Calipso actualizada

Se hallaba Federico enfrascado en la ardua y nada gratificante labor de marcado del hierro familiar en las exiguas caderas de las vaquillas y becerros cuando surgió el imprevisto de la estremecedora petición de ayuda por parte de la hermana, aún en fechas de cumplir la mayoría de edad. La chiquilla se abalanzó de pecho sobre la cerca, oprimiendo la madera rústica y maltratada del listón superior con tanto exceso, que más de una de sus uñas quedó mellada.
Esa mañana, de infausta remembranza para ellos dos, nació con el atributo canicular del sofocante estío. Apenas cabía respirar con suficiencia si acaso se realizaba un esfuerzo físico de lo más generoso, tal como era haberse recorrido una media milla larga de distancia desde la casona colonial donde residían con su padre hasta el recinto acotado donde se guardaba el ganado. El camino recorrido era pedegroso, más propio de transitarlo montado a caballo o en carreta, que a pie y a ritmo de caminata lo más apremiante posible, razón por la cual la azarosa presencia física de Fidelita estuviese rociadita del sudor por la trotina, con las vestiduras camperas destempladas y moteadas de círculos de acuosa transpiración axilar y pectoral.
Federico se contuvo de perfil, sin erguirse del todo, sosteniendo el hierro de la divisa de los Marañones Gaztañaga en oblicua alzada. El ternerillo, inmovilizado a los pies del heredero del clan familiar por el uso de dos recias maromas que contenían su ímpetu bravo por las fuerzas temperamentales de dos mozos de campo, se dejó domeñar por un intervalo de segundo antes de revolcarse sobre el costado derecho en el momento mismo que habló Fidelita:
– ¡FEDERICO…! ¡Ay, Federico! Nuestro padre… ¡Ay, padrecito nuestro!
Su hermano arrojó el hierro candente sobre el firme terroso del redil de separación, acercándosele raudo y solícito. La faceta latente de la preocupación guardó clandestino refugio en las facciones grises de su rostro flaco y por desgracia, nada apuesto, curtido ya por los años que conforman la integridad de los cuarenta. Al poco de colocarse frente a Fidelita hizo posar la mano diestra sobre uno de los hombros de la pobre desconsolada.
– ¿Qué acontece, hermana? ¿Qué le ha pasado a nuestro progenitor?
– Ay, Federico… Ya conoces lo mal que tiene la osamenta. Tan debilitada la tiene, que cualquier pieza por minúscula que sea que se presente en el trayecto de su caminar, le hace correr el gran riesgo de descalabrarse de por vida.
– Si, claro que lo sé, Fidelita. Por eso le instamos a que utilice la silla de ruedas bajo la celosa vigilancia de la enfermera contratada a tal efecto.
– Pues no sabes, Federico, que la incapaz de la enfermera estaba ausente porque se había encariñado con uno de los lacayos de la guardia de la hacienda, y estando ella muy ocupada en una de las estancias del piso superior, al padrecito le apeteció aliviarse, y sin poder aguantarse de ganas por más tiempo, se nos puso erguido y presto como si aún fuese el muchacho sano y fortachón de su añorada juventud, y al arrimarse de medio solapillo por el corredor que conduce al cuarto de aseo, perdió pie y medio por un pliegue mal dispuesto de la alfombra, y sin mayor afán que propiciar el duelo general de la familia, cayó sin reservas posibles contra el canto de una mesita rinconera, la volteó y se desnucó contra el auricular del teléfono, que está compuesto de un material romo, nítido y contundente. Me es harto imposible poder precisar en tiempo el rato que llevaba postrado en esa postura moribunda, ya que para cuando me lo encontré, un charco de sangre, oscura, oscura, circundaba la parte posterior de su grueso cuello. De lo demás, no más rememoro su efigie lánguida, con los ojos sellados pestaña con pestaña y con el micrófono del receptor del teléfono emitiendo un constante e impertinente “pri-pri-pri”.
Una vez relatada la triste muerte de su padre con la relación de los hechos tal como sucedieron, Fidelita clavó la energía agotada y lastrada de los luceros en la inmensidad del estrato celestial, en cuyo horizonte el astro solar evidenciaba la soledad matinal alejado del más mínimo trazo nuboso que pudiese ocultar su disco esplendente de la mera observación mundana; y sumiéndose en el ojo central de un remolino de sentimientos afectivos, la joven padeció un desmayo de pura lógica emocional, reposando su ser sobre la permanente rudeza del suelo.
– ¡Fidelita! – exclamó Federico, sorteando el tramo de vallado de un poderoso brinco atlético, alcanzando el lado opuesto con la intención de prestarle a su hermana los primeros auxilios. Pudo apreciar aliviado que la mencionada respiraba con aparente normalidad. Conforme empezaba a reponerse del vahído, Federico colocó su camisa de franela en forma de almohadilla debajo de su cabeza, y llamando a los vaquerizos más cercanos, les ordenó con predecible vehemencia que cuidaran de ella conforme él acudía a la hacienda, dispuesto a comprobar el óbito de su padre en primerísima persona.

