Todo por una botella de buen vino. (All for a good bottle of wine).

Este relato va dedicado a la compañera Camomila, y a su blog “El Rinconcito de Camomila”



Antoine De le Pierre, como buen descendiente de familia francesa asentada en los Estados Unidos, era un devoto consumidor de vino. Eso sí, nada relacionado con el BUEN vino. Se conformaba con el distribuido en los supermercados envasados en cajas de Tetra Brik. Vamos, lo más barato del mercado. Que sus bolsillos estaban casi llenos de telarañas. El pobre hombre era joven, cierto. No superaba la treintena. Había hecho carrera universitaria. Su tesis de final de curso sobre la escasez de víveres en el Peloponeso del año mil ciento dos antes de Jesucristo obtuvo un Cum Laude a secas. Estaba soltero a pesar de ser un personaje ligeramente atractivo (al menos así se lo parecía a la casera que le doblaba en edad, en peso y era originaria de Azerbaiyán). Y no estaba desempleado. Trabajaba como escritor de artículos online. Escribía mucho. La mayoría escritos sin ton ni son, pero a base de un promedio de quince micro relatos diarios, generaba unas visitas mensuales que le suponían setecientos dólares mensuales limpios de polvo y paja, cantidad no muy elevada como salario, pero que le servía para vivir al día hasta que llegara el momento que el sol saliera en todo lo alto para iluminar su suerte de lleno. Así que el único vicio confesable de Antoine era el vino de un litro envasado. Bebía todos los días dicha cantidad repartida entre el desayuno, la comida y la cena. Y entre cada acto gastronómico, con los ánimos renovados por los grados etílicos ingeridos, redactaba sus trabajos como escritor de medio pelo. Así era su vida.

         Hasta que una mañana la casera tocó a la puerta de su humilde piso. Escrutó con el ojo derecho a través de la mirilla.
         – Monsieur Antoine. Soy yo. Alisana. Abra. No sea tímido. Le traigo un regalo que seguro le entusiasmará – le dijo la mujer con voz ronca.
         Antoine ya estaba medio achispado pues acababa de comer, por tanto de ingerir medio litro de vino de un dólar el litro. De manera inconsciente abrió la puerta.
         La señora era terriblemente horrenda, y más vestida con un gran camisón de algodón sintético color rosa pálido. Estaba claro que venía con intenciones innobles. Casi carnales. Decidida a hincarle de una vez por todas el diente en la fisonomía de su guapo inquilino.
         – Dios mío – gimió Antoine.
         La mujer sonreía con lascivia mostrándole una horrible dentadura donde sólo le quedaban cuatro dientes excesivamente puntiagudos: un par en cada mandíbula.
         Entonces le mostró algo que sostenía en la mano derecha.
         Un Cabernet Sauvignon cosecha del 79. De un valor incalculable.
         – Mire lo que he adquirido por Internet, señor Antoine.
         El escritor estaba absorto en los contornos de la botella.
         – Es un caldo propio de los Dioses del Olimpo – musitó, ensimismado.
         La casera esbozó una figura delirantemente pornográfica.
         – Es todo suyo por una sesión loca de amor a la francesa – le chantajeó Alisana.
         Antoine se mesó los cabellos llevado por un ataque de locura de artista.
         NO PODÍA RECHAZAR AQUELLA OFERTA.
         El vino merecía ser saboreado por su paladar.
         Sin más, la invitó a pasar a su dormitorio.
         Instantes después, los muelles de su lecho chirriaban cosa mala.
         Era una hora de sacrificio. Nunca mejor dicho, porque la horripilante amante no hacía otra cosa que buscarle insistentemente el cuello, aplastándole con sus excesivos kilos, sin permitirle cambiar de postura. Así estuvo hasta la extenuación física bajo la enorme y poderosa fisonomía de Alisana, consiguiendo perder la conciencia producto del cansancio ante tanta impetuosidad sexual.
         Consumado el placer aberrante, la casera abandonó a su inquilino, saliendo del piso, cubriéndose el cuerpo abrillantado por la sangre con una sábana.
         Antoine se despertó con mucha debilidad a la hora de la cena, deseoso de recuperar fuerzas, donde consumiría una copa de ese néctar delicioso procedente de las viñas del país de sus orígenes.
         Aunque mejor dicho, una copa le sucedería a la otra.
         Embriagado por los efectos del alcohol, nunca reconocería haber conocido a su casera en la intimidad de su hogar. Era una fantasía más de sus pésimos escritos, sin duda. Así mismo como su blanca palidez en la piel y los cuatro orificios surgidos en un lado del cuello cuando más tarde se observó reflejado en el espejo del baño.



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Música trance

Desde la oscuridad húmeda y maloliente de mi ilustre guarida, dedico el siguiente relato a los fenomenales compañeros de Latinmixstereo, suecos chiflados por la música de su país (cosa lógica) y admiradores de los ritmos latinos bailones. Llevan la voz cantante en el control de una emisora de música combinando ambos idiomas, lo que tiene un mérito enorme. Además de todo esto, me han brindado un detalle muy bonito dedicándome un vídeo musical acompañado de una fotografía de los encierros de Pamplona. Motivo más que suficiente para que un trozo de Göteborg forme parte de este relato en la presencia del personaje principal, aunque luego el final está en la línea de mis pesadillas nocturnas, ja ja. ¡Va por vosotros, mis queridos amigos suecos!


El sonido era repetitivo y machacón para los sentidos. Incitaba al baile. Al desenfreno. Al consumo de bebidas alcohólicas. Incitaba al uso de las drogas denominadas blandas.
Convertía a la gente congregada en la sala de fiestas en personas desinhibidas. El frenesí era sinónimo de locura colectiva. El hedor de los sudores corporales embriagaba el ambiente cerrado del local.

Lutero era sueco. Estaba presente en el Reino Unido para un período de un año de una beca Erasmus en la universidad de Birmingham. Tenía veinte años. Era todo lo contrario del típico joven nórdico atlético. Le encantaba la comida basura y la cerveza. Tenía sobrepeso, pero disponía de cierto intelecto como para haberse hecho merecedor de la ayuda económica de la beca para costearse esa parte de la singladura de sus estudios en el extranjero.
Era muy abierto. Su carácter bromista y cierta empatía consiguieron que en apenas un mes estuviese plenamente integrado en la sociedad juvenil anglosajona del campus. Su inglés era bastante decente y comprensivo. Así que no era de extrañar que aparte de los estudios, adquiriera ciertos vicios de la sociedad británica.
El principal era que podía encontrarse de todo. Desde creencias muy aperturistas a una cerrazón de ideas muy conservadoras.
Lo que jamás pudo pensar que también iba a conocer la faceta del terror.

Aquella música le estaba hipnotizando de alguna forma. Llevaba horas siguiendo el ritmo de la mayoría. Estaba exhausto. Su camisa de algodón bañado en sudor. Todos sus cabellos apelmazados. Necesitaba un descanso. Abandonar la gran masa compuesta por cuerpos alocados y nada dóciles arrumbados por la repetición de la música trepidante creada por los DJ del escenario central.
Lutero se fue abriendo paso con dificultad. Tropezaba con chicos y chicas sumidos todos en una orgia de movimientos y danzas paganas. Tenía que alcanzar los aledaños de los baños. Unos minutos allí dentro, sentado en el inodoro, con las palmas sobre los oídos para evadirse del guirigay que le rodeaba. Necesitaba ese intervalo de reposo. Si no lo conseguía, pensaba que podría incluso llegar a perder el conocimiento. No le gustaba la sensación de sudor frío que le empapaba la espalda.
Estaba a punto de zafarse de los últimos brazos que lo atosigaban.
De abandonar el círculo vicioso.
Allí estaba la puerta de los servicios. Abandonada a su suerte. Curiosamente no había nadie rondando por su alrededor. Era la zona más tranquila y diferenciada del resto del inmenso local de música dance de la ciudad.
Cuando iba a encaminarse hacia ella, unos brazos le sujetaron por los hombros. Se volvió y vio a dos porteros fornidos impidiéndole dejar el fragor de la fiesta interminable.
– ¿A dónde crees que vas, insensato? – le preguntó uno.
– Me encuentro algo mareado. Tanta música, tanta gente, me está pasando factura – se justificó.
Los dos gorilas se miraron entre ellos divertidos.
– Tú no te vas a ningún lado. Si revientas, la palmas dentro – le dijo el segundo de los forzudos.
Los dos lo introdujeron a empellones de regreso a la cacofonía de la sesión de música trance.
Lutero estaba sintiéndose cada vez peor. La masa lo fue conduciendo hacia el centro de la sala.
Era un monigote moviéndose a impulsos de los demás.
Ya no sentía nada.
Formaba parte de la locura.
De la secta musical.
Del trance.

Un cuarto de hora más tarde un cuerpo inerte era retirado en camilla por los operarios de una ambulancia.
El nombre del difunto: Lutero.

El destino de los perdedores

A veces el azar puede llegar a jugarnos malas pasadas. Más cuando tentamos la suerte jugando grandes cantidades de dinero en apuestas, pensando que un golpe de fortuna va a hacernos millonarios, concediéndonos la oportunidad de vivir una vida de lujo y desenfreno. Craso error. Lo peor llega cuando encima las cantidades que apostamos son fruto de un préstamo solicitado a un miembro del crimen organizado. Si no se gana, se pierde el dinero, y lo que es más probable, la vida.
Pero pasen y vean el siguiente capítulo de mi teleserie favorita. Acomódense en las butacas de huesos, y sirvánse ustedes mismos. Ahí están las palomitas y las cervezas.
Servilletas no tengo, así que tendrán que secarse las babas con las manos, ja ja.
Aquí tengo el mando a distancia. El programa empieza
ahora.

Eran tres. Cada uno vivía en zonas distintas de la ciudad. Conseguir reagruparlos le llevaría toda la mañana y gran parte de sus esfuerzos en el empeño. Afortunadamente conocía el momento apropiado para abordar a cada individuo. Fueron meses de seguimiento en la sombra, conociendo los hábitos de cada cual.
Su debilidad física lo compensaría con el inestimable uso de una porra eléctrica.
Así los fue asaltando uno a uno, para finalmente conducirlos al punto de reunión en un lugar bastante alejado y solitario, lo suficientemente distante del núcleo urbano donde los tres residían.


