La Fisura (Capítulo Tercero)

III

         1.

            Arthur Code llamó a la empresa “Acqua Service Company” a las nueve y media de la mañana, y a las diez y cuarto se personó el camión cisterna, rugiendo por las silentes calles correctamente asfaltadas de la urbanización “Resting Place”.
            Uno de los empleados de la compañía le saludó efusivamente. Le conocía de la vez anterior.
            – Qué. A rellenar esa fosa de cocodrilos de nuevo, ¿eh?
            – Sí. Espero que no tarden tanto como la vez en que la vaciaron.
            El empleado se llevó un puño al mentón y entrecerró los ojos.
            – Si tuviéramos alguna clase de aliciente en especial… – dejó caer sin garbeos.
            – ¿Le parece esto suficiente acicate? – le repuso Code, entregándole una propina por adelantado consistente en un flamante billete de cien dólares casi recién salido de la imprenta de la tesorería federal.
            – ¿Cómo dice? ¿Que la quiere llena para dentro de una hora? No hay problema. La tendrá disponible para entonces – le aseguró el empleado enjuto de la “Acqua Service”.
            Se guardó el billete en uno de los bolsillos del pantalón estilo buzo de albañil, y dirigiéndose a su compañero de fatigas, le urgió:
            – Venga, Edmond. Agiliza todos los músculos atrofiados de tu trasero pelado, y mete la boca de la manguera en la piscina de una condenada vez.
            Acompañó a su compañero hasta el vaso de la piscina. Edmond se le pegó como una lapa y le susurró en el oído:
            – ¿A qué viene tanta prisa? Ni que tuviéramos hoy una docena de piscinas de ricachones niños de papá que llenar.
            – ¿Te parece acaso poco estímulo cincuenta machacantes?
            Edmond le miró perplejo.
            – ¿Ese oligarca te ha dado cincuenta pavos de propina para los dos?
            Su compañero ensanchó una notable sonrisa.
            – Cojonudo – exclamó Edmond antes de dirigirse a toda prisa con la boca de la manguera hacia la parte trasera del jardín.


            William Hope vio de buenas a primeras perturbado su sueño con la ensordecedora llegada del camión cisterna de la compañía “Acqua Service”.
            – Espero que este estremecimiento de los cimientos de mi casa no simbolice el advenimiento del fin del mundo – rezongó, levantándose de la cama malhumorado.
            Recorrió el corredor hasta la sala de estar y husmeó por las rendijas de los listones de la persiana veneciana. Contempló el aparatoso camión aparcado enfrente del bungaló de Arthur Code. Uno de los empleados de “Acqua Service” estaba charlando amigablemente con el vecino. Williams se restregó los ojos legañosos con los puños, abandonando el salón, andando lentamente hasta el armario del vestíbulo. Se agachó, forzando el espinazo al límite de lo que le permitía su edad, abrió las puertas inferiores y cogió una toalla plegada y apilada encima de otras muchas más.
            Se enderezó, pasándose una mano por la espalda doliente, y fue derechito hacia el cuarto de baño, donde pensaba sumergirse en las aguas relajantes, templadas y plenas de burbujas de su jacuzzi.
          
         2.

            Edmond estaba pendiente del nivel de agua que había en el vaso de la piscina, cuando escuchó una toz, seguido de un quejido detrás de su espalda. Se volvió con presteza y vio al hombre mayor medio encorvado al otro lado del seto y de la valla de madera de haya que separaba el jardín trasero del señor Code del jardín colindante.
            El anciano llevaba puesto una camisa de manga corta, un pantalón de felpa y un sombrero de fieltro que coronaba su cabeza con cierto porte militar.
            El empleado optó por saludarle con un ojo, para continuar vigilando la piscina.
            – Disculpe, joven… – le llegó impregnada de contundente vigorosidad la voz del vecino.
            – ¿Qué ocurre, abuelete?
            – La piscina. ¿Cuánto tiempo van a estar rellenando la piscina del señor Code?
            El joven sacó una amplia mano repleta de callosidades del bolsillo de su pantalón. Se quitó una bolita mucosa de la fosa nasal derecha y la aplastó entre las yemas de dos de sus dedos.
            – Ya falta poco. Diría que quedarán de cinco a diez minutos.
            – Ah, bien.
            – Lamentamos las molestias que podamos estar ocasionándole, pero el equipo que manejamos es del año de la Guerra de la Secesión. Por ello el ruido es inevitable.
            – Ummm – repitió el anciano poco satisfecho, alejándose de la valla.
            Edmond hizo chasquear la lengua contra las encías superiores, clavando la vista en la superficie ondulante de la piscina.
            Esta le lanzaba destellos insinuantes, como si fuese un mosaico plateado.
            Destellos y más destellos.

            3.

