La Fisura (Capítulo Segundo).

II
            1.
            Arthur Code experimentó una noche pésima. Flotando en una nube de temores insondables y de zozobra onírica, se vio a si mismo zambulléndose en las profundidades negras y glaciales de su piscina doméstica.
            Porque
            “eso”
            era su piscina, aún a pesar del légamo y de un sinnúmero de incontables rocas pulidas y porosas depositadas en el fondo de la misma. Code buceaba bajo diez o quince metros de profundidad, utilizando sus pulmones, forzándolos a dar más de sí. Le dolía el vientre y sintió una serie de agudas punzadas en las extremidades. Soltó algo de aire, viendo las burbujas surgir de sus labios entreabiertos, pendiente de cómo ascendían en espiral hacia la superficie.
            (blup…, blup…)
            Enfiló hacia una roca sinuosa recubierta de algas marinas y la abarcó con ambas manos al igual que un quarterback de los Miami Dolphins haría lo propio con el balón ovalado en los últimos segundos de la Super Bowl, decidido a encaminar a su equipo hacia la gloria con la consecución del touchdown de la victoria final. La miró enajenado mentalmente. Abobado. Con los bronquios obturados.
            Se fijó en la zona de la roca donde no florecían las algas. En esa zona yerma se dibujaba una sonrisa quebrada, lloriqueante. No pudo contener la respiración.
            (blup…)
            La sonrisa dolorosa era una raja de casi medio metro de largo y con la anchura suficiente como para poder encajar el antebrazo entero de una persona adulta. Tan dilatada… No podía creer con cuánta facilidad se extendía.
            (blup…, blup…)
            Code miró a la rendija. Se le nubló la visión. Buscó más aire en los pulmones ya agotados, derrengados como un púgil de los pesos pesados afrontando el último de los asaltos. Abrió los ojos y sintió una opresión pungente, como si se le fuesen a salir de las cuencas.
            Tenía que subir a la superficie.
            Remontar.
            Remontar esos quince metros…
            (blup)
            Pataleó y braceó, y en el momento de girar para afrontar esa ascensión remota y perdida, de la hendidura surgieron dos ojos brillantes de fiebre, con una mandíbula demoníaca entrechocando, abriendo y cerrándose. Los colmillos alargados y puntiagudos se centraron en una de sus piernas.
            (¡¿…?!)
            El mordisco fue atroz. El cuerpo se le puso rígido. El pecho tirante.
           (blu…)
            No lo pudo ver, pero supo que tenía la totalidad del pie derecho encajado en las mandíbulas de la cosa que había salido del agujero. Como en un cepo para osos…
            Terrible.
            Terrible.
            Los pulmones se le reventaban, al límite de la exigencia submarina. Tironeaba de la “cosa” aferrada a su tobillo. Lanzaba bocanadas vacías. Al hacerlo, el agua entraba en su boca. Y la tragaba. Su cuerpo quedó del todo agarrotado. Tragaba más y más agua. Sin parar. Se sentía morir.
            Cuando la “cosa” tironeó de su pierna, introduciéndola en la grieta, Arthur Code blasfemó en sus pensamientos de perdición, se removió encima de la cama y cayó como un pesado fardo encima de la tarima del suelo de su dormitorio.
            Se miró al pie, consolándose al verlo tan entero.
            2.
            Como era de suponer, Code no reconcilió el sueño por segunda vez, permaneciendo tumbado de lado sobre el costado derecho encima del cobertor de la cama. No dejó de observar minuto a minuto la hora que marcaba su despertador electrónico Minroko Hatsuna, deseando que despuntara la mañana.
            Desvelado como estaba, optó por levantarse a las siete en punto. Se relajó con una ducha fría, desayunó frugalmente y se atavió con ropa ligera.
            3.
            William Hope, uno de los vecinos que vivía al lado, pudo observar intrigado desde el ventanal de su dormitorio como Arthur Code, por lógica, un hombre tradicional desde la época de las cavernas, cuyas querencias naturales no se encaminaban precisamente hacia la contemplación puntual del amanecer del día, estaba paseando por su jardín trasero con el ímpetu y la energía de alguien que lo hiciese en ayunas. En un principio, William se imaginó con cierta perspicacia que el bueno de Code estaría saboreando el fresco y emblemático amanecer del paraíso armonioso y consolidado del Condado de Tucksville.
            (fragancia de zarzamora y esencia de pino mentolado a partes iguales)
VENGA Y PERMANEZCA PARA SIEMPRE
EN TUCKSVILLE.
EL PULMÓN DE
AMÉRICA.
            Así rezaba el cartel indicador que se podía ver antes de adentrarse uno en el inicio de los límites del condado.
            Pero no, Code no estaba purificándose los pulmones.
            Estaba inspeccionando sus propios dominios particulares.
            Buscaba algo a ras de tierra, entre la hierba de su jardín.
            William se moría por saber qué coño querría encontrar en la parte trasera de su bungaló, aparte de hierba sana y fibrosa.