*****

Encontró al principal valedor y promotor de la familia en la disposición anímica que Fidelita le hubo expuesto entre profusión de gimoteos y lagrimones. El cuerpo se hallaba discretamente tendido de espaldas contra el tapete de vivos colores propios del folklore mejicano, con la base de la nuca rematada contra el asidero del receptor del teléfono. El círculo irregular del charco de su sangre se tornaba grumoso y espeso y tendía a ir adquiriendo una traza oblonga similar a la masa de las tortitas de maíz al echarla sobre la sartén.
– Padre – murmuró desolado. Se arrodilló ante el rostro exangüe del patriarca que impulsó una de las ganaderías cárnicas más respetadas desde la paradójica sima de la nada. El rotar del pulso arterial se le disparó hasta alcanzar el límite que antecede a la furia descontrolada. Se puso firme, furioso y desatado como una tormenta de verano, y recorriendo la planta baja de la vivienda se dedicó a buscar a la autora de la muerte anticipada de don Pedro Marañones Gaztañaga por la impericia de su negligencia.
– ¡Enfermera! ¡ENFERMERA! – voceó entre las paredes maestras con tal relieve y apremiante pujanza, que su llamada a filas retumbó con la sonoridad de un alarido de guerra irrefrenable que diera inicio a la conquista de la empalizada enemiga.
– ¡Enfermera! – continuó, enardecido ante cada negativa recibida.
Una vez que se hubo cerciorado de la no presencia de la enfermera en la planta baja, asumió el pie de la imponente escalera principal de madera de nogal que culminaba en las dependencias superiores.
Su petición de carácter infinito, acorralando a la persona que buscaba sin cesar:
– ¡ENFERMERA…!
Recorrió el descansillo antes de acometer el vasto rellano de las habitaciones de uso privado.
Estuvo predispuesto a gritar una nueva demanda cuando la puerta de tallado artesanal, correspondiente a uno de los aposentos del ala oriental – precisamente se trataba del suyo propio – quedó mínimamente entreabierta. Apenas percibió el halo de un dedo femenino, apartándose a destiempo del largo derecho del marco, con la perspectiva de la habitación expuesta al exterior a través de la franja rebosante de oscuridad. Las persianas se mantenían aún echadas, costumbre inalterable de una de las muchachas de la servidumbre cuando le correspondía rehacer la cama balda quinada.
– ¡Enfermera! -rugió Federico, irrumpiendo en su dormitorio encendiendo las luces procedentes del centro del techo artesonado, agrupadas y diseñadas en forma de una costosísima lámpara araña de dátiles cristalinos colgando a modo de ornamento de cada uno de sus brazos.
Se le cortó la respiración al encontrar a la enfermera desvestida encima de su lecho, envuelta por las cortinas de tul gasificadas que evitaban la intrusión de los mosquitos. Por vez primera reparó en la indudable belleza de la mujer, de fino talle, consentidos y tersos senos, largas piernas torneadas y tersa piel del tono de la canela. El uniforme blanco que informaba de su supuesta dedicación plena hacia el bienestar de los enfermos permanecía doblado contra el recto y alto respaldo de una rancia silla de imitación isabelina, con los zuecos al pie de la misma. La figura estimable de la asistenta se mecía entre el cortinaje de tul, desvelando la placidez sensual de su semblante cada vez y ocasión que la corriente de aire mecía la tela. Tenía las cejas y los cabellos barnizados por el tinte, éstos últimos recogidos en una extensa trenza de complicada elaboración. La tez le respetaba su entrada en la sutil elegancia de la treintena. El iris de sus ojos reflejaba el rastro de un fino pincel de tinte castaño miel. Los pómulos salientes en armonía consensuada con la curvatura del delicado mentón. Y realzando este singular empacho visual y carnal, los labios carnosos, henchidos de la tonalidad nutritiva del melocotón.
– Ven conmigo, Federico… – se insinuó la mujer, serpenteando los brazos y balanceando la cintura con sensualidad manifiesta asentada encima de las rodillas.
Federico bosquejó en un único segundo una retahíla de fantasías lindante lo pecaminoso, estando a un milímetro de dejarse llevar por los arrullos libidinosos emergentes de la afrodisíaca anatomía de la mujer, pero la memoria ilustre y presente de su padre lo mantuvo sobrio y ecuánime.
– Federico…- musitó nuevamente la enfermera, arrimándose al lado más proclive al contacto directo con el principal heredero de la fortuna de don Pedro. La cortinilla de tul quedó descorrida, exhibiéndose y dejándose llevar cual atrayente sirena marina.
– ¡NO! – se negó en escucharla.
“¿Cómo piensas que voy a tener la intención de acostarme contigo, cuando tu irresponsable dejadez ha ocasionado la muerte de mi padre?
– Yo no lo maté, Federico…
– ¡Pero cómo os negáis en decir la verdad! Mi hermana me ha informado de la forma en que le dejasteis a solas para mantener relaciones íntimas con uno de mis guardas…
Federico estaba en ardua lucha contra sus deseos más irracionales. La mujer era demasiado hermosa. Estaba seguro que NUNCA ANTES lo había sido. Él era un hombre de soltería celebérrima en el rancho pero de instintos bajos. Las juergas que se corría en los lupanares eran de sobra conocidas en toda la región, y si aquella mujer hubiera sido realmente bella desde un inicio, él, Federico Marañones, el más macho de todos, no habría tardado ni un minuto en cortejarla desde el principio hasta convertirla en una más de sus muchas amantes.
La figura libidinosa continuaba pródiga en sus cadenciosos movimientos y requiebros de serpiente encantada.
– Ven conmigo, Alfredo…- susurró la damisela, situándose a su lado.
– Yo NO soy Alfredo.
“Alfredo Laborda es mi lacayo – matizó Federico, estremecido por la revelación. Dio unos cuantos pasos hacia atrás y agachándose con presteza sobre el suelo entarimado, se puso a atisbar debajo de la cama. Debido a la oscuridad imperante en buena parte de su interior, sólo lograría entrever las plantas de los pies descalzos del infortunado subalterno carente de toda vitalidad en la misma dimensión que lo estaba su padre.
– No te vayas de aquí, Federico… No te alejes de mí… Sólo deseo que seamos uña y carne. Marido y mujer. Ahora heredarás la hacienda y las tierras de tu anciano padre. Me tendrás siempre a tu lado aunque no te prometo la continuidad de tu linaje, pues la esencia de mi raza no es proclive al mestizaje entre distintas especies, al menos con gente del talante de don Pedro y vos…
– No menciones más el honorable nombre de mi padre, bruja infame…
– No te queda otra que sucumbir a mi hechizo inofensivo… No eres más que un simple mortal de carne, huesos y sesera.
– No me digas. ¿Y Vos, qué sois?
– Yo soy Eterna. Todas nosotras lo somos, ya que convivimos en la noche de los tiempos.
Y sin entrar en mayores consideraciones, la hechicera se abalanzó sobre Federico, abrazándolo con la firmeza de una fiera hambrienta que jamás soltará a su presa hasta haberse alimentado de su carne