El despertar fue duro para los tres. Estaban encerrados en una cámara frigorífica a siete grados bajo cero y bajando. 
Dos de ellos se conocían perfectamente. El tercero era un absoluto desconocido para ambos.
– Soy Regis Sinclair – dijo el extraño. Era un hombre negro de edad mediana y complexión delgada. Tenía amplias entradas que se percibían a pesar de su corte de pelo al uno.
Tony De Matteo y Robert Salgado se miraron consternados.
– ¿Qué coño pintamos en este lugar? Hace un frío del carajo – se quejó Tony De Matteo, golpeándose los antebrazos con las manos.
– Parece una cámara frigorífica de un camión de transporte de congelados – le puso al corriente Robert Salgado.
Regis trataba igualmente de entrar en calor.
– Ustedes dos se conocen. ¿Quiénes son?
Tony le devolvió una mirada displicente, dando unos saltos para entrar en calor.
– Lo de menos es saber nuestra identidad.
“Lo importante es determinar el motivo por el que estamos aquí metidos. Si no salimos pronto, esta cámara será nuestro panteón – aseveró Tony.
Robert se acercó a la puerta del camión. Como era de esperar, la única posibilidad de poder abrirla era desde la parte externa.
– Joder. Esto no tiene ningún sentido – masculló, golpeando la puerta con un puño.
Entonces Regis se fijó en una cosa. Al fondo de la cámara, supuestamente cercana a la cabina del camión, había una serie de objetos. Se acercó. No tardó en mostrar su perplejidad.
– Eh, ustedes dos. Aquí hay una serie de armas blancas diseminadas por el suelo.
– Cómo.
Robert y Tony se pusieron a su lado.
Había un par de machetes con el filo mellado, tres navajas, cuatro cuchillos de carnicero y un hacha de doble filo.
– ¿Qué diantres significa todo esto? – las palabras de la pregunta flotaron en el ambiente en forma de volutas gélidas conforme Regis hablaba.
Para su propia sorpresa descubrieron que la cabina tenía una ventanilla metálica que se comunicaba con el interior de la cámara. Esta se abrió de repente y de igual modo volvió a cerrarse.
– El cabrón está sentado en la cabina. ¡El muy miserable nos está vigilando! – alborotó Robert, enojado. Se arrimó a la ventanilla y empezó a golpearla con sendas manos. – ¡Eh, miserable! ¡Sácanos de aquí! ¿Qué buscas? ¿Que nos quedemos congelados?
– Obviamente eso parecen sus intenciones – dijo Regis, riéndose nerviosamente.
– Cállate de una puta vez o te corto el gaznate de una cuchillada – le espetó Tony, empujándolo contra la pared lateral izquierda.
Eso no tenía ningún sentido.
Que un tío desconocido los secuestrara y los mantuviera encerrados en condiciones extremas dentro de una cámara frigorífica era cosa de locos. Y de película. Ni que estuvieran protagonizando una nueva secuela de la exitosa saga “Saw”…

Su vida dependía de una última apuesta. Eso era indudable. Había arriesgado hasta el último penique que le quedaba del préstamo solicitado al hijo de puta de Tony De Matteo. Este era un mafiosillo del tres al cuarto, pero era conocido por su sádica forma de cobrar las deudas. Con la ayuda de sus secuaces, cortaba miembros a los desgraciados que no podían pagarle los préstamos con los debidos elevados intereses, o los dejaba sin vista extrayéndoles los ojos con garfios, o simplemente les metía una bala por el culo, dejándoles morir desangrados en una agonía lenta y eterna. Así era el villano de Tony De Matteo. Más motivo para tener que jugárselo todo a una carta en el hipódromo.
Conocía a un corredor de apuestas que le debía un favor algo lejano. Se llamaba Regis. Al principio este hizo como que no le recordaba de nada. Casi se lo tuvo que pedir de rodillas.
– Me lo debes, Regis. En Irak te salvé el culo por la matanza de Qadawi. Si no hubiera sido por mi informe, nos podrían haber presentado ante un Consejo de Guerra.
– De acuerdo. Pero como se entere mi jefe, estoy perdido.
– Sólo necesito una apuesta segura. El ganador de una carrera amañada. Venga. Así quedaremos en paz.
– Joder.
Regis cogió un bolígrafo y remarcó el nombre de un caballo en el programa de carreras.
– Little Red Daddy en la cuarta. De diez participantes, es el último en los pronósticos y con diferencia. De quince carreras, sólo ha acabado dos veces entre el quinto y el séptimo puesto. Pero hoy va a dar el triple salto mortal y sin red. Te lo aseguro. Te vas a volver de oro con esta apuesta – le dijo Regis convencido.
– Que Dios te oiga, amigo – contestó con un fulgor de emoción en las comisuras de los ojos.
Cuan importante era que aquel caballo ganara para seguir de una sola pieza.

Habían pasado cinco minutos desde que se abriera y cerrara la ventanilla. Los tres hombres estaban poco a poco perdiendo el control. La sensación térmica de la cámara cada vez era más baja. No podían permanecer quietos en el sitio. Estaban al borde de la hipotermia. Quince minutos, o a lo sumo media hora más, y podrían considerarse historia. Serían tres estatuas congeladas.
– ¡Maldita sea! ¡Sácanos de aquí, condenado desgraciado! – Tony De Matteo estaba aterido de frío. Miraba a los cuchillos y al resto de las armas blancas tiradas por el suelo – Joder, Robert. Tienes que sacarme de aquí. No PUEDO morir en este puto lugar y de esta estúpida manera.
Robert Salgado permanecía callado, sacudiéndose con las manos el cuerpo para intentar remitir en parte la sensación de frío.
Mientras, Regis cogió una navaja. En el momento que la estaba inspeccionando, la ventanilla se abrió por segunda vez de manera imprevista. Alguien se acercó a la rejilla.
– Ustedes tres van a formar parte de una competición deportiva. Con la salvedad que no se admiten apuestas…- dijo una voz ronca.

Todo salió mal. El maldito caballo se partió la pata tomando el interior de la curva y hubo de ser sacrificado en directo ante el horror del público.
Abandonó el recinto confuso y aterrado. Estaba sin blanca y a merced de la nula benevolencia de Tony De Matteo. La única alternativa que le quedaba era ir a casa, hacer las maletas y largarse cagando leches de la ciudad. Lo primordial era conservar la vida. Más tarde, si conseguía darle esquinazo al gángster, se preocuparía de intentar rehacer su vida en un nuevo destino y con una falsa identidad.
Sin ni siquiera alcanzar las cercanías de su casa, los hombres de Tony De Matteo se le acercaron en un Mustang gris.
– Venga, entra. El jefe te quiere ver – fue la frase lapidaria que le dijo el que acompañaba al conductor, apuntándole con el cañón de su pistola.
No le quedó más remedio que subirse al Mustang y elevar sus oraciones al Cielo.
La llevaba clara.

– Los tres disponen de la misma oportunidad. Uno de ustedes será el único vencedor. En otras palabras. Dos morirán y uno vivirá para contarlo. Pero tienen que darse prisa. Estoy bajando poco a poco la temperatura de la cámara. Si el espíritu de la supervivencia no les hace reaccionar en aproximadamente diez o quince minutos, los tres morirán.
– ¡Canalla! ¿Por qué no reúnes el valor de formar parte del grupo? Así sería mucho más interesante. Cuatro en vez de tres – increpó Tony De Matteo a la persona resguardada en el anonimato detrás de la diminuta rejilla.
– Está perdiendo unos segundos preciosos malgastando saliva.
“Les he dejado un bonito arsenal para que luchen entre si.
“En cuanto quede uno solo en pie, se le abrirá la puerta para que pueda salir por la misma.
“Ahora me despido. De ustedes depende morir congelados o luchar por la supervivencia.
La ventanilla fue cerrada por última vez.
– Cabronazo. ¡Si te tuviera aquí mismo, te ahogaba bajo la presión de los dedos de mis propias manos! – graznó Tony.
Sin pensárselo, se agachó para recoger un machete del suelo.
– Espera. ¿Qué haces? ¿No irás a seguirle la corriente a ese chalado? – preguntó Robert, alarmado.
Regis miraba a sus dos compañeros de penurias con rostro expectante.
Tony recogió el hacha y se lo tendió a Robert Salgado.
– De momento hay que empezar con uno. Y esta claro que el eslabón más débil de los tres es ese petimetre de ahí – le dijo, señalando a Regis Sinclair.
– Dos contra uno – susurró Robert.
– Exacto – enfatizó Tony.
Los dos fueron en pos de Regis, acorralándole en un rincón.
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No lo hagan! ¡No le sigan el juego a ese perturbado! – imploró Regis.
Sus ruegos fueron desatendidos, con las paredes cubriéndose con las salpicaduras de su sangre conforme Robert y Tony se ensañaban con su cuerpo…

Tonny De Matteo se presentó en la bajera de un almacén que tenía en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Nada más entrar, vio a aquella asquerosa rata que le debía treinta mil libras esterlinas. Ahora era una figura patética. Desnudo, colgado cabeza abajo de una cuerda atada alrededor de sus tobillos, con las manos maniatadas a la espalda y convenientemente amordazado.
Nada más notar la presencia de Tony, el botarate se puso a intentar moverse, buscándole con la mirada. Quería suplicar por su vida, pero la mordaza impedía que los vocablos emitidos por su garganta resultaran intelegibles del todo.
Tony se mantuvo un instante interminable mirándole con desprecio. Estaba vestido con un cierto estilo elegante, al revés que sus hombres, quienes lucían un atuendo llamativo consistente en un mono amarillo confeccionado para resistir agresiones de sustancias químicas, de alto cuello con capucha, cierre de cremallera frontal con elástico en los puños y los tobillos, además de pantallas faciales, guantes de PVC y botas de seguridad.
– Ponle las gafas – ordenó a uno de sus matones.
Este obedeció de inmediato, colocándole unas gafas de natación sobre los ojos.
– Sabes, rata de cloaca. Porque eso es lo que eres realmente. Un gusano que merece ser pisoteado.
“No. No temas. No voy a ordenar que te manden al otro barrio. Simplemente voy a aplicar el mismo rasero con respecto al dinero que me debes. Está claro que ya puedo olvidarme de recuperarlo.
Es un chiste tonto, y encima tú te ríes en mis propias narices. ¿Pero quién te crees que es Tony De Matteo? ¿Que me voy a sumar al regocijo general? ¿Acaso te piensas que me voy a echar unas risotadas por ver tus payasadas? ¿Por comprobar cómo la cagas una y otra vez?
“Nada. Eres una piltrafa. Una boñiga de vaca. Y como eres una mierda, nos queda transformarte en eso. En una PUTA MIERDA.
Tony pidió a uno de sus hombres que le acercara una silla. Quería contemplar la tortura que iban a inflingir a ese pobre diablo. Sería una lección para toda la vida. Y quedaría marcado para siempre.
– Podéis empezar con la diversión. ¿Cuántas dosis de ácido habéis conseguido?
– Cuatro, jefe.
– Bien. Estupendo. Iniciad aplicándoselo por la cara, respetándole los ojos.
” Quiero que no pierda la vista. Que todas las mañanas pueda contemplarse en el espejo el puto monstruo aberrante en que quedó convertido por deber dinero al Gran Tony.