            Se incorporó con un codo en la cama, fue hasta el armario del pasillo principal y se hizo con sus antiguos binoculares de la guerra de Corea. Regresó a la cama, tumbándose sobre su vientre respetable y escudriñó a través de las lentes de aumento.
            Arthur Code estaba agachado. William lo observaba como si estuviera a apenas medio metro de él. Casi le podía rozar la nuca con los dedos de una mano, esa es la impresión óptica que le creaban los binoculares.
            – ¿Qué diantres está haciendo este memo? – se preguntó a sí mismo.
            La pregunta no tenía una contestación sencilla.
            O al menos racionalmente asumible.
            Juraría que el vecino estaba rastreando el territorio. Se erguía y comprobaba la consistencia de la tierra con el pie. Deambulaba unos metros y se agachaba, rascando el suelo permeable con la uña. Williams orientó los binoculares hacia la mano que rascaba, apreciando el abundante vendaje aplicado al dedo índice de la misma. Lo tenía tan abultado como una bombilla.
            De improviso, Code se enderezó como el oso amaestrado de una zíngara pizpireta, y rodeó la piscina. William pudo ver que estaba completamente vacía.
            – Qué raro…
            Arthur Code terminó de sortear la piscina, entrando en el bungaló por la terraza.
            Al poco, William escuchó el rugido de un motor de 240 CV. Procedía de la parte frontal de la casa. Abandonó la postura adquirida en la cama y se dirigió a la sala opuesta a su dormitorio, donde los grandes ventanales frontales daban a la calle. Le dio el tiempo justo de llegar para ver como Code se alejaba de la urbanización en su Subaru “Black Style Yoko Oto”.
            William permaneció clavado en su sitio, frente al ventanal central. Los binoculares colgaban de su cuello por la cadena de plata. Se estrujó a fondo el cerebro, buscando algo lógico en el comportamiento estrafalario del vecino. No lo halló por más que lo buscase, como tampoco era conocedor de que Arthur Code se dirigía en su coche hacia el Centro Comercial de Burmingstone.
            4.
            Arthur Code dedicó gran parte de la mañana en Burminstone, la única localidad del condado que disponía de un Centro Comercial. Al poco de llegar, Code se encaminó en dirección a la clínica del pueblo, donde había concertado una cita previa con el doctor Prescott, especializado este en toda clase de enfermedades rábicas. Code le explicó someramente que el terrible estado en que se hallaba la punta del dedo herido fue debido a un mordisco de una ardilla nativa. El doctor se lo examinó con la minuciosidad de quien contempla su colección de sellos con fecha de impresión del año pasado. Al final de la revisión, acordó que lo más acertado era vacunarle contra el tétanos.
            – ¿Seguro que fue una ardilla? – se interesó el galeno mientras le aplicaba la vacuna en el antebrazo derecho.
            – Si. Suelo por costumbre arrojar un puñado de cacahuetes en la parte trasera del jardín de mi casa. Me entretengo observando cómo bajan de los arbustos y se los llevan con los mofletes inflados.
            – No siga. Le entraron ganas de que se le acercaran de tal manera que fueran a cogerle los cacahuetes de la misma mano, y una ardilla ingrata se lo recompensó con un buen mordisco.
            – Y tanto. Menudo bocado me pegó el
            (bicharraco)
            “animalito de los demonios.
            El doctor Prescott estaba muy locuaz. Code tuvo que disculparse por las prisas que llevaba.
            – Adiós, señor Code.
            “Ah… Le recomiendo que la próxima vez que le muerda una simpática ardilla, no deje que pasen veinticuatro horas. Es preferible vacunarse en el mismo instante de la infección. No sea que un día de estos me lo encuentre en la calle echando espuma por la boca como un extintor averiado – le recomendó el doctor en la misma entrada de la consulta. La sonrisa del doctor le dejó un cierto resquemor. Ese semblante tan risueño insinuaba que el médico era ya conocedor que, fuese lo que fuese lo que le había mordido, no era una ardilla autóctona de Tucksville.
            Code abandonó la clínica de dos plantas y arquitectura estilo colonial. Se introdujo en el Subaru negro metalizado. Lo puso en marcha y en completo silencio, como debiera ser con todo vehículo de cuatro tracciones valorado en cincuenta y dos mil dólares, fue recorriendo parte de la calle Grandison, doblando por la intersección de Sinclair Robinson, hasta enfilar la avenida central de Hamilton y alcanzar de este modo el paseo que enlazaba directamente con el Centro Comercial de Burmingstone. Lo rodeó por uno de los flancos, entrando en el área dispuesto como aparcamiento gratuito en horario de apertura al público. Buscó una entrada al parking del subsuelo, bajando por la rampa, dispuesto a adquirir todo el instrumental necesario para eliminar el “problemilla” de la piscina.
            Porque bien pensado, todo el condenado asunto no iba más allá de un conflicto doméstico.
            En este caso, de pesticidas y nociones básicas de albañilería.
  
