La llamada inadecuada.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si acaso está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante. Está del todo… ausente.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

– Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
– ¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína a los veintitrés.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…

La mutilada mano derecha de Curtleos Evans.

Relato muy cortito donde intento retomar mi interés por volver a escribir. Veremos…

Curtleos Evans necesitaba hacer esa llamada. Sabía que la última vez había fallado a los Tutts, y que por ese incidente perdió cuatro de los cinco dedos de la mano derecha, además de una fea cicatriz en forma de ele perfilada de manera irregular e indeleble en la mejilla izquierda, cerca del ojo.
De alguna forma, tenía que volver a hacer encargos para los gemelos. Era su solución a sus males económicos actuales. Llevaba dos meses sin pagar al casero, y este le había comunicado que al día siguiente ya lo echaba del diminuto y repulsivo piso donde vivía alojado en el último semestre.
Miró a través del vidrio cuarteado de la ventana del dormitorio. Su respiración se esparcía por el aire formando bocanadas que reflejaban la ausencia de calefacción con una temperatura de cuatro grados centígrados bajo cero. El dueño del edificio ya había anticipado su salida, cortándole la electricidad, el suministro de agua y la línea telefónica. Por ello usaba una linterna de petaca para manejarse por el interior de su precario hogar.
Abajo, en la misma esquina de la calle, estaba la cabina de teléfono. La nieve cubría toda la superficie. Llevaba todo el día y la noche nevando con cierta intensidad. El grosor de la misma acumulada sobre la acera era de unos quince centímetros. Fresca y mullida, por no ser una zona muy recomendable de ser transitada, y menos a partir de la puesta del sol invernal.
Una farola de estructura metálica herrumbrosa y con el foco carente de cubierta, ofreciendo la desnuda bombilla descomunal en tamaño su lúgubre iluminación amarillenta, proyectaba su halo en las cercanías de la cabina. Desde la distancia de su vivienda, se apreciaba el vandalismo practicado en la cabina. No quedaba ni un solo cristal entero, además de los grafitis más indecentes y de nula calidad artística estigmatizaban el mobiliario urbano con diversos tonos de pintura barata en espray. A pesar de semejante estado, seguía en funcionamiento, porque Curtleos apreció la silueta de una persona en su interior. Igualmente las pisadas formadas sobre la nieve conducían desde la lejanía de la calle hasta la cabina.
Apremiado por la necesidad de encontrar recursos económicos humillándose ante los Tutts, se colocó el abrigo y salió de casa, bajando las escaleras con presteza. Al llegar a la calle, se dio de cuenta que las viejas zapatillas deportivas de pana iban a humedecerse con la nieve y que en escasos minutos iba a sentir un frío del demonio en los pies. Le dio igual. Estaba desesperado por hacer la maldita llamada. Eran las doce de la noche, y sabía que cualquiera de los Tutts estaría espabilado, en plena orgía con fulanas de cierta categoría. Tan solo rezaba porque no le colgaran nada más reconocer su voz. Disponía de lo justo para realizar una única llamada. Siguió el recorrido de las pisadas impresas en la nieve por la persona que había estado usando el teléfono público.
Para su contradicción, al llegar frente a la cabina, el individuo continuaba en su interior, ofreciéndole la espalda.
Era un hombre calvo, de mediana estatura. Vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los talones.
– ¿Tiene para mucho rato, tío? – le preguntó sin tapujos Curtleos.
El hombre estaba apoyado contra la caja del teléfono. Curtleos reparó en el teléfono que colgaba por el cable enrevesado, casi tocando el suelo de la cabina.
– Dios.
Curtleos maldijo su suerte. Estaba claro que le había dado un ataque al corazón o algo similar y estaba muerto.
Echó un paso atrás.
Desde el micrófono del receptor llegaba el tono de línea ocupada.
-Diantres. ¡Joder! ¡Ya vale de fastidiarme la puta vida, Jesús de los Cristianos! – farfulló Curtleos, harto de ser el saco de boxeo donde confluían todos los golpes.
Estaba pensando en cómo diablos mover el cadáver, para entrar en la cabina, cuando el rostro de aquel hombre desconocido se volvió, mirándole.
– Joder – Curtleos se llevó un susto que le hizo de perder el equilibrio, cayendo de espaldas sobre la nieve.
Los ojos del hombre estaban en blanco. Sus labios agrietados y sangrantes se separaron mínimamente, mientras su lengua pálida se agitaba en la cavidad bucal, conformando palabras:
– La línea está muerta, muchacho. Desde hace tiempo. Para que vuelva a funcionar, necesita el usuario apropiado. ¡Ja! ¡Y ese eres tú! ¡Maldito descreído!
Curtleos quiso incorporarse, pero no pudo.
Su vista quedó nublada. Los músculos no respondían a las directrices mandadas desde su cerebro para mover sus extremidades.
Repentinamente, cerró los ojos, quedando tumbado encima de la nieve de medio lado.
Pasaron escasos segundos.
Cuando se reincorporó, encontró echado a su lado el cuerpo sin vida del hombre de la cabina.
Lo miró con cierta despreocupación. Se rió, satisfecho.
– Te llamas Curtleos. Qué nombre más ridículo – musitó con voz resquebrajada por la adicción al alcohol. Se contempló las manos, en especial la derecha.  – Vaya desastre de cuerpo. Con un solo dedo, como mucho podré limpiarme los mocos de la nariz – se dijo, riendo ahora con más estruendo.
Se dio la vuelta y se alejó de la cabina. Avanzó por la calle, dejando atrás el bloque de pisos donde había vivido hasta ese instante el antiguo propietario del cuerpo, convencido que tendría que encontrar pronto otro de muchísima más calidad.