El cuerpo sin vida de Regis Sinclair se encontraba tendido en el suelo. Tenía una mano despedazada por intentar defenderse de los ataques de machete y del hacha. La otra mano se hallaba distante un metro de su muñón. Su cabeza estaba abierta y destrozada como si fuera una sandia madura precipitada desde la ventana de un primer piso a la acera. La realidad es que no pudo ofrecer mucha resistencia. Tony De Matteo y Robert Salgado se pusieron de acuerdo en la forma de avasallarlo, como si se hubieran entrenado para matarlo de esa manera.
Ahora el quid de la cuestión radicaba en que eliminado Regis, sobraba uno de ellos dos.
En cuanto hubo expirado este, los dos se apartaron, dejando un espacio entre ellos, y se pusieron a vigilarse en silencio. La sensación de frío se iba incrementando minuto a minuto. Les temblaban los labios y las manos. No les quedaba mucho tiempo para poner un eficaz remedio a ese encierro irracional.
Tony fue el primero en intentar dar por zanjado el asunto. Tenía el machete. Robert Salgado el hacha. Eso fue un craso error por su parte el habérselo tendido. Ahora estaba en clara desventaja. Tendría que maniobrar con rapidez para sorprenderle e impedirle que contraatacara con la fuerza del hacha. Robert vio venir su ataque, y se defendió con el mango de su arma.
– Joder – bramó Tony al ver repelido su ataque.
Robert recondujo el impulso en la inercia de Tony sobre su cuerpo para emplear una defensa evasiva golpeándole en el rostro con la base del mango del hacha.
– Joder
Tony De Matteo se trastabilló, quedándose un instante ligeramente aturdido por el golpe.
Cuando pudo enfocar su visión en su rival, notó un impacto seco y preciso en su cráneo, seguidamente de un fuerte chorro de sangre oscura y pedazos de su cerebro escurriéndose por sus mejillas. El machete se le escapó de entre los dedos de la mano, y con mirada extraviada, fue perdiendo el equilibrio hasta caer desplomado justo al lado del resto de las armas tiradas por el suelo.

Daba la casualidad que esa tarde Robert Salgado no estaba de servicio. Así que cuando recibió un mensaje sms de Tony De Matteo, decidió acudir por su cuenta y riesgo.
Al entrar en el almacén, pudo ver la obra de arte creada por aquel sádico criminal.
– ¡Jesús! ¿Esa cosa que está colgando cabeza abajo es de origen humano? – dijo empleando su sarcasmo habitual.
– Ya sabes. Lo de siempre. Me debía una cantidad respetable de pasta – dijo Tony, incorporándose de la silla para saludarle con un gesto de la mano derecha.
Robert Salgado iba a sonreír de manera forzada, cuando reparó en que el cuerpo se agitaba ligeramente.
– El tipo está vivo.
– Ese es un hecho incuestionable. No era mi intención matarlo.
– Pero… Joder, Tony. Está hecho un cristo. Tiene que estar sufriendo como un cerdo.
– Eso le sucede por querer contarme un chiste de dudoso gusto.
– ¿Cómo dices?
– Nada. Cosas mías. Ya sabes. Te dejo a cargo de todo. El tema del hospital. La discreción. Que ningún detalle llegue a oídos de tus superiores.
Tony le tendió un fajo de billetes.
– Esto… Será complicado aducir una excusa convincente ante los médicos que tengan que tratarlo. Te costará mucho más que todo esto que me ofreces, Tony.
“Sinceramente, te convendría más acabar con su patética vida.
Tony mostró la hilera superior de su dentadura en una sonrisa del todo detestable e inhumana.
– Es mi capricho, polizonte. Matar es quitarle el sufrimiento en segundos. En cambio, dejarle con vida, es castigarle para el resto de su existencia.
“Cuando tengas todo esto solucionado, el doble de lo que te he dado para que sobornes a los médicos durante su tratamiento clínico irá a parar directamente al fondo de tu cartera.
– Eso suena mucho mejor.
– Nos entendemos de maravilla. Eso es lo bueno de tener a un inspector de policía en nómina – se rió Tony De Matteo de manera escandalosa.
Ordenó a sus hombres que bajaran el cuerpo cubierto de terribles heridas lacerantes, para acto seguido hacer mutis por el foro por la puerta del almacén.

Escasos segundos discurrieron desde el instante en que Robert Salgado hubo acabado con la vida de Tony De Matteo hasta que la puerta del camión refrigerado quedase definitivamente abierta, ofreciéndole la posibilidad de abandonar el insoportable frío acumulado en el interior de la cámara.
Tales eran sus ganas de salir de allí, que no se hizo con ninguna de las armas tiradas por el suelo.
Cuando salió de la parte trasera del camión, se encontró con la oscuridad de la noche, sin ninguna iluminación artificial que pudiera revelarle el lugar donde se hallaba. Tan solo los pilotos traseros del camión y sus faros irradiaban un ligero aura superficial en el pavimento más cercano. Pestañeó varias veces, tratando de adaptar con premura su visión a las penumbras, tiritando de frío por el largo rato encerrado en el camión frigorífico.
Justo en el instante que pensaba alejarse de la zona, del lado contrario del vehículo de transporte surgió una figura encapuchada sosteniendo una escopeta entre las manos enguantadas. Sin mediar palabra, el desconocido apuntó al vientre de Robert Salgado y le disparó, acertándole de lleno. Producto de la potencia del impacto del disparo, Robert salió ligeramente despedido de espaldas contra la parte trasera del camión. El policía se dio de cuenta que en ese instante todo estaba perdido. En un acto reflejo se llevó las manos al regazo. Las vísceras estaban al descubierto. Sus fuerzas empezaban a abandonarle. Se le pasó la tiritona.
– Tramposo. Jodido… tramposo… – fueron sus últimas palabras antes de fallecer.
La figura de la capucha cargó con su cadáver y lo introdujo en el camión refrigerado, cerrando la puerta a cal y canto. Luego se subió a la cabina.
Dejó la escopeta en el suelo por un momento y se recostó la espalda contra el respaldo del asiento. Necesitaba descansar unos segundos. Respiró profundamente, contemplándose en el espejo retrovisor a través de los orificios practicados en la tela que le cubría el rostro.
En cuanto estuvo relajado, se quitó la capucha, dejando su faz a la vista.
La herencia de una vida interminable se mostraba ante su propia repulsión.
Todo era un sin sentido.
Su rostro era una aberración.
Al igual que el resto de su cuerpo horriblemente mutilado.
No tenía sentido postergar más su propio sufrimiento.
Los tres bastardos que le habían arruinado la vida, su sentido de existencia entre el resto de los seres humanos, habían recibido su merecido.
Por lo tanto, era hora de aplicarse su propia medicina, llevándose el cañón de la escopeta a la boca y apretando el gatillo.
Cosa que hizo a continuación.

Asesinos ficticios: Edward Tellis Jr, el joven dependiente envenenador de clientes.

Incorporo al archivo de funestas pesadillas la biografía de un tunante poco conocido como asesino serial norteamericano. El chavalito se llamaba Edward. Como buen adolescente, su ardoroso deseo de poder demostrarle a su progenitor que era un chico con iniciativa en los negocios familiares, y no un simple zoquete que se limitara a silbarle a las muchachitas de su edad cuando pasaban por delante de la iglesia, le ocasionaría una breve vida entre sus semejantes. Aunque mejor visto, era lo deseable. Si no, al paso que iba, se nos cargaba hasta al apuntador.