            5.

            Arthur Code estuvo de vuelta del centro comercial hacia las dos y media de la tarde. No es que hubiera estado inmerso toda la mañana en la vorágine del consumismo desmedido, comprando objetos inútiles y caros como un comprador burgués empedernido, sino más bien aprovechando la coyuntura del deseo irrefrenable de la comida basura. Semejante menú aderezado de hidratos de carbono y calorías a tutiplén estuvo compuesto por dos raciones de pizza, tres coca colas y un batido de helado de caramelo. El local disponía de un equipo de home cinema marca Panasonic (que a tenor de Code, tendría el valor inicial de diez mil dólares en “Gregorie´s”). A través de su enorme pantalla plana se estaban ofreciendo las imágenes nítidas y espectaculares de uno de los primeros partidos de pretemporada del equipo de Los Ángeles Raiders, cuyo oponente consistía en una selección nacional de los jugadores más destacados y notorios, todos ellos profesionales, diseminados en las bisoñas ligas semi profesionales europeas. Code estuvo tan interesado en el evento deportivo, que aun habiendo degustado su comida hacía cosa de cuarenta y cinco minutos, continuaba ocupando sitio en la mesa del comedor avanzado el tercer cuarto del partido. En esos instantes los Ángeles Raiders vencían a los Top Europa por 75 puntos a 5.
            – ¿Se va usted ya? – le preguntó de forma maleducada el encargado de la pizzería al constatar como de una santa vez Code se levantaba de la mesa, dejando el importe de la cuenta al lado de la cajita metálica de las servilletas de papel encerado.
            Code permaneció en silencio, sin inmutarse, abandonando el local por la puerta giratoria.
            – La próxima vez que venga y permanezca dos horas y media ocupando una mesa con el establecimiento abarrotado, háganos el favor de comunicarlo con año y medio de antelación, enviándonos la petición de reserva por paloma mensajera – insistió el dueño con sarcasmo.
            Code no pudo enterarse de esta última ocurrencia del encargado de la pizzería, pues al poco de salir, se estampó de lleno contra la fisonomía pugilística de un transeúnte despistado vestido con un traje negro plano, holgado, y con el dobladillo de las perneras de los pantalones recogido por fuera. Code apenas reparó en su rostro, quedándose con el simple recuerdo de las gafas oscuras que le ocultaban los ojos.
            El hombretón se le quedó mirando por un breve instante. Lo hizo con cierta parsimonia, en una observación nítida desde la cabeza a los pies.
            – Lo siento mucho – se le disculpó formalmente con voz aflautada.
            – Está bien. No ha pasado nada. Otra cosa hubiera sido si me hubiera matado, ja, ja – repuso Code.
            El eventual encuentro concluyó, yéndose cada cual por su lado.

            Al llegar a casa, Code hizo aparcar el Subaru “Black Style” en la parte frontal del bungaló, a escaso medio metro de la entrada del garaje. Descendió del vehículo como si lo hiciera de una nave espacial, y se desplazó hasta el maletero trasero. Lo abrió, empezando a sacar todo lo que había adquirido en el centro comercial. Conforme lo sacaba, lo iba depositando todo en el interior de la cocina.
            Descargado el Subaru, lo resguardó en el garaje e hizo descender la puerta de aluminio con el mando a distancia. Desde la puerta interna del garaje, se metió en la casa, decidido a iniciar las hostilidades.
            6.

