allí situado. Al desencajarlo del elevador del camión, pudieron distinguir entre la basura un llamativo saco de patatas. Por curiosidad, decidieron abrirla, más que nada para averiguar si acaso había algún tubérculo aprovechable para algún guiso casero, y para su horror y devastación mental, descubrieron que alojaba los restos de un cuerpo humano, evidentemente ya sin vida.  Tras diversos mareos producidos por la fuerte impresión, pudieron dar aviso al cuartel de la policía local del terrible hecho. No tardó en acudir la dotación pertinente (en realidad, en el pueblo disponen de dos defensores del cumplimiento de la ley, con un único coche patrulla).
                Tras una concienzuda investigación antes de proceder al levantamiento del cadáver, se celebró una breve rueda de prensa en los límites de acceso al callejón del “Enano Saltarín”. En ella, el comisario Riners nos trasladó el siguiente parte a los medios de comunicación allí presentes:

                                        “El día 13 de noviembre de 1975 se ha descubierto el supuesto homicidio de una persona de unos 60 a 70 años de edad, sexo varón, sin documentación personal que lo identifique y completamente desnudo. Según el médico forense, la posible causa de su muerte sean las tres profundas incisiones por arma blanca en la garganta. Es de destacar, aparte de este hecho y la desnudez de la víctima, de la extracción de los ojos, con las cuencas vacías. En el transcurso de la mañana, tras cinco horas examinando la zona, a las 14:45 horas el agente Perkins pudo localizar entre la basura una bolsa de plástico con cierre hermético, conteniendo los dos ojos de la víctima.”

                UN MES DESPUÉS.
                Marrow retornó a su vida de eterna tranquilidad y rutina sin fin. El asesinato dio cierta notoriedad a la localidad, pero pasados los hervores de la sopa, ya nadie se acordaba del sabor de la misma. Además ya se acercaban las fechas entrañables de las próximas navidades, y se empezaban a ver las primeras ornamentaciones en las tiendas, edificios  públicos, casas particulares y calles. La nieve se alió con las bajas temperaturas, cubriendo Marrow y sus cercanías hasta dejarla casi incomunicada con el resto del mundo…
                Capítulo 6.
                GEMELOS
                A fecha 15 de diciembre (que era miércoles) Carnago Limb estaba charlando sin parar como una cinta magnetofónica rallada con Jackels, quien prácticamente era ya su único amigo, puesto que ambos mantuvieron una fuerte discusión con Townsed y Willo el día posterior al asesinato acontecido en el callejón del “Enano Saltarín”, cuando dos hombres entraron empujando la puerta de acceso con tal ímpetu que estuvo a punto de desencajarse por el gozne superior de la escuadra que la mantenía en sintonía con el quicio. Las características externas de sus facciones más su posterior acento remarcarían su procedencia extranjera. Se presuponía que eran hermanos, y más concretamente, gemelos, dada su similitud a dos gotas de agua. Medirían el metro setenta y cinco, ojos verdes y ataviados con sendos trajes de chaqueta de color marrón claro y abrigados, en este caso uno con un chubasquero azul marino deportivo y el otro con una gabardina verde oscura, siendo esto lo único que diferenciaba el uno del otro. Sin ni siquiera emplear una mera indicación verbal entre ellos, decidieron tomar asiento en dos sillas en la mesa más cercana a la puerta que conducía a la cocina del bar-restaurante. El de la gabardina miró en derredor del local. Sus ojos se fijaron finalmente en Carnago Limb y Jackels.
                – ¿Quién de los dos es el dueño de este pestilente antro? – preguntó con voz estridente y áspera.
                Carnago Limb se estiró como la pértiga del saltador al acometer el impulso al otro lado del listón, dirigiéndose hacia detrás de la barra. Cogió un vaso sucio y lo depositó en el fondo del fregadero, que estaba atascado con agua espumosa turbia. Estaba indignado por la mezquina denominación dada por el foráneo al negocio que le servía para vivir decentemente sin tener que recurrir a la ayuda económica de sus padres.
                – Hombre. Dos tíos tan inteligentes como ustedes habrán observado mi reacción ante el adjetivo dado a mi querido bar-restaurante. Así que por decirlo, yo soy el jodido dueño del mismo, ¿entendido? – impulsó un escupitajo justo en el centro de un cenicero situado sobre el mostrador. – Ya que se ponen así, también dirán lo que quieren, eh.
                – No vamos a pedir ninguna consumición.
                “Mejor dicho, en vez de pedir, venimos a dar. Digamos que tenemos un pequeño presente para usted, señor Limb – el forastero del chubasquero señaló con un dedo hacia una cajita de joyería de pequeño tamaño que había sido depositada encima de la mesa.
                Carnago se quedó mudo por unos segundos. En un principio desconfiaba de lo que pudiera contener aquella caja.
                – Ja. Así que eso es para mí. Vaya, debo de ser muy importante para alguien – dijo soltando una carcajada nerviosa. Buscó con la mirada el respaldo de Jackels. Este le devolvió una sonrisa de tonto, como diciendo, “coño, eres mala hierba pero debe de haberla aún mayor para que te den un regalito”.
                – En efecto. Esto le corresponde en propiedad a partir de ahora, señor Limb – el de la gabardina verde suspiró, sin poder ocultar su desagrado al tener que relacionarse aunque fuera por unos escasos minutos con un personaje de esa calaña como lo era Carnago Limb.
                Carnago se apoyó sobre el mostrador, mirando ya con deleite el premio al “Mérito Desconocido”.
                – ¿Se puede saber de parte de quién viene esa cosa? – preguntó, guiñando el ojo derecho.
                El gemelo del chubasquero azul marino entrecerró los ojos, deseando matarle simplemente con la mirada.
                – Procede de parte de alguien que presumiblemente le conoce a usted demasiado bien – tras decir esto, le hizo una señal descarada a su hermano con la cabeza. – Le dejamos, señor Limb. Espero que disfrute del regalo.
                Carnago Limb salió de detrás de la barra del bar corriendo a trancas y barrancas eludiendo mesas y sillas para acercarse hacia los dos misteriosos visitantes antes de que se  fueran dejándole con la palabra en la boca. Su amigo Jackels los miraba a los tres como si formaran parte de un episodio de Barrio Sésamo.
                (Veo a Epi y Blas, y ahora se suma el monstruo de las galletas, ji ji)
                – ¡Oigan! – les llamó Carnago. – ¡Antes de que se vayan!
                “Ustedes dos no son de la zona, ¿verdad?
                – Esa es una curiosidad estúpida, señor Limb. Es preferible que no tomemos su estulticia en cuenta de cara al futuro. Es lo más recomendable, tanto para usted y sus amigos, si es que se hace merecedor de tenerlos, como para nosotros – dijo el hermano gemelo del chubasquero.
                Al finalizar de decir esta brusquedad, los dos salieron por la puerta al exterior, donde unos copos de considerable grosor empezaban a caer preconizando una buena nevada nocturna.
                Capítulo 7.
                EL ANILLO
                – ¡Por las lágrimas del pecador! Si parece oro puro – Carnago Limb sujetaba entre dos dedos un anillo. El estuche estaba sobre la mesa, con la tapa abierta.
                – Tiene una especie de inscripción tallada por la parte interior – Jackels le señalaba tres signos numéricos que había en esa parte del anillo. – Son números de la suerte, eh, Carnago.
                Carnago Limb miró bien el anillo por esa parte y corroboró lo que le decía Jackels. La joya tenía inscritos tres seises en cursiva, uno seguido del otro.
                – Menudos admiradores secretos que tienes, carajo. Y tú sin decir ni media palabra.
                – Te juro por la salud de mi madre que no tengo ni repajolera idea de quién me lo ha podido regalar.
                Jackels oprimió con fuerza su hombro derecho.
                – Por cierto, no tendrás el valor de ponértelo en el dedo correspondiente, ¿verdad?
                – ¿A qué viene esa pregunta?
                – Hombre, Carnago. Un hombre con un anillo resultón en el dedo y que no esté casado… Todos los tíos del pueblo si te ven lucirlo comprenderán tu escaso éxito con las tías, joder.
                – Tú y tus mamarrachadas. Si los de la ciudad llevan hasta algo parecido a un taparrabos, así que no me vengas con opiniones más propias de un mocoso de tres años – dicho esto, intentó ajustarse el anillo en el dedo corazón de la mano derecha, pero le fue imposible hacerlo debido al diámetro estrecho de la joya.
                – Ja-ja. Si resulta que no te entra de lo gordo que tienes el dedo – se mofó Jackels con verdaderas ganas.
                – Un segundo. Ya verás – el anillo lo acomodó en el meñique. – Mira que bien me queda.  Parezco un ricachón de esos que aparecen en las películas de la tele.
                – Yo diría que con él vas a demostrar que careces de cierta hombría, ja-ja – aseveró Jackels, agachándose a tiempo para esquivar el cenicero que le lanzaba Carnago a la cabeza.
                 
