Histeria Colectiva (el exterminio de una nueva especie).

Empezamos el mes de marzo con la publicación de un nuevo relato de terror. 



Inicio. Normalidad.

“Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal.”
Dalai Lama

Intermedio. Histeria Colectiva.

– ¡Hay que impedirles que entren!
– ¡Por Dios! ¡Están tirando la puerta abajo! ¡Y las persianas arrancadas de cuajo!
– ¡Vayamos a la planta superior! ¡De alguna forma hay que evitar que se nos acerquen!
Ruidos impetuosos de una cacofonía terrible. Gritos y alaridos exageradamente molestos y que implicaban una desazón en quienes  los captaban por el sentido auditivo. Rotura de objetos. De cristales. De madera.
Encaminaron sus pasos de manera precipitada hacia las escaleras. Fueron subiendo los escalones sin casi respetarse los unos a los otros. Eran simplemente tres, pero como si fuesen trescientos en la histeria de una huída caótica. Se llamaban Marianella, Humberto y David. No se conocían. Simplemente convergieron en ese punto de encuentro por casualidad. Cada uno huyendo de la locura de la multitud que pretendía hacerles daño. Maltratarles hasta hacerles sucumbir en la exhalación de un último suspiro de vida. El estado físico de cada cual era muy penoso. Sus ropajes estaban destrozados, quedando su carne trémula y pálida, cubierta de arañazos, hematomas y heridas abiertas expuestas a través de los jirones desgarrados de la tela.
– ¡Sigamos! ¡Tenemos que entrar en una habitación y atrancar la puerta desde dentro!
– ¡Deprisa! ¡Ya están entrando! ¡Están abajo!
Sus miradas estaban ensanchadas por el horror. Los ojos exageradamente abultados y enormes como los globos oculares de los personajes de los dibujos animados japoneses.
Goterones de sudor frío sucio recorrían sus frentes. Los cabellos apelmazados.
– ¡Aquí! ¡En este!
Era la voz chillona de Humberto.
Entraron en un cuarto pequeño. Encendieron las luces, dándose de cuenta que era el dormitorio de un niño. En ese momento estaba vacío. Con la cama sin hacer y los juguetes tirados por el suelo. El armario de la ropa estaba medio abierto, con las perchas y las prendas arrinconadas en la oscuridad del interior.
Los dos hombres buscaron algo pesado que pudiese contener la puerta. La mesilla de noche era demasiada diminuta y frágil.
– ¡La cama! ¡Hay que empujarla contra la puerta!
Los tres se pusieron de acuerdo. Afortunadamente la puerta se abría hacia dentro.  Conforme apoyaban los pies de la cama contra la puerta, se pudo percibir la llegada de infinitas pisadas acercándose por el pasillo. Numerosas voces descompuestas por los alaridos de las mismas prorrumpieron en un vocabulario furioso lleno de exabruptos en contra de los tres perseguidos.
– ¡A tiempo! ¡Lo hemos puesto a tiempo!
– ¡Pero esto no aguantará mucho!
Efectivamente, nada más decir esto Marianella, desde el otro lado empezaron a destrozar el cuarterón central de la puerta con el filo de un hacha. Seguidamente alguien disparó con rabia un tiro de escopeta, formando un agujero tosco e irregular en la madera, haciendo que se dispersasen infinitas astillas. Sin esperar a más, el portador del arma repitió disparo, dando de lleno en el abdomen de Humberto.
Este cayó de rodillas, con el estómago enrojecido por la sangre. Instintivamente, trató de cubrirse la herida con ambas manos, sin poder contener la salida de parte del intestino delgado.
– ¡Me muero! – gritó.
David quiso socorrerlo, cuando vio de refilón a Marianella abriendo la ventana y saliendo al exterior a través de su marco.
– ¡No! ¡No lo hagas! – imploró a la mujer, sin poder ofrecerle otra alternativa a la horrenda situación por la que estaban pasando.
Marianella se arrojó de cabeza. El muchacho se asomó con presteza. Abajo, sobre la hierba, descansaba el  cuerpo maltrecho de la joven por la caída. Quiso huir de la escena arrastrándose, pero la infeliz chica fue rodeada por la multitud. En escasos segundos desmembraron su debilitada figura con el uso de machetes, hachas, cuchillos de carnicero, sierras,  gritando con júbilo el final de la existencia de Marienella. Algunos señalaron hacia la ventana donde estaba el perfil de David.
– ¡No!
Se volvió. La puerta cedió. Aquellas bestias eludieron el obstáculo de la cama. Algunos se interesaron por Humberto, mientras otros, comandados por quienes estaban armados, avanzaron directamente hacia donde él se encontraba.
No le dieron tiempo a decidir qué tipo de muerte prefería: bajo los disparos de la escopeta, destrozado por el filo del hacha o su propio suicidio desde la misma ventana por la cual se defenestró Marianella.
Un disparo reventó su rostro, mientras el hacha profundizó en sus entrañas.
Aquel gentío prorrumpió en risas al ver consumada la muerte de cada uno de aquellos tres sujetos. Pues ya no eran seres humanos en esencia como lo eran ellos, si no entidades resurgidas desde corazones cuyos latidos habían decaído hasta detenerse muchos días atrás.
Epílogo. El exterminio de una nueva especie.