            William Hope estaba en plena partida de un juego de mesa por turnos llamado “El Laboratorio Infernal del Profesor Gommus”. Su compañero de partida era su amigo Rusty Smith. Estaban en una fase decisiva del desarrollo del juego. Si William elegía el camino equivocado, el batallón de Zombis Desdentados de su contrincante podría contraatacar con saña, matando a su Gorila Furioso e hiriendo gravemente a su Alienígena Mutante, que por cierto, aún continuaba enjaulado en el sótano del Profesor Gommus por haber caído el número del dado en la casilla equivocada. Entonces fue cuando de repente quedó perfilada en perspectiva secundaria la figura llamativa de Arthur Code en la parte trasera de su jardín.
            – Te toca mover, Bill – le espetó Rusty, inquieto.
            William entrecerró los ojos, atisbando a través del cristal del ventanal de la biblioteca.
            – ¿Qué coño estará haciendo ese? – musitó para sí mismo.
            – Bill, mueve la ficha. Que mi Demonio Rugiente tiene unas ganas locas de echarle mano a tu Secretaria Sadomasoquista del Profesor Gommus.
            William hizo caso omiso al requerimiento. Se levantó de su sillón de mimbre, apresurándose por el pasillo, desapareciendo de la escena de la biblioteca por unos segundos. Rusty ni se percataba de qué iba la fiesta.
            – Bill, vuelve y mueve la puta ficha de tu Vegetariano Caníbal de una repajolera vez.
            William retornó con los binoculares militares colgando del cuello.
            – ¿Para qué gaitas traes eso? No eres tan cegato como para tener que recurrir al uso de unos prismáticos para mover una condenada ficha.
            – Cállate de una vez, Rusty – le repuso William, pegándose al cristal.
            Enfocó debidamente las lentes de los binoculares y contempló a su vecino sin el menor de las discreciones.
            Arthur Code estaba bajando en ese instante mismo por la rampa de la piscina con un equipo de fumigación ubicado sobre su espalda doblada por el peso del aparato. La espectral calavera que advertía de la toxicidad extrema del producto químico albergado en la bomba del fumigador era esclarecedora. Las letras blancas en mayúsculas de la palabra “METOXICLORO CL50” desfilaron con la celeridad de un pelotón de ciclistas disputando el último kilómetro de una etapa llana del Tour de Francia.
            Code terminó de descender por la rampa de la piscina vacía de contenido líquido, hasta quedar oculto en el fondo.
            William apartó los binoculares de las cuencas de sus ojos rodeadas de arrugas marcadas por el paso del tiempo y dejándolos colgados sobre su pecho, se volvió hacia Rusty.
            – ¿Sabes lo que acabo de presenciar, amigo Rusty?
            – ¿Es un dichoso acertijo?
            – No. Te lo estoy preguntando en serio.
            Rusty se removió sobre el asiento de su silla. Se concentró durante un minuto entero. Cuando dio con la solución que aclaraba el misterio, expuso una sonrisa de niño travieso:
            – Ya conozco la respuesta a tu estúpida pregunta. Has visto a una tía de muy buen ver luciendo mini tanga acostada en la tumbona en la parte trasera de su jardín.
            William exhaló un suspiro clemente. Rusty no era una lumbrera andante desde que recibiera un proyectil de ametralladora en la sesera, allá por los cincuenta.
            – Casi has acertado en un uno por ciento.
            – Si no es una tía con las tetas al aire, ya me dirás qué otra cosa inusual te ha podido dejar tan perplejo.
            – Rusty, acabo de ver a mi “entrañable” vecino entrando en su piscina.
            – ¿Y eso qué tiene de extraordinario?
            – No me asombraría si no fuese que la referida piscina está completamente drenada, y el bueno de Code se ha introducido en ella con un fumigador potentísimo cargado sobre sus hombros.
            Rusty permaneció en silencio. Cuando salió de su trance, gruñó.
            – Ya. Últimamente las plagas de mosquitos brasileños están haciendo de las suyas por esta zona del país. Deben de llegar arrastrados por las corrientes del Pacífico.
            “Y ahora, si no te importa, haz el favor de sentarte enfrente del tablero y mover la jodida ficha del Gusano Baboso de una repajolera vez – le farfulló Rusty. – Que mis zombis están hambrientos…
            7.