                Capítulo 8.
                EL INCENDIO
                La biblioteca municipal de Marrow (pronunciado como Morrow por los lugareños), era cualquier cosa, menos un sitio decente. Inaugurada en el año 1955 como edificio de una única planta destinado como albergue para los más desamparados y pobres de toda la vecindad, quince meses después, a raíz del embargo practicado por parte del ayuntamiento, quedó destinado como lugar de lectura, donde los más analfabetos que huían de toda asistencia física a las clases de la escuela, se pasaban las mañanas jugando al escondite en los archivos del sótano aprovechando la cortedad de vista y la sordera extrema del bibliotecario. En el día de su reconversión de albergue a biblioteca, la vecindad de Marrow y sus alrededores trajeron toda clase de libros, revistas y periódicos apolillados por el paso del tiempo con que dotar las estanterías de cierto empaque cultural. En septiembre de 1956 se abrió oficialmente cara al público y desde entonces continúan los mismos libros, idénticas revistas y similares periódicos, al igual que el mismo número de personas que la visitan diariamente (descontando a los mocosos que practicaban el escondite, podría cifrarse en dos o tres afanosos lectores como mucho).
                Por ello el incendio que acaeció el 16 de diciembre en la biblioteca municipal, más que entristecer a los residentes, les hizo de alegrarse por poder deshacerse de edificio tan inútil y molesto, pues estéticamente tampoco es que fuera gran cosa.
                El señor Andrew Gordon fue quien dio aviso a los bomberos del condado a los 45 minutos de darse cuenta de las imponentes llamaradas que surgían por los ventanales de la estructura de hormigón armado. Ese día en cuestión, el señor Gordon iba de regreso a casa sobre las ocho de la noche tras haber adquirido con la suficiente antelación debida el regalo de navidad para su odiosa suegra en la tienda de empeños, cuando al pasar por delante de la fachada de la biblioteca pudo percibir el humo, las llamas y las altas temperaturas en torno al perímetro del edificio, llegando a la feliz conclusión que lo que allí estaba ocurriendo era un incendio de proporciones épicas.
                Conforme más tarde los bomberos se afanaban en tratar de sofocar el fuego, el comisario Riners preguntó al señor Gordon si algo le había llamado la atención, o si había visto a alguien abandonando las cercanías de la biblioteca en el momento que estaba sucediendo la tragedia.
                – Solo puedo asegurarle que vi en las inmediaciones, ocultándose detrás del anuncio con forma de rosquilla de anís gigante,  a una cosa tremenda de dos metros de altura y peludo de arriba abajo como si llevara un abrigo de pieles o un disfraz de yeti – fue la contestación del señor Gordon.
                Capítulo 9.
                MANCHAS
                – Vaya, Limb. ¿Sabes que tienes mala cara? – el comisario Riners apagó la colilla de su cigarrillo en el cenicero más cercano situado sobre la barra del bar.
                – De mi careto me ocupo yo. Sé que no soy muy guapo, pero tampoco tan feo, joder.
                “Pero vayamos al grano. Lo de siempre, ¿no, comisario?
                – Eso es, muchacho. Pero a ver si esta mañana los huevos están mejor pasados por agua, ¿eh?
                Carnago Limb se alejó del comisario y entró en la cocina. Sacó dos huevos del frigorífico, llenó un cazo con agua del grifo y lo puso a hervir sobre el hornillo central. Introdujo los dos huevos, acompañado de una flema que se le escapó al separar los labios.
                – Carajo, estoy un poco flojo hoy, si – se reconoció a sí mismo.
                – ¡A ver si te das prisa, Carnago! ¡Llevo media hora esperando a mi tortilla francesa! – le urgió una voz disgustada procedente de la barra.
                – ¡Vete a procrear con una marmota, cagaprisas! – respondió Carnago Limb, fuera de sí.
                – ¡Ya no me volverás a ver por este tugurio, Carnago! – replicó el cliente, abandonando el local.
                Carnago terminó de dar vuelta y vuelta a un filete de buey, dejándolo poco hecho antes de situarlo en el plato de servir. Agregó salsa de tabasco y mostaza y llamó a Jackels.
                – Toma, lleva esto al comisario.
                Jackels se quedó un instante sorprendido, decidiendo guardar silencio al ver que la sartén con aceite hirviendo estaba al alcance de la mano de Carnago.
                Entre tanto, Carnago sacó una botella de leche del frigorífico y le quitó el tapón. Acercó un vaso de plástico desechable y se sirvió. Llevaba una temporada que no bebía leche sola y lo primero que sintió fue un cierto desagrado en el sabor que fue transformándose en repugnancia. Arrojó el vaso contra el suelo mientras vomitaba apoyado sobre el fregadero.
                Cuando se le pasaron los espasmos de las arcadas, agarró la botella y la estampó contra la pared.
                En ese instante hizo aparición el comisario Riners. Al entrar, su rostro indignado fue transformándose en uno dotado de perplejidad al observar el desaguisado que Carnago acababa de organizar en la cocina.
                – ¡Por Dios! – Riners se acercó al fregadero. Nada más ver el contenido repulsivo del vómito, se apartó de allí, concentrándose en Carnago. – Oye, Limb, tú estás enfermo. Se te nota a diez millas de distancia.
                Carnago se incorporó desde la silla. Estaba a punto de blasfemar, pero se contuvo. Era conocedor que Riners multaba a la gente por maldecir en contra de la religión oficial de Marrow.
                – Primero le dices una sandez a Jones, con lo orgulloso que está de ser el hombre con mayor descendencia del pueblo, y después me sirves un condenado filete de buey de diez años con salsa de tabasco y mostaza, cuando simplemente te pedí dos huevos pasados por agua.
                – La carne está sabrosa, aún a pesar de la edad. El congelador que tengo es de cuatro estrellas… – se limitó a decir Carnago Limb.
                – Pero el caso es que yo no lo quiero. Recuerda que estoy a régimen, muchacho.
                Carnago esbozó una mal disimulada sonrisa al oír esto último. El comisario medía 1,75 y pesaba 115 kilos.
                Riners cabeceó la cabeza al percibir la sorna reflejada en el rostro enfermizo del dueño del bar-restaurante. Al verle hacer un gesto repentino con la mano, se la señaló con énfasis.
                – ¿Qué es eso que tienes en tu mano derecha? – preguntó sin tapujos.
                – Se refiere al anillo, ¿no? Es de oro macizo y lo heredé de un pariente lejano, je, je.
                – No, Limb. Me refiero a esa mancha que tienes en la piel.
                Carnago Limb se examinó la mano dichosa. Efectivamente, tenía una mancha blanquecina que abarcaba la zona situada entre el dedo índice y el corazón. Y disponía de una más grande en la misma palma de la mano.
                – ¡Cristo! Ahora me fijo en ello – se tocó las manchas.
                La que estaba emplazada en la palma se desprendió como si fuera una tira de esparadrapo, acompañada de una porción de su propio tejido de la piel…
                Capítulo 10.
                SECRETO PROFESIONAL
                Fecha: 18 de diciembre de 1975
                Hora: 07:15 a.m.
                El comisario Riners aguardaba con cierta impaciencia la salida del doctor Moonsefe de la habitación número dos ubicada en el ala de aislamiento de la casa hospital de Marrow.  Después de pasar toda la madrugada en vela, Riners estaba deseando intercambiar opiniones con el médico para así irse por fin a la cama. Sobre las siete y pico de la mañana, la puerta que comunicaba con la sala de aislamiento fue abierta, saliendo a través de ella el doctor acompañado de una  esbelta enfermera quien lo abandonó a requerimiento de Moonsefe. El policía prácticamente se abalanzó como si fuera un defensa de fútbol americano para un perfecto placaje sobre el cuerpo debilucho de Moonsefe.
                – Bien, doctor. Estoy cansado. No me tengo ya en pie. Así que seré directo. ¿Qué es lo que tiene Carnago Limb? – el comisario sacó tabaco para mascar.
                – Verá,  agente, es demasiado pronto para aventurar cualquier hipótesis de la clase de enfermedad que aflige al señor Limb. Quedan por realizarle diversos análisis.
                – No será algo contagioso, ¿eh?
                – ¿Por qué piensa eso?
                – Hombre. Seamos francos. A una persona que se le caiga la piel a cachos así como así, no sé. A mí me da que lo que tenga tiene que ser una infección de lo más peligrosa.
                – No tiene de qué preocuparse, comisario. Ahora váyase a casa a recuperarse de la noche en vela, que todo está bajo control – el doctor llamó a una segunda enfermera jovenzuela rubia de uniforme ceñidísimo y cuerpo escultural de quitarse el hipo. – Jenny, acompaña al comisario Riners hasta la salida.
                “Nos tenemos que despedir por ahora, comisario. Estoy terriblemente ocupado.
                – Le comprendo, doctor – Riners desvió la mirada lujuriosa hacia las espectaculares piernas torneadas de la enfermera. Se tuvo que sacudir la cabeza con la mano para abandonar su ilusión irrealizable y la sonrió de oreja a oreja, mostrando los tres dientes que le quedaban en el maxilar superior: – Bien Jenny, obedece al médico y acompáñame hasta la salida, pero a ritmo muy lento, que cuanto más tardemos en llegar hasta ella, mejor.
                Jenny se rió de la ocurrencia, agarrando del brazo al comisario.
                El doctor Moonsefe los vio perderse por el pasillo. Retornó la vista hacia su cuaderno de notas. En la hoja superior en el campo del nombre del paciente venía reflejado el de Carnago Limb. En el apartado destinado al estado y la evolución de su dolencia, una vez hecha la descripción de sus síntomas, se llegaba a una clara conclusión. El diagnóstico era la Nueva Lepra Norteamericana.
                Capítulo 11.
                NAVIDADES MALDITAS
