Histeria Colectiva (el exterminio de una nueva especie).

Empezamos el mes de marzo con la publicación de un nuevo relato de terror. 



Inicio. Normalidad.

“Si nuestra mente se ve dominada por el enojo, desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano: la sabiduría, la capacidad de discernir y decidir lo que está bien o mal.”
Dalai Lama

Intermedio. Histeria Colectiva.

– ¡Hay que impedirles que entren!
– ¡Por Dios! ¡Están tirando la puerta abajo! ¡Y las persianas arrancadas de cuajo!
– ¡Vayamos a la planta superior! ¡De alguna forma hay que evitar que se nos acerquen!
Ruidos impetuosos de una cacofonía terrible. Gritos y alaridos exageradamente molestos y que implicaban una desazón en quienes  los captaban por el sentido auditivo. Rotura de objetos. De cristales. De madera.
Encaminaron sus pasos de manera precipitada hacia las escaleras. Fueron subiendo los escalones sin casi respetarse los unos a los otros. Eran simplemente tres, pero como si fuesen trescientos en la histeria de una huída caótica. Se llamaban Marianella, Humberto y David. No se conocían. Simplemente convergieron en ese punto de encuentro por casualidad. Cada uno huyendo de la locura de la multitud que pretendía hacerles daño. Maltratarles hasta hacerles sucumbir en la exhalación de un último suspiro de vida. El estado físico de cada cual era muy penoso. Sus ropajes estaban destrozados, quedando su carne trémula y pálida, cubierta de arañazos, hematomas y heridas abiertas expuestas a través de los jirones desgarrados de la tela.
– ¡Sigamos! ¡Tenemos que entrar en una habitación y atrancar la puerta desde dentro!
– ¡Deprisa! ¡Ya están entrando! ¡Están abajo!
Sus miradas estaban ensanchadas por el horror. Los ojos exageradamente abultados y enormes como los globos oculares de los personajes de los dibujos animados japoneses.
Goterones de sudor frío sucio recorrían sus frentes. Los cabellos apelmazados.
– ¡Aquí! ¡En este!
Era la voz chillona de Humberto.
Entraron en un cuarto pequeño. Encendieron las luces, dándose de cuenta que era el dormitorio de un niño. En ese momento estaba vacío. Con la cama sin hacer y los juguetes tirados por el suelo. El armario de la ropa estaba medio abierto, con las perchas y las prendas arrinconadas en la oscuridad del interior.
Los dos hombres buscaron algo pesado que pudiese contener la puerta. La mesilla de noche era demasiada diminuta y frágil.
– ¡La cama! ¡Hay que empujarla contra la puerta!
Los tres se pusieron de acuerdo. Afortunadamente la puerta se abría hacia dentro.  Conforme apoyaban los pies de la cama contra la puerta, se pudo percibir la llegada de infinitas pisadas acercándose por el pasillo. Numerosas voces descompuestas por los alaridos de las mismas prorrumpieron en un vocabulario furioso lleno de exabruptos en contra de los tres perseguidos.
– ¡A tiempo! ¡Lo hemos puesto a tiempo!
– ¡Pero esto no aguantará mucho!
Efectivamente, nada más decir esto Marianella, desde el otro lado empezaron a destrozar el cuarterón central de la puerta con el filo de un hacha. Seguidamente alguien disparó con rabia un tiro de escopeta, formando un agujero tosco e irregular en la madera, haciendo que se dispersasen infinitas astillas. Sin esperar a más, el portador del arma repitió disparo, dando de lleno en el abdomen de Humberto.
Este cayó de rodillas, con el estómago enrojecido por la sangre. Instintivamente, trató de cubrirse la herida con ambas manos, sin poder contener la salida de parte del intestino delgado.
– ¡Me muero! – gritó.
David quiso socorrerlo, cuando vio de refilón a Marianella abriendo la ventana y saliendo al exterior a través de su marco.
– ¡No! ¡No lo hagas! – imploró a la mujer, sin poder ofrecerle otra alternativa a la horrenda situación por la que estaban pasando.
Marianella se arrojó de cabeza. El muchacho se asomó con presteza. Abajo, sobre la hierba, descansaba el  cuerpo maltrecho de la joven por la caída. Quiso huir de la escena arrastrándose, pero la infeliz chica fue rodeada por la multitud. En escasos segundos desmembraron su debilitada figura con el uso de machetes, hachas, cuchillos de carnicero, sierras,  gritando con júbilo el final de la existencia de Marienella. Algunos señalaron hacia la ventana donde estaba el perfil de David.
– ¡No!
Se volvió. La puerta cedió. Aquellas bestias eludieron el obstáculo de la cama. Algunos se interesaron por Humberto, mientras otros, comandados por quienes estaban armados, avanzaron directamente hacia donde él se encontraba.
No le dieron tiempo a decidir qué tipo de muerte prefería: bajo los disparos de la escopeta, destrozado por el filo del hacha o su propio suicidio desde la misma ventana por la cual se defenestró Marianella.
Un disparo reventó su rostro, mientras el hacha profundizó en sus entrañas.
Aquel gentío prorrumpió en risas al ver consumada la muerte de cada uno de aquellos tres sujetos. Pues ya no eran seres humanos en esencia como lo eran ellos, si no entidades resurgidas desde corazones cuyos latidos habían decaído hasta detenerse muchos días atrás.
Epílogo. El exterminio de una nueva especie.

“De alguna manera, en los inicios del regreso a esta maldita vida, sus cerebros tardan en asumir lo que en verdad ahora son. Putos cadáveres andantes que deben de volver a ser enterrados bajo tres metros de tierra.”
Douglas Lee Sullivan. Comisario de la policía local del condado de Nassau, Long Island.


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