            Code se colocó bien las gafas protectoras y se ajustó la mascarilla de plexiglás sobre la boca. Introdujo parte del manguito verde en la grieta, y apretando la pera del fumigador, hizo expandir el insecticida en la madriguera. Partículas tóxicas blanquecinas revolotearon a su alrededor como pequeñas nubecillas nada idílicas emergentes de una chimenea de una fábrica industrial.
            A pesar de tener la mascarilla puesta, no pudo evitar toser ante la gran niebla de “METOXICLORO CL50” que se iba formando en el fondo de la piscina.
            – Cof… Cof…
            Estrujó la pera entre los dedos burdos de la mano enguantada.
            La niebla tóxica se fue haciendo más y más densa, casi impenetrable.
            – Cof… ¡COF…!
            Los ojos le empezaron a escocer. El “METOXICLORO CL50” le dificultaba la visión.
            El manguito del fumigador se salió de la enorme oquedad. Code no se dio de cuenta, y continuó fumigando a discreción. Le envolvió una nube semejante a un hongo atómico.
            – Jesús… Cof… Cof…
            Se echó hacia atrás y enfiló hacia la rampa resbaladiza de la piscina. Quiso escalarla, pero en medio de su frustración se fue escurriendo con las suelas de las zapatillas de tenis “Reebok” de quinientos dólares.
            – Maldita sea…
            El fumigador le estorbaba en su ascensión. Antes de intentar el asalto de la rampa por segunda vez, se pasó las correas del artilugio por los brazos, arrojándolo al suelo encharcado. Libre del peso muerto, se dispuso a escalar la pendiente, con el cuerpo inclinado hacia delante. Se deslizó veinte centímetros en caída. Luego avanzó medio metro.
            – Joder…
            Escaló dos tercios de repecho. Era como estar en un ejercicio militar, aunque Code ya quisiera ver a esos reclutas mentecatos adolescentes pecosos atosigados por un nubarrón envolvente de “METOXICLORO CL50” capaz de ocasionar la defunción precoz de una manada de elefantes zambianos.
            “Ánimo, Arthur, ya sólo te queda medio palmo” – se animó a sí mismo.
            Subió el metro que le quedaba de pendiente, coronando el borde de la piscina, y dejándose caer sobre la hierba del jardín, se arrastró por el suelo como un reptil, magullándose los codos y las rodillas, alcanzando la terraza salvadora. Se incorporó de rodillas, desencajando la luna de cristal, cerrándola nada más refugiarse en el interior del bungaló.
            Mientras encendía las ráfagas máximas del aire acondicionado, despatarrado encima del sofá, afuera, en las inmediaciones de la piscina, la nube tóxica se fue levantando con la colaboración desinteresada de una brisa del poniente.
            Un cuarto de hora más tarde, con la nube de “METOXICLORO CL50” ya difuminada, Code salió de su búnker con una varilla de aluminio de un metro de longitud. Se dirigió hacia la inevitable piscina. Descendió por la rampa de hormigón y se encaminó hacia el límite del nivel de adultos, dejando detrás el maltrecho equipo de fumigación.
            Sonrió hacia la grieta de casi un metro de longitud.
            Tenía la anchura suficiente como para acunar a un niño recién nacido de cuatro kilogramos de peso carnoso.
            – Estás creciendo, ¿eh? – dijo, dirigiéndose al hoyo. – Pero el bicharraco que estaba formando la entrada ya estará bien frito. A que sí.
            Para confirmar esta aseveración, hizo introducir la varilla en la grieta.
            El metro de aluminio no encontró ningún obstáculo. Code quiso ahondar más, pero el recuerdo del día anterior le hizo retraerse. Se conformó con remover la varilla.
            – La cosa que construyera este túnel debía de tener el tamaño de un topo – aseveró para sí mismo convencido de tener cierta sabiduría de biología marina.
            Concluyó la inspección interna del hoyo, sacando la varilla y ascendiendo por la rampa de la piscina, fue recogiendo el fumigador “Havoc” de 350 dólares.
            Al poco regresó con una baqueta, un saquito de cemento y un cubo de agua, además de una extendedor de cemento y una paleta.
            Lo llevó todo al fondo de la piscina, dispuesto a rellenar el agujero.
            8.
           
            Arthur Code durmió esa noche como un bendito. Con la tranquilidad que aportaba saber que la grieta-madriguera había quedado bien cerrada, sellada con la capa de cemento impermeabilizado “Ultraquick”, a Code no le quedaba otra preocupación que la de aguardar a la espera del período de solidificación de la argamasa para poder llenar la piscina, y así darse algún que otro chapuzón con las amiguitas de Tracy, la dueña del burdel “Flame Island” emplazado en la localidad vecina de Bedville.
            Sí, con un día tan ajetreado, necesitaba recuperar el ánimo.
            La mejor receta médica era asistir a las lecciones particulares de Lucy para aprender a nadar de espaldas.
            O a las de “Boom-Boom”.
            No, mejor con Martha.
            ¿Y por qué no con Paula?
            Aunque Brenda…


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2 comentarios en “La Fisura (Capítulo Segundo).

  1. Parcee que todo le ha salido bien a COde, pero no se porque, me da que el bicho ese de la psicina, sea lo que sea, no se va a rendir tan facilmente…. en fin, a ver como termina la historia.

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