Estamos refiriéndonos a Edward Tellis Junior. Nacido el 12 de junio de 1901 en un pueblo minúsculo de Dakota del Norte, justo cuando este estado apenas llevaba dos años formando parte de la Unión.
Sus padres eran el empleado de pompas fúnebres, Richard Tellis Blacksoul y la abnegada ama de casa Sarah Scream. Esta última ejercía en sus escasos ratos libre como maquilladora de los cuerpos presentes antes de su preparación estética para el velatorio y los restantes ritos religiosos finales. El hijo fue bautizado Edward, y aún a pesar de no llevar el mismo nombre de su padre, este se obstinó en adjudicarle la coletilla de Junior, asegurando que eso iba a traerles buena suerte en el negocio. De hecho, tuvieron que abandonar la ciudad de Redish por la puerta de atrás ante la ira popular por sus intentos de vender los cadáveres a unos forasteros de una caravana ambulante que buscaba unos cuerpos embalsamados de tal manera que pudieran formar parte de su caseta del terror. Al ser descubierto uno de los ataúdes antes del entierro, y hallar un cerdo muerto de triquinosis en vez del delicado cuerpecillo de una damisela de dieciocho años fallecida por la sífilis, el engaño se fue al garete.
Tras semejante experiencia del todo frustrante, la maravillosa familia Tellis optó por trasladarse más al sur del estado.
En la localidad de mil quinientos habitantes de Foreverlove encontraron la tierra prometida. Richard instaló su nueva funeraria con la intención clara de instalarse en aquel pueblo hasta que le llegara su hora. Estaba cansado de llevar una vida tan nómada. El pequeño Edward cumplió sus estudios primarios en la escuela local. Una vez finalizados, se incorporó al mundo laboral. Para disgusto de su progenitor, no continuó con la tradición familiar. Edward detestaba todo lo relacionado con el funcionamiento de la funeraria, así que en cuanto tuvo la oferta del señor Douglas para entrar como ayudante en su colmado, no se lo pensó dos veces. El sueldo era insignificante, pero era un comienzo. Y la realidad es que la tienda era muy próspera. El listado de clientes era de lo más lustroso.
Edward tenía quince años por aquel entonces. Justo cuando Foreverlove destacaba por la más baja tasa de mortalidad de los últimos cincuenta años. Los lugareños justificaban la buena salud que disfrutaban por los buenos alimentos de la tienda del señor Douglas. Por desgracia, nunca convenía vanagloriarse en voz alta. Los designios del Señor suelen ser inescrutables. Las muertes empezaron a suceder entre el período del 11 de febrero de 1916 y el 7 de abril del mismo año. Fueron muy llamativas, porque no es normal en una población tan sana la mortandad de cincuenta y dos personas en menos de dos meses. ¿Epidemia? Pudiera ser. Pero ninguno de los síntomas llevaba a la conclusión final de una grave enfermedad contagiosa. Y en todo el resto del condado no llegó a producirse ese aumento en el número de fallecidos de manera tan significativa como para que se generara la alarma de una enfermedad mortal contagiosa.
Porque las muertes eran fulminantes. Casi todos tenían las mismas características. Después de haber cenado algún que otro alimento enlatado, en pleno reposo digestivo, el comensal padecía unos dolores de tripas atroces, con dilatación abdominal excesiva, abandonando el mundo de los vivos en menos de dos horas entre espasmos de dolor y maldiciones indecorosas en contra de la comida ingerida.
El representante de la ley de Foreverlove, Nicholas Gringe, ató cabos en un periquete cuando la cifra de difuntos se iba incrementando notoriamente y las pompas fúnebres de Richard Tellis se lucraban sin el menor de los decoros aumentando el precio de las exequias. El Sheriff dedujo que todos los finados habían estirado la pata nada más haberse alimentado con algunos de los productos del colmado del señor Douglas. Su principal sospechoso no era el dueño, sino su nuevo dependiente, Edward Tellis Junior.
Finalmente, tras un laborioso proceso de investigación a pie de campo, pudo relacionar cada una de las muertes por envenenamiento a cargo del joven. Edward fue interrogado con dureza extrema (de hecho acabó con los dos ojos hinchados como tomates y siete dientes menos en la dentadura), y tras cinco horas de calvario, reconoció que había practicado unos pequeños orificios en cada uno de los envases de la comida enlatada expuesta en los anaqueles principales de la tienda. Utilizó una mezcla de estricnina y excremento reseco de ardilla. Revolvía bien las latas, selladas con un poco de cera para que no se notara su intervención (siempre practicaba la incisión debajo de las etiquetas pegadas con cola para que pasaran desapercibidas a primera vista, dando así la sensación de no estar manipuladas). Sus efectos producían una intoxicación alimentaria perniciosa.
Sin duda la razón de Edward era propiciar nuevos clientes para el negocio de su padre, que estaba en franco declive por la salud de hierro de los habitantes de Foreverlove. De este modo, este chico de tan solo quince años, se convirtió en uno de los primeros asesinos en serie más renombrados de los Estados Unidos, y casi el primero en el ranking de haber fomentado muertes por envenenamiento.
Edward Tellis Junior fue juzgado el 25 de mayo de 1916, encontrado culpable de cincuenta y dos homicidios premeditados, y condenado a la pena capital de morir ahorcado del árbol centenario de la localidad.
A raíz de su muerte, el negocio familiar quebró, perdiéndose el rastro de sus padres, quienes con inteligencia, decidieron emprender vida nueva en otro destino distinto al de Foreverlove.

FREAK (un fenómeno de circo) Escena primera

Hoy publico un relato de dos capítulos. Tengo que reconocerlo. FREAK es un escrito al que como propietario de este pequeño rincón de sobresaltos traicioneros, je, je, le tengo un cariño muy especial. Lo escribí en su momento tomándolo como si pudiera ser la base de un capítulo de una serie de terror americana. Espero que degusten su lectura, y se posicionen a favor o en contra de las desventuras del cariñoso protagonista de
FREAK.

FREAK
(un fenómeno de circo)
(I)

Escena primera

La feria es de cuarta categoría. Bueno. Eso es lo que pensaba yo. Me encontraba en un estado lamentable, la ciudad estaba en fiestas y andaba vagando de aquí por allá como un transportista extranjero sin GPS. Este año los señores del ayuntamiento habían recortado gastos en el presupuesto de actividades, y se habían conformado con concederle la licencia a un empresario de un país del este de Europa. Se encargaba de aportar su circo propio, amén de unas cuantas atracciones de feria. Yo siempre había detestado el circo. Más que nada por el olor que desprendían las bestias. Nunca he sido un fervor seguidor de las piruetas simpaticonas de los animales adiestrados a golpe de látigo y zanahoria. Soy así de raro. En cambio las casetas de los fenómenos y las atracciones de espejos y de terror sí que concitaban mi atención. Me divertía atrapado entre laberintos de espejos donde se reflejaba mi perversa personalidad en varios clones sonrientes. Y atravesar montado en una vagoneta por los vericuetos aterradores del castillo fantasma del doctor Dolor era ya el no va más para mi sentido gusto del morbo.
Así que medio borracho, me fui recorriendo las barracas y para mi disgusto, no hallé más que atracciones propias para niños menores de diez años. No había ninguna creada para el deleite de los adultos. Un timo. Una estafa. Mi humor se puso denso y destemplado. Me apetecía agarrar al dueño de toda esa colección de baratijas y emprenderla a patadas contra el paquete de su ingle hasta dejarle caer desvanecido en un ovillo. Si hubiera dispuesto de una tea, toda esa patética feria hubiera ardido por los cuatro costados, clientela incluida. La bebida… Estaba dejándome influenciar por sus efectos nocivos. Sería mejor abandonar el recinto. La gente chillaba y se reía, y mi dolor de cabeza iba en aumento. Estaba a punto de irme, cuando alguien me asió por el codo de mi brazo derecho.
– No se marchará así, señor. No al menos sin ver una atracción – me dijo un ridículo gordinflas vestido de maestro de ceremonias. Hasta llevaba el sombrero de copa sobre la azotea del cráneo.
– Menuda diversión tiene aquí, amigo. Un circo aberrante y cuatro tonterías para los mocosos más tontos del barrio – le dije con acritud. Hipé en frente de su orondo y grasiento rostro. El tío estaba sudando dentro de su aparatoso traje como un cerdo bien cebado.
Se me quedó mirando con cara de no comprender nada.
– Usted trae toda esta porquería desde Mesopotamia – le critiqué con desdén.
– Albania, señor.
– Eso queda en Europa.
– Así es, señor. Y me es justo decirle que nuestra caravana tiene una reputación de alto nivel en buena parte del continente.
– Pero aquí estamos en América, amigo. Y qué quiere que le diga. Su circo y el resto de su feria me parece pura bazofia.
– Ajá. Discrepo de su opinión, pero en América hay democracia.
– Eso mismo.
– Y como hay democracia, tiene cabida tanto su opinión como mi maravilloso espectáculo.
Me estaba hartando de tanta cháchara con ese payaso. Me libré de su apretón y continué dando tumbos con la bebida dominando mis impulsos. Joder, ese albanés no me conocía bien. Si supiera lo cabrón que llego a ser, ni se hubiera dignado en dirigirme la palabra. Con lo fácil que resultaba atarle en la silla del sótano de mi casa y sacarle los dientes uno a uno con unas tenazas. Le salvaba que me encontraba borracho perdido. Si no otra patética víctima anónima que iba a sumarse a mi depravado juego solitario del torturador y su presa. Ya no sé ni cuántos cuerpos llevo sepultados bajo el piso del sótano. Deben de ser ya una docena. No está mal para llevar simplemente un año con mi diversión infernal.
Continué andando en eses, cuando percibí que alguien correteaba detrás de mi estela. Me volví y el inmenso dueño de la barraca me alcanzó casi con la lengua fuera. Estaba opulento. Mucha carne para ser diseccionada con el filo de un buen bisturí de cirujano. Tardó unos segundos en recuperarse del esfuerzo de la carrera.
– Es una pena que decida marcharse, señor.
– Déjeme ir a mi bola, amigo. Si no lo hace, lo más probable es que lo lamente luego – le corté poniendo mi característica mirada que helaba la sangre en todo aquel que se pusiera pesado conmigo.
El hombre se quedó quieto por un momento. Luego fue sonriendo.
– Usted es perfecto- dijo encantado con mi pose.
– ¿A qué se refiere?
– Digo que usted es perfecto para mi espectáculo.
Y dicho y hecho extrajo un arma de esas que al disparar descargan una serie de corrientes eléctricas para inmovilizar a los presos en ciertas cárceles del estado. El caso es que me apuntó de maravilla y consiguió que perdiera el conocimiento entre fuertes espasmos de dolor.

El circo y el resto de su negocio es albanés. Desconozco en qué parte de Europa queda ese condenado país. Sólo se que en lo que a mí me atañe, su dueño es un sujeto muy peligroso para la sociedad en que vivimos. Más o menos cómo lo soy yo.
Desperté mucho más adelante sin derecho a replicar ninguna de sus órdenes. Para algo me había sido arrancada la lengua. Y las orejas. Y la nariz. Mediante el efectivo uso de la morfina, y unos ásperos conocimientos de cirugía plástica, el dueño del espectáculo modificó mi rostro tornándolo irreconocible incluso para mí mismo. Me convirtió en un fenómeno de circo. Un ser aberrante y deforme, que sufría las pesadas bromas de tres payasos sádicos e inclementes. Vivía encerrado en un carromato insignificante, con barrotes en las ventanas y con la puerta cerrada bajo llave. Este era mi nuevo destino. Las pocas veces que conciliaba el sueño, era para tener horribles pesadillas en las cuales los espíritus de mis víctimas del sótano acudían a mi encuentro para regocijarse de mi situación actual.
Mi abuelo paterno solía decirme a veces las vueltas que daba la vida.
En eso tenía toda la razón.
De carcelero he pasado a prisionero.
De torturador a la persona torturada.
De depredador a presa.
La última diferencia entre mis víctimas y yo es que ellas ya estaban muertas mientras yo me mantengo aún vivo.
Me levanto para aferrarme a los barrotes de mi prisión rodante.
¿En qué me he convertido?
Antes por mi condición de asesino en serie sin remordimientos de ningún tipo pudiera ser merecedor de la pena capital. ¡Pero y ahora! No me queda más consuelo que esperar mi oportunidad. No mi ocasión de escape. Si no la simple posibilidad de tener a mi alcance el cuello de triple papada del dueño de la compañía para rebanárselo de oreja a oreja con un afilado cuchillo. Hasta que ese momento llegue, he de conformarme con mis penurias de Monstruo de La Cabeza Lisa.
La entrada sólo cuesta doce dólares.
Pasen y vean, señores…
Verán que el “show” vale la pena.

