Y se tiró un farol…


I

Nada más verle, Richie se lo señaló con un dedo, gritando de forma alborozada:
– Ese de allí… ¡Ese es DOUG!
Douglas se hizo el loco, gastando una gracia irreverente a un grupo de amigas pertenecientes a un curso inferior al suyo.
– ¡Ehh…! DOUG. ¡Doug! ¡Ven aquí, viejo perro! – masculló Don Salabrio, haciéndole señas.
Doug se fijó en la pareja que iba adherida al novato de turno. Se dejó querer, y un par de minutos después se dejó caer por ahí, arrastrando los pies. Doug era un muchacho casi barbilampiño, de estatura normalita pero repleta de cachas descollantes y de músculos bien labrados. En otras palabras, era un bloque de granito esculpido en el gimnasio de la universidad a base de sentadas de pesas, bicicleta fija, simulador de “jogging” y fármacos dopantes.
Sus ojazos de buey en celo se posaron en la figura retraída del “freshman”1. Lo miró de forma velada. Daba pena. Demasiado prolongado y escuálido como el sarmiento. Hasta se le apreciaba el hueso filtrado a través de la piel como si esta fuese simplemente un impermeable de quita y pon, y lo que hubiera debajo careciese de toda masa muscular. Patético.
– ¿Si? – se interesó, consciente de que le iban a preguntar por la misma chorrada de siempre.
– Este es Robert, Doug. Acaba de aterrizar como quien dice.
Le sostuvo la mirada bovina.
– Qué tal.
– Mucho gusto, Douglas.
– Doug, le hemos comentado una de tus proezas más recientes, y se nos ha quedado con cara de pez.
– En otras palabras, no te cree, Doug – añadió Richie, acompañado de una risita endeble.
Doug dejó los brazos descansando en jarra. Sus ojos se recluyeron en sus órbitas rasgadas dejando unas meras líneas horizontales entre pestaña y pestaña. La puntera de su zapatilla derecha empezó a retumbar sobre el suelo enlosado de la galería.
“pat”, “pat”, “pat”
– Voy a ser conciso contigo, amiguete…
“Esta historia ya se la he relatado a medio campus y termina por apestar. Con que confórmate con escucharla una sola vez.
“Vivo en el infierno de “Greenplace”. Se cometen una media diaria de dos violaciones, cinco atracos con arma blanca, nueve con arma de fuego y dos “por cojones”, además de un homicidio. Desmanes propiciados por la acentuación de la guerrilla urbana entre las pandillas de negros, portorriqueños, italianos, rusos y ucranianos, quienes saquean y coaccionan a los dueños de las tiendas minoristas de la zona, la mayoría de origen chino y árabe. También hay un promedio de tres tentativas de suicidio y las sectas más destructivas no hacen más que acosar a los adolescentes más inmaduros. Yo de crío tenía un cierto estilo similar al tuyo. Era un bicho enfermizo, insignificante e indefenso. Un día de esos me metí de lleno en el mundillo de las pesas y lo compaginé con un pastiche de logros que me proporcionaran mi propia autodefensa. Aglutinaba la esencia de todas las artes de lucha oriental más dañina con la rudeza y la subida de adrenalina que incentivaba la práctica del boxeo. Así fui superando mis limitaciones hasta adquirir esta coraza de tortuga. Desde entonces nadie puede conmigo. Date cuenta que el camino que me conduce hasta aquí, tanto a la ida como a la vuelta, es un peligro constante. Por eso siempre voy bien armado y cuando me buscan las cosquillas, no dudo ni un pelo en rajarles como si fueran simples odres de vino.
“Estoy en lucha nocturna y hago vida de murciélago.
– Pero lo de la amputación de un brazo a mordiscos…- clamó Robert, incrédulo.
– Si eres escéptico no voy a molestarme lo más mínimo. Yo cuento lo que me ocurre con crudeza y sin reparar en los detalles más sanguinolentos – soy un ferviente admirador de la obra fílmica del director Romero2 -. Tenemos por ejemplo a ese negro que me asaltó la noche pasada en Central Park. ¿Sabes lo que le hice? ¿Tienes la menor noción de qué clase de suerte corrió?
– Lo destrozó – se le anticipó Don.
– En efecto. Le hice papilla, sacándole las tripas calientes y seccionándole el miembro superior derecho desde el hombro. Hasta fui buen cristiano y llamé de forma anónima a “Urgencias”.
– Pero… Es todo tan… tan… BRUTALMENTE IRRACIONAL.
– Si, ya sé. Más propio de la guerra del Viet-Nam, pero date cuenta de que esto es la jungla urbana y sólo sobreviven los más fuertes y resistentes en la lucha diaria cuerpo a cuerpo. Porque si esperas a que tu mamá te saque del lío en que estés metido, ya puedes olvidarte de volver a dormir de manera placentera en la cama calentita de tu dormitorio nunca más. Las tumbas son bastante frías, sabes.
– Me dejas alucinado. Estás ensalzando los principales precepto del fascismo ultraderechista americano – repuso Robert, indignado ante la exaltación de la violencia gratuita. Arrugó la nariz como si fuera un acordeón.
Doug se limitó a sonreír de manera cínica. Se dio media vuelta y se marchó de la escena arrastrando los pies de mala manera como si le pesasen, como si los tuviese metidos en sendos bloques de cemento.
– ¿No te lo decíamos? Menudo carácter el de Doug – hizo constar Richie, silbando.
– Ese tío es un fanfarrón. Un fantasma. Os aseguro que si se encontrara de veras con dos drogadictos armados hasta los dientes en pleno “mono”, solito y desamparado en la medianoche del Harlem, se nos iba a mear en los pantalones, rompiendo a gimotear como un niñato burgués consentido por sus acomodados padres, suplicando piedad igual que el reo desahuciado que es conducido hacia la silla eléctrica tras haber sido desestimado por el Juez Máximo del Tribunal Supremo la última solicitud de aplazamiento de la ejecución – rezongó Robert, metiéndose las manos en los bolsillos desfondados de los desteñidos “jeans”.
Don y Richie se le quedaron mirando como una pareja de cuervos, y cuando iban a comentar algo al respecto, el novato ya se encaminaba hacia el interior de su aula.

