Cómo incentivar a un pacífico hipopótamo robado del zoológico a cometer una masacre en plena plaza pública.

Después de la bromita hecha a los dos primos de Pechuga con la falsa exhibición de la película de los “300”, servidor se encontraba algo achispado por el litro de sangría ingerido. Me sentía en una nube. Hacía mucho tiempo que no cometía una tropelía terrible. Yo, que por algo me llamo Robert, “El Maléfico”. Así que urdí por mi cuenta un plan de lo más maquiavélico. En realidad era bastante sencillo de llevar a cabo. Tenía que acceder a la jaula del hipopótamo, que estaba encerrado injustamente en el zoo y conducirlo con mesura hacia la cercanía de la plaza pública del pueblo. Era buena hora. Casi las doce del mediodía. La plaza estaba muy transitada. Hacía buena temperatura, los políticos estaban de mitin, los trabajadores manifestándose en huelga y el resto parecía ir a su bola.
Así que puse el hierro de marcar ganado bravo al fuego, hasta que se pusiera al rojo vivo. Una sonrisa terrible afloraba a mi rostro cadavérico, mientras el hipopótamo me ofrecía sus cuartos traseros con toda la inocencia del mundo, ignorando el tremendo dolor que estaba a punto de padecer, je, je.

Una vez el hierro candente, me precipité dentro de un barril de cerveza, dejándome asomar lo justo para marcarle el trasero al hipopótamo. Consumada la gamberrada, podría ocultarme con facilidad, a la vez que el enfurecido animal saldría propulsado derechito hacia la plaza principal del pueblo. Así que eso es lo que hice, dejarle al pobre bicho marcado con la E de Escritos.
Lo que sucedió a continuación fue de lo más atroz y sangriento jamás acontecido en la localidad de Buena Suerte La Grande, que así se llama el lugar a donde me dirigí para realizar semejante trastada.
Con mi teléfono móvil de última generación conseguí inmortalizar el desastre ocasionado por la ira descontrolada del hipopótamo. Para muestra, las tres fotos que dejo para el final del reportaje, je, je. Y por cierto, no tengo ningún remordimiento por lo hecho. Es más, los habitantes del pueblo deberían de estar agradecidos por haber aparecido en los telediarios de medio mundo. JA, JA, JA.


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En Escritos también tenemos un Cine donde exhibimos películas de alto standing, ja ja. En este caso, "300".

Efectivamente. En mi humilde y tétrica hacienda, también disponemos de un recinto conocido por cine, donde cualquiera de nuestros visitantes insignes pueden acercarse a él para ver una película de buen nivel. Tras el pago previo de cien euros para la entrada, y una vez debidamente ocupada la butaca correspondiente, se apagan las luces para presenciar con más de tres años de retraso, la espectacular película de los “300”. Hoy los primeros espectadores son los hermanos Pechugaza Exquisitos a la Parrilla. Son dos primos de Pechuga de Pollo Mutante, que les ha convencido para asistir a la “Premier”, je, je. 
Por cierto, el cine llevaba un tiempo sin usarse, así que mi mayordomo Dominique se ha encargado de quitar el polvo y de sujetar con firmeza un espectacular rótulo con el título de la película de cien kilos de peso sobre la marquesina de la entrada.


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Asesinos ficticios: Genoveva Ducrati Tisdale, la Asesina de Pésimos Actores de Teatro. (Fictional Murderers: Genoveva Ducrati Tisdale, Assassin of bad actors in the theater).

                     Genoveva Ducrati Tisdale, nacida en la discreta localidad de Broken Fields, en el estado de Nueva York, en el año 1868. La fecha en concreto es una incógnita. Sus padres la dejaron abandonada a la puerta de la mansión de la ilustre estirpe de los Morrisbeg, quienes a su vez ordenaron a una de las criadas que llevara a la recién nacida ante la entrada principal del hospicio de la citada población neoyorquina. Se tiene constancia que la criatura pasó gran parte de la infancia entre las paredes de la institución caritativa, sobreviviendo a las epidemias de la época como las paperas, la viruela y la gripe, enfermedades en gran medida causantes de la elevada mortandad infantil de aquella segunda mitad del siglo XIX.