“De alguna manera, en los inicios del regreso a esta maldita vida, sus cerebros tardan en asumir lo que en verdad ahora son. Putos cadáveres andantes que deben de volver a ser enterrados bajo tres metros de tierra.”
Douglas Lee Sullivan. Comisario de la policía local del condado de Nassau, Long Island.


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¡Mis Zombis se quedan sin el paro! ¡No queda más remedio que recurrir a la "Operación Mofeta"!

(Basado en Hechos Reales. Se advierte de la dureza de las imágenes expuestas a continuación.)


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¡Ay, los enfrentamientos Club Atlético Osasuna – Real Madrid Club de Fútbol de antaño…!

No se lo creerán, pero en los albores del balompié, fui jugador titular del Osasuna. Defensa central. Un terror para los atacantes. Creo que mandé medio centenar al cementerio, jua, jua, jua… Es broma. Nunca pasé del fútbol de patio de colegio.



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¡Nuestro Superhéroe Más Peculiar! ¡SUPER ZOMBI!

Se llamaba Eulogio Espárrago Triguero. Era un pamplonica de pro, al que las injusticias sociales le repateaban el hígado cada vez que acompañaba un pincho de pimiento con una copa de pacharán casero.
Una noche, mientras navegaba por internet, descubrió que existían superhéroes de carne y hueso. En principio eran yanquis chalados que emulaban con pocos medios y nulos superpoderes a los héroes más famosos del cómic. Más tarde, la tendencia también se extendió por Europa y el resto del mundo. Eulogio averiguó que en la Vieja Iruña no había nadie que intentara luchar contra el crimen organizado al margen de la ley, así que decidió convertirse en un superhéroe. Adquirió un disfraz con mallas y capa en un todo a un euro. Su nombre artístico iba a ser el de Mega Eulogio, “El del Espárrago Sano y Tierno”.
Pero algo iba a salirle mal. 
En una de sus primeras rondas nocturnas por el Casco Viejo, se topó en un callejón con un llamativo barril que contenía leche caducada desde hacía dos meses. Se ve que un deshonesto propietario de alguno de los locales de hostelería había dejado abandonado el contenido del barril en esa zona donde nunca llegaba la brigada de limpieza.
Mega Eulogio husmeó dentro del barril…
A los pocos segundos se sintió indispuesto, para cinco minutos más tarde transformarse en un zombi.
A partir de ese instante, acababa de nacer un superhéroe de verdad:
¡SÚPER ZOMBI!

Super Zombi vela por los ciudadanos de Pamplona desde lo más alto de los rascacielos del centro de la ciudad. Desde ahí otea el horizonte, en busca de malvados que importunan a las personas honestas sin venir a cuento.