La redención de Donovan

En los tiempos actuales, quedarse sin empleo es motivo de frustración, de pérdida de autoestima, desencadenante de rupturas familiares, y más si esto sucede a ciertas edades donde cualquier lumbrera de recursos humanos considera demasiado mayor para el puesto a cualquier candidato a partir de determinada edad cercana a los cincuenta. Donovan vivirá el ingrato sabor del paro, la autodestrucción y el deseo de mandarlo todo al quinto demonio, aunque siempre quedan segundas oportunidades inesperadas que el destino depara de vez en cuando. Y cuando te toca el premio, no queda más remedio que ir a cobrarlo.

Relato dedicado a la memoria de Miguel Angel Larrainzar Eugui

1.
Donovan Sadley sabía que había malas personas en el mundo. De hecho, de no haberlas, las grandes calamidades en forma de guerras y demás actitudes violentas nunca hubieran existido en los anales de la historia. Ni las depravaciones más abyectas.
Donovan era una persona normal. Algo cabezota y renegón, defectillos que nunca le habían acarreado problemas de ningún tipo, ni en su matrimonio, sus relaciones sociales y mucho menos en el trabajo. De hecho llevaba quince años ejerciendo de jefe de mantenimiento de las oficinas Sarronds, en Búfalo, la capital del estado de Nueva York. Su trabajo era lo debidamente valorado por los administradores del edificio, y él mismo se sentía realizado en cierta manera. Era una forma de superar su anodino matrimonio. Elsa, su mujer, nunca quiso tener hijos. Siempre había utilizado el método anticonceptivo en el útero, conocido como DIU . Llegó a utilizar dos de ellos en su vida fértil. Ahora ya no lo precisaba. Ella tenía casi los cincuenta. Cinco años menos que Donovan. Con el tiempo, la rutina se había asentado en su relación, y si se mantenían juntos, era más que nada por el egoísmo del dinero. Elsa era la secretaria personal de un alto ejecutivo del First Manhattan Bank. Con ambos salarios, vivían para afrontar los gastos de la casa de doble planta, jardín trasero y piscina cubierta privada situada en una urbanización de nivel alto de la capital.
La vida de Donovan se repetía día tras día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año.
Hasta que aconteció un cambio importante en la gerencia del edificio Sarronds.
El señor Macdermott se jubilaba, y por ende su cargo fue ocupado por un tal Richard Messler. Este era un joven dirigente de treinta años. Al poco quedó demostrado su egolatría y su tiranía. Maltrataba verbalmente a todos los empleados, especialmente a los ayudantes de Donovan. Por cualquier contratiempo en la estructura del edificio, Richard Messler se encolerizaba, dando la orden a los negados de mantenimiento en subsanar de manera inmediata las deficiencias habidas bajo la amenaza de no cobrar el salario de la semana en curso. Los hombres de Donovan se quejaban con regularidad a su jefe por el maltrato verbal y psicológico que les daba Messler, así que un día aquel decidió salir en defensa de sus subordinados.
La reunión que tuvo en el despacho de Messler fue tensa y muy desagradable. Duró más de una hora. Al final ambos se cruzaron insultos y amenazas.
El palo se quebraría por el extremo más débil.
A los diez días, a Donovan le fue notificado el despido.
Tenía casi los 56 años. Una edad malísima en los tiempos actuales para encontrar trabajo, y que encima este tuviera unos emolumentos parejos a los que cobraba en el edificio Sarronds.
Durante un tiempo se lo estuvo ocultando todo a su mujer. Esperaba encontrar un nuevo empleo en pocos días.
Pero cuando ya no pudo argumentar más excusas a la falta del ingreso del segundo cheque semanal, Elsa se sintió engañada. Decidió que lo mejor era dar por cumplido con el matrimonio que les había unido durante casi veinte años. Le dio un mes para buscarse un sitio donde poder alojarse. Estaba claro que ya podía despedirse de la casa. Estaba a nombre de ambos, y en el peor de los casos, Elsa la pondría en venta si en la resolución de la demanda del divorcio no se le concedía a ella, cosa que no sucedió. Una vez que ella se quedó con la propiedad de la casa, Donovan se las tuvo que componer viviendo de alquiler en pisos de mala muerte.
Su vida estaba al borde de finalizar antes del plazo de tiempo marcado por su destino en el libro de la vida y la muerte. Empezó a beber. Recuperó su hábito de fumador. Los meses se sucedían, y no había manera que pudiera encontrar un nuevo puesto de trabajo. Sus manos temblaban cuando no bebía. Se asomaba al marco de la ventana del quinto piso donde últimamente residía, anhelando reunir el valor necesario de encaramarse lo suficiente sobre el alféizar para arrojarse de cabeza contra la acera.
Morir. Sí. Lo deseaba.
Se había convertido de la noche a la mañana de un acomodado ciudadano americano de nivel medio alto, a un paria cercano a tener que recurrir al ejército de salvación por un plato de sopa y una cama caliente por una noche.
Afrontando su pesar con la desilusión de una persona hundida en el fondo de un lago de aguas turbias y frías, deseando que las piernas se le quedaran enredadas en las algas y de este modo sucumbir ahogado, recibió la enésima visita del padre Sierra. Era de los pocos amigos que le quedaban y que de vez en cuando intentaban hacerle ver la necesidad de continuar luchando por la vida.
– Cuando Dios quiera, llegará tu redención, Donovan.
“ Hasta entonces, no la anticipes. A nuestro Señor no le agrada que no se le valore uno de sus milagros, la creación de la vida desde la nada – solía decirle con la debida frecuencia cuando le veía medio bebido y con ansias de rendirse.
En su última visita, cuando Donovan, en estado sobrio para variar, esperaba sus reproches, el párroco le sorprendió con una buena nueva. Tenía una oferta de trabajo para él.
– Se está quedando conmigo, padre. No valgo ya ni para barrer los suelos – le dijo, ofuscado por la noticia.
– Bueno, Donovan. Con lo que fuiste, algo te quedará en la recámara. Tampoco es que el trabajo ofrezca mucho misterio. Sería atender una estación de servicio rural situado a cincuenta millas, en una carretera comarcal. El sueldo es bajo. Pero tendrás a tu favor que vivirías ahí. Al lado de la oficina hay un dormitorio y una cocina. No tendrías que pagar alquiler, y con lo poco que ingresaras, podrías sufragar los gastos de una cura de desintoxicación. Nunca hallarás una solución a tus pesares en la bebida.
Donovan sonrió con ganas. Llevaba sin hacerlo en meses. Aquél cura era un diablo.
– Padre, me parece que los dos nos veremos entre las llamas del infierno.
– Predico la palabra de Dios, Donovan. Pero si vuelves a propasarte en tu vocabulario, no respondo del puño de mi mano derecha.
Esta vez ambos rieron con verdaderas ganas.
Era una salida o una simple pausa antes de abordar el borde del precipicio para Donovan.

2.
Richard Messler estaba que se lo llevaban los demonios. Acababa de pasar el domingo llevándose los padres a las Cataratas del Niágara con el anhelo de verlos precipitarse por la borda de la embarcación, o a lo sumo pillasen una buena pulmonía, habida cuenta la suma de cantidad que cobraría por parte del seguro de vida de ambos, cuando su superior le puso al corriente de la auditoría de fin de año. Las cuentas no cuadraban. Varios de los arrendatarios no pagaban las cantidades estipuladas en los respectivos contratos, o simplemente alguien estaba lucrándose a costa de los ingresos, falsificando la contabilidad y las partidas dedicadas al gasto de representación. Lo que le hizo alterarse en sumo fue que la palabra desfalco apuntaba directamente a su cabeza, y si en la nueva auditoria general que iba a realizarse en la semana entrante se demostraba tal acusación, aparte del despido, le esperaban los tribunales.
Atribulado por las difíciles horas que le llegaban en perspectiva, se hallaba de regreso a Búfalo al volante de su Lexus gris metalizado, cuando el indicador acústico del nivel de la gasolina le hizo saber que o paraba a repostar en las siguientes veinte millas, o finalmente iba a quedarse tirado en medio de la carretera.
– Todo me tiene que ir mal. A mí y a este puto país. No me extraña que la pifiemos en cuanto asomamos el morro al otro lado del charco- farfulló con el rostro ceñudo.
Afortunadamente su GPS le indicó la cercanía de una gasolinera.
Distaba unas cinco millas.
Aumentó la velocidad, presto para llenar el depósito en un santiamén.