                En los archivos de los registros de seguimiento de los huérfanos de padre y madre, se refleja que Genoveva abandonó la institución a los quince años, siendo adoptada por un tal Jerónico Todorakis Cucliotis, y por su amante, Dora Condoraikis Constatinnaina, dos emigrantes griegos que se hicieron pasar por un joven matrimonio sin hijos, cuando realmente eran los promotores de un ínfimo circo ambulante. La adolescente fue reclutada de manera tan hábil para que formara parte del trío Celestino, los payasos que alegraban poca cosa el intermedio de las actuaciones de la programación circense. Los tres payasos ataban a Genoveva a un poste con cadenas y practicaban la puntería con ella, lanzándole con muy buen tino desde la distancia tartas rellenas de arándano y de nata. Puede afirmarse que Genoveva acabaría odiando por este motivo toda actuación de cara al entretenimiento del respetable, deseando a su vez poder descargar toda su furia vengativa e incontenible en contra de quienes ejerciesen tal oficio.
                Aún formando parte activa del circo “Peloponeso Agonicus”, Genoveva empezó a asistir en sus escasas tardes libres a los teatros locales donde tenían lugar la representación de obras insignificantes y  soporíferas, cuyo elenco de actores y actrices solía estar integrado por gente tan mala para la actuación en público, que en realidad su único fin parecía más constar como cierta válvula de escape para los asistentes al teatro, concitando las burlas, la mofa, el escarnio, los abucheos y el arrojo final de todo tipo de objetos, verduras y frutas en estado pútrido y de lo más pringoso que estuviera al alcance de la mano, constituyéndose en el motivo principal por el que se acudía al recinto en sí.
                La joven Genoveva Ducrati, aprovechándose del anonimato que representaba para ella estar en medio de una multitud, en vez de lanzar al escenario una coliflor de lo más blanda, un tomate licuoso o unos huevos malolientes, atinaba su puntería hacia cualquier protagonista de la obra con un ladrillo, un adoquín o con tornillos impulsados por un tirachinas, generando lesiones diversas para el deleite del resto de la gente congregada en el patio de butacas del teatro. Cabe hacer el inciso que los directores de las compañías de teatro de tan escaso nivel obligaban a la permanencia de sus actores y actrices en el escenario para contentar el malestar del público, llegando a apuntarles con un arma con tal de evitar su huída entre bambalinas.
                En estos primeros escarceos dentro del vandalismo público, Genoveva se maravillaba de su impunidad al formar parte de la masa de descontentos espectadores, quienes  expresaban su disconformidad en contra del elenco artístico más allá de meros abucheos, recurriendo a la violencia más extrema. En una de sus asistencias como espectadora a uno de tales eventos, fue cuando decidió dar un paso por encima del propio gamberrismo. Aprovechándose de la siguiente bronca, tenía decidido acabar con la vida de uno de los intérpretes.
                Por el año 1886, Genoveva Ducrati abandonó el circo, y se dispuso a recorrer las localidades que ella bien conocía de sus anteriores giras con el “Peloponeso Agonicus”. Sin duda, quería ejercer sus tropelías en los teatros que por ella habían sido más frecuentados.  Sin oficio conocido, y dada su afición por la bebida de absenta, debía de conseguir ciertos emolumentos manteniendo relaciones esporádicas con algunos caballeros de vida alegre, asiduos también a los eventos culturales de la zona. La citada Genoveva era verdaderamente atractiva, luciendo a veces pelucas rubias decoradas con largas trenzas y lacitos de colores.
                El 15 de abril del citado año, en el teatro “Red Flames”, de Blue Coast, durante la actuación de la obra cómica, “Un amor fragmentado en mil trozos por la ira de los celos de mi hermana, la tuerta”, en el acto tercero se desencadenó el reproche espontáneo de los espectadores. Los comediantes se tropezaban entre ellos en el escenario, se quedaban a veces con la mente en blanco, improvisando líneas que no tenían ningún sentido con el diálogo que se tenía en ese momento, los gags eran horribles. Un verdadero desastre de compañía. La lluvia de lechugas, coliflores, tomates, patatas, huevos, excrementos de perro, no tardó en dejar a los actores principales hecho una pena. De repente, un tal Joshua Tarret, de 29 años, recibió una cuchillada en pleno tórax. Seguidamente, otro cuchillo se clavó en el cuello, atravesándolo de lado a lado, de su compañero de reparto, Negus Twain, de 33 años. Ambos fallecieron en el acto entre espasmos de dolor sobre la tarima, sin que cesaran de caerles encima verdura en mal estado y fruta madura.
                27 de mayo, en plenas fiestas del honorable pueblo de Apricot Season, se representaba un número del género musical. En este caso, la compañía era de cierto nivel dentro del gremio, pero debido a la abundante ingesta de alcohol de los espectadores, no dejaron de interrumpir la actuación con gritos, quejas altisonantes, insultos variados, y el lanzamiento masivo de objetos y verdura. En medio de semejante barullo, la actriz principal, Salomé Nebie, de 45 años, fue alcanzada por un machete entre ceja y ceja, partiéndole el hueso de la frente y dividiéndole parte del cerebro. Desde ese día permanecería ingresada en una clínica de reposo hasta su muerte natural, a los 67 años.
                Una semana más tarde, el 2 de junio de 1886, en el Salón de Actuaciones Variadas, de Lime Town, la compañía de teatro “Raibonda”, llevaba a cabo la representación de su obra original y genuina, titulada “Un remanso de paz entre familias enfrentadas”. El reparto era muy numeroso, facilitando la puntería de los espectadores cuando mostraban su desagrado por la nula calidad de los actuantes. En medio de la escandalera, la actriz Rosemary Troop, de 19 años, fue alcanzada por una lanza que le atravesó el corazón, causando su muerte al instante. El niño Trickie Ballon, de doce años, quien estaba haciendo sus primeros pinitos como actor infantil, recibió la certera puntería de dos cuchillos en ambos ojos, dejándole ciego de por vida. Y por último, un agente de la policía local que vestía de paisano por estar fuera de servicio, tuvo la genuina ocurrencia de subirse al escenario para intentar de imponer un cierto orden, siendo alcanzado en plena barriga por un tridente de aventar la paja. El infausto policía era James Snort, de 55 años. Murió en pocos minutos, sin poder dejar testamento a su esposa y siete hijos.
                Algunos testigos se fijaron en las prisas con que una joven mujer se alejaba del lugar, dejando detrás una daga en el asiento que había ocupado instantes antes en la tercera fila más próxima a las tablas del escenario.
                Con la muerte de un agente de la ley, se inició una investigación exhaustiva, relacionando los hechos acontecidos en los tres teatros de las tres localidades afectadas con una única persona agresora. Era una mujer, de entre veinte y treinta años, estatura media, lucía vestidos llamativos y usaba pelucas rubias adornadas con lazos y tirabuzones de colores más oscuros.
                Como el área de actuación de la asesina comprendía localidades muy cercanas entre sí, siempre con actuaciones artísticas en los teatros de las mismas, se determinó que su siguiente aparición podría tener lugar en el pueblo de Ever Heaven. Iba a celebrarse una obra de carácter religioso en la propia iglesia de San Pedro El Inflexible.
                Genoveva era desconocedora del despliegue policial. Cuatro agentes de paisano se situaron entre el público, ocupando los bancos de la nave central. En la zona del altar, utilizado como escenario eventual, estaban los actores interpretando la obra evangélica “Ojo por Ojo, Diente por Diente”. La iglesia estaba llena de gente, y Genoveva se buscó sitio en la antepenúltima fila de bancos, confiando en su buena puntería y así tener la salida más cercana de cara a su huída.
                La obra era de lo más deplorable. Las actuaciones eran bochornosas. Aún así, el público asistente guardaba silencio absoluto, manteniendo cierto interés en la trama de la obra. Genoveva se reía por dentro, incapaz de comprender la nula reacción del respetable hacia semejante desastre, así que empezó a dar palmadas, pateando el suelo y gritando, esperando ser imitada por el resto.
                Los policías infiltrados recelaron del comportamiento anómalo de la joven, y sin esperar a más, la rodearon y la sacaron de la iglesia. Una vez fuera, fue registrada, encontrandose en su posesión un hacha de mango corto, siete bolas de petanca de acero reforzado y una cajita de chinchetas de destacable tamaño. La vestimenta y la peluca que llevaba Genoveva coincidía con la descripción que se tenía de la persona que aprovechaba los tumultos y pataleos de los espectadores que se daban en los teatros para asesinar discretamente a algunos de los artistas, así que fue detenida y llevada a la comisaría de Lime Town, la capital del condado y lugar donde se cometió la muerte de una actriz horrenda, la de un intrépido policía y se dejó ciego a un joven actor infantil de lo más prometedor.
                Genoveva Ducrati Tisdale no tardó ni medio interrogatorio en confesarse autora de los hechos que se le imputaban.
                “Han hecho bien en descubrirme. Tenía  grandes planes. Uno de ellos era introducir un mini cañón rodante disimulado bajo la falda de mi vestido, para lanzar de un único disparo cuchillos, navajas, cristales rotos, cadenas, etc, en forma de munición múltiple. Con tanto proyectil, podría acabar con todo el reparto en un santiamén.” – remarcó a uno de los detectives que la interrogaron sin inmutarse lo más mínimo.
                Genoveva Ducrati Tisdale fue juzgada el 13 de diciembre de 1886 en el Tribunal de Justicia de Lime Town por el juez Robert Ferraro de 95 años. Fue sentenciada a morir en la horca el 16 de diciembre a las once de la noche.
        Estaba a punto de cumplir los 19 años de edad.