                Carnago Limb falleció el 23 de diciembre. El cuerpo médico de Marrow intentó ocultar las causas de su muerte, pero el modo tan fulminante en que obró la enfermedad acabando con su irrisoria existencia, hacía un imposible mantener el origen en una incógnita aún por resolver.
                A las pocas horas de la incineración del cadáver, el doctor Moonsefe decidió aclarar la clase de enfermedad desarrollada en el cuerpo de Limb en la sala de reuniones del colegio Saint Vicent “El Oteador” para calmar el nerviosismo ya imperante en el resto de la población.
                Ante una sala completamente abarrotada, y que se hizo pequeña, ocasionando cierta tensión y malos modos entre los ahí reunidos para encontrar siquiera un metro libre donde poder estar situado de pie, el médico cogió el micrófono con las dos manos.
                – A ver. Probando. Uno, dos, tres, probando – fue lo primero que dijo.
                – Pues no pruebe usted tanto, que ganará peso y se nos pondrá gordo – dijo una voz chillona, entre las carcajadas del resto.
                Moonsefe alzó una ceja y fue a lo suyo.
                – Bien. Buenas tardes a todos los habitantes de Marrow aquí concitados. El motivo por el cual nos hallamos aquí, en esta sala, no es otro que para esclarecer la súbita y terrible muerte del señor Carnago Limb Colombo.
                – Coño. No sabía que fuera pariente del detective de la tele – le dijo por lo bajo el comisario Riners.
                El doctor consiguió acallarle con una mirada severa.
                – Continúo. Voy a serles a todos ustedes  franco, explícito pero conciso a la vez. El señor Carnago Limb presentaba el siguiente cuadro de síntomas – Moonsefe extrajo una libreta del bolsillo de su americana. – Aparición de innumerables manchas de tono blanquecino con pérdida de sensibilidad en las zonas afectadas, dañando a los tejidos de piel y a los nervios, originando trastornos de movilidad en las extremidades tanto superiores como inferiores, con laceraciones en el rostro y pérdida capilar en los lugares correspondientes al cabello y al vello corporal. En la fase más severa de la enfermedad, llegaron las deformaciones y las posteriores mutilaciones, hasta que su sistema inmunológico colapsó al disponer simplemente del tronco y la cabeza tras las amputaciones necesarias practicadas en principio para impedirle la formación de la gangrena.
                La sala quedó en completo silencio por espacio de unos segundos, tratando de digerir el final horripilante que tuvo el infausto Carnago. Un hombre de unos cincuenta años, empapado de sudor por la falta de ventilación en la sala y el exceso de asistentes, alzó una mano.
                – Diga, Jacobo Orson –le dio permiso el comisario Riners.
                – En nombre de los tontos de culo del pueblo, le pido al muy respetable doctor que se nos deje de rodeos y nos diga de una puñetera vez de lo que murió el cabronazo de Carnago.
                Moonsefe se aflojó el nudo de la corbata antes de afrontar el acto más delicado de la reunión vecinal.
                – Bien. Señoras, señores. La enfermedad que ha sufrido el señor Carnago Limb Colombo es una variante independiente de la afección más conocida común y corrientemente  como la lepra. Este tipo de lepra se diferencia de la lepra ordinaria en su rapidez al extenderse por el cuerpo humano, anulando sus defensas y causando la muerte en escasos días.
                La comunidad de Marrow se inclinó por conversar en murmullos, atónitos y aterrorizados ante la noticia que les acababa de facilitar el doctor Moonsefe. El comisario Riners se aproximó al micrófono para intentar establecer orden en la sala.
                – Por favor. Un poco de mesura.
                – ¡Y una leche! ¡Si se me infecta un brazo y luego se me cae, voy a brincar de alegría, no te jode!
                – Pero es imposible – exclamó el ex bibliotecario, señor Twiiks. – Esa enfermedad está erradicada en los países más desarrollados.
                El doctor negó con la cabeza.
                – Verá, señor Turner. Ciertamente la lepra sigue existiendo en el hemisferio Sur, pero aún hay ciertos focos en las zonas más deprimidas de países avanzados, como Portugal y España, donde aún existen leproserías.
                – Pero estamos hablando de los Estados Unidos, tío – le dijo Townsed.
                – También tenemos algunos rincones donde hay enfermedades ya controladas, pero que brotan esporádicamente. Es por ello que esta lepra en cuestión al ser tan diferente al resto, es conocida como la nueva lepra norteamericana.
                – ¿Y desde cuándo se tiene conocimiento de esta variedad tan letal? ¿Acaso también es contagiosa? Porque tengo entendido que en la lepra más normal no lo es dada la inmunidad del 95 por ciento de la población mundial, salvo en casos excepcionales – continuó el señor Twiiks.
                – La nueva lepra norteamericana es única, señores y señoras. Ha surgido en nuestra localidad, y es más contagiosa que una simple gripe invernal. Así que recomiendo que las personas que hayan mantenido un contacto estrecho con el fallecido sean confinadas en el hospital y sometidas a un período de cuarentena – urgió el doctor Moonsefe.
                En ese instante se escuchó un grito enloquecedor. Se trataba de Jackels quien pataleaba entre convulsiones en el suelo. Levantó la cabeza y todos los asistentes pudieron observar que la piel de las mejillas se le caía a jirones conforme se rascaba el rostro con las uñas de las manos.
                Capítulo 12.
                EL PRECIO DE LA MUERTE
                24 de diciembre de 1975
                Habitación 5 de la casa hospital de Marrow.
                Ala de aislamiento.
                Código Rojo de Infecciones Contagiosas.
                La hermosa e insinuante enfermera Jenny abrió la puerta de la habitación acompañada de una persona. Parecía de su entera confianza porque entraron entrelazados por un abrazo y una especie de roce entre las mascarillas que recubrían sus rostros al no poder besarse directamente en esa zona del hospital. La enfermera dejó las carantoñas por un breve impasse y saludó al paciente tendido en la cama.
                – Mire, señor Jackels. Tiene la visita de un compañero.
                Jackels estaba completamente vendado y medio sedado por haber sido sometido recientemente a atención quirúrgica en las piernas a partir de las rodillas y en los brazos desde sendos codos, evitando de momento el avance de la cruel y novedosa enfermedad. Su rostro estaba en carne viva, protegido bajo una espesa capa de crema regeneradora y cicatrizante, incluida sobre los párpados, dificultándole la visión y poder comprobar así quién era el visitante.
                Reuniendo fuerzas de flaqueza, pudo articular dos simples palabras:
                – ¿Quién… es?
                La enfermera Jenny sonrió bajo la mascarilla. Toda su belleza, y los rasgos más anodinos del acompañante resguardados bajo la ropa protectora contra enfermedades infecciosas y contagiosas de primer nivel.
                – Es mi novio, tonto. Te acordarás de él. Willo. Es Willo.
                – Hola, Jackels – Willo se acercó hasta el borde de la cama para que el enfermo le viese bien. – Tantos días sin verte el pelo, amigo. ¡Jo…! Verte sin patas y pezuñas es como ver a una mosca con las alas arrancadas. Estás de lo más espantoso.
                – Lo peor de todo es que es transmisible de persona a persona. Como no nos marchemos de aquí en segundos… – mencionó Jenny altamente preocupada.
                – Ese doctor es un idiota de los pies a la cabeza. Cuando una cosa ya no sirve, se tira a la basura, ¿a que sí, amigo? Pero la comunidad tiene una suerte descarada de que yo esté aquí en estos momentos contigo.
                Jackels pudo entrever a duras penas como Willo extraía de debajo de la bata un cuchillo de enormes dimensiones, con el filo destellando a la luz de la lámpara de la cabecera de la cama.
                – ¿Te acuerdas, verdad? Pues ya sabes lo que te espera, amigo de los cojones – Willo no se lo pensó ni medio segundo, y se lo clavó siete veces en la tráquea para asegurarse bien que Jackels no saldría con vida de esa brutal agresión.
                La sangre fluía a borbotones, impregnando las sábanas de la cama de sangre. Jenny apartó la vista del horrible espectáculo.
                – Demontre. Lo hecho, hecho está.
                “Vayámonos de aquí. Tengo ganas de quitarme esta ridícula ropa y de tener un revolcón contigo en el pajar… – dijo Willo entre risitas.
                Entonces sucedió lo impredecible. Algo enorme y desconocido surgió desde debajo del lecho donde se hallaba el cuerpo mutilado y muerto de Jackels. La entidad misteriosa tenía dos metros de altura y estaba completamente recubierta de un espeso pelo largo. Su rostro carecía de ojos y orejas. Se guiaba por el olfato de su destacable nariz en forma de berenjena. Y su boca… Era de grandes proporciones, con unas mandíbulas repletas de dientes afilados color nácar.
                Willo no pudo impedir que el ser espantoso le aferrase con sus garras por el cuello. Jenny estaba quieta en el sitio, sin poder siquiera huir, paralizada por el terror, siendo simple observadora del trance en que aquella criatura arrancaba la cabeza de Willo y la lanzaba por la ventana. El cuerpo decapitado de Willo cayó inánime sobre el suelo, manando sangre por la hemorragia del cuello.
                El ser apuntó con uno de sus dedos hacia la enfermera.
                – Este no se merecía disfrutar de mi bendición, pero tú ya estás marcada para el goce del dolor y la mutilación – se comunicó la bestia con una voz inhumana y gutural. – Observa tus manos.
                Jenny obedeció instintivamente. Se las descubrió, quitándose los guantes de látex y pudo apreciar el estado en que las tenía. La piel se resquebrajaba como barro seco y se le caía a porciones si esta era rozada.
                La chica gritó presa de la histeria y del asco.
                Cuando lo hizo, el ser ya no estaba en la habitación.
                Capítulo 13.
                LA EPIDEMIA
               