Si acaso alzáis la cabeza, y atisbáis una silueta recortada contra el cielo en lo alto de un edificio del Segundo Ensanche, ¡no hay que temer lo peor! No es ningún suicida que decide acortar su vida por la eliminación del equipo de su amores, Osasuna, a pies de un equipo de segunda B en la primera ronda de la Copa del Rey.
¡Es el más ejemplar de los superhéroes! ¡Es Super Zombi! Su presencia en la azotea del rascacielos más interminable en altura de Pamplona se debe a que acaba de reparar en la terrible amenaza de un malvado villano quinientos pisos más abajo.
¡Mirad! Nuestro benefactor vuela en caída libre, decidido a solventar tan delicadísima situación.

Setecientos metros más abajo, un malvado ser está haciendo la vida imposible a los clientes y resto de transeúntes que pasan por delante de la entrada del Supermercado “El Hipopótamo Bailón”. Se trata de un falso pedigüeño, de nombre Porfirio Egunetxea. De siempre ha sido un sujeto apegado a la vagancia más descarada. Está soltero. Tiene treinta años, y como mucho, desea abandonar la casa que comparte con sus padres cuando tenga cincuenta años. Porfirio tiene una vida laboral total de dos horas y media por cuenta de una empresa de trabajo temporal, ejercidas en el año 2002. Desde entonces vive del cuento, además de intentar recaudar dinero estafando a los clientes del supermercado con su falsa identidad de mendigo.
Porfirio no contaba con la espectacular intervención de Super Zombi. En escasos diez segundos, nuestro ejemplar salvador mordisqueó cincuenta veces en diversas zonas blandas al descarado Porfirio, consiguiendo que desistiera de pedir más limosnas para el resto de su sosa existencia.
Porfirio terminó por rendirse ante Super Zombi. Desde ese día, se convirtió en una especie de animador cultural…


¡Recordad esto, ciudadanos y ciudadanas de la Vieja Pamplona! ¡Nuestra calidad de vida se la debemos a Super Zombi!


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El error de Bertelok. (Bertelok error).

Bertelok era un demonio menor de la discordia. Su objetivo principal consistía en sembrar el caos y la incertidumbre en el discurrir de las andanzas de los seres mortales. Amén de recolectar almas para el fuego eterno. Su diferencia con el resto de los miembros del inframundo pecaminoso era una habilidad singular que le permitía adoptar una figura normal con apariencia humana, sin necesidad de tener que poseer un cuerpo verdadero.