*****

Fidelita estaba regresando a la hacienda “La Más Querida”, cuando vio de lejos la figura de su hermano llevando del brazo a la inútil de la enfermera ante una de las calesas dispuestas ante el porche de la entrada de la casa. La joven apresuró sus pasos, pero para cuando llegó frente al frontispicio del hogar de los Marañones, Federico ya se encontraba de pie sobre el pescante, ahíto de frenesí por hostigar a los trotones con el ímpetu del látigo y el estímulo de las riendas.
– ¿A dónde vas hermano con esa desdichada?
“Antes hemos de disponer los preparativos del velatorio de nuestro padrecito -tuvo tiempo de interpelarle antes de que emprendiera camino lejos de la finca.
– No te preocupes, Fidelita.
“Nos vamos a la ciudad para iniciar los trámites del funeral y su posterior entierro. Y dado que nos piílla de paso, aprovecharemos la visita al padre Dimas para confirmar mi unión con Silvana en santo matrimonio – respondió su hermano en tono monocorde sin volverse de medio lado para mirarla a la cara en el momento del adelanto. La calesa avanzó a buen paso por la vereda que partía de la hacienda con la rejuvenecida prometida en la parte trasera esbozando una tenue sonrisa que simbolizaba externamente su irremediable triunfo.
– ¡Dale fuerte a los animales, Federico!
“Sabido es que no deseo permitir que tu amado padre permanezca expuesto más de lo debido ante los rigores de la descomposición. Hete tú que embalsamado quedará de mil maravillas – comentó a su obediente siervo, la llave maestra que iba a concederle el manejo firme de “La Más Querida”, permaneciendo en franco silencio durante el resto de la travesía.

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