                A pesar de los ímprobos esfuerzos y cuidados de los servicios médicos, la Nueva Lepra Norteamericana se fue extendiendo rápidamente por todo el pueblo. Los cuerpos de Jackels, Willo y Jenny fueron incinerados al día siguiente de ser asesinados vilmente por un loco maníaco, según la hipótesis barajada por el comisario Riners.
                En unas fechas tan entrañables y familiares como el de las navidades, justo el día 25 de diciembre el Departamento de Salud Pública del condado de Lewis declaró el área de Marrow y sus alrededores como Zona Catastrófica. De parte de altas esferas de Washington, se ordenó rodear el pueblo de una protección logística militar que impidiera el avance del foco de la enfermedad más allá del perímetro del mismo, manteniéndolo completamente incomunicado hasta que la epidemia de la Nueva Lepra Norteamericana desapareciese por completo con la muerte de todos sus habitantes.
                Se mantiene un absoluto secreto cara al conocimiento público de la tragedia. Nadie de los Estados Unidos, ni por supuesto del resto del mundo, era conocedor de los demoledores efectos de la infección y lo que esta ocasionaba a los residentes de Marrow, motivando semejante despliegue de seguridad.
                Bueno, sí que había un selecto grupo de personas que conocía el motivo de la aparición súbita e imprevista de la epidemia.
                Porque al fin de cuentas, formaba parte de su experimento personal.
                Capítulo 14.
                EL DIÁLOGO
                29 de diciembre de 1975
                07:05 p.m.
                Lugar: Bar-restaurante Limb
                El doctor Moonsefe apareció por el bar con las dos manos rigurosamente vendadas. Escrutó con su mirada cansina el interior del local, hasta localizar al comisario Riners. Este estaba sentado en uno de los taburetes, hablando consigo mismo, viéndose reflejado en el espejo decorativo situado detrás de la barra del bar.
                – ¿De qué te ha servido ser un tío legal? Otros han sido unos cochinos miserables toda su vida, pero no han acabado de esta forma, joder…
                El comisario tenía una mano vendada. En realidad no había nadie en todo el pueblo que estuviese inmune a los efectos devastadores de la Nueva Lepra Norteamericana.
                Riners intuyó la presencia del médico por el propio espejo. Se dio la vuelta en el asiento para encararlo de frente.
                – Hola, doctor – dijo con desgana. – Tome asiento conmigo y compartamos un combinado, ja.
                El doctor Moonsefe se dirigió hacia el policía y se dejó caer de golpe sobre el taburete.  Ambos eran los únicos clientes presentes en el bar.
                – Lamento reconocerlo, pero esto es el fin de todos nosotros – acertó a decir Moonsefe.
                – No diga eso – Riners le dio una palmada en la espalda. – Debemos de sentirnos afortunados por el cordón de seguridad que rodea al pueblo. Los de la guardia nacional deben de estar disfrutando con el espectáculo que les estamos ofreciendo visto a través de sus prismáticos de visión nocturna, ja.
                – Su humor es admirable para alguien que está a punto de morir en menos de cuarenta y ocho o setenta y dos horas a lo sumo – continuó el doctor con su pesimismo.
                – Je, y eso que los profesionales de la medicina sois los últimos en perder la esperanza.
                Moonsefe apoyó los codos sobre el mostrador, dejando hundir la cabeza entre las manos.
                – Todos los infectados están encerrados en sus respectivas casas. No hay nadie en todo este maldito lugar que resulte indemne a los efectos mortales de la enfermedad.
                – ¡Venga! No se ponga tremendista – Riners suspiró. Una mancha blancuzca se extendía por su entrecejo.
                – Esto es un castigo divino. Algo hemos hecho mal para merecerlo – Moonsefe alzó su rostro y miró fijamente al comisario. – La lepra no se propaga con tanta rapidez.
                – Está hablando de la lepra ordinaria.
                – ¡Aunque la Nueva Lepra Norteamericana sea extraordinaria, no se comprende que tenga tanta virulencia, por Dios! En apenas doce días ha acabado con el setenta por ciento de la población de Marrow. La cuarentena no ha podido aplicarse porque incluso gente que no ha estado en contacto con Carnago Limb, ha contagiado a terceras personas, y todo ha sucedido con una rapidez de transmisión inesperada. Y la gente que estuvo con Carnago, falleció en menos de treinta y seis horas.
                – Menos usted y yo. Los dos hemos estado bien cerquita del bastardo de Limb.
                – Si. Efectivamente. Es raro. Los dos somos los que menos afectados estamos. Sólo puede explicarse que nuestro sistema inmunológico es más resistente que la media de la mayoría. Algo ciertamente desconcertante.
                – Ya  sabe, doctor, mala hierba nunca muere ni aunque será merecedor de ello.
                – Estúpido dicho  – tras decir esto, el silencio se instauró por varios segundos hasta que retomó la conversación. – ¿Qué hay del supuesto asesino múltiple del hospital?
                Riners esbozó una sonrisa bobalicona, hastiado ya de todo lo que atañese al pueblo.
                – No me creerá, pero no se trata de ningún criminal.
                – ¿De qué se trata entonces? En este caso, quitando con Jenny, la Nueva Lepra Norteamericana no fue la causante de las muertes.
                – Yo lo atribuiría al ataque de una fiera. Alguna clase de animal salvaje.  A Willo le fue arrancada la cabeza de cuajo por mediación de unas garras bestiales. Es lo que viene reflejado en el informe del forense. Bueno, lo que este pudo analizar, antes de morir por los efectos de la lepra.
                – ¿Y con respecto a Jackels? Ese tenía claramente una serie de incisiones enormes en la garganta.
                – Se lo atribuiría a Willo. Los dos se odiaban desde hacía un tiempo.  En cambio con la enfermera, como bien dices, murió de la lepra.
                – Si. Pobre Jenny.
                “Era mi amante, ¿sabe? A pesar de su juventud y de la diferencia de edad que nos separaba. La forma en que la atacó fue impresionante. En medio día la enfermedad la condujo a la antesala de la muerte – Moonsefe cerró los ojos llorosos de golpe para volver a entreabrirlos hasta poder escrutar por las rendijas formadas entre párpado y párpado. – Esto no es normal, comisario. Esto es una puñetera pesadilla infernal.
                – Y por lo visto se trata de una pesadilla donde no hay previsto un final feliz por el guionista de los cojones – Riners puso la puntilla final a la charla,  se levantó y se dirigió hacia los servicios de hombres.
                Conforme se acercaba, una entidad de dos metros de altura y recubierta de un espeso pelaje permanecía escondida cercana al quicio de la puerta.
                Su dentadura brutal esbozó una sonrisa inhumana.
                Capítulo 15.
                LAS MANOS CREATIVAS DE UN FALSO DIOS
                31 de diciembre de 1975
                Lugar: Marrow
                Las calles de Marrow permanecen vacías. Un perro sarnoso deja sus excrementos cerca de una farola. La gente que malvive al azote de la Nueva Lepra Norteamericana permanece recluida en sus respectivas viviendas.
                Las unidades de la Guardia Nacional observaban a todas horas, tanto de día como de noche de todo cuanto acontecía en el pueblo maldito. Se había instalado una valla electrificada circunvalando por completo el perímetro, imposibilitando la fuga de cualquier infectado.
                Eran las once de la noche. Faltaba una hora para un año nuevo y un futuro más definido.
                A la luz de un anuncio de neón del bar de Limb, si alguien hubiese pasado por allí en ese momento, habría observado con horror el desplazamiento de una sombra gigantesca y desproporcionada pasando raudo y veloz con dirección hacia la iglesia del Santo Sepulcro.
                En el ambiente se podía presagiar la venida de algo maligno. Ya faltaba poco para la ejecución del episodio final de la obra teatral pergeñada por la mente más malvada que pudiera conocerse en persona. Por órdenes de esta entidad, las campanas del templo sagrado empezaron a tañer.
                Una.
                Dos.
                Tres veces seguidas.
                Diez segundos de respetuoso silencio para retomar el orden de llamada desde lo más alto del campanario.
                Cuando ya se llevaba tocando varios minutos, las puertas de algunas casas se abrieron. Los enfermos que podían, salían al exterior con la piel cayéndoseles a tiras como si fuese la primera piel de una serpiente cediendo a la segunda más nueva en su muda. Poco a poco, los escasos supervivientes infectados tomaron dirección hacia la iglesia empleando en sus andares un paso bamboleante e inseguro.
                Al cabo de un cuarto de hora, un grupo de treinta seres, meras sombras de lo que antaño fueron seres humanos sanos, se había congregado en torno a las enormes y robustas puertas de la iglesia del Santo Sepulcro. Estas fueron abiertas de par en par en plena quietud. Los reunidos se miraban los unos a los otros.
                Una voz recia y potente les llegó desde el interior del templo.
                – Pasad, pasad, infelices.
                La gente actuó como si estuviera hipnotizada, entrando con paso lento, con alguno de los más dolientes arrastrando los pies.
                La escasa treintena tomó asiento en los bancos dispersos por la nave central del templo. Desde el presbiterio, superando dos escalones, les estaba aguardando una persona alta, de edad mediana ataviada con una bata blanca de científico. En apariencia, estaba completamente sana, sin padecer los efectos de la lepra. Recorrió las cercanías del altar, apoyándose finalmente el peso del cuerpo con las manos sobre la superficie del mismo, confrontando con la mirada a los asistentes atraídos al lugar por el toque repetitivo de campana.
                – Permitan que me presente – inició su peculiar sermón con voz glacial y monótona.- Soy el promotor del mal que les afecta a todos ustedes.
                – ¿Cómo? – musitó una mujer encorvada sobre su regazo, cerca del desplome al no poder mantener erguida la espalda por las escasas fuerzas que le quedaban.
                – Voy a resumir lo sucedido en pocas palabras. Deseo fervientemente que dejen de sufrir y alcancen el descanso eterno que se merecen.
                “Han sido ustedes, su localidad en concreto, utilizada como un experimento biológico de cara al futuro uso de un tipo de arma de destrucción masiva lo más barata y sencilla de crear, sin que tuviera que implicar el costo de vidas más allá que las referentes al enemigo.
                “Hace varios meses, en mi laboratorio privado de microbiología y genética, se pudo crear una variante de la bacteria Mycobacterium leprae, causante del mal conocido vulgarmente por lepra. Se potenció su factor agresivo y su necesaria transmisibilidad entre sujetos vivos. Fue un completo éxito entre animales y algún voluntario que se prestó al experimento sin conocer que se le administraba la Nueva Lepra Norteamericana, tal como la bautizó vuestro querido doctor, el señor Moonsefe.  Pero por desgracia, quedaba verificar su completa utilidad en el campo de batalla. Se seleccionó un área alejada de cualquier región extensamente poblada, saliendo elegida su localidad. Tenía el número necesario de especímenes. 500 personas nada dispuestas a sufrir las consecuencias de este tipo de lepra, y por ello, sin conocimiento de lo que se les avecinaba, pues sabiéndolo, jamás iban a dar el consentimiento para ejercer de conejillo de indias del experimento “Muerte Verdadera”.
                “El inicio del contagio tuvo lugar con un verdadero voluntario. A cambio de algo de dinero y un par de botellas de vino barato, uno de mis ayudantes le hizo contraer la enfermedad sin que él lo supiera, y lo acercó a vuestro pueblo. Era un vagabundo senil. Su pérdida, su muerte, no iba a ser sentida por nadie.
                “De hecho, antes de que sintiera los primeros síntomas de la dolencia, fue asesinado por unos jóvenes de Marrow. No supuso ningún contratiempo, debido a que los responsables de su muerte fueron contagiados de inmediato al estar mucho tiempo en contacto con su cuerpo. Incluso facilitaron ese contagio con los propios fluidos sanguíneos de la víctima. Por ello se recompensó al cabecilla del grupo con un pequeño presente. Era una forma de representar mi agradecimiento desde el anonimato.
                – Yo no lo sabía… Si lo hubiera sabido, no hubiera colaborado en el asesinato – Townsed se alzó como pudo vestido con harapos y vendas. La cavidad del ojo derecho supuraba un pus negruzco, con la mejilla del mismo lado mostrando un enorme bulto que le deformaba el rostro.
                – Siéntate, muchacho, y descansa.
                “El resto ya es sabido. Una vez iniciada la primera transmisión de la Nueva Lepra Norteamericana, Marrow estaba destinada a desaparecer del mapa. Porque los medicamentos utilizados en las lepras convencionales son ineficaces para controlar esta versión.
                “Ahora queda ofertar al mejor postor los resultados de mis investigaciones. Que no por defecto tiene que ser el ejército estadounidense el que se beneficie…
                Quien se incorporó de pie en esta ocasión fue el comisario Riners. Le faltaba el brazo izquierdo, el cual fue necesaria su amputación hacía día y medio.
                – ¡Maldito hijo de perra! ¡Es usted el mismísimo demonio! ¡Y encima se presenta aquí para contarlo! ¡Y para contagiarse también!
                Riners se echó a reír, enloquecido por la fiebre.
                Aquel hombre con bata de científico sonrió mostrando su despreocupación.
                – Soy inmune a la enfermedad, querido comisario. De no serlo, no estaría aquí con su rebaño de muertos vivientes.
                “Por cierto, tengo que presentarles a mis ayudantes. También son inmunes a la Nueva Lepra Norteamericana. Y mucho antes, participaron de manera voluntaria en otro tipo de experimentos genéticos bajo mis órdenes.
                “Dos son muy sutiles en sus labores, mientras el tercero es algo más brusco. Además es dado a cierto uso de la violencia, cosa que a veces le desapruebo en privado.
                A un requerimiento de un gesto de la mano, de entre las sombras del altar aparecieron dos hombres vestidos de negro. Por las facciones de sus rostros barbilampiños, pudieran pasar por hermanos gemelos.
                A ambos les siguió una criatura de dos metros de alto y recubierta de un espeso pelaje desde la cabeza a los pies.
                Los tres personajes abominables se unieron al científico detrás del altar, y desde esa posición contemplaron con satisfacción a los últimos habitantes del pueblo de Marrow en los estertores de la muerte.
FIN
              