– Joder. Por aquí se ve que la clientela sólo pasa cuando llueven grillos del cielo – resopló Richard Messler al ver el aspecto abandonado de la estación de servicio.
Por un instante hasta temió que estuviera cerrada, pero al poco de estacionar al lado del único surtidor, sonó una especie de campanilla y pudo verse la silueta de un hombre moviéndose al otro lado del cristal de la ventana correspondiente a la oficina.
– Venga. Muévete, condenado patán. Seguro que eres de los que tiene parte de los dientes desparejados en tamaño – se mofó.
Se puso a escuchar música de baile a buen volumen mientras esperaba la llegada del empleado.
Al poco el empleado se asomó al exterior. Richard Messler lo miró de soslayo. Un tío viejo, sin afeitar, vestido con un sucio mono de trabajo azul marino, botas de cazador, camisa de franela a cuadros azules y negros y una vieja visera de los Boston Red Sox cubriéndole el entrecejo.
Richard miró la hora en su Rolex de oro.
– Diantres. A ver si te mueves, viejo tiñoso.
Se le colmó la paciencia. Bajó la ventanilla y asomando ligeramente la cabeza, se puso a apremiarle en voz alta:
– Oiga. Muévase, quiere. Es para hoy. Una vez me atienda, podrá retornar al asilo.
El empleado avanzó un par de metros. Se le quedó mirando fijamente mientras Richard cambiaba de música en su reproductor de mp4. Al alzar la mirada hacia la gasolinera, pudo observar como el empleado se daba la vuelta y volvía a entrar en las oficinas. Se ve que se debía de haber olvidado de traer los cambios consigo o algo similar.
Este contratiempo irritó a Richard sobremanera.
– Será posible. Qué pedazo de inútil. Esto es lo que no aguanto de la sociedad americana actual. Gente así tendría que estar desempleada y sin prestaciones durante toda su puta vida. No son más que parásitos.
Necesitaba algo que le tranquilizase los nervios. Rebuscó en la guantera hasta dar con su frasco de valeriana en forma de píldoras.
Cuando se reincorporó contra el respaldo del asiento, se llevó un sobresalto al ver al empleado situado al lado de la ventanilla.
– Joder. La madre que te parió. Sólo me faltaba que este espantajo me diera este puto susto.
El hombre toqueteó el cristal con los nudillos, solicitándole con ese gesto que se lo bajara.
– ¿Qué querrá este muerto de hambre?
Richard suspiró hondamente. Hizo descender la ventanilla para escuchar lo que aquel inepto tuviera que preguntarle.
– Cabrón – le espetó el empleado de la estación de servicio.
Enarbolaba una llave inglesa Stillson. Richard quiso cubrirse el rostro con el brazo izquierdo.
El impacto contra el mismo le produjo la fractura del radio.
– ¡Dios! – gritó Richard soportando un dolor inadmisible.
Dejó instintivamente reposar su brazo sobre el regazo.
Fue entonces cuando vio el giro de la llave inglesa por segunda vez en la misma dirección. En esta ocasión acertó de pleno en su rostro.
– Miserable… cabrón… – gimoteó Richard.
Su ojo izquierdo estaba casi colgando. Quiso quitarse el cinturón de seguridad que le mantenía a merced del ataque de aquel bastardo.
Recibió de lleno otro segundo impacto que le hizo perder la conciencia, con el rostro hinchado y destrozado inclinado sobre el hombro derecho.
El empleado dejó caer la herramienta sobre el suelo. Echó un vistazo al salpicadero, fijándose en el nivel de la gasolina. Se aproximó a la parte posterior del Lexus. Desenroscó la tapa y acercando la manguera del surtidor lo estuvo llenando hasta casi dejarlo completo. Colocó la manguera en su sitio. Luego extrajo un trapo de tela del bolsillo de su mono de trabajo. Lo fue plegando, y lo introdujo en el depósito de la gasolina. Acto seguido cogió su encendedor, aplicándole la llama al borde del trapo que sobresalía.
Se fue apartando, hasta resguardarse dentro de la seguridad de su oficina.
A través de los cristales pudo observar cómo el Lexus estallaba en llamas, llevándose entre ellas la vida de Richard Messler.
El mal nacido que destrozó su modo de vida con Elsa al despedirle meses atrás como jefe de mantenimiento del edificio Sarronds.
Buscó la botella de Chivas Regal en el cajón de su escritorio. Llenó un vaso con generosidad y se lo bebió de un sólo trago.
Después se puso a fumar un cigarrillo.
Reclinado contra el respaldo de su silla, contemplaba satisfecho el amasijo de chatarra carbonizada en que se iba convirtiendo el coche de lujo con su dueño en su interior.
Fue entonces cuando tuvo que convenir en que el padre Sierra estuvo del todo acertado en decirle meses atrás que su redención aún estaría por llegarle.

Año nuevo

A escasos momentos de la entrada en un año nuevo, no todo es aparente ilusión y felicidad. Vidas anodinas. Biografías nefastas. Crueldad manifiesta. Falta de sentimientos y emociones. Por desgracia hay seres sumergidos en la rutina. Y acostumbrados a la violencia. Qué quereis que os diga. Dorothy Collins refleja el sentimiento ambiguo de la sociedad actual, donde la muerte ajena se nos sirve a través de los noticiarios, los documentales, el cine, los videojuegos. Ante hechos como el sucedido con Dorothy, la sociedad que la rodea responde anestesiada. Una persona más. Una persona menos. Y el mundo que sigue girando en torno a su mismo eje.

31 de diciembre
23: 30
Temperatura en el exterior: – 7ºC
Pronóstico del tiempo: Continuación de fuertes nevadas en las próximas 24 horas

Localidad: Point of Faith
Población: 57000 habitantes

Año nuevo, vida nueva.

Dorothy Collins tenía 55 años. Era una vagabunda solitaria y alcoholizada. También le pegaba al crack. Sus expectativas de longevidad eran ya muy cortas.
Confinada en el interior de un cajero bancario para resguardarse del frío, su mente estaba adormecida, sin interesarse por la llegada del nuevo año. Acurrucada debajo de una manta vieja y andrajosa, con su botella de coñac medio llena al alcance de su mano cuando le diera por darse la medio vuelta sobre su costado, Dorothy veía su pasado como una pesadilla.


Adicta a las drogas desde los catorce años. Sus padres fueron unos alcohólicos contumaces. Jamás se preocuparon por su educación ni por sus andanzas. Que frecuentara malas compañías desde niña les iba al pairo. A los diecisiete años empezó a prostituirse para financiarse la dosis diaria de cocaína. Su juventud discurrió demasiado deprisa. Con veintiséis años aparentaba los cuarenta. Desde aquella edad, la cuesta abajo. Llegaría el crack y su vida como vagabunda.
Su presente. Un vivir 24 horas y luego 24 horas más y así hasta que le llegara el futuro.
Su destino.
La muerte.
En esta ocasión, la dama de la guadaña rondaba muy cerca de ella.
Eran tres pandilleros menores de edad. El menor de quince años y los otros dos, quienes eran hermanos gemelos, de 17. Estaban ya borrachos. La noche era infernal, y no había nadie por las calles nevadas del barrio. Sólo estaban ellos tres. Hijos de familias desestructuradas, en cuyos hogares no se les echaba en falta. Uno de los dos hermanos fue el primero en fijarse en la figura tumbada de la anciana.
– Mirad. Una puñetera pobretona – les dijo a los otros dos.
Se acercaron a la cristalera. A pesar de la luz interna del foco cenital del habitáculo, la mujer estaba completamente dormida.
– Qué asco. Si tengo que sacar pasta, ¿cómo voy a hacerlo con esa tipa ahí metida? – continuó el macarra.
Su hermano estaba más ebrio. Rió como un tonto.
– Vamos a matarla. La sacamos y la dejamos tirada en la nieve. Nadie va a echarla de menos.
– Ya.
El mocoso de quince años miraba arrobado a la actitud chulesca de los dos hermanos.
– Vamos a buscar algún palo- dijo uno de los gemelos.
Se adelantaron hasta alcanzar el callejón cercano.
Entraron y rebuscaron por la basura.
Al final dieron con una barra de hierro.
Sus sonrisas quedaron reflejadas entre penumbras como la sonrisa del gato invisible de Alicia en el país de las maravillas.

31 de diciembre
23: 55
Temperatura en el exterior: – 8ºC
Pronóstico del tiempo: continuación de fuertes nevadas y heladas en las próximas 24 horas.

Un agente local de Point of Faith estaba recorriendo las calles en su coche patrulla, cuando vio una figura tendida en la nieve, casi al borde de la acera cercana al cajero automático del banco.
Detuvo el vehículo y se bajó del mismo.
– Frío del carajo – musitó, contrariado por tener que comprobar aquel cuerpo tendido boca abajo.
Nada más acercarse pudo apreciar que era una mujer de edad madura. Era una vagabunda.
Estaba muerta.
Con la cabeza reventada a la altura de la nuca. Había sangre congelada sobre la nieve, y una variedad de pisadas entre la zona donde estaba tendida y el acceso al interior del cajero automático.
– Menudo final de año – se maldijo el agente.
Tendría que redactar un informe.
Papeleo en plena medianoche.
El reloj cercano de la parroquia de San José Obrero marcaba casi las doce.
Alumbró el cráneo de la fallecida.
– Maldita sea.
Fue al coche para informar del suceso por la emisora.
Era un comienzo de año nuevo cojonudo.
En su fuero interno estaba por investigar lo mínimo.
La víctima era una persona sin hogar.
Nadie la iba a echar de menos.
Haría los trámites lo más rápidamente posible para así terminar su turno, irse a su casa y celebrar el primer día del nuevo año en la cama, durmiendo como un bendito.

1 de enero
01:00 de la madrugada
Pronóstico del tiempo: Nevadas persistentes y heladas fuertes en las siguientes 24 horas

El cadáver de Dorothy Collins fue levantado de la escena del crimen bajo la supervisión del Inspector de homicidios local y el médico forense.
El clima era sumamente desapacible y la hora no invitaba a dilatar el proceso más allá de lo necesario.
Cuando el cuerpo de la mujer fue depositado en la parte trasera de la ambulancia, los allí presentes se despidieron con gestos de mano y deseándose un buen inicio de año.

Felices navidades

En primer lugar, desearos unas felices fiestas a mis seguidores de pesadillas.
A partir de ahora, mi deseo es encabezar cada nuevo relato con una pequeña entradilla estilo Stephen King, ja ja.
Esta misma tarde se me ha ocurrido este relato corto, más de intriga, que no de terror, pero ambientado en las fechas festivas en las cuales nos encontramos.
Evidentemente, para el principal protagonista, Nicholas, su celebración por su parte pende de un hilo.
Esperemos que consiga salir del atolladero en que anda metido y que igualmente pueda disfrutar de las navidades en paz y armonía…