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Atraco calamitoso en la América Profunda. (Disastrous robbery in the American heartland).

 Era el mundo al revés.

         Johnny tenía cinco años y se lo pasó pipa viendo lo sucedido en la tienda del cascarrabias del señor Olden. El señor Olden vendía las mejores chucherías del pueblo. Tendría sesenta años. Era alto como un pívot de la NBA y flaco como un guerrero de la más misteriosa selva africana. Tenía fama de tacaño y de intentar dar gato por liebre a la clientela, en este caso los niños.
         – Por noventa centavos te corresponden tres regalices y no cinco – solía decir aún sabiendo que correspondían seis.
         Los mocosos se quedaban callados, aceptando la cantidad que les ofrecía el señor Olden. Porque cuando se le hacía enfadar, el hombre exhibía caras muy raras y le daba por hablar en un idioma muy extraño.
         Así era el muy ladrón.
         Y su clientela infantil no menguaba aún a pesar de sus trastadas.
         Conocido lo bien que le iba al señor Olden en el negocio de la venta de golosinas,  esa mañana dos hombres de unos treinta años visitaron la tienda de dulces. Johnny estaba viendo unos caramelos tentadores de tofe en el expositor del escaparate cuando quisieron entrar por la puerta. Tuvieron la ocurrencia de querer hacerlo los dos a la vez, pero no pudieron porque ambos estaban muy obesos.
         “¡Caray!” – pensó Johnny. “Tienen que pesar ciento y muchos cada uno. Están súper gordos.”
         – ¡Déjame pasar a mi primero!
         – Lo mismo da. De lo que se trata es de entrar en el establecimiento del demonio – se dijeron el uno al otro con los rostros colorados por la rabia del contratiempo.
         Finalmente consiguieron entrar en la tienda. Johnny era muy curioso, y se pegó frente al cristal del escaparate para observarles. El señor Olden estaba detrás del mostrador con semblante ceñudo. Bueno, la realidad era que refunfuñar era su característica principal a todas horas del día. Al igual que adquirir un semblante rojizo, enseñar los dientes puntiagudos y volver los ojos del revés cuando se le molestaba más de la cuenta.
         – Ustedes dirán – dijo el dueño con voz cortante.
         Miraba a los dos clientes con los ojos medio cerrados.
         – Queremos todo lo que usted tenga – dijo uno de ellos.
         – Ya veo. Se conservan excesivamente bien con tanto consumo de dulce – bromeó malvadamente el señor Olden. Hizo énfasis en ello apuntando hacia la barriga de uno de los dos recién llegados con la uña larga del dedo índice de la mano derecha.
         – Me refiero a que queremos que nos entregue todo el dinero de la caja, paleto cascarrabias – le dijo el otro gordo.
         Johnny escudriñó con más ganas a través del vidrio. Jolines. Esos dos gordinflones querían atracarle al señor Olden.
         – Y ya que estamos aquí, nos llevaremos una buena cantidad del género que usted vende – continuó el mismo gordo.
         El señor Olden estaba colérico. Le salía humo por los orificios de la nariz. Le empezaban a crecer las orejas.
         – Si no lo hago, me dejan tuerto, ¿no? – les plantó cara.
         Los dos atracadores se miraron sin saber qué decir.
         Johnny vio al señor Olden esconderse detrás del mostrador y antes de que los asaltantes pudieran reaccionar a tiempo, reapareció nuevamente, esta vez con una pequeña bolsita.
         – Os voy a enseñar lo que es bueno, bolas de sebo andantes. Los cartuchos son de sal gorda.
         De la bolsita extrajo unos polvos que esparció en el aire soplando sobre la palma de la mano, al mismo tiempo que recitaba un montón de palabras en una lengua desconocida.
         Nada más terminar de decir el sortilegio mágico, surgieron de la nada dos espantosos diablillos con cuernos y protuberancias, ambos armados con sendas escopetas de caza.
         Johnny se partió de risa al ver como los dos hombres orondos salieron disparados de la tienda perseguidos por los diablillos del señor Olden. Las espeluznantes apariciones apuntaron al primero de los atracadores en las nalgas y le dieron de lleno. Luego hicieron lo propio con el segundo. Los dos gordinflas saltaban y brincaban de dolor, llevándose las manos a los doloridos traseros conforme huían del lugar.
         – Así aprenderéis, atracadores de pacotilla – aulló satisfecho el señor Olden, saliendo al exterior del porche de su comercio.
         Gruñó tres o cuatro palabras horrendas y las dos criaturas surgidas de la nada desaparecieron como si tal cosa.
         De regreso a la tienda vio a Johnny, uno de sus clientes más rentables.
         Se introdujo con premura en su local, para luego sorprender al chico asomando medio cuerpo por el quicio de la entrada.
         – Aquí tienes esto, mocoso. Para que no se diga que Berny Olden nunca ha regalado nada. Además para que mantengas el pico cerrado de todo cuanto has visto aquí ahora – le dijo a Johnny.
         Le ofreció las armas con que pretendieron intimidarle los dos gordos.
         Eran dos tirachinas de lo más súper chulas. Con bolas de acero del tamaño de canicas como munición.
         Johnny se los quitó de las manos con regocijo y se fue corriendo a casa saltando de alegría, olvidándose de los demonios invocados por el dueño de la tienda de dulces.
         Mientras, en un estanque cercano, dos hombres entrados en carnes estaban sentados de tal forma con sus traseros introducidos en el agua para aliviar en parte el fuerte y doloroso escozor de los perdigones de sal gorda.
         Se miraban el uno al otro con gesto de frustración. Si hubieran dispuesto de mayor presupuesto, hubieran podido haber utilizado algún arma de más grueso calibre…
         Aunque también tendrían que aprender algún truco de magia negra para evitar sorpresas desagradables si acaso pretendían consolidar su carrera lucrativa como ladrones de bienes ajenos.