La llamada inadecuada.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si acaso está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante. Está del todo… ausente.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

– Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
– ¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína a los veintitrés.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…

Patricia nunca tuvo infancia.

 La infancia de Patricia fue infernal. Sus padres estaban enfermos. Pero no de una enfermedad incurable. Estaban desquiciados. Eran un peligro para el resto. Por desgracia, nadie quiso atajar la situación antes de que todo se desatase en un torbellino destructivo.

                Los tres vivían alejados de cualquier población cercana no menos de dos horas de distancia recorridos en vehículo. La casa era de dos plantas, con tablas de maderas horizontales, tejado a dos aguas, porche delantero. Todo era de color gris. Como igual de grisáceo era la tierra del jardín, pues la hierba llevaba muerta desde que la conciencia de Patricia pudiera recordar.
                Su padre se llamaba Norton. Su madre, Teresa. Cuando la tuvieron, ambos habían superado los cuarenta. Fue un parto muy duro y de cierto riesgo para su madre. De hecho, alumbró a Patricia en el sótano de la casa, sobre el duro hormigón del suelo, atada de pies y manos a unas estacas hincadas y con su marido ejerciendo de comadrona.
                A esas alturas, sus padres ya estaban perdiendo la razón a pasos agigantados.
        Norton se quedó sin trabajo por golpear a su encargado con una llave stillson en la gasolinera donde trabajaba. Teresa bailaba a todas horas al son de una música insonora, surgida en el interior de su mente, despertando a su hija con frecuencia, sacándola de la cuna y alzándola con brusquedad hasta conseguir que llorara sin parar todo el día. Su padre consiguió una ayuda como veterano del Vietnam, y con esa economía tan precaria iban tirando.
                Cuando Patricia fue creciendo, se fijó en la predisposición de su padre en traer animales que carecían de dueño. Gatos y perros. Conforme los traía, los ataba por una pata a un árbol situado detrás de la casa y se pasaba un día o dos torturándolos con un bate de béisbol, cuchillos y el atizador del fuego de la chimenea. Una vez que los mataba, se los pasaba a su madre, que los evisceraba para luego cocinarlos. Esa era su fuente de nutrición principal. Carne de perro y de gato. Incluso a veces su madre guisaba alguna rata que caía en alguna de las trampas dispuestas por su padre.
                Patricia odiaba esa comida. Aún así la consumía por obligación. Siempre deseaba no ver ningún animal callejero atado al tronco del árbol, pues eso significaba que comería verdura o pescado, lo que consideraba un alivio.
                Cuando Patricia tenía once años, su padre se ahorcó con el cable arrancado del televisor desde la rama más alta del árbol donde torturaba a los animales que recogía cuando visitaba la localidad más próxima en su furgoneta oxidada.
                Recordaba ver cómo se balanceaban las piernas descalzas de su padre. Su cuello estaba torcido por la presión del cable y la lengua oscura e hinchada se presentaba fuera de su boca, entre los dientes de su dentadura postiza. Cuando su madre se dio de cuenta del suicidio de Norton, no derramó ninguna lágrima. Ordenó a su hija que entrara en la casa y se quedó quieta frente al cuerpo sin vida durante dos horas, hasta que anocheció. Entonces entró en la casa, dejando el cadáver de su marido pendiendo del cable que lo mantenía en vilo al lado del árbol.
                Así estuvo semana y media. Con el cuerpo en avanzado estado de descomposición y con los insectos dando buena cuenta de las partes blandas y carnosas del mismo.
                Patricia estaba aterrada, pero su madre tironeaba de su brazo para que saludara a Norton todos los días.
                – Es tu padre, hijita. Recuérdalo – insistía su madre.
                Teresa reía y cantaba. Bailaba sin parar. Entre tanto, Patricia permanecía recluida en su cuarto, recreándose en los dibujos de los libros infantiles que habían pertenecido con anterioridad a su madre cuando esta fue niña.  La muchacha no sabía leer porque sus padres se habían empeñado en que ir a la escuela era una pérdida de tiempo y de dinero.  Estaba siempre desaseada. Mal vestida y desnutrida, pues su madre ya cocinaba poca cosa una vez que no estaba Norton, quien le proporcionaba la carne de los animales encontrados, a la vez que era  quien compraba en el pueblo más próximo el pescado, la verdura, la fruta y la harina para hacer el pan. Teresa no sabía manejar la furgoneta, y tampoco tenía ninguna gana de ir caminando, pues el trecho era largo y tedioso.
                Una mañana, Patricia vio a su madre subida a una escalera tosca, apoyada en el árbol, descolgando el cadáver pútrido de Norton.
                – ¡Ven! ¡Ayúdame un poco! ¡Agárrale los pies, hija! – le apremió su madre.
                Con mucha dificultad, lograron dejar el cuerpo sobre la tierra gris del jardín. Poco después su madre fue a por dos palas. Le tendió una a Patricia y le señaló con énfasis con un dedo una parte del jardín.
                – Vamos a cavar un hoyo muy digno para tu padre. Así descansará en paz para siempre.
                Estuvieron cinco horas trabajando en crear el foso,  para a continuación depositar en el fondo del mismo el cuerpo y luego volver a cubrirlo con la tierra. Cuando finalizaron, su madre escupió sobre la tumba.
                – Te echaré de menos, Norton.
                Tiró la pala a un lado y se puso a bailotear como una poseída. Estuvo así el resto del día, hasta que quedó rendida por el cansancio y se metió en la cama, cubierta de tierra de la cabeza a los pies.
                Patricia sólo pudo comer unos granos de arroz duro antes de irse a la cama.


                Al día siguiente llegó un visitante. Era un viajante. Decía llamarse Herman. Se empeñó en pasar a la sala donde extendió encima de la mesa un catálogo de útiles de cocina. Patricia estaba interesada por la maleta del vendedor ambulante. En su interior debía de guardar los artículos. El señor Herman era muy elocuente hablando, siempre sonriendo. Su madre estaba sentada a su lado. Lo escuchaba con poco interés. En un momento dado invitó al hombre a pasar a la cocina para que viera que no necesitaba ningún complemento.
                Patricia permanecía sentada al lado de la maleta. Estaba a punto de intentar abrirla, cuando escuchó un grito procedente de la cocina. Era la voz del señor Herman. Este no tardó en abandonar la cocina tropezándose con la jamba de la puerta de la sala de estar. Su mano dejó un rastro de sangre en la madera. Volvió a gritar. Era lógico que lo hiciera, porque tenía un cuchillo clavado en el ojo derecho.
                – ¡Maldita chiflada! – vociferó.
                Quiso buscar la salida, pero su madre lo alcanzó con un hacha. Se lo hincó tres veces en la espalda, hasta conseguir que perdiera la estabilidad, cayendo al suelo. El vendedor se arrastró desesperadamente por el suelo del vestíbulo.
                Patricia estaba de pie en el quicio de la puerta de la sala de estar. Observaba la escena con aprensión pero también con cierta curiosidad.
                Su madre se abalanzó sobre el cuerpo del señor Herman y le cortó los dedos de la mano derecha. Acto seguido el pie de ese lado. Por último lo decapitó…
                Cuando retornó al lado de su hija, portaba la cabeza del hombre en la mano derecha. Estaba cogida por los cabellos. Patricia miraba la sangre que goteaba de la base del cuello de la cabeza.
                – Ya tenemos comida para unos días. Además de la buena – le dijo su madre.
                Se puso a bailar por el salón con la cabeza del señor Herman, y por primera vez, su hija Patricia la acompañó con ganas en el jolgorio.