Nicholas tenía un ojo negro, el labio superior partido y el resto del cuerpo hecho polvo por la cantidad de patadas que le propinaron. Estaba hecho un verdadero guiñapo. Para sostenerlo de pie delante del usurero al que le debía veinte mil dólares tuvo que valerse de la ayuda de los propios gregarios del villano.
– Vamos a ver, Nicholas – le habló aquella mala bestia, con el cigarro puro entre los labios al estilo gangster. – No pensarás que la paliza que te han dado mis esbirros va a satisfacer la enorme cantidad de dinero que me adeudas.
– Yo… Le juro que si usted me concede más tiempo. Tengo contactos… Si me dejara apostar de nuevo en el canódromo dos o tres noches seguidas…- susurró Nicholas con la lengua atrofiada. Escupió un diente suelto que pendía de las encías.
– Y una leche. El tiempo se te ha acabado.
– Se lo ruego. Tengo mujer y dos hijas pequeñas…
– Ya. Y encima hoy es la víspera de la nochebuena. El espíritu de la navidad impera en todo el mundo, bla, bla, bla.
– Yo.
– ¡Cállate, inútil! Si vuelves a mencionar una sola sílaba más, seré yo mismo quien te remate con un tiro en la sien.
Su mirada era de una fiera enfurecida. Un tigre salvaje al que un estúpido cazador había errado en su única oportunidad de vencerlo con su escopeta. El mafioso se entretuvo en andar por la antesala de la lóbrega y abandonada casa situada en el extrarradio de la ciudad. De repente se detuvo. Miró a uno de sus hombres.
– Laszlo. Ya va siendo hora de que cambies de coche.
– Hombre, es un Ford de quince años.
– ¿Cuánta gasolina le queda en el depósito?
– No mucha. Cuatro litros, más o menos. Pensaba ir luego a la estación de servicio de Trentino Gorza.
Miró nuevamente a Nicholas. Esbozó una sonrisa amigable.
– Te voy a dar una oportunidad, Nicholas.
– Haré lo que usted mande, señor.
– Perfecto.
Se volvió hacia el matón con el que había entablado conversación segundos antes.
– Laszlo, dale las llaves de tu coche a nuestro amigo Nicholas.
– Lo que digas, jefe.
Laszlo se las puso entre ambas manos de Nicholas.
– Mira. Haremos lo siguiente. Un apaño para arreglar en parte tu desaguisado. Si lo haces bien, te concederé una semana más de tiempo. Se que no servirá de nada, pero al menos podrías así pasar las últimas navidades con tu familia. Es lo menos que se puede hacer por respeto a tus allegados más íntimos.
“Pero para hacerte merecedor de este plazo adicional de tiempo, has de conseguir una cosa. Mantener a raya a Laszlo al volante de mi coche.
– No lo entiendo… Cómo dice…- balbuceó Nicholas, hecho un manojo de nervios.
– Manejarás el coche de Laszlo. El en cambio utilizará mi descapotable. Ya lo has oído antes. El Ford tiene unos cuantos años y poca gasolina en el depósito. Pero no pido que corras para ganar una carrera. Simplemente te exijo que aprietes a fondo el acelerador, y que el tiempo que te dure la gasolina, no dejes que Laszlo te adelante. Si lo consigues, te concedo la prórroga. Si al contrario, Laszlo te adelanta, eres historia en menos de sesenta segundos. Y te aseguro que seré yo mismo el que te condene al infierno, joder.
“Vamos a empezar con la competición. Que esto se está dilatando más de la cuenta. Dentro de una hora tengo una reunión importante con uno de mis socios…
Los secuaces del mafioso obligaron a Nicholas a salir de la casa para encaminarse hacia donde estaban aparcados los vehículos…

Nicholas atisbaba la carretera delante de él con su único ojo en buenas condiciones. Sus dedos apretaban con firmeza el cubre volantes, y su pie derecho hacia lo propio con el pedal del acelerador. El motor del vehículo que conducía rugía al límite de sus posibilidades. Estaba conduciendo a 170 por hora. Pegado al costado derecho de la carrocería del Ford estaba el descapotable Morrison. El secuaz del mafioso estaba menos ansioso que Nicholas. Le estaba concediendo un pequeño intervalo de esperanza. Dentro de unos segundos le iba a dar un fuerte impulso con el fin de adelantarle y así dar por terminado con la absurda ocurrencia de su jefe.
Fue entonces cuando un venado surgió de la arboleda desde el lado de la cuneta derecha de la carretera comarcal. Laszlo hizo lo posible por esquivarlo, pero no pudo evitar el impacto. El cuerpo del animal golpeó el parabrisas, cuarteándolo, haciendo imposible que Laszlo viera más la carretera por la que estaba transitando. Sus manos perdieron por unas milésimas de segundo todo contacto con el volante, mientras los airbags se abrían, desconcertándole por completo. El descapotable perdió todo control sobre sus cuatro ruedas, y enfiló la cuneta, saliéndose de la carretera, abordando el tupido bosque hasta estamparse de lleno contra un tronco. Laszlo murió en el acto.
Mientras, Nicholas siguió conduciendo sin mirar hacia atrás, hasta que agotó la poca gasolina que le quedaba.
Unos pocos minutos más tarde le alcanzó el mafioso con otro de los coches de sus ayudantes.
Se bajó con rostro circunspecto y se dirigió hacia el lado del conductor del Ford. Le hizo una indicación a Nicholas que bajara la ventanilla del coche.
– Espero que aproveches la semana que te doy de plazo añadido. Si no consigues la cantidad que me debes, te juro que vas a sufrir lo indecible antes de irte al hoyo. Laszlo es una pérdida irrecuperable.
“Por cierto. Saluda a tu familia de mi parte.
“Que pases unas felices navidades.
“ Y que Santa Claus te traiga un cheque de veinte mil dólares.

La ley del más fuerte

La choza tenía una esquina cubierta por el tejado. El resto estaba al descubierto. Afuera el viento azotaba con fuerza, haciendo balacearse los copos gruesos de la nieve en remolinos bruscos y repentinos.
La temperatura registrada era de siete bajo cero. Y bajando. Eran las diez de la noche del mes de diciembre. El día de la fecha no importaba.
Guntar estaba ensimismado en su navaja. Tenía una hoja bien afilada. Las manos protegidas por unos mitones de fitness. Cuando los adquirió en su momento para practicar spinning en un gimnasio, jamás se le ocurrió que iba a utilizarlas en aquellas condiciones.
Agazapado en el rincón más protegido de la vivienda abandonada estaba su compañero, Thomas. Estaba pasando un frío insufrible. Y el dolor del esguince en el tobillo izquierdo no remitía. Extendió la pierna en buen estado para darle un golpe en el codo a Guntar con el pie.
– Haz el favor de avivar el fuego. Está perdiendo fuerza – le dijo, con la capucha echada sobre la cabeza.
Una humilde fogata era lo único que les procuraba un receso entre tanta frialdad ambiental.
– Apenas quedan ramas secas – le contestó Guntar.
– Pues habrá que buscar más.
– Estás loco. ¿Con este temporal? Apenas la nevisca permite una distancia de visión de metro y medio. Además estarán enterradas bajo la nieve.
“Como nuestras bicicletas.
Unas bicicletas de montaña recién estrenadas. Era una aventura recorrer esa zona, pedaleando por los senderos nevados. Lo que no esperaban es que el tiempo cambiara antes de haber emprendido el camino de vuelta a casa. Por la tele, el hombre del tiempo había asegurado que en ese día no iba a haber nieve. Que el mal tiempo volvería como mucho en veinticuatro horas. Así fue cómo afrontaron la ruta con ropa deportiva apropiada para practicar deporte en condiciones extremas, pero no lo suficientemente válida para permanecer una vez en frío, con la pérdida del sudor por el ejercicio practicado antes de que les sorprendiera la tormenta de aire y nieve. Afortunadamente dieron con la vieja casa abandonada y en estado de ruina como refugio momentáneo. Lo peor es que llevados por el nerviosismo, dejaron las bicicletas tiradas en la nieve, a unos cuantos metros de la choza. Fue cuando Thomas introdujo su pie izquierdo en un hoyo oculto por la nieve y se produjo el esguince. Ahora mismo, si se les ocurriera salir a buscarlas, lo tendrían casi imposible. Ni se acordaban de la zona en que se deshicieron de ellas, y aún habiendo transcurrido simplemente hora y media, el manto de nieve las había camuflado en su entorno.
– Si no las llegamos a dejar atrás, a lo mejor nunca hubiéramos alcanzado el refugio – enfatizó Thomas.
Lo que menos le preocupaba eran las bicicletas, por caras que les costaron hace dos semanas en el centro comercial. Ahora estaba pendiente del fuego. De la hoguera. Sin ella, estaban perdidos. La hipotermia no tardaría en paralizarles hasta la llegada de su final como seres vivos.
Al llegar, tuvieron la inmensa suerte de encontrar varias ramas secas diseminadas por la zona donde aún quedaba cubierta por el tejado desvencijado. Con un mechero y las hojas de su mapa de ruta pudieron avivar una hoguera que les diera calor, esperando que la tempestad remitiera. Luego si hiciera falta, buscarían las bicicletas. A fin de cuentas, tampoco se deshicieron de ellas tan lejos de la choza.
Aunque era poco previsible que Thomas pudiera pedalear con su tobillo izquierdo en tan malas condiciones.
Guntar estaba contemplando la hoja de su navaja.
– Sabes, Thomas. Las condiciones en que nos hallamos pueden considerarse extremas – habló sin dirigir la mirada a su amigo.
– Lo que si te puedo asegurar es que como no mantengamos encendido el fuego hasta que pase esta condenada nevada, seremos historia.
Guntar se pasó el filo de la navaja por el pulgar. Hizo una leve incisión, hasta hacer brotar la sangre por la herida.
– Está caliente – dijo, casi hipnotizado.
– ¿De qué hablas?
– La sangre. Está caliente. Y tiene un sabor muy dulce.
Ante el asombro de Thomas, Guntar se puso a sorber la herida del dedo.
Algo estaba pasando por su cabeza.
Thomas notaba que su colega estaba comportándose de una forma extraña.
– Por amor de Dios. Deja de chuparte tu propia sangre. Me pones enfermo.
Guntar se detuvo. Miró a su amigo con recelo.
– Tenemos que ser honestos. Este temporal es el que estaba anunciado para mañana, con la salvedad que se ha adelantado a los pronósticos del tiempo. Nos encontramos tú y yo aquí solos en esta miserable cabaña medio derruida. Estamos a más de ochenta o cien kilómetros de la localidad habitada más cercana. Por tanto, se puede afirmar que nos encontramos aislados e incomunicados. Encima tenemos el estado de tu lesión, que te imposibilita ya apoyar la pierna izquierda. Y que este mal tiempo puede durar todo lo que queda de la semana.
– No sigas. ¿Hasta dónde quieres llegar?
– Te recuerdo que quitando algunas barritas energéticas, y algo de bebida isotónica, no tenemos alimentos con que mantenernos.
“Pero no estoy preocupado por ello.
– Ah, no. Te estás refiriendo a que vamos a morir o bien congelados o bien de hambre.
Guntar se alzó con presteza. Miró con decisión a su compañero acurrucado de frío en el rincón.
– Soy yo quien dispone de la navaja. Y está claro que en situaciones semejantes a la nuestra, no queda otra solución que recurrir a la ley del más fuerte.
Thomas no se lo podía creer. Su amigo de casi toda la vida acababa de perder toda lucidez mental. Adelantó una pierna para impedirle que le clavara la navaja, pero Guntar era más robusto y encima tenía conocimientos de artes marciales. Ambos forcejearon en el suelo. La lucha fue corta pero intensa. El filo de la navaja rasgó la nuez del cuello, hasta alcanzar la yugular. Un chorro de sangre oscura brotó de la garganta del desventurado. En pocos segundos había muerto desangrado.
Guntar estaba cubierto por la sangre de su amigo. Sin miramientos, separó una ración para esa misma noche, dejando el resto del cuerpo enterrado en la nieve para su perfecta conservación.
Estuvo esperando un largo rato hasta que remitiera lo suficiente la tormenta, para buscar más ramas con que alimentar el fuego.
Todo el rato sentado en su lugar preferido.
Hurgando con el filo de la navaja en las uñas, limpiándoselas de la sangre de Thomas.
Siempre había sido el más débil de los dos.
Y no iba a permitir que su fragilidad terminara por encaminar a ambos a la tragedia final.
Conque uno muriera, era más que suficiente.