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Vitalidad Zombi (II). (Zombie Vitality -2-).

Groncho Wyngas llegó procedente de la ciudad con la furia y el ímpetu de un tornado. Se dirigió en un santiamén hacia la casa perdiendo mechones de cabello por el camino, sorprendiendo a Tobías durmiendo a pata suelta en el sillón familiar y a Alejandro contando la cantidad de insectos atrapados en las telarañas de las esquinas de las paredes.
         – ¡Vosotros dos! Espabilad. Hay que adecentar esta sala un poco y preparar una merendola de campeonato de las que antes nos zampábamos cuando los estómagos estaban enteros – les urgió antes de dirigirse a la cocina.
         – Carajo, “pa”. No me digas que has invitado a la maestra del pueblo. Si la buena mujer te detesta.
         “Lo mejor Wyngas es que sigas viudo hasta que te llame el Señor”, fue lo último que te dijo cuando la quisiste animar a beber un trago del licor de nuestro alambique. 
         “Carajo, desde que lo dijo, nadie se muere en estos contornos, ja – le comentó Alejandro a su padre, siguiéndole como si fuese un perrito faldero.
         Cuando Groncho se volvió, contempló a la pareja de inútiles considerados hijos suyos. Inclinados el uno contra el otro, cabeza contra cabeza, sosteniéndose para no caerse de sopetón y partirse en mil pedazos rancios.
         – Diantres. Seréis descendencia mía, pero que Dios me perdone, no sois más tontos porque si no caminaríais a cuatro patas como los burros y llevaríais herraduras en vez de zapatos.
         – Repite eso último, “pa”, que aún estoy intentando despejarme de la modorra de la siesta que me he pegado – le dijo Tobías, restregándose los ojos con los puños, llevándose la piel del párpado derecho. Se lo recompuso como pudo, pestañeando con gracia infantil.
         Groncho miró al techo y resopló con fuerza por los orificios nasales, cuyo apéndice fue echado en falta desde que se cayó la noche pasada de la cama, despertado en la mitad de una cruel pesadilla por un retortijón de tripas. Su mano derecha buscó algo en el bolsillo trasero de los pantalones y les plantó un impreso con sello del estado delante de las narices de los dos.
         – Chicos, aquí dice que esta tarde nos visitará un inspector de hacienda. Viene a tratar de aclarar nuestras cuentas. Que no coincide lo que les declaramos con lo que ingresamos.
         – Vamos. Que parece que no somos tan pobres, eh “pa”.
         Groncho le dio en la cabeza con el impreso al tonto de Tobías.
         – Eso duele.
         – Más te dolerá como nos embarguen la casa y las tierras.
         “Estoy hablando que el tipejo que venga lo más probable es que sea uno de la ciudad. Y ya sabemos que esa gentuza se libró de los efectos del pepinazo mandado por los rusos porque se refugiaron bajo tierra en algo llamado búnkeres. Por lo tanto, el inspector ha de ser recibido como si nosotros estuviéramos igual de sanos que él, para no ser denunciados al ejército. Y a la vez para que no nos meta un buen palo con la inspección.
         “Nos acicalaremos bien y con algo de maquillaje y buenos alimentos, todo solucionado.
        – Si no comemos cosas normales desde hace tres meses, “pa”.
– El asunto es fácil de resolver. Le llenamos la panza con la comida sin caducar almacenada en la despensa y le contamos lo mal que lo pasamos para llegar a finales de mes, y seguro que nos deja en paz. Así que todos a ponerse en faena.
         Agarró a cada uno de sus hijos por una oreja, que estaban cosidas con hilo de alambre, motivo por el que podía tironear de ellas con rudeza espartana,  y los condujo hasta la cocina.
         Quedaba poco más de tres horas para la llegada de la visita indeseada.
         El inspector se apellidaba Evans, no tendría más de treinta años y vestía un impecable traje negro de enterrador.
         – Somos muy pobres, señor Evans. Pasamos hambre con mucha frecuencia – le dijo Tobías conforme su padre y Alejandro colocaban dos bandejas llenos de viandas sobre la mesa del salón.
         Groncho le dio un fuerte golpe en el carrillo derecho, haciéndole escupir una muela como si fuera un chicle, y mirando al inspector, esbozó una sonrisa campechana:
         – No le haga caso. Tobías es poeta, y suele recitar muchas tonterías sin sentido.
         Evans no tuvo interés en probar ni medio bocado. Se llevó el pañuelo a la nariz varias veces. Su olfato no podía soportar los efluvios que emanaban de los tres miembros de la familia Wyngas. Tanto Groncho, como sus dos hijos, se habían bañado previamente desde la cabeza hasta los pies con una tinaja que sobraba del perfume de la abuela materna del progenitor. Asimismo llevaban puestas sobre las cabezas las pelucas de la fallecida señora Wyngas. Evans contemplaba el ridículo aspecto del trío con disimulo contenido.  Solicitó la copia de la última declaración de la renta.
         – No la tenemos. Un día no nos quedaba papel de baño, sabe. Encima andamos desde hace semanas con las tripas muy flojas, y tuve que echar mano de los legajos de “pa” para limpiarme el trasero – le explicó Alejandro ante la falta del documento.
         – Vale, señores. No se preocupen. En el maletín traigo una copia extraída del registro.
         Groncho no pudo disimular sus ganas de asesinar a sus dos hijos.
         – Bendito sea Herodes – musitó por lo bajo.
         El inspector alzó su vista del papel.
         – ¿Decía?
         – Nada. Continué con lo suyo, buen hombre.
         La inspección duró casi dos horas. Evans recorrió toda la hacienda de los Wyngas y antes de marcharse en su auto, fue abordado por Groncho con la frente sudada, recubierta de lo pelambrera falsa de la peluca de rizos rubio platino de su querida Marietta (llegaba corriendo después de haber encerrado bajo llave a Tobías y Alejandro en el ático).
         – Señor Evans…
         – Dígame.
         – Esto. Pinta mal el asunto, ¿no?
         – ¿Se refiere al embargo de sus propiedades?
         – Más o menos.
         – Veamos. Han estado ocultando ingresos adicionales, muchos de ellos de procedencia incierta.
         “Qué se le va a hacer si el negocio del alambique va de maravilla.” – pensó Groncho para sus adentros. – “Los vecinos que no la han palmado por el pepinazo, incluso beben más que antes.”
         – Le aseguro que no soy el único de ésta zona con dinerito no declarado – le dijo muy sincero.
         – Por eso mismo le digo que le corresponderá satisfacer una multa de unos diez mil dólares – enfatizó Evans desde detrás del volante, subiendo la ventanilla del coche.
         Cuando salió de las posesiones de Groncho, este se fue sintiendo algo mareado. Y no era precisamente por los efectos del perfume que llevaba encima.
         – Ay, qué noticia más terrible. Diez mil dólares.
         Se tambaleó cerca de la pocilga del cerdo, que llevaba muerto mes y medio, llegando a duras penas a su casa.
         Cuando se le pasó el mareo, se fue directo a la cama. Necesitaba dormir mucho.
         En ese momento, ya ni si acordaba de que tenía a sus dos hijos encerrados en el ático.
         Aunque daba lo mismo. Uno se dormía en cualquier lado y el otro perdía el tiempo contando insectos…