                El señor Herman tenía un coche. Era un modesto Talbot de dos plazas. Como la madre de Patricia no sabía conducir, el vehículo permaneció aparcado frente a la casa. Tampoco les preocupaba mucho que estuviese expuesto, pues vivían apartados de la sociedad en general.
                Curiosamente, a quien no iba a pasarle desapercibido tal hecho fue al ayudante del Sheriff de la localidad más cercana. Aquella familia tenía una hija pequeña que por sus informes no estaba escolarizada. Igualmente su padre estaba en el paro. Detuvo el coche al lado del Talbot estacionado frente al porche. Se acercó a observarlo de cerca. No tenía la puerta asegurada por dentro, así que le fue fácil abrirla. En el asiento del copiloto había un abrigo de hombre recogido. Desde luego, vaticinó que ese coche no podía pertenecer al señor Norton. Este conducía una furgoneta vieja y destartalada. Abrió la guantera y vio los papeles del seguro guardados en un archivador de plástico. El Talbot estaba asegurado a nombre de un tal Herman Noles.
                Salió del coche y se dispuso a llamar por la emisora, aportando los datos de la matrícula y el nombre del dueño del coche.
                – Aquí 120 a Central. Estoy en la propiedad de los Watkins. Tengo un vehículo matrícula del estado de Virginia PL 3546, a nombre del hombre que estamos buscando, Herman Noles.
                – Enseguida le busco la confirmación, 120.
                En ese instante surgió la presencia de una niña. Estaba de pie en el porche delantero de la deteriorada casa de madera a tablas. Vestía un raído camisón anaranjado. Estaba descalza, muy sucia y extremadamente delgada, con los largos cabellos lisos castaños tapándole casi el rostro.
                El agente se fue acercando con extremado sigilo. La niña lo miraba con cierta desconfianza.
                – Hola, chiquita. Me imagino que eres la hija de los Watkins. Yo soy el agente Newland.
                – ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tenemos otra visita! – chilló la niña con todas sus fuerzas, cerrando los ojos.
                La puerta de la entrada se abrió de un empujón. En el umbral estaba la madre. Esta hizo un movimiento rápido con la mano diestra. El agente Newland vio el enorme cuchillo dirigirse hacia su pecho, sin poder apartarse a tiempo. La punta se le clavó entre las costillas del lado derecho. Se quejó del dolor. Sin detenerse a evaluar la situación, desenfundó el arma reglamentaria y disparó a la mujer, alcanzándola de lleno.
                La niña se precipitó hacia su madre, quien estaba tendida frente a la puerta de la casa, escupiendo sangre de manera profusa por la boca. Los disparos del agente le habían dado en pleno estómago, propiciándole una muerte agónica.
                Newland se apoyó de espaldas contra el lado derecho de la carrocería del Talbot y se sacó el cuchillo con sumo cuidado. Acto seguido, comunicó la situación por la emisora, pulsando el botón ubicado en el hombro derecho.
                – Aquí 120 a Central. Agente herido. Repito. Agente herido. Agresor igualmente herido. Solicito refuerzos y asistencia sanitaria.
                – Recibido 120. Enseguida llegarán los refuerzos y la ambulancia. Hemos de saber si la situación está controlada. Control a 120. ¿Está la situación controlada?
                – Aquí 120 a Central. La situación está controlada…
                El agente Newland se detuvo en la comunicación. Frente a él avanzaba la niña portando un hacha.
                Quiso desenfundar de nuevo. La hija de los Watkins alzó lo que pudo el hacha, hasta descargar el golpe del filo cortante contra la rodilla derecha del agente.
                – ¡Dios!
                Newland se apretó de espaldas contra el coche para no perder el equilibrio. La niña hizo un nuevo impulso con el hacha, hincándole el filo en el muslo hasta alcanzar la femoral.
El agente vio la sangre manando torrencialmente de su miembro con evidente horror. Su rostro contraído por el dolor se tornó pálido por la pérdida de sangre. La niña estaba dispuesta a asestarle otro hachazo, pero el agente sacó fuerzas de flaquezas, consiguiendo hacerse con el revólver y la atinó de lleno en el entrecejo.
                – ¡Familia de perturbadas! ¡Cabronas! – gritó el agente, impotente, sin poder impedir que su cuerpo se desmoronara sobre el suelo duro.
                A escaso medio metro, el cuerpo sin vida de Patricia reposaba igualmente sobre la tierra gris.
                Tenía once años, y nunca había tenido una infancia normal.

1 de noviembre (relato de terror revisado por el autor).

Hoy, aprovechando que estamos en noviembre, vuelvo a publicar en Escritos por segunda vez este relato largo. Lo he revisado a fondo, encontrando algunos fallos notorios y algún que otro error ortográfico, glup. Ahora ha quedado un poco mejor, bajo mi modesta opinión. Aunque ustedes, mis estimados lectores/as, serán quienes tengan la última palabra. Simplemente recordar que esta historia viene influenciada por el estilo de H. P. Lovecraft. Uno de mis mega maestros favoritos.