Caso resuelto (frío extremo)

15 de diciembre de 2009.
A escasos días de la llegada del invierno, una ola de frío polar convirtió a la minúscula población de Bristick en adoradores pertinaces del consumo desmesurado de electricidad para mantener sus hogares cómodos y la mar de templados.
Duck Mock, el sheriff del pueblo, no era ningún lince en la materia detectivesca. Su propio nombre le traía de cabeza desde que recibió su propio bautizo en la iglesia de los Redentores Moribundos. Literalmente, que te tildaran de ser un “pato” del que todo el mundo pudiera mofarse, era para ponerse de los nervios*. Afortunadamente, los traumas de la infancia quedaron atrás justo en el momento de hacerse con el cargo de la autoridad máxima y única de Bristick. Y aún así, a espaldas de su figura, los ciudadanos de tan noble localidad tendían a menospreciar su labor. A fin de cuentas, era un sitio habitado por ochocientos treinta y cinco almas. Nunca sucedía nada reseñable. Ni jamás iba a acontecer semejante trance.
O así se deseaba, habiendo en cuenta la nulidad del sheriff para siquiera echar al achispado leñador Bob Wyzenski del bar de Larrigan cuando aquel llevaba tres consumiciones seguidas y sin intención de pagarlas.
Así de tranquila y anodina era Bristick con su patético sheriff.
Hasta la llegada de la ola de frío.

En un principio, el suministro de electricidad quedó cortado justo a las nueve de la noche, cuando todo bicho viviente estaba a punto de irse a la cama con las casas convenientemente caldeadas. Las quejas de los lugareños no tardaron en reflejarse en llamadas a la línea telefónica del alcalde Pat Cresto. Este quiso ponerse en contacto inmediato con el encargado de mantenimiento municipal, pero no hubo manera. Su mujer le dijo al alcalde que David Donaldson aún no había aparecido, demostrándole su suma preocupación por el hecho. Pat Cresto trató de tranquilizarla, aunque finalmente tuvo que colgar cuando la mujer empezó a increparle, llamándole inepto y ladilla de perro callejero. Como lo primordial era recuperar el suministro eléctrico, y el único empleado de mantenimiento se hallaba en paradero desconocido, el alcalde se vio en la necesidad de recurrir al sheriff. Era conocedor de la pérdida de tiempo que iba a suponer aquel gesto, pero no tenía a nadie más dispuesto a escucharle más de diez segundos seguidos antes de colgarle el teléfono.
Duck Mock era hombre soltero, de cincuenta y tres años. Aparte del nombre poco agraciado, su aspecto físico tampoco imponía mucha autoridad. De chico fue un niño enfermizo, que se pasaba la mitad del año escolar en casa, reponiéndose de catarros, gripes y todo tipo de virus que le dejaban a uno más pachucho que la salud de un explorador en plena selva virgen aquejado de fiebres palúdicas. Una vez llegado a la edad adulta, Duck seguía siendo muy proclive a ponerse malito, y de hecho, en los cinco años que llevaba ejerciendo de sheriff, llevaba acumulada una quincena de bajas por enfermedades comunes.
En esta ocasión, para buena suerte del alcalde, su sheriff estaba igual de sano que una foca adiestrada ejecutando con notable pericia su número con el balón sobre el morro en el circo de turno.
– Dock. Ya estarás al corriente del corte del suministro eléctrico. Todo el pueblo está a oscuras y sin calefacción.
– Es cierto. Ahora que lo dices, cuando estaba a punto de ponerme el pijama, se me apagó el radiador. Jolines – le cortó Duck, molesto por el tema.
– No eres el único, hijo. Ya te digo que todos los vecinos están llamándome por el teléfono, con quejas y amenazas. Encima he querido contactar con David Donaldson, que es el único que entiende de lo que hay que tocar en la central eléctrica, y me dice su mujer que no sabe dónde anda.
– David está en el lupanar de la señorita Julia. Lo sabe todo el pueblo.
– Ya, menos su esposa.
– Y mira que es guasa. El año pasado pilló la gonorrea, y la tía se pensó que era porque David no se duchaba con la frecuencia necesaria.
– Bueno, a lo que iba. Tienes que localizarlo y traerlo aquí, aunque sea a rastras. Como no vuelva la corriente en menos de una hora, las cosas pueden llegar a ponerse feas.
– Ya. Bueno. Para eso estoy yo, señor alcalde.
– Si. Se supone, Duck. Pero espero que no llegue al extremo que tenga que pedirte que me custodies la casa para evitar que el populacho me linche.
– Hombre. Eso no ocurrirá, señor Cresto. Ahora mismo me pongo el uniforme, voy a por David, lo llevo a la central eléctrica, y en media hora las casas volverán a estar calentitas. Y yo me podré poner el pijama de nuevo para irme a la cama. Que tengo un sueño, que no veas – enfatizó Duck al alcalde, completamente convencido de la sencillez de la misión.
Pat Cresto colgó el auricular con menos confianza en su sheriff que si tuviera un chihuahua como perro guardián en la entrada de su propia casa.

*****

David Donaldson estaba con la negra. Había estado instalando las luces decorativas de navidad por las calles del pueblo. Un trabajo de chinos. Y cuando por fin había pensado poder quitarse toda la tensión acumulada en el cuerpo pasando un rato divertido con alguna de las chicas de la señorita Julia, se llevó la desilusión de su vida al ver el burdel clausurado y en cuarentena por un brote de sífilis aviar. Al parecer las visitas de unos granjeros procedentes de la Feria de Gallinas y Patos de la semana pasada habían contagiado a casi todas las eficientes empleadas de la señorita Julia. Diantres, ya era mala pata.
Con las ganas que tenía de descargar sus ímpetus fogosos.
Irritado y cabreado, abandonó las inmediaciones del local, encaminándose hacia la Central Eléctrica que iluminaba al pueblo. Aparcó el coche y se dirigió al acceso. Tenía que eliminar estrés. Si no lo hacía, podría llegar a casa y darle por coger el hacha y cortarle la cabeza a su Teresa, y claro, eso no estaría bien visto.
Fue entrar en la pequeña caseta, cuando vio aquello.
Estaba a punto de enchufarse al generador central. Al menos tenía las tenazas del principio de sus extremidades cerca de los diferenciales. Porque aquellas manos eran tenazas metálicas. Jesús. No podía ser posible. Era una puñetera lata de hojalata con patas, brazos y cabezota. Una especie de robot.
– ¿Qué coño vas a hacer? – gritó David de manera imprudente.
El robot giró con dificultad la cabeza hacia la figura del humano. Sus ojos eran del tamaño de dos tortitas de maíz, carecía de orificios nasales y la que parecía ser su boca estaba torcida hacia abajo, magnificando su odio hacia la raza humana.
– Necesito energía. Estoy agotado – le contestó con voz metálica y fuera de si.
– No puedes hacerlo. Si metes tus zarpas en los diferenciales, vas a dejar al pueblo entero sin electricidad.
David Donaldson vio el hacha de incendios colgando cerca del alcance de su brazo derecho.
El robot estaba harto por la intromisión del humano, y sin darle tiempo a reaccionar, fue en pos de David y con ambas tenazas le desgajó la cabeza del tronco, con el chorro de sangre de la yugular embadurnándole el pecho.
Acto seguido retornó al generador, y sin más preámbulos, tomó posesión de toda la energía necesaria, sumiendo al pueblo en penumbras y dejando las viviendas más frías que las tumbas de los muertos.
Un poco antes de marcharse, el robot pudo percibir la cercana presencia del vehículo oficial del sheriff de Bristick.

*****

El alcalde estaba más nervioso de lo necesario. Los vecinos estaban arremolinándose ya en los alrededores de su casa, dispuestos a obligarle a salir para darles una explicación por la falta del fluido eléctrico. Enarbolaban teas encendidas y estacas, pareciendo dispuestos a propasarse con las propiedades del máximo representante de la localidad.
Estaba mordisqueándose las uñas, cuando recibió la llamada telefónica del sheriff.
– ¡Dios Santo! Ya era hora que tuviera noticias suyas. La totalidad del pueblo está harto de no tener electricidad y de pasar un frío del carajo – dijo, implorando que Duck le diera una buena nueva respecto al apagón general en Bristick.
– Para eso están las chimeneas, digo yo.
– Jesús, sheriff. Acuérdese que este invierno está prohibido cortar leña. Es el Año del Bosque, caracoles.
– Pues esta noche habrá que conceder permiso a los leñadores. Al menos con carácter excepcional.
– ¿Y eso?
– Pues que no tendremos electricidad por lo menos hasta mañana, que vendrán los de la compañía eléctrica.
– Pero tenemos a David Donaldson.
– Lo teníamos, señor alcalde.
– ¿A qué se refiere?
– David Donaldson es historia. Por lo que he podido deducir, en un acto de locura transitoria, al averiguar que el local de la señorita Julia estaba cerrado bajo ordenanza sanitaria por el brote de sífilis aviar de la semana pasada, ha perdido la cabeza y se ha suicidado en la central eléctrica, electrocutándose. Por ello nuestra localidad se ha quedado sin corriente que lo alimente.
– Me deja sin palabras.
– Y lo de perder la cabeza se lo digo en sentido literal. Se ve que la propia sobrecarga tuvo salida por su cabeza, y se la arrancó de cuajo.
– Madre santísima, Duck. Me deja sin otra alternativa que conceder las licencias a los leñadores.
– Ya le digo que será sólo por esta noche. Cuando vengan los de la compañía eléctrica, me imagino que reestablecerán la corriente en un periquete.
– Ya, pero, ¿y qué le diremos a la mujer de David?
– Bueno, eso es tarea suya. Yo sólo soy el sheriff. Bastante es que le he resuelto el caso.

*. Duck es “pato” en inglés, y Mock, “burlarse” igualmente. (N. del autor).