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Vitalidad Zombi (I). (Zombie Vitality -1-).

Groncho Wyngas era un viudo granjero zombi de 65 años lleno de vitalidad. No tenía ninguna educación escolar, pero siempre disponía de buenas ideas aún a pesar de lo derretido que tenía por dentro el cerebro.

         Sus dos hijos predestinados a continuar viviendo medio podridos eran Tobías y Alejandro, de 30 y 28 años respectivamente. El primero era un holgazán de los grandes y el segundo era un pelín corto de entendederas.
         Groncho siempre tenía que estar detrás de los dos para hacerles doblar el espinazo. Si no fuera por la testarudez y el empeño del padre, tendrían que vivir de una pensión estatal de Wyoming. Y eso sería un pelín complicado de conseguir, no porque fueran zombis, si no porque tan sólo se tramitaban las solicitudes de las personas en un estado de mediana normalidad. Si se les incluyera a ellos, los siguientes que pedirían prestaciones sociales, con mucho más derecho, serían los chupasangres y los aulladores en noche de luna llena, mecachis.
         Una mañana estaba el progenitor esperando con la cosechadora herrumbrosa  en los campos fértiles a que acudiesen sus vástagos a cumplir con el deber de todos los días de la semana. Solo se presentó Alejandro.
         – ¿Dónde está tu hermano? – le preguntó de malhumor.
         – No lo sé, “pa”.
         – ¿Cómo que no lo sabes? Tú nunca sabes nada. Bastante es que me reconozcas como tu padre.
         – No sé – A Alejandro se le caían constantemente las babas por la mandíbula inferior como si fuera una gelatinosa catarata del Niágara.
         – Un día te diré que eres hijo del cura Thomas, a ver si cuela y así tenemos una boca menos que alimentar. No se daría casi ni de cuenta. Desde el pepinazo de los rusos, el muy rufián se ha rodeado de siete feligresas asquerosas, con sus respectivos hijos resucitados, fundando la Congregación De La Nueva Vida.
         – Lo que tú digas, “pa”.
         – Espérame aquí y no hagas nada hasta que traiga a rastras conmigo a tu hermano.
         – Ja, “pa”, si lo haces así, seguro que Tobías se quedará sin media pierna derecha, que ya le cuelga porque la rodilla ya no le da más de sí.
         Groncho se fue alejando empleando amplias zancadas. Estaba ligero de peso y bien cuidado, por eso aún no notaba físicamente el paso de los años. Aunque su exceso de confianza le hacía a veces de quedarse cojo al perder el pie izquierdo, teniendo que juntarlo con cola instantánea, lo que le hacía perder un tiempo lastimoso.
         Conforme se acercaba al granero, le iban llegando los sonoros ronquidos enfermizos de Tobías.
         Lo encontró tumbado encima de un manto de paja fresca.
         – ¡Levántate, gandul! Que hoy tenemos mucho que hacer – le ordenó.
         – Que te crees tú eso. Esta paja es demasiada cómoda para abandonarla – contestó su hijo abriendo medio ojo. No podía hacerlo del todo, porque corría el riesgo de que se le saliera de la cuenca.
         – Con que esas tenemos. Verás qué pronto te hago de menear el trasero de allí – Groncho se marchó de la entrada, dirigiéndose a la caseta de las herramientas.
         Tobías tenía una sonrisa beatífica dibujada en su rostro macilento. Estaba soñando que estaba cortejando a la hija de unos vecinos en una especie de playa paradisíaca, donde el sol pegaba de lo lindo, curtiendo el pellejo de Tobías. El problema radicaba en que la bella chica tendría que reconvertirse en zombi. Con un mordisquito en una de sus orejas, el contagio sería inmediato.
         Percibió unos pasos que se iban acercando.
         – Te quiero tanto, Wendy. Ahora que te he mordido, ya no habrá ninguna barrera entre nosotros que nos separe – suspiró en su sueño.
         Demonio. El sol estaba picando ya de lo lindo. Sobre todo notaba todo su calor en las posaderas. Hasta que…
         – ¡Carajo! CÓMO QUEMA.
         Tobías se levantó presto de un salto y abandonó el granero con la parte trasera de los pantalones medio humeando.
         – Así me gusta. Que respetes los deseos de tu padre – dijo complacido Groncho.
         En la mano derecha llevaba un soplete encendido.
         A grandes males, grandes remedios.
         Diez minutos después Tobías estaba sudando tinta china, echando denuestos contra su padre mientras trabajaba de sol a sol en el campo rodeado de una nube de moscas. Alejandro, su hermano, nunca le había visto dedicarse con tanto ahínco. Eso si, no comprendía el motivo por el cual se le quejaba tanto de tener el puñetero culo escocido.