Bertelok vestía llamativos ropajes , similares a los de un trovador, e incluso con la ayuda de ciertos silbidos conseguía atraer la atención de quienes le contemplaban. Pero aún a pesar de ser un demonio, se encontraba fuera de su hábitat natural, y debía de comportarse con cierta cautela para no ser descubierto. Pues si alguien adivinaba su lugar de procedencia, perdería su disfraz, debiendo de regresar con presteza a la seguridad de las mazmorras inferiores, donde el contenido de las calderas con ácidos bullentes era removido constantemente para ser aplicado sobre los cuerpos de los condenados. Una vez allí, sería castigado con tareas humillantes por el pleno fracaso de la misión, habida cuenta que se le permitía la salida al plano terrenal condicionada con la recolección de un número indeterminado de almas que contribuyeran al incremento de la población habida en el averno.
Bertelok, llevado esta vez por su extrema cautela, recurrió a la forma más sencilla de cosechar almas cándidas. Decidió visitar una aldea pequeña e inhóspita, de unos cien habitantes, ubicada en las cercanías de un terreno de difícil acceso por hallarse enclavado en la ladera empinada y escarpada de una colina rodeada por vegetación agreste muy tupida. Le costó sortear las plantas silvestres y los matorrales por su condición humana. Cuando alcanzó la entrada al insignificante poblado encontró cuanto ansiaba. Los hombres estaban ausentes por sus tareas y únicamente estaban las mujeres con los niños pequeños y los ancianos que apenas podían caminar erguidos por el supremo peso de los años.
Bertelok se acercó a una señora y le hizo una ridícula reverencia. Acto seguido la miró a los ojos, y sin musitar ni media sílaba, la convino a que le siguiese. Ella obedeció con docilidad, eso sí, andando muy despacio y arrastrando los pies. Así fue visitando cada choza y cada rincón de sitio tan miserable. Su capacidad de hechizar a la población femenina de la localidad hizo que congregase a treinta y siete mujeres en edad de aún poder mantener descendencia en lo que pudiera considerarse la plaza principal del pueblo. No tenía intención de reclutar a los habitantes enfermos, ni mayores ni de corta edad.
Bertelok las miraba medio satisfecho. Su lengua se deslizó por los labios con cierta lujuria, aunque no le estaba permitido mantener relaciones con la especie humana. Para ello, antes tendría que ascender en el rango del inframundo. Aunque cuando esto sucediese, sin duda escogería algo más decente.
Las mujeres permanecían quietas de pie, con la vista perdida como si estuvieran con los pensamientos congelados. Los brazos colgando a los costados. Las piernas estaban algo descoordinadas. Sus mejillas pálidas, como si evitasen el contacto del sol diurno. Algunas mantenían las mandíbulas desencajadas, mostrando una dentadura imperfecta.
Era su instante de gloria personal. Bertelok pronunció una única frase en un idioma desconocido para las aldeanas. Una recia neblina fue rodeándolas y cuando a los pocos segundos quedó dispersada, todas habían desaparecido camino al infierno.

Transcurrieron algunas horas. Los hombres del lugar fueron llegando poco a poco, con la ropa destrozada y colgándoles en harapos y la piel hinchada y recubierta de arañazos profundos. Se incorporaron a la vida propia de la aldea sin en ningún momento extrañarse de no hallar a ninguna de las mujeres. Tan sólo estaban las personas más ancianas y los niños en la localidad. Caminaban sin rumbo fijo, tropezándose los unos con los otros. A veces perdían algún miembro. Otras veces gruñían y se enzarzaban en alguna pelea que conseguiría empeorar su pésimo estado externo. Pasaban horas y horas. No descansaban en todo el día y continuaban durante la noche desangelada. Vagando de un lado para otro. Abandonando el pueblo, recorriendo las cercanías, sin poder ir más allá de las lindes por la espesura de la vegetación que les rodeaba, manteniéndoles apartados de la civilización.
En el pasado cercano fueron gente normal y sana, hasta que por causa de una extraña enfermedad o contagio, habían dejado de ser seres vivos, para limitarse a los movimientos inconexos de los muertos vivientes.
Pues ese había sido el grave error de Bertelok, y que sin duda le supondría una reprimenda de lo más severa, ya que aquellas mujeres que se había llevado consigo estaban desprovistas de toda vida, y sus almas hacía muchos días que emigraron a un lugar mucho más acogedor que el averno.


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¡Oh, no! ¡Nos visita por error uno de los Osos Amorosos Orondos!

Es un miércoles 25 de agosto del espeluznante año 2010.
En un momento de confusión, justo cuando mi ilustre mayordomo Dominique estaba durmiendo su minisiesta nocturna de dos minutos, se nos cuela un personaje nefando:
LUISETE BARRIGUETE, uno de los miembros de la tierna y almibarada serie de dibujos animados de Los Osos Amorosos Orondos.

En ese preciso momento, yo, Robert “El Maléfico”, me encontraba ensimismado en mis pensamientos pérfidos, cuando fui asaltado vilmente por las malsanas intenciones de tan aviesa criatura.

Robert “El Maléfico”: ¡Diantres de cosa sonrosada y redonda cual bola de queso holandés! ¿Quién eres y cómo es que andas paseándote por los recovecos de mi castillo?
Luisete Barriguete: ¡Uyyy…! ¡Cuchi, cuchi…! ¡Soy Luisete Barriguete, de los Osos Amorosos Orondos! Vengo a impartir un cursillo de cariñito y amorcito hacia nuestros semejantes. Enseñaré la mejor manera de aplicar achuchones y abrazos a diestro y siniestro. ¡Cuchi, cuchi…! ¡Qué todos somos una monada de seres tiernos y bondadosos, señor Robert! 