Cualquiera que se considere cuerdo, lo primero que pensará de la historia que estoy plasmando en el reverso de los folios mecanografiados por una sola cara que encontré en una de las casas de Postville es que se trata de una historia pergeñada por la mente trastornada de un residente loco fugado del manicomio de North Temple. Y si he de ser franco, posiblemente lo esté. Por ello, una vez que concluya con la ardua labor de escribir lo acontecido en las últimas horas, lo más probable es que me arme de valor, forme una especie de cuerda con las sábanas de la cama de mi habitación del hospital en donde me hallo ingresado, lo anude alrededor del enganche de la lámpara del techo, y si este resiste mi peso, decida ahorcarme para librarme del terrible futuro que me aguarda.
Todo tuvo su inicio el día uno de Noviembre, fecha de Todos los Santos, cuando me encontraba conduciendo mi Ford descapotable del 61 por la carretera mal asfaltada de Lowchester a poco más de noventa por hora. Recuerdo estar tarareando una canción comercial de Elvis cuando me vi sorprendido por la súbita aparición de un tipo emergiendo de entre la maraña de altas hierbas del margen izquierdo de la carretera, situándose frente al morro de mi coche y haciendo con vehemencia señales con sendos brazos para que me detuviese. Eso hice más que nada por no llevármelo por delante. El hombre que se acercaba a la ventanilla de mi lado tendría unos treinta años, era alto, de fisonomía atlética y encima vestía con aparente buen gusto. Bajé el cristal de la ventanilla para ver qué se le ofrecía.
– ¡Baje deprisa, por favor! ¡Mi mujer se encuentra en grave estado! Con su coche la podremos acercar al centro sanitario más cercano – me dijo en un ruego de lo más desesperado.
Convine en serle de ayuda en lo que pudiera y bajé del coche. El hombre me precedió por un estrecho camino creado por el continuo peso de las pisadas de algún que otro excursionista de fin de semana hasta que llegamos ante una especie de choza sucia y muy mal conservada.
– Mi mujer se encuentra en el interior. Ayúdeme a sacarla de allí. Está inconsciente – me informó el hombre.
Entramos en la choza y allí dentro estaba su esposa echada de medio lado sobre un catre destartalado y mugriento. Entre los dos conseguimos sacarla de ese antro y volvimos por el mismo camino estrecho que nos llevaría hasta la carretera donde tenía mi coche estacionado. La introdujimos en la parte trasera y yo coloqué la cubierta de mi Ford para cubrirla del sol que picaba de lo lindo. Su marido se sentó a su lado cogiéndole una de sus manos entre las dos de él y me urgió:
– ¿A qué espera a poner el vehículo en marcha? ¡Está muy grave!
– Ya voy. Ya voy. Pero relájese un poco. Procure no alterarse en exceso, ya que está usted tratando con una persona que pierde los nervios con enorme facilidad.
El hombre se quedó callado unos instantes. Mi miró algo perplejo. Desde luego no podía tener ninguna queja de mi ayuda desinteresada, pero si continuaba por esos derroteros de la histeria, no me quedaría más remedio que sosegarle el espíritu de un buen puñetazo.
Con voz más razonable, me preguntó por el punto de asistencia sanitaria más cercano.
– Está en Postville, a unas siete millas – le contesté.
El hombre se relajó algo más, dejándose caer reclinado de espalda contra el respaldo del asiento trasero. Yo estaba muy desorientado por el extraño suceso ocurrido a su mujer y por eso decidí no andarme con rodeos.
– ¿Qué le ha ocurrido a su esposa? ¿Se ha tropezado y se ha roto algo? ¿O ha sufrido un golpe de calor?
– Algo mucho peor – me respondió muy angustiado. – Le mordió un animal enorme. Tendría unos dos metros de alzada desde la cabeza a los pies, con mucho pelo por todo el cuerpo.
– ¿Acaso algún oso?- sugerí.
– No. Eso no se trataba de ningún oso. Aunque el ataque sucedió de noche, el ruido que emitió no era el de un plantígrado. Además… No me creerá…
– Siga, que estoy vivamente interesado en el asunto.
– Lo que emitió más bien era, sin exagerar, una voz gutural endemoniadamente humana. Creo que lo que gritó antes de morderla era algo parecido a “Sangre. Necesito más SANGRE”. Créame, fue horrible. Estuve toda la noche vigilando la choza por si volvía a reaparecer para culminar su festín. Ya con la aparente seguridad del día me mantuve escondido entre la alta hierba observando si aparecía un vehículo o alguien que pudiera auxiliarnos. Gracias a Dios que en este momento usted pasaba por aquí.
– Si. Esto es como jugar a la lotería. Por pura coincidencia me ha tocado a mí formar parte del guión de su película de terror de serie Z. Ahora mantenga la calma, que enseguida llegamos a Postville.
Apreté el acelerador al límite de la velocidad máxima que podía permitir el mal estado del asfalto bajo cuyas ruedas transitaba mi Ford descapotable, dado el estado de gravedad que revestía la mujer que perdía demasiada sangre aún a pesar del precario apósito aplicado por su marido para curarle la herida.
A Postville llegamos a las dos y media de la tarde. La pequeña localidad de doscientos treinta y seis habitantes que nos había informado de manera detallada el letrero de bienvenida, estaba en apariencia desolada de tal manera que parecía que allí no había habitado nadie desde hacía unos cuantos años. Aún así dirigí el coche hacia las inmediaciones del edificio al que identifiqué lo más parecido a un pequeño hospital. Una cruz roja fluorescente colgaba a modo de cartel sobre el dintel de la entrada. Descendí del Ford y le dije al hombre que aguardara en el interior haciéndole compañía a su maltrecha mujer, pues yo sólo me bastaba para pedir la ayuda necesaria. La puerta del hospital local estaba abierta. Entré muy decidido pero en su interior no encontré a nadie que me atendiera. El lugar de información estaba ausente de personal, el suelo estaba sucio y lleno de polvo, al igual que el mostrador, sobre el que vi desparramados unos cuantos periódicos apergaminados y amarillentos. Cogí uno de ellos pudiendo comprobar que la fecha de edición databa del 15 de mayo de 1917. Escogí otro de los allí dispuestos y era del mismo período. Sin necesidad de mayor información podía deducirse que aquel pueblo estaba desierto desde principios de siglo, por lo cual abandoné el recinto y me dirigí al coche.
– El hospital está vacío y completamente abandonado. Hasta estoy por asegurarle que el resto del pueblo también lo está- me encargué de ponerle al corriente de la triste situación al hombre.
– Mi mujer está que se me muere entre los brazos y usted me dice que aquí no vive nadie. ¿Cómo lo sabe? Demonios, si no ha visitado ninguna de las demás casas.
– Mire, no soy adivino ni futurólogo de ninguna clase. Simplemente le digo que dentro del hospital lo único que he encontrado ha sido un montón de viejos periódicos, la mayoría datan del año 1917. Todo ello es tan esperanzador, que antes encontraremos petróleo que a un ser humano viviendo aquí.
– Vale. Muy bien. Me decido a creerle, pero si aquí no vive nadie, ¿a dónde nos dirigiremos para encontrar asistencia para mi mujer?
Extraje un mapa de ruta plegable del bolsillo de mi camisa y tras mirarlo detenidamente por unos segundos, dije:
– Veamos, el lugar más próximo se encuentra a 28 millas y dudo de que pueda existir asistencia médica avanzada en ese lugar.
– ¡28 MILLAS! – me vociferó con su saliva fuera de sí.- ¡Vamos! Un puñetero paseo en bicicleta. Mi mujer se desangra como si estuviera en un matadero y usted encima indica la posibilidad de que ni tan siguiera exista un hospital pasadas 28 millas.
– ¡Ya vale de echarme toda la mierda encima! ¿Entendido? – le repliqué harto de tanta bronca injusta. – ¿Qué culpa tengo yo de que hayan escogido esta zona tan poca poblada para ir de acampada? ¿Y de que hayan sufrido un ataque de una especie de oso o de lo que demonios sea? Aquí lo único que queda claro es que estoy intentando ayudarles en lo que buenamente puedo, y todo lo que estoy recibiendo a cambio es una catarata de reproches histéricos de un estúpido marido que no tiene ni puta idea de tapar como Dios manda una puta herida superficial. Luego a decir que MI MUJER SE DESANGRA. No se por qué no agarro el volante y les dejo a los dos aquí a su suerte. Así podría seguir gritando como un poseso mientras ella muere.
El hombre se calmó de inmediato. Sinceramente, me avergüenza haber tenido que recurrir a tales expresiones, pero es que encima de que uno intentaba poner toda la voluntad del mundo en ayudarles…
– Perdóneme. Me he excitado demasiado – se excusó el marido de manera sincera. – La realidad es que mi mujer se desangra por momentos y no tengo conocimientos de primeros auxilios…
– Intentaré practicarle un torniquete. Tampoco es que yo esté muy ducho en estos temas, pero al menos algo se. ¿Tendrá por algún casual un pañuelo limpio?
– Si, tenga. Pero dese prisa, por favor.
Cogí un palo que encontré cerca de las raíces de un arbusto cercano y con el pañuelo realicé un tosco pero eficiente torniquete sobre la extremidad herida que haría detener la afluencia de sangre durante el tiempo esencial de encontrar algún tipo de asistencia médica.
– ¿Qué hacemos ahora? – me preguntó el hombre.
– Ahora que hemos detenido de mejor manera la hemorragia, podríamos ir a una de las casas y llamar por teléfono a cualquier número que encontremos en alguna agenda. Quizás haya suerte y nos conteste alguien que se encuentre cercano a este lugar abandonado.
Me asintió con la cabeza. A su esposa la dejamos echada de manera lo más cómoda posible. Cerré las puertas con el seguro echado y bajo llave por simple precaución.
Lo primero que observamos al adentrarnos en el pueblo era la evidente ausencia de vida en sus calles. Los pocos vehículos que encontramos eran claras víctimas de la corrosión y los escaparates de las tiendas estaban claveteados con tablones. Le sugerí que cada cual eligiese una casa al azar. Yo me decidí por una de paredes exteriores invadidas por vegetación silvestre y con el porche frontal medio destartalado. La puerta de entrada estaba curiosamente igualmente abierta de par en par. El interior de la casa estaba desbaratado por el desorden. El suelo se encontraba con el linóleo levantado, cuarteado y recubierto de una especie de líquido blanquecino como la leche. Entré de puntillas en la cocina. Abrí la puerta del frigorífico por curiosidad innata en toda persona que investiga en casa ajena y de su interior me llegó un hedor insoportable. Era evidente que los restos de comida llevaban mucho tiempo allí almacenados. Sobre la puerta del congelador había una hoja de papel cuadriculado con varios nombres de pila, acompañados de números de teléfono. La tinta estaba apagada, pero la escritura aún era legible.Agarré la nota con decisión y decidí salir de la cocina. Recorrí un pasillo entre telarañas tupidas hasta llegar al otro extremo. Allí había una puerta medio resquebrajada. La abrí. En el cuarto lo primero que hice fue tirar de la correa de la persiana hasta que se iluminó lo suficiente. Me encontré con una cama. Junto al lecho había una mesita con un teléfono de los antiguos colocado encima. Me senté en el borde de la cama y cogí el receptor del teléfono. Al menos había línea.En el disco marqué el primer número que encabezaba la lista, a nombre de un tal Nathaniel. Al principio estaba comunicando pero al final alguien estaba decidido a contestarme.
– Hola. ¿Con quién hablo? – pregunté esperanzado.
– Con quien te contesta – rumió con aspereza una voz varonil, colgando al instante.
Evidentemente se trataba de un lugareño huraño. Decidí olvidarme de él cuando sentí un ruido misterioso procedente del armario ropero que se encontraba al otro lado de la cama. Me levanté y dirigí mis pasos hacia allí. La llave estaba insertada en la cerradura y decidí abrirlo con suma precaución. Al tirar hacia fuera de la puerta un cadáver emergió de su interior y se desplomó contra el suelo como si pesara mil kilos. Ya se imaginarán cuál fue mi impresión al ver ese cuerpo putrefacto salir del armario. Para mi sorpresa y disgusto, no debería de llevar un tiempo muy relativamente largo muerto en ese peculiar sarcófago, pues el olor nauseabundo que despedía seguía vigente en lo inaguantable. Antes de abandonar la estancia corriendo me fijé que en su brazo derecho amoratado e hinchado destacaba una herida similar a la que tenía la esposa del hombre que recogí en la carretera. Abandoné la casa de manera precipitada. Ya en la calle decidí ir al encuentro de mi acompañante. En esas estaba cuando un aullido espeluznante llegó procedente desde el lugar donde estaba aparcado mi coche. Justo en ese instante llegaba el hombre a mi lado jadeando desde otra casa abandonada.
– ¿Qué ocurre? – me preguntó de nuevo alterado.
– Si no vamos a averiguarlo, nunca lo sabremos – respondí con sequedad.
Ambos fuimos lo más deprisa que nuestras piernas nos lo permitían. Al llegar al lado del hospital local de Postville, vimos estupefactos como la mujer que se suponía que estaba gravemente herida estaba destrozando las luces de los focos y los cristales de las ventanillas de mi Ford descapotable con una piedra del tamaño de una pelota de béisbol. Me encaminé hecho una furia hacia donde estaba ella y le propiné una fuerte bofetada para sacarla de su trance de locura destructiva.
– ¡Estúpida! ¿Qué se propone? ¿Destrozar el coche para que no podamos salir de este lugar? – le dije con la mano preparada por si hubiera necesidad de golpearla de nuevo.
Se quedó quieta como una estúpida mientras su marido se acercó hasta arrimar su rostro al mío, dedicándome una mirada más propia de un demente.
USTED SE HA VUELTO LOCO. MI MUJER SE HALLA EN ESTE ESTADO Y USTED LA ABOFETEA. MISERABLE BASTARDO. VUELVA A HACERLO Y…
– ¿Y qué? Está tan desquiciado que no ve que si no la detengo iba a destrozarnos el coche – contraataqué furioso.
Mientras sucedía esta acalorada discusión, se nos acercó su mujer y me maldijo:
– ¡Maldito hijo de perra! ¡Ojala te mueras ahora mismo y más tarde que en tu tumba los coyotes profanen tu descanso y se alimenten de tus huesos!
Esto terminó por sacarme de mis casillas. Mira que le había avisado a su marido que yo era muy proclive a perder los nervios con facilidad. Así que me senté frente al volante, puse en marcha el motor y di la marcha atrás decidido a dejarles allí tirados como dos colillas humeantes. Cuando me iba el tipo me dijo al borde del llanto:
– ¡No! ¿Qué hace? ¡No nos deje aquí! ¡Mi mujer terminará por desangrarse!
OJALÁ – grité orgulloso de mi huída. – Si quieren pueden continuar intentando llamar por teléfono a alguien con mucha más paciencia que la mía. Aquí tienen una lista de aldeanos desagradables a quién darles la tabarra.
Cuando me marchaba, escuché como él me chillaba colérico perdido:
¡NO TIENE USTED CORAZÓN! ¡NI UNA PIZCA!
Seguidamente de la letanía de su malograda mujer desde la lejanía:
– No te preocupes por él, Albert. El Padre de los Padres le convertirá.