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El niño que quería jugar con Anton. (The boy who wanted to play with Anton).

     Anton Todd tenía sesenta años. Hacía poco tiempo que se había jubilado como cocinero, disponiendo ya de la totalidad de las horas que compone un día para sus propias ocupaciones. En este caso, podría ya concentrarse enteramente en su colección de libros filosóficos acumulados a lo largo de los años en los estantes de su biblioteca personal. Era soltero, y parte de la soledad la solucionaba de ese modo, en la intensa lectura, complementándola con consultas exhaustivas en el ordenador conectado a internet, actualizando los conceptos que más le fascinaban con autores más contemporáneos que los habidos en los libros.

                Durante los momentos en que se evadía de sus libros y el ordenador, apenas se relacionaba con el mundo exterior. Circunstancialmente le tocaba por obligación tener que hacer la compra, mediando saludos breves con los clientes más habituales y con el personal de la tienda. Luego caminaba una hora diaria para fortalecer los músculos de las piernas y favorecer su riego sanguíneo al pasar el resto del día casi siempre sentado. En sus paseos procuraba evitar conversaciones con los vecinos. No quería perder el tiempo con los temas intranscendentes de la vida mundana de cada cual, ni con cotilleos absurdos.
                Anton Todd paseaba su hora diaria sin saltársela, aunque hiciese mal tiempo. En una de sus caminatas, conoció a aquel niño. Tendría diez años. Era el hijo único de los vecinos que vivían una manzana más adelante  de donde lo hacía él. No conocía su nombre de pila, ni le interesaba. Cuando regresaba del paseo, en los últimos días era habitual encontrar al crío jugando en la parte delantera de su casa con una pelota de goma. El hijo de los vecinos lo miraba directamente con rostro divertido. Anton Todd pasaba de largo, decidido a llegar a su casa, pegarse una buena ducha, cenar y luego sumirse en la lectura de uno de sus libros.
                Así fueron pasando los días, hasta que en el regreso de uno de sus recorridos, el niño lo abordó sin pensárselo dos veces.
                – Hola, señor – le dijo, saliendo a la acera.
                – Um, hola.
                El muchachito le ofreció la pelota de goma con una sonrisa.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                – No, niño. No tengo ninguna gana de jugar contigo.
                Anton aceleró la marcha, y se encerró en su casa. Cuando miró por una de las ventanas frontales del salón pudo ver la figura del niño mirándole desde la cerca que rodeaba la delantera de su vivienda. Estuvo apoyada en ella un rato y luego se marchó.



                Al día siguiente, Anton coincidió con el afán de protagonismo del niño. Este le abordó con el mismo desparpajo que el día anterior, ofreciéndole la pelota.
                – Hola, señor – le dijo.
                – Déjame en paz, niño.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                Eran las mismas palabras dichas ayer por el mocoso.
                Anton Todd lo miró con recelo.
                – ¿No tienes un hermano con quién jugar? ¿O algún amigo? ¿O con tus padres?
                – No entiendo – le dijo el niño. No dejaba de sonreír.
                – No te estoy hablando en chino. ¿No me dirás que tus padres te dejan a solas a ésta hora de la tarde todos los días?
                El crío continuaba sosteniendo la pelota con el anhelo de poder entregársela.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro – repitió la pregunta sin alterar el tono de su voz.
                Anton Todd lo apartó de un manotazo y se refugió en su casa. Algo le hizo de cerrar la puerta bajo llave. Al entrar en el salón, descorrió la cortina de la ventana frontal y miró hacia afuera.
                El niño estaba situado frente a la cerca delantera. Permaneció unos minutos más antes de irse con la pelota en las manos, sin botarla ni siquiera una sola vez contra el suelo.