            William se dirigió pausadamente hacia la caseta prefabricada donde almacenaba los útiles de jardinería, ubicada en la parte más oriental de su jardín trasero. Conforme se iba acercando, el sonido continuado y envolvente del camión cisterna fue decreciendo de forma paulatina.
            Demonio de Code.
  Que hiciera extravagancias, era cosa suya, pero de allí a involucrar al vecindario, mediaba un abismo.
  ¡Cielo Santo! Le dio por vaciar la piscina sin ningún motivo aparente, al poco de ello desencadenó una especie de guerra química ahí abajo y ahora se le ocurre volver a llenarla.
  En cuanto le viera a solas, iba a mantener algunas palabras duras y poco nobles con él. “Resting Place” era, tal como su nombre sugería, un lugar placentero, remanso de paz y sosiego ilimitado, donde si un perro salchicha era atropellado en la calzada por el carrito de los helados, se convertía en el suceso más reseñable de la semana.
  Por no mencionar el tema del todo inapropiado y desagradable de sus orgías de cada fin de semana. Tanta señorita despampanante chapoteando en la piscina con forma de riñón atrofiado, sin más vestimenta que unas invisibles tangas de seda transparentes. Si bien era cierto que no reprochaba del todo esta última conducta desordenada y licenciosa de Code, ya que él mismo se placía en contemplar esas anatomías curvilíneas, brillantes y sensualmente bronceadas, tumbado encima de la cama de su propio dormitorio,  ejerciendo un espionaje de lo más excitante con el uso de los binoculares de largo alcance y visión nocturna, los hechos estrafalarios de su aburguesado vecino perpetrados en las horas más recientes eran de suficiente relieve en el apartado negativo como para tenerle ya clavado entre ceja y ceja.
  “La locura es contagiosa” – había oído en alguna ocasión, con el casco encasquetado y bien apretado por el cinturón bajo su mentón mientras sujetaba la metralleta entre las manos con abrumadora ansiedad, apretando los dientes hasta conseguir hacerlos rechinar, oculto entre la maleza urticante, tumbado sobre el vientre, sucio de tierra, sudoroso como un cerdo y rezongando por los continuos picotazos de los mosquitos.
  Aquella frase concordaba con sus compañeros de pelotón que cercenaban cabezas de los nativos e incendiaban las chozas de bambú de los poblados que supuestamente apoyaban al enemigo rojo en aquella distante guerra de los cincuenta en apoyo de la Corea del Sur contra la Corea del Norte apoyado por China y el mentecato de Stalin.
  Si en aquel lejano pasado luchó lo indecible para no dejarse avasallar por la falta de cordura del resto, ahora mismo, en el presente, no iba a consentir que Code intentara volverle loco.
  No. De eso nada, monada.
  William descorrió el cerrojo de la puerta metálica de la caseta, entornándola hacia afuera.
  La luz diurna alumbró el claustrofóbico interior.
  – Voy a relajarme arreglando el seto delantero.
  “Aliviar tensiones. Serenarme del todo – se dijo en voz baja, alcanzando los guantes de jardinería. Se los puso con la elegancia de un cirujano de lo más eminente presto a realizar un trasplante de hígado. Solemne, concentrado, desvinculado del mundo externo.
  La luz cegadora incidía sobre su espalda, haciéndole sentir un agradable hormigueo de lo más mortificante que se acrecentaba sobre los omoplatos.
  “Cómo me pican los huesos, je, je” – pensó, ya más sosegado.
  Las herramientas colgaban de los ganchos en las dos paredes laterales. William recorrió con la vista la primera hilera, hasta dar con las podaderas de muelle. Las sacó del gancho oxidado. Entonces reparó en algo que no encajaba con el orden natural mantenido dentro de la caseta.
  El saco de abono.
  El saco de cinco kilos de sustrato estaba fuera de lugar, medio inclinado contra dos azadones. Debería de estar situado en el rincón, y sin embargo, no lo estaba.
  Desplazado casi metro y medio de su zona correspondiente.
  William reflexionó por un instante. La última vez que había frecuentado la caseta databa de finales de la semana pasada. Unos cuatro o cinco días. En teoría nadie más iba a meter las narices en ese cuchitril. Vivía solo, era un pertinaz solterón de por vida, y sus amistades más cercanas, llámese Rusty o Juliet, nunca solían pasar a la parte trasera de la casa. Es más, ambos detestaban todo lo relacionado con la jardinería. Tampoco podría haberse tratado de un vulgar ladronzuelo. ¿Qué iba a poder  encontrar de valor? ¿Abono, herramientas usadas, ropa jardinera, un rollo de tela mosquitera, minerales líquidos…?
  No, sería debilidad racional el solo hecho de haber intentado un robo de ese tipo.
  Además, qué coño, si todo lo demás permanecía en su sitio, y la cerradura no se veía forzada.
  Todo, menos ese puñetero saco de abono orgánico…
  Dobló su cuerpo hacia delante, apretando los dientes para mitigar el dolor del espinazo, recogiendo el pesado saco entre las dos manos, presto a su inmediata colocación en el rincón.
  Dada la situación angosta de aquella esquina, no se percató de la hedionda madriguera hasta que tuvo materialmente introducida la nariz en ella.
  Era enorme, de forma semicircular, abovedado en su arco, de casi cuarenta y cinco centímetros de diámetro.