Robert “El Maléfico”: ¡Vale! ¡Tienes toda la razón del mundo! ¡En Escritos de Pesadilla precisamos de un cursillo de esa temática tan ñoña! Anda, pasa majete a esa habitación, que es donde te están esperando los que se han apuntado al curso.
Luisete Barriguete, miembro de los Osos Amorosos Orondos, entra completamente confíado en que sus alumnos van a ser la mar de receptivos ante sus consejos amorosos.
¡Craso error, porque dentro de la sala, tengo al comité de empresa que representa a los zombis deliberando si se acogen a una huelga general por escasez de cerebros en los últimos setenta años! Y claro, sucede lo que ha de suceder cuando una reunión tan importante es interrumpida por un espontáneo tan apetitoso…


Luisete Barriguete: ¡NOOOO…! ¡Socorro! ¿Qué he hecho para merecer esto?


Mientras, la puerta queda cerrada a cal y canto. 
Media hora después, tras una retahila de mordiscos y eructos varios…

Robert “El Maléfico”: ¡Perfecto! Los miembros del comité de empresa de los zombis de Escritos han considerado realizar servicios mínimos durante el período de huelga en vista de que se les ha provisto de un jugoso y suculento cerebro. ¡Desde aquí mismo animo a que más Osos Amorosos Orondos visiten el castillo! ¡Les aseguro que serán recibidos con todos los honores! ¡Y con un montón de cariño, jua, jua…!


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Escribiendo un relato de terror con la ayuda de mi sobrino Gurmesindo



Ejercicio literario a dúo entre mi sobrino Gurmesindo y un servidor.
Robert:              Entre escena y escena de la súper producción que estamos realizando para A Cuchillada Limpia Productions, nos tomamos un pequeño receso. Por cierto, me acompaña mi querido sobrino Gurmesindo. 
                              “¿Cómo estás chaval?
Gurmesindo:  Estoy hasta las narices de tener un tío tan plasta como tú. Ya podría estar el Freddy Krueger por aquí para animar algo el cotarro.
Robert:                Ya que estamos un pelín aburridos, podríamos divertirnos haciendo algo novedoso.
Gurmesindo:      ¿Cómo qué? ¿Dar de comer a los coyotes?
Robert:                 Un ejercicio literario. Podemos improvisar entre ambos un relato de terror. Yo escribo un párrafo, luego continúas tú, yo nuevamente y tú lo rematas al final. Así veríamos qué tipo de pieza nos sale.
Gurmesindo:       Menuda tontería. Lo hago por darte el gustazo de vez en cuando, pero que sea breve, eh, que luego quiero pasarme siete horas delante de la tele jugando con la videoconsola.
Robert:                 Muy bien. Como te he explicado, inicio yo el relato…
Robert:                La quietud de la estancia contrastaba con la tensión registrada en el rostro atribulado de Amadeus Dorf. En el suelo descansaba el cuerpo fláccido e inerte de su amada. Era Sonia Stress, ataviada con su camisón largo de seda fina. Su semblante demostraba una petrificación espantosa, como si antes de morir hubiera presenciado una escena funesta y escalofriante.
Gurmesindo:      Sin duda, querido tío, esto ocurrió porque mientras la tía buena veía la tele, un zombi hediondo de metro noventa se coló por la puerta abierta de la cocina. El dichoso zombi avanzó más lento que un caracol por el pasillo principal y se presentó ante la niña pija esta de Sonia Stress, chasqueando las mandíbulas y enseñándole el dedo índice de la única mano que tenía. La debilucha de Sonia se quedó de piedra cuando el muerto viviente se puso a hablarle con voz ronca y descoordinada:
                           – Tú tener cuerpazo para quitar el hipo. Pero yo sólo querer tu jugoso y sabroso cerebro…
                           Fue entonces cuando la tal Sonia la palmó de un patatús.
Robert:             Esto…
           ” El señor Amadeus Dorf quedó indignado al descubrir el cuerpo sin vida del ser más querido y adorable conocido por él en toda su vida. Pasada la consternación inicial, recogió la espada que adornaba una de las paredes del salón, acabando con la existencia irracional del monstruo resucitado en contra de sus creencias religiosas. Aún así se aseguró de cortarle la cabeza con un certero tajo.  Conforme la hemoglobina del no muerto impregnó las paredes y la alfombra que cubría el suelo de mármol, Amadeus se marchó del escenario cargando sobre los brazos el cuerpo de la fallecida. Precisaba de un lugar más íntimo donde poder velar por su estimada Sonia, y este no fue otro que el sótano de la vivienda.
Gurmesindo:   Ahora es cuando Amadeus está llorando a moco tendido y pillándole de sorpresa, se resquebraja el suelo del sótano. Se forma un hoyo y desde sus profundidades emerge el zombi horrendo de la primera mujer, pues el muy listillo se había casado con anterioridad. Una tía tremendamente gorda sale arrastrándose sobre las palmas de las manos. Está de mala uva, porque se había enterado que Amadeus se había prometido con ella por su pasta, para luego asesinarla con cicuta. Así que esta es la mejor ocasión para vengarse. Se echa encima del Amadeus y lo tumba contra el suelo, aprisionándole con su sobrepeso. Su cara es merecedora de participar en el concurso mundial de zombis más feos de toda la historia del cine, y el pobre Amadeus, antes de recibir el primer mordiscazo en toda la mejilla derecha, se le encoge el corazón y muere en menos de dos segundos. Fin.
Robert:            Esto, el final es algo impresionante. De lo malo, quiero decir.
Gurmesindo:   Bueno, tú sigue soñando con publicar dentro de un siglo una novela que duerma hasta a los murciélagos cuando están en pleno vuelo nocturno, que yo me voy a jugar a la play un rato. Acabo de comprarme la última versión de Residente Devil 9.