                Anton Todd estuvo decidido a pasar con rapidez por delante de la casa del niño.
                Este lo abordó con celeridad. Su misma sonrisa. Sus mismas frases.
                – ¡Niño! ¿Acaso no sabes decir otra cosa? ¡Tú y tú maldita pelota! ¡Mira lo que hago con ella!
                Se la quitó con rudeza y la lanzó contra la fachada de la casa del muchacho. La pelota rebotó y se desplazó por el porche hasta detenerse al alcanzar la hierba.
                El niño giró la cabeza, sonriendo pero sin alterar las facciones de su rostro.
                Anton Todd se marchó exasperado.
                Al llegar a casa, miró por la ventana y por fin no se encontró con la cara del niño mirándole desde el lado contrario de la cerca delantera.

                Eran las once de la noche. Anton estaba revisando unos archivos en el ordenador cuando escuchó un potente golpe contra la puerta de la entrada. Se llevó un notable sobresalto por el ruido surgido de improviso y con tanta virulencia. Luego surgió un segundo golpe a los pocos segundos del primero. Se levantó alterado. Miró por la ventana y pudo averiguar que era el niño de los vecinos quien estaba lanzando la pelota contra la puerta.
                Anton Todd se dirigió con ímpetu por el vestíbulo. Antes de abrirla, la puerta sufrió un tercer impacto. Tiró del pomo y encontró la pelota rodando hasta cerca de los pies del mocoso. Este se agachaba para recogerla de nuevo.
                Anton Todd estaba más que irritado. Encaminó sus pasos hacia el niño sin cerrar la puerta. Se situó frente a él y le arrebató la pelota de las manos. El crío sonreía igual que las veces precedentes.
                – ¿Qué estás haciendo, niño?  ¡Son las once de la noche! ¿Cómo es que tus padres te permiten estar en la calle a estas horas?
                El niño quiso recuperar la pelota, pero Anton Todd la mantuvo guardada por detrás de la espalda.
                – Despídete de la pelota.
                “Ahora mismo te acompaño a casa. Tengo que mantener una conversación seria con tus padres.
                El niño pareció comprender lo que le decía. Ambos se dirigieron hacia su casa, sin que Anton le entregara la pelota de vuelta. Lo único que sabía del matrimonio era que se apellidaban Harnett. Al plantarse frente a la puerta, Anton miró al pequeño de soslayo. Tocó el timbre con el índice de la mano libre.
                El niño mantenía la cabeza alzada, sin despegar la mirada del rostro de Anton. Sonriendo eternamente.
                Transcurrieron unos segundos. Anton insistió con el timbre, pero nadie se acercaba desde dentro para abrirles.
                – Estoy solo y me aburro – comentó repentinamente el niño.
                Empujó la puerta con ambas manos y entró en la casa.
                Anton se quedó muy extrañado por la situación.
                – Estoy solo y me aburro – repitió el mocoso. Su voz procedía ya desde el interior.
                Anton entró en la casa. Al parecer tenía que haber alguna ventana abierta, porque con la puerta principal abierta quedó establecida una fuerte corriente de aire. Esa ráfaga le disgustó con un intenso olor altamente desagradable. Anton continuó por el vestíbulo.
                – ¡Hola! ¿Los padres del niño, por favor? Tengo que comentarles algo acerca de la actitud de su hijo.
                La planta baja estaba a oscuras. En cambio, por las escaleras que llevaban al piso superior llegaba cierta iluminación que fue la encargada de orientarle. El niño estaba repitiendo la frase una y otra vez, y procedía de allí arriba.
                Anton se acercó con cuidado al inicio de la escalera. Fue subiendo los escalones apoyado en el pasamano de madera. Al llegar arriba, vio un pasillo principal con tres puertas. Dos estaban cerradas mientras la otra permanecía abierta. Desde su interior llegaba la luz.
                – ¿Niño? ¿Dónde están tus padres? – preguntó Anton.
                Se situó frente al quicio de la puerta.
                Encontró al niño sentado en una pequeña mecedora. La cama de la habitación estaba revuelta. Rodeándola había tres cadáveres en avanzado estado de putrefacción tumbados sobre el suelo. Uno llevaba puesto un vestido femenino. Junto a este se encontraba otro  y en el lado opuesto de la cama, estaba el tercero doblado sobre sí mismo, como si estuviera sentado en el suelo, con una silla tirada sobre sus rodillas. Sobre el regazo había un libro abierto de par en par y enrollado alrededor de su cuello hinchado y ennegrecido un rosario de cuentas púrpuras. El muerto llevaba además un alzacuello.
                Anton se volvió hacia el niño horrorizado. Se le escapó la pelota de la mano.
                Antes de llegar a botar, esta estaba entre los dedos de las manos del niño, quien continuaba en la mecedora con los pies colgando. Su sonrisa permanente contemplándole.
                – Estoy solo y me aburro – dijo el niño.
                “Los padres de este bastardo y el cura quisieron jugar conmigo y perdieron – continuó, modificando la entonación de la voz hasta hacerla irreconocible.
                Ahora jugaré contigo.
                  “Por cierto, Anton. ¿Qué te parece morir con sesenta años sin haberte podido arrepentir de los pecados a tiempo?
                Anton quiso salir de la habitación, pero la puerta quedó cerrada a cal y canto, con una horripilante risa prolongándose por toda la estancia.
                Antes de que pudiera gritar, la criatura que albergaba el cuerpo del niño le había derretido los labios para así poder atormentarle del mismo modo que lo había hecho con los padres y el sacerdote que habían intentado practicarle un exorcismo nada exitoso.


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La primera foto tomada con el teléfono móvil encontrado en un abandonado callejón sin salida.

Ayer, mientras salíamos de marcha por las zonas más escabrosas y depravadas de la urbe, mi sobrinito Gurmesindo se fijó en un objeto de gran valor tirado de mala manera entre dos cubos de basura. Me lo acercó y ¡caramba!, era un móvil de última generación de la marca Gothic. Su dueño, un insensato sin duda, lo debió de perder. Inmediatamente lo pirateamos, formateando la memoria de 5 gigabytes y sin más, decidimos estrenar su función como cámara en plena fase lunar. El sitio elegido, el cementerio familiar de los Maléficos. Gurmesindo mantuvo el pulso muy firme, obteniéndose esta imagen nítida donde se me observa de lo más fotogénico.
Por cierto, si estoy un pelín paliducho es porque esa noche estuve bebiendo sangría, en vez de sangre, je je.