  William depositó el saco en el suelo.
  De las entrañas del agujero practicado en el suelo térreo,  surgía un tufillo lesivo para su olfato. Olía a pescado rancio, que llevara más de dos días varado en la orilla de un río contaminado.
  Desde el fondo de la gruta llegó el rumor mínimamente tangible de un chapoteo radical que le recordaba cuando de pequeño solía atrapar las ranas de una charca con una redecilla para seguidamente dejarlas caer en el calabozo mortal de un pozo negro.
  – ¿Quién diablos habrá hecho esto? ¡Además en mis dominios! – formuló en voz alta.
  Por toda respuesta recibió una oleada del olor pútrido que mancilló su sentido olfativo, mientras en la lejanía persistía el barullo intolerable del camión cisterna.
  Examinó la entrada a aquel túnel. Había visto algún que otro agujero de topo, y ninguno se asemejaba a ese cubil subterráneo. La alimaña que se refugiaba en dicha guarida debía de abultar como dos o tres topos bien alimentados.
  – Bueno, lo mejor será tapar esto cuanto antes. Le pediré ayuda al chico de los Morrinsons – resolvió William, apoyándose en el suelo con una mano para poder incorporarse.
  Lo que ocurrió a continuación duró apenas un minuto, pero para el bueno de William Hope la duración de aquellos sesenta segundos representó toda una eternidad, con sus pesares y dolores.
  Desde la entrada  de la madriguera reptó un bulto peludo como un perro de lanas, del todo empapado, pero no era un can. El bulto, alargado y ligeramente en forma de ele, se arrastró sobre el suelo de tierra, dejando unos charquitos, y el palito de la ele, que William apreció que debía de ser su cabeza aunque no dispusiese ni de ojos ni de hocico, separó unas mandíbulas infernales, para de seguido cerrarlas sobre su antebrazo izquierdo, hundiendo las cuchillas que tenía por colmillos en la carne fláccida del anciano.
  El hombre se enderezó de una manera vertiginosa como no lo había hecho desde hacía por lo menos cuatro lustros. El terror creciente en su ser le impidió gritar, formándosele una bola grumosa en la garganta del tamaño de una pelota de tenis.  Apartó la vista de la cosa unida en tan perniciosa relación simbiótica con su antebrazo, agitándolo arriba y abajo compulsivamente, tratando en vano de desembarazarse de aquel bicharraco.
  – ¡Fuera! ¡FUERAAA…! – logró musitar al fin.
  Tropezó con los estantes de madera que almacenaban los botellines de fertilizantes, desparramándolos por el suelo.
  Buscó las tijeras de podar, pero no las encontraba.
  – ¡Socorro…! – balbuceó, gimoteando, pero no había nadie cerca que reparara en su voz nerviosa.
  El extraño animal aferrado a su extremidad superior continuó hincándole los dientes, y de su tronco peludo y alargado empezaron a surgir una serie de oscuros tentáculos dirigidos hacia el resto de su cuerpo.
  Los miembros del bicho eran extremadamente delgados y filamentosos, como los tentáculos de una medusa gigante. A una velocidad espantosa se iban adhiriendo en torno del tronco y las extremidades superiores del desgraciado Wiliam. Le iban enrollando, y en pocos segundos se pusieron a presionarle con la firmeza de las anillas de una anaconda, aplastándolo…
  – Jesús. Nooo…
  Algunas de las prolongaciones ascendieron por su pecho resquebrajado hasta su cabeza. Alcanzada esta, se fueron incursionando por los orificios nasales, del oído y por su boca.
  William pataleó frenéticamente, golpeándose contra las cuatro paredes de la caseta, derribando frascos, estantes y casi la totalidad de las herramientas que estaban dispuestas en los ganchos. Sentía la cabeza a punto de estallar, con la sangre tibia y extremadamente dulce manando de sus orejas y de su nariz.
  Una docena de tentáculos comprimieron sus costillas, estrujándole a conciencia.
  Sus huesos crujieron de la misma manera que una compleja construcción formada por palillos de madera era devastada por la pisada de una bota militar.
  Craaaaac…
  – Aaaaaa.
  William se derrumbó de repente al perder las fuerzas y parte del conocimiento, propinándose una tremenda costalada al impactar con las nalgas contra la dureza del suelo. Entonces supo el lugar exacto donde había dejado previamente las podaderas. Las dos cuchillas de las tijeras se ensartaron en su glúteo derecho como las púas de un tenedor en un filete poco hecho, consiguiendo que su pantalón de felpa se empapara rápidamente con su propia sangre.
  El anciano abrió los ojos como las ranuras ópticas del androide bruñido y metalizado de la impactante película del cine mudo “Metrópolis”. Con las pupilas dilatadas, contempló impactado por el horror como dos apéndices retráctiles del bicho peludo y ciego iban a penetrarle por las cuencas en un símil al instante que un hilo es enhebrado por el ojo de la aguja.
  – oooohhh   noooo  oooooo…
  La cosa indefinida le rodeó con más tentáculos negros y continuó presionándole de tal modo, que luego pudiera introducirlo en su madriguera.
  Cuando lo hizo, la única cosa que quedaba de William Hope en el interior de la caseta jardinera era el sombrero de fieltro, depositado boca arriba en un mal presagio taurino encima del saco de sustrato.


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