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Minerva (la decadencia que llega)

Estamos en las vacaciones de Semana Santa, y cómo no, era evidente que no podía faltar la visita de mi sobrino Gurmesindo. Un chaval súper agradable.
– Oye, introduce la contraseña en el ordenador, que quiero navegar por páginas guarras.
Ay, que niño más majo. Tóma, sobrinete. Una galleta de chocolate y un vaso con un tercio de leche descremada. Con eso vas que chutas.
– Ojalá se te incendie el castillo. Roñica.
Si, mucho quejarse, y ya se ha zampado la merienda. Hay que ver cómo come.
– ¡ÑAM! ¡GRONFA! ¡ÑAM! ¡BUUUURRPPPP…!
En fin. ¡Dominique!
– Diga, señor.
El nene ha soltado un eructo de lo más apestoso. Trae un ambientador, por lo que más quieras.
– ¿Le parece a usted bien el de aroma a queso fermentado?
Lo que sea con tal de anular los gases de Gurmesindo.
– Vale, jefe. ¡FLU! ¡FLU! Ya está. Ahora la salita huele a otra cosa.
En efecto. La mitad de la audiencia está anestesiada. A ver cómo consigo ahora que me escuchen en la lectura del relato que viene a continuación.
– Tengo la solución. Los espabilamos echándoles aceite hirviendo encima.
Dominique, hoy estás sumamente inspirado.
– Bueno, tan tonto no soy.