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Todo por una botella de buen vino. (All for a good bottle of wine).

Este relato va dedicado a la compañera Camomila, y a su blog “El Rinconcito de Camomila”



Antoine De le Pierre, como buen descendiente de familia francesa asentada en los Estados Unidos, era un devoto consumidor de vino. Eso sí, nada relacionado con el BUEN vino. Se conformaba con el distribuido en los supermercados envasados en cajas de Tetra Brik. Vamos, lo más barato del mercado. Que sus bolsillos estaban casi llenos de telarañas. El pobre hombre era joven, cierto. No superaba la treintena. Había hecho carrera universitaria. Su tesis de final de curso sobre la escasez de víveres en el Peloponeso del año mil ciento dos antes de Jesucristo obtuvo un Cum Laude a secas. Estaba soltero a pesar de ser un personaje ligeramente atractivo (al menos así se lo parecía a la casera que le doblaba en edad, en peso y era originaria de Azerbaiyán). Y no estaba desempleado. Trabajaba como escritor de artículos online. Escribía mucho. La mayoría escritos sin ton ni son, pero a base de un promedio de quince micro relatos diarios, generaba unas visitas mensuales que le suponían setecientos dólares mensuales limpios de polvo y paja, cantidad no muy elevada como salario, pero que le servía para vivir al día hasta que llegara el momento que el sol saliera en todo lo alto para iluminar su suerte de lleno. Así que el único vicio confesable de Antoine era el vino de un litro envasado. Bebía todos los días dicha cantidad repartida entre el desayuno, la comida y la cena. Y entre cada acto gastronómico, con los ánimos renovados por los grados etílicos ingeridos, redactaba sus trabajos como escritor de medio pelo. Así era su vida.

         Hasta que una mañana la casera tocó a la puerta de su humilde piso. Escrutó con el ojo derecho a través de la mirilla.
         – Monsieur Antoine. Soy yo. Alisana. Abra. No sea tímido. Le traigo un regalo que seguro le entusiasmará – le dijo la mujer con voz ronca.
         Antoine ya estaba medio achispado pues acababa de comer, por tanto de ingerir medio litro de vino de un dólar el litro. De manera inconsciente abrió la puerta.
         La señora era terriblemente horrenda, y más vestida con un gran camisón de algodón sintético color rosa pálido. Estaba claro que venía con intenciones innobles. Casi carnales. Decidida a hincarle de una vez por todas el diente en la fisonomía de su guapo inquilino.
         – Dios mío – gimió Antoine.
         La mujer sonreía con lascivia mostrándole una horrible dentadura donde sólo le quedaban cuatro dientes excesivamente puntiagudos: un par en cada mandíbula.
         Entonces le mostró algo que sostenía en la mano derecha.
         Un Cabernet Sauvignon cosecha del 79. De un valor incalculable.
         – Mire lo que he adquirido por Internet, señor Antoine.
         El escritor estaba absorto en los contornos de la botella.
         – Es un caldo propio de los Dioses del Olimpo – musitó, ensimismado.
         La casera esbozó una figura delirantemente pornográfica.
         – Es todo suyo por una sesión loca de amor a la francesa – le chantajeó Alisana.
         Antoine se mesó los cabellos llevado por un ataque de locura de artista.
         NO PODÍA RECHAZAR AQUELLA OFERTA.
         El vino merecía ser saboreado por su paladar.
         Sin más, la invitó a pasar a su dormitorio.
         Instantes después, los muelles de su lecho chirriaban cosa mala.
         Era una hora de sacrificio. Nunca mejor dicho, porque la horripilante amante no hacía otra cosa que buscarle insistentemente el cuello, aplastándole con sus excesivos kilos, sin permitirle cambiar de postura. Así estuvo hasta la extenuación física bajo la enorme y poderosa fisonomía de Alisana, consiguiendo perder la conciencia producto del cansancio ante tanta impetuosidad sexual.
         Consumado el placer aberrante, la casera abandonó a su inquilino, saliendo del piso, cubriéndose el cuerpo abrillantado por la sangre con una sábana.
         Antoine se despertó con mucha debilidad a la hora de la cena, deseoso de recuperar fuerzas, donde consumiría una copa de ese néctar delicioso procedente de las viñas del país de sus orígenes.
         Aunque mejor dicho, una copa le sucedería a la otra.
         Embriagado por los efectos del alcohol, nunca reconocería haber conocido a su casera en la intimidad de su hogar. Era una fantasía más de sus pésimos escritos, sin duda. Así mismo como su blanca palidez en la piel y los cuatro orificios surgidos en un lado del cuello cuando más tarde se observó reflejado en el espejo del baño.



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Un nuevo Premio para Escritos de Pesadilla (de parte de Camomila).

Esa pose de Pechuga de Pollo Mutante está matando con la mirada la visita inapropiada de Bob Esponja.
¡No tengamos en cuenta la reacción desabrida de mi empleado! 
En realidad, no es el mencionado Bob, sino el espectacular premio otorgado por la compañera bloguera Camomila.
El majestuoso trofeo lleva la denominación de “Me Encanta Tu Blog”. Es por ello que el Esponja este de mentirijillas está estrujando a conciencia el fular de drag queen en tonos rosas con tanto furor cariñoso…

A lo mejor esa actitud es la que incordia a Pechuga, quién sabe.

Agradezco a la compañera el detalle gordo, y por eso recomiendo visitar su blog.

A continuación tengo que destacar a diez blogs igual de chulos con tal merecimiento online. En este caso, he intentado concederlo a compañeros macanudos que no habían sido seleccionados en premios anteriores concedidos a este rincón del espanto. Son los siguientes:

Bueno, mi enhorabuena a todos. Y dentro de poco viene un regalito especial para la chica que nos ha premiado, JE, JE, JE…


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