Llevaba rodados unas nueve millas, cuando el horror más indescriptible no hizo más que incrementarse como la capa de nieve conforme caía una arisca nevada sin tregua. Estaba conduciendo el Ford descapotable con la capota aún echada y completamente enfurecido por la escena que acaba de dejar atrás, cuando de nuevo en mitad de la carretera otro hombre surgió del arcén derecho, situándose de tal manera que no me quedó otra alternativa que pisar el freno y detenerme ante él, so pena de atropellarlo.
– ¿Qué cojones quiere? – inquirí con los nervios a flor de piel.
respa dete no puche leteva – me respondió con voz gutural, entre gorgoteos de putrefacción.
– ¿Qué dice? – volví a insistir.
duda lesteva norte precaste – volvió a decir horriblemente con la misma voz de antes.
Entonces me fijé que en su brazo izquierdo llevaba una herida idéntica a las del muerto surgido del fondo del armario ropero y de la esposa del histérico que me había acompañado hasta Postville. Este hombre tan extraño me miraba con un interés verdaderamente malsano y de repente mostró un hacha que llevaba escondido por detrás de la espalda y se puso a golpear la puerta de mi lado. Aterrado, puse el vehículo en marcha hasta poner tierra de por medio entre él y yo. Estaba tan impreciso en la conducción por los nervios, que tuve que parar más adelante para tomarme unas pastillas de valeriana para calmarme. Acto seguido puse dirección hacia la siguiente localidad marcada en el mapa de ruta. Se llamaba Castle y estaba a 50 millas de distancia. Cuando llevaba recorridos unas treinta y cinco, se me echó la noche encima, por lo cual no me quedó más remedio que esperar a que se hiciese de día (les recuerdo que la endemoniada mujer, además de destrozar tres ventanillas, me inutilizó los faros sin dejar ninguno en funcionamiento). Miré y vi que eran las ocho de la noche. Cogí un cojín que llevaba en los asientos traseros y me acomodé lo mejor posible para mi descanso. Me fue entrando una modorra que me mantenía medio despierto, medio dormido, soñando con el horrible personaje que se había cruzado en medio de la carretera con un hacha y que se puso a hablarme en una lengua extraña. Al fin fui despertado por un fulgor de luz que provenía desde detrás de una arboleda nada espesa. Esto me produjo una inmensa alegría ya que podía tratarse de una cabaña donde quizás sus dueños, de ser algo hospitalarios, podrían ofrecerme cena y cama por esta noche. Salí de mi coche, asegurando el cierre de las puertas. Con una pequeña linterna de mano me fui dirigiendo hacia el conjunto de árboles dispersos. Solo llevaría unos veinte pasos, cuando me fijé que la luz no procedía de las cristaleras de una cabaña sino más bien de una hoguera. Esto no era todo, pues también me fijé que un conjunto de unas veinte personas danzaban en círculo a su alrededor en una clase de baile demencial. Me acerqué más medio agachado y me escondí detrás del tronco ancho de un árbol para observar más detenidamente tan peculiar espectáculo. Entonces aprecié que a la derecha de la hoguera, a unos veinte metros de ella, había emplazado un trono de piedra ocupado por una horripilante criatura. No encuentro palabras adecuadas para describirlo de una manera exacta. Desde la distancia tenía un cierto parecido con un oso, con pelo por todas partes, predominando de manera especial en la cabeza, pero lo más llamativo es que en vez de dos patas, tenía una especie de cola grande y recia y completamente móvil, transformándolo en una sirena de tierra firme infernal y grotesca. Las personas que bailoteaban lo hacían al son del percutir de un tambor que tocaba un humanoide medio gorila con el brazo derecho tachonado de sangre coagulada debido a un gran mordisco en él infligido por unas fauces terribles. De repente la danza satánica quedó detenida y uno de los danzantes se aproximó al ser acomodado en el trono de piedra y le dijo henchido de satisfacción:
¡Oh, Padre de los Padres! Como es hábito y costumbre, le traemos un sacrificio para que apacigüe su ENORME SED.
El hombre que habló hizo una señal y desde detrás de otro árbol acercaron a la víctima propiciatoria sujetada de pies y manos por grilletes de hierro. La víctima era el marido de la mujer contagiada por la enfermedad de la locura que puso especial ahínco en inutilizar las luces y los cristales de mi querido Ford descapotable. Daba la casualidad que era su propia esposa quien le traía a rastras. Entre tres hombres lo cogieron de manera definitiva y lo pusieron frente a la figura del ser abominable. Su enloquecida mujer se acercó al ser con un cuchillo ritual de sacrificio entre las manos y le anunció:
Aquí le traemos, Padre de los Padres, la ración nutritiva que apaciguará vuestra sed.
El ser se puso tieso de pie sobre su propia cola y cogió el cuchillo. Pronunció una única palabra con voz cavernosa y gutural:
¡SANGRE!
El pobre infeliz estaba llorando como un niño y pedía a su esposa compasión y ayuda.
¡KATHERINE! – volvió a pronunciarse el ser con el uso de su vil acento. – ¡MÁTALO!
¡No, Katherine! ¡Por amor de Dios, no lo hagas! ¡Soy tu esposo! ¡Te quiero! ¡No lo hagas!
El rostro de la mujer se dirigió con desgana hacia su marido.
Yo sólo atiendo a lo que me pida el Padre de los Padres – sentenció ella y sin esperar más, le desgarró la camisa, dejando su pecho y su vientre a la vista, hincó la punta del cuchillo en sus carnes y lo abrió en canal.
Era un espectáculo horrible, pero lo más repulsivo fue cuando el ser blasfemo se dirigió de manera zigzagueante sobre su cola hacia la víctima ofrecida en sacrificio y la asió por las piernas, alzándola cabeza abajo para chuparle toda la sangre que manaba del tajo abierto en su vientre. Todos los asistentes entraron en trance de nuevo. Sus cuerpos se pusieron a danzar y a gritar vítores de alabanza en voz alta, repitiendo mil veces la misma palabra insana: “¡SANGRE!, ¡SANGRE!, ¡SANGRE!”.


Después de esta orgía infernal, el ser se levantó otra vez de la comodidad de su trono y les dijo a todos:
– Yo también voy a cumplir con mi parte del pacto.
Hizo una señal y de detrás de unos árboles surgieron dos de sus secuaces, no se si bien eran humanos o bestias y aún me sigo preguntando si pertenecerán a este plano del mundo en el que nos movemos. Ambos portaban dos pucheros de barro cocido llenos hasta los bordes de un líquido espeso negrecino. Salía humo de los pucheros y una fuerte emanación hedionda que me llegaba a pesar de encontrarme a una distancia bastante alejada. Todos los discípulos de la criatura se fueron acercando en formación de dos filas de uno en uno a los pucheros depositados en el suelo. Los seres introducían un cazo en su contenido, lo llenaban y se lo daban de beber al primero de cada cola. Cada uno de los presentes al terminar de sorber el repulsivo líquido lanzaban al aire unos gritos inhumanos. Finalizado el acto de beber el brebaje maldito todos reanudaron sus bailes desgarbados. Tras un rato de frenesí se detuvieron de repente y me di cuenta que esto era debido a que acababa de ser descubierta mi posición desde el cual contemplaba el diabólico evento. El ser se alzó en su trono y apuntó con lo que parecía un dedo hacia el lugar donde me encontraba. Eché a correr con el corazón saliéndose por mi boca. Oí una serie de gritos enfurecidos detrás de mí iniciando mi persecución. Me atreví a echar la vista hacia atrás y vi que afortunadamente lo que acababan de beber les ralentizaba los movimientos, haciéndoles correr de manera muy lenta y torpe. Continué corriendo, hasta que atisbé gracias al halo de la luz lunar que de manera nítida se filtraba entre las nubes, un campo de hierba alta. Aumenté la velocidad de mis piernas, viendo como poco a poco, a pesar de que los seres andaban más que corrían, se me iban acercando de manera inexplicable. Cuando llegué al campo, me arrojé de cabeza,  pues la alta hierba iba a servirme de camuflaje. Me faltaba el resuello. Estaba bien escondido, tendido entre la hierba cuan largo era y aún así estaba temblando de miedo como pura tarta de gelatina, pues no quería ni imaginar lo que pudiera pasar por el más cruel de los infortunios si alguno de los integrantes del ejército de seres me pisoteara por un casual y diera así conmigo. Mi sentido auditivo percibía como la plaga de exaltados se iba acercando más hacia mi zona, haciendo con ello incrementar mis rezos en forma de padrenuestros en un número superior a todas las oraciones invocadas en la totalidad de años que he ido a la iglesia. La horda estaba estrechando el cerco y finalmente llegó lo inconcebible: un ser baboso y repulsivo que llegó reptando me agarró del pie izquierdo y empezó a tirar de mí con toda su fuerza. Lo que recuerdo después es que desperté tirado de mala manera en medio del campo de alta hierba. Me incorporé poco a poco y me dirigí hacia la carretera de mis desdichas. Allí detuve un coche y su ocupante me trasladó a un hospital de urgencias. El médico de guardia de dicho hospital me administró un fuerte sedante para que durmiese. Finalmente me desperté dos días más tarde con el doctor acercándose a mi lado nada más ser avisado de mi recuperación por la enfermera del turno de noche.
– Muy buenas, mi joven paciente. Debe darle usted gracias al conductor que le trajo aquí, si no a éstas alturas del calendario ya estaría formando parte de la sección de las esquelas del periódico local. Perdió usted mucha sangre y tuvimos que hacerle una transfusión. Eso también se lo debe al mismo hombre que le recogió en la carretera. Afortunadamente se ofreció como voluntario nada más saber que ambos compartían el mismo grupo sanguíneo.
Le oía las palabras fluir de su boca con una lenta pesadez por efecto del último sedante que se me había administrado. Entonces miré de soslayo a mi brazo derecho y observé que tenía una herida visible igual que la herida del cadáver del armario de la casa del pueblo fantasma visitado por mí días atrás, idéntica al ser agresivo que me atacó en la carretera con un hacha, e igual que la terrorífica herida de la mujer chiflada que sacrificó a su propio esposo en un ritual infernal y de carácter impío.
– Joven, este es el señor Brown, el conductor que se brindó a la transfusión de sangre – me aclaró el doctor con una larga sonrisa de satisfacción.
En el vano de la puerta de mi habitación vi lo imposible. Lo inimaginable. El conductor que me había recogido era la víctima ofrecida por su enloquecida mujer al ser del trono.


Las sábanas están quedando bien anudadas y enrolladas. Tan sólo me queda arrimar aquella silla de allí para acercarme al enganche de la lámpara del techo.
Hay que ser razonable.
A veces es mucho mejor morir estando aún cuerdo, que volver a vivir después de muerto.