Minerva, espera. No es hora aún de abandonar el refugio.
No me escucha. Es una persona muy testaruda. E imprudente.
Afuera la lluvia cae con fuerza. Llevamos dos días húmedos y fríos. Mis pulmones están debilitados por este clima tan desapacible. En mi fuero interno odio profundamente esta ciudad. No debería ser así. Los muchos días nublados anuales son el mayor de nuestros aliados.
– ¡Duarte! – me llama Minerva.
Su voz llega suave y tamizada por la distancia. También percibo el taconeo de sus zapatos sobre el empedrado de la vía.
Querida mía. Vuelve al regazo de la oscuridad más absoluta. Afuera estamos desprotegidos.
Respiro con dificultad. Mi visión adaptada a las penumbras permite observar las venas resaltadas en el revés de ambas manos. La uñas largas y puntiagudas, semicurvadas hacia adentro. La piel reseca recubriendo las falanges.
– ¡Ven! Tenemos que recorrer las calles. Dar con uno de ellos.
Minerva. A pesar de tu longevidad, cuán infantil me resultas.
El mundo dejó de ser lo que era en su majestuoso pasado. Con infinidad de presas de las cuales servirnos. El suministro de nuestra vitalidad milenaria quedó colapsado por la guerra del Átomo. Toda la raza humana extinguida. Masacrada en pocas semanas por la intermediación del desvarío de algunos mandatarios iluminados por su locura egocéntrica, pretendiendo dominar el mundo entero. Finalmente, obtuvieron su merecido. Y eso a nuestro más humilde pesar como seres de la noche.
Ahora vivíamos afligidos. Debilitados. Ocultándonos de nuestros nuevos enemigos, tan No Muertos como nosotros.
Minerva. Regresa al panteón. Afuera estás expuesta.
Entonces…
Mi niña grita fuera de sí. Debe de estar rodeada por aquellas bestias que nunca duermen ni de día ni de noche. Estoy por salir en su ayuda, pero mi instinto de supervivencia me insta a continuar recogido apoyado de espaldas contra la lápida del nicho.
– ¡No! ¡Duarte! ¡Dios mío!
La muchacha se desgañitó de dolor. Era indudable que estaban arrancándole los miembros uno a uno. Al poco, su calvario cesó.
Hundo mi rostro entre las palmas de mis manos y me sumo en un llanto inconsolable, maldiciendo mi cobardía.
La madrugada fue avanzando, hasta llegar la hora de mi descanso. Sería un día nublado y lluvioso, que yo no vería. Cerré el portón del panteón con presteza y me dispuse a dormir con cierta intranquilidad, pues estaba a merced de ser visitado por aquellas criaturas muertas y resucitadas por los efectos de la radiación.
Hice lo posible por no pensar en aquella terrible probabilidad.
Cerré los ojos con la pesadez de quien no ha dormido en años, pensando en Minerva.
La ausencia de su compañía me obligaría a moverme en los días siguientes para intentar dar con su sustituta. Yo aborrezco la soledad. Me envenena más que si careciera de sangre con la cual alimentarme.
Sangre.
En la siguiente madrugada, me aventuraré por la ciudad. Tengo que escoger uno de aquellos seres más frescos, cuya descomposición no me impidiera alimentarme de su esencia vital. Cierto es que no es la sangre de un ser humano vivo, pero como en este estado ya no queda ninguno, tengo que conformarme con lo que hay.
Por este motivo, las enfermedades se asientan en mi organismo.
Minerva era mi bastón de apoyo.
Sin ella, me siento poca cosa. Un anciano decrépito y con mil achaques.
Las dudas me asaltan de nuevo.
Una cosa es proponer una solución, y otra aplicarla.
Encontrar alimento iba a requerir un esfuerzo supremo, y dar con una ayudante, un milagro que lo más seguro jamás tendría lugar.
Mis angustias son mi peor enemigo, así que las aparto de mi mente para así dormir.
Ya llegará la madrugada.
Me pesan las pestañas.
Musito el nombre de mi querida Minerva en voz baja.
Parezco consolidarme en los preámbulos del sueño.
Y conforme me adormezco, tengo la rara sensación de apreciar que el portón del panteón donde estoy escondido está siendo abierto por diversas manos putrefactas.
Al final mi cansancio me supera y me veo inmerso en una pesadilla, donde jamás despertaré, siendo mi cuerpo despedazado por los muertos vivientes.