II

Una semana después:

– Oye, ¿ya te has enterado de la última hazaña de Doug?
– No. Ni me importa – respondió escuetamente Robert a Gloria.
– Pero es tan impresionante. Afirma que dos pordioseros tuvieron la tentación de asaltarle en los arrabales del East Side. Uno esgrimía el gollete partido de una botella de ron, con las puntas del cristal como los colmillos de un perro pastor alemán rabioso, mientras el otro le amenazaba con un bate de béisbol con el escudo de los Yankees serigrafiado en la punta. Dice que consiguió escurrirse de entre los dos sin el menor esfuerzo. A uno le clavó la navaja de defensa personal en las cervicales y al otro le arrebató el bate y lo molió a golpes como a una estera.
“Dice que lo guarda en casa, con la punta teñida de sangre.
– “Doug dice…”, “Doug proclama…”, “Doug se jacta…”. Eso no entraña gran dificultad. Hablar de boquita, lanzar faroles sin más ni más, no cuesta dinero. Yo también puedo presumir de haberles dado una paliza mortífera a tres miembros de la Yakuza más sanguinaria de Japón.
– Pero nadie te tomaría en consideración.
– ¿Lo dices por mi físico?
– Ciertamente es muy precario.
– ¿Y?
– Y si eso se ve acompañado por tu escaso talento a la hora de mentir…
– O sea, creéis a este tipo roqueño sólo porque exhibe esos pectorales y esos bíceps montañosos a punto de reventar la camisa que lleva por cada una de sus costuras.
– Destila sinceridad-
– Ja. Yo si que destilo sinceridad. Y todos me dejan de lado como si estuviera tiñoso.
– Pero es que tu sinceridad es distinta. Como más artificiosa.
– Qué…
– Doug puede parecerte arrogante y presuntuoso a primera vista para quien no lo conoce, pero en el fondo es razonable. Lo que dice se cree, o al menos se asume. Lo comenta como quien dice que va a salir a comprar el periódico matutino.
– Pero lo que comenta es inadmisible. No es factible que pueda ser cierto. No puede ser tan destructivo. No existe en la vida real, y menos en el mundo actual, el “Rambo” de carne y hueso. Por ejemplo, confírmame este extremo: ¿acaso hay alguien que afirme haberle visto en plena acción? ¿Existe algún testimonio que ratifique que el “querido” muchacho sea el encargado de erradicar parte de la delincuencia de la Gran Manzana bajo el uso de métodos tan contundentes?
Gloria meditó un rato. A los pocos segundos sacudió la cabeza con lasitud.
– No.
– ¡Ajá! ¿Ves lo que te digo?
– Pues yo le creo. Casi toda la Universidad le cree.
– O se le tiene tanto respeto y miedo, que prefieren creer todas sus patrañas a cambio de que no le de por partir cráneos en la cocina del comedor por el pésimo menú del día. Para mí el tío es un energúmeno sumamente peligroso. No entiendo cómo consiguió la matrícula de ingreso, ni cómo le dejan jugar con el equipo de fútbol americano.
– ¡Oh! Eres imposible. Doug ES normal.
– No me lo digas más, que me va a dar la risa tonta.
– El que parece no encontrarse nada cuerdo eres tú, que no haces más que intentar desprestigiarle a todas horas del día.
Dicho esto, Gloria recogió sus libros, abandonando la clase, dejándole allí tirado como un objeto inservible.

Días más tarde.

– ¡Eres un fenómeno, Doug! De lo mejor que hay en el mundo.
– Si los “polis” tuvieran una mínima porción de tu coraje, hace mucho tiempo que la delincuencia callejera estaría erradicada de este condenado planeta canceroso.
Robert se sumó por su propia cuenta y riesgo al grupo. Su semblante era sardónico, destilando incredulidad a litros.
– ¿A quién has ajusticiado esta vez, “Terminator”?
Doug frunció el ceño y espantó una mosca con una mano.
– Tuve una nochecita tranquila. Me salió un maricón por una esquina mal iluminada con una navaja de hoja oxidada y con el filo mellado. El tío llevaba una cuerda. Al parecer el muy lelo quería vejarme.
– ¿Qué le hiciste?
– Le arranqué la navaja de las manos de una patada precisa, le abrí la bragueta de los pantalones y le corté los huevos, naturalmente. Lo dejé ahí tirado porque me inspiraba algo de lástima, con sus lamentos y lloros de “loca”.
“Por lo demás, era como darle de patadas a un gato castrado.
Robert silbó simulando honda admiración. Llevó una mano al bíceps del brazo derecho de Doug y le oprimió la bola.
– Menuda cantidad de fueraza concentrada en un solo brazo. Si un día de estos te decides, puedes dedicarte a derruir edificios condenados a la ruina, ahorrándole gastos innecesarios al ayuntamiento.
Doug se crispó como nunca antes lo había hecho en pleno campus, propinándole un empujón de jugador profesional de hockey sobre hielo que lo puso patas arriba como a un sapo.
– Tienes la mente muy obtusa, amiguete – observó con acidez hacia Robert.
– Y tú dispones de un cerebro de hormiga. El día que me traigas un souvenir de una de tus disputas infernales, será entonces cuando te otorgue algo de credibilidad.
Doug se serenó, relajando los músculos adustos del rostro.
– No le hagas el menor caso, Doug. Se trata de un alfeñique que te tiene envidia.
– Si, un caso perdido – le animaron sus amigos lisonjeros de forma innecesaria mientras se iban distanciado de Robert.

III

Los pitidos electrónicos de sus relojes de pulsera aclararon que eran las once en punto de la noche. Los tres individuos embutidos en sus atuendos negros carbón se encaminaron por uno de los largos accesos exteriores sin pavimentar del parque. Cruzaron por debajo del dintel de dos puentes lóbregos y dejaron atrás una fuente luminosa con su estanque barroco. Quedaba ya poco para llegar hasta uno de los pasadizos. El triunvirato caminaba lo más firme y decidido posible, y cuando alcanzaron la boca del túnel de un pasadizo, se dejaron engullir por las sombras.

La figura del Gran Justiciero Nocturno surgió de forma inopinada de entre las tinieblas de una senda natural jalonada en sus flancos por setos de dos metros de altura como un vampiro decimonónico que abandonara su ataúd carcomido, bordeando la fuente luminosa con la que confluía el final del camino. Sus botas militares resonaban sobre el piso de cemento de la pequeña plazuela.
“pas”
“pas”
“pas”

Se detuvo de lleno con la intención de fumarse un cigarrillo “Marlboro” encendiendo el mechero. Cuando bajó la tapa del encendedor con el pulgar, pudo vislumbrar la terna emergente del interior del túnel del fondo. Esgrimían un bate de béisbol, un machete de cuarenta centímetros de largo reliquia de la guerra de Indochina y un AK-47 trucado, reconvertido en arma automática. Le fueron rodeando, sopesando el armamento entre las manos enguantadas. Llevaban los rostros ocultos detrás de unas caretas de látex con los rasgos porcinos bien definidos. Estaban sonrientes, mostrando sus colmillos puntiagudos de jabalí. La respiración no era la más deseable, ya que los orificios nasales eran relativamente diminutos.
– Hola, grandullón – le saludó el más alto de los tres resollando entre dientes.
Doug se centró en los ojos de los asaltantes. El más alto los tenía castaños, el mediano que esgrimía el machete con todo orgullo tenía el iris de un azul celeste bruñido y el que le estaba apuntando con el AK-47 los tenía del tono verdoso claro de una canica de cristal.
El más bajo de estatura regurgitó el chicle que estaba mascando.
– Queremos tu dinero.
– Si, suéltalo ya. Si la cantidad es cuantiosa, digamos en torno a los mil dólares, puede que solo te propinemos una paliza digna de taberna barata.
Doug los estuvo estudiando desde el mismo momento que se le presentaron.
Conocía el impulso que les llevaba a cometer esa insensatez.
– ¿Queréis saber una cosa? – les preguntó con la frialdad de un témpano.
– ¿Qué pasa, Mister Universo?
– Que no va a ser yo quien os financie hoy la compra de vuestra dosis diaria de droga.
Los cogió con el culo al aire, saliendo disparado del círculo central en el que se hallaba, avanzando a grandes zancadas sobre el cemento cual Carl Lewis en la final de los cien metros lisos de la cita olímpica de Los Ángeles´84.
Pasó por debajo del dintel del pasadizo, refugiándose en su interior.
– ¡Eh, cabrón! ¡No te escabullas tan pronto!
El más magro y alto, flaco como un junco, se destornillaba de la risa, preso de un ataque de hilaridad incontrolable, viéndose de inmediato acompañado por sus dos compañeros.
– ¡Miradle! ¡Mirad cómo pierde el trasero! El famoso Terminator de “Greenplace”…
– La máquina aniquilante de la “Gran Manzana”.
– Está corriendo más que un jaguar enloquecido.
– Eh, vamos a hacer que sude un poquito más. Ya sabéis. “El miedo es libre”.
– Si, hay que dejarle alguna cicatriz que otra para que aprenda.
Los tres desfilaron en punta de lanza hacia el pasadizo. No se apreciaba ni el más ligero movimiento en su interior.
– Aquí estamos, mister ratón.
– Te vamos a rebanar las orejas.
– Voy a atizarte con el bate en las costillas como a una piñata.
El larguirucho permaneció en la entrada al túnel, cortándole la presunta retirada, con el bate palmoteando contra la palma de su mano derecha.
“plas”, “plas”
Los contornos de sus dos compinches desaparecieron en la creciente oscuridad como si estuvieran envueltos por la niebla densa: primero las piernas, le siguieron los torsos y brazos y por último las cabezas.
Esas cabezas porcinas…
– ¡HEY! ¡YUJÚUU…! AQUÍ ESTAMOS…
Esas fueron las últimas palabras que escucharía el larguirucho en los próximos tres minutos. Aguardó en silencio. Palmoteaba el bate.
“plas”, “plas”
Creyó escuchar movimientos bruscos en esa boca de lobos.
Siguieron unos aullidos altisonantes, de corta duración.
– ¡Eh, chicos! Quedamos en no pasarnos. Convenimos en bajarle los humos, pero no hablamos nada al respecto de zurrarle la badana hasta dejarlo parapléjico – les avisó, preocupado de que la subida de adrenalina pudiera acarrear fatales consecuencias para el fanfarrón de Doug.
Unos pies respondieron a su advertencia. Se arrastraban por el suelo con la pesadez más propia de un zombie.
“rashhh”
“rashhh”

Hasta surgir de la nada la figura cadavérica de Hillman, con la hoja del machete empalada en su cuello de lado a lado como si fuera una brocheta para caníbales.
– dioshh – musitó, vomitando sangre oscura.
Hillman dio dos tumbos de bebedor, cayendo redondo sobre los zapatos de goma negra de su compañero. Este se apartó de él, achantado por el terror que planeaba en círculos a su alrededor como una ave carroñera.
Una luz poco diáfana apareció hacia la mitad del interior de la cuerva urbana, para morir a los pocos segundos, sumiéndolo de nuevo entre penumbras espesas como el petróleo.
Aún en trance por lo que acababa de ver (y que permanecía tendido sobre el suelo a escasos centímetros de sus talones), dio unos pasos al frente, apartando en un recodo de su mente la inesperada muerte de Hillman.
– ¿Diamond…?
Encendió el mechero que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón de cuero. A mitad de la incursión pudo ver la vaga silueta de Diamond, apoyada de frente contra una columna de hormigón.
– ¿Dia…? ¿Diamond?
El brazo le temblaba como si fuera el injerto del “rockie” lanzador que en su primer partido como profesional debía de realizar la última tanda de lanzamientos que eliminase al último bateador del partido, con las tres bases ocupadas y ganando por sólo una carrera de diferencia en la última entrada. Se aproximó dos metros en diagonal hacia el cuerpo de su amigo y le iluminó la cara con la pálida e indecisa llama del encendedor.
Diamond tenía los ojos en blanco.
– Diamond…
Un hilillo de masa encefálica descendía de su sobresaliente frente. Vio el hierro herrumbroso que nacía de la columna como un enorme punzón. Diamond tenía la extensión del hierro ensartado por la frente, en la divisoria de las dos sienes, saliéndole por la parte posterior del cráneo.
– ¡Jesús!
Estaba absorto en su horror. Las sombras, hasta entonces quietas, se movieron en su cercanías, reproduciéndose a su alrededor con el acecho del depredador ante su pieza de caza. Alguien le oprimió el hombro derecho. Lo contempló de refilón, viendo la poderosa mano de Doug oprimiéndole la clavícula como si fuese la pinza de un cangrejo.
– Doug…- suspiró como el aire de un fuelle. Se volvió y se le encaró de frente.
Doug estaba mirándole con indiferencia. La vista perdida más allá de la espalda de su oponente.
– ¡No, Doug! ERA UNA BROMA. Todo era una puñetera broma…
“UNA BROMA.
“UNA BROMA PESADA
-. Se quitó la careta y lo arrojó al suelo encharcado de lluvias pasadas.
La faz porcina se le quedó mirando desde el suelo. Las cuencas vacías ahora de vida…
– Doug, soy Robert. Robert, Doug. Me conoces… De la Universidad.
Doug le arrebató el bate de béisbol de las manos. No hubo resistencia al hacerlo. Es más, Robert no había caído en la presencia del bate hasta ese momento, ni siquiera lo había sentido entre las manos enguantadas de la cantidad de miedo que tenía metido en el cuerpo.
– Doug, dita sea…
– Yo no le conozco, “señor” – musitó Doug con la vista clavada al frente, observando la entrada del túnel.
Los ojos de Robert se salieron casi de sus órbitas.
¡No era para menos!
– ¡DOUG!
– Eres una escoria.
– Soy Robert Malone. COMPAÑERO DE CAMPUS. DE PRIMER CURSO.
– Insisto en que no le conozco.
– Doug
Lo aplastó de espaldas contra la pared enladrillada del pasadizo, le abrió la boca todo cuanto pudo tirando de la mandíbula hacia abajo con una mano y le metió la punta del bate, apretando con insistencia incontenible, destrozando la dentadura, ahogándole y atragantándole con la lengua, dando una vuelta de tuerca…, hasta que el cuello de la escoria cedió como un lapicero al partirse abruptamente por la mitad.
La respetable figura de Doug Gleason emergió segundos más tarde de la ciega negrura del pasadizo. Entre sus manos portaba un bate de béisbol con la punta teñida de sangre.
Lo palmeó contra la mano, satisfecho.
Un recuerdo adicional de guerra que no haría más que engrandecer todavía más su museo particular.

Al llegar a casa, y recordar que conservaba otro bate de béisbol con la punta astillada y teñida de sangre seca, lo hizo sustituir por el más reciente, colocándolo encima de la chimenea de piedra, henchido de orgullo.

1.- “Freshman”: Novato; estudiante de primer año en la Universidad. (N. del A.)
2.- El protagonista se refiere al cineasta George Romero, director de la película “La noche de los muertos vivientes”. (N. del A.)

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