Cómo incentivar a un pacífico hipopótamo robado del zoológico a cometer una masacre en plena plaza pública.

Después de la bromita hecha a los dos primos de Pechuga con la falsa exhibición de la película de los “300”, servidor se encontraba algo achispado por el litro de sangría ingerido. Me sentía en una nube. Hacía mucho tiempo que no cometía una tropelía terrible. Yo, que por algo me llamo Robert, “El Maléfico”. Así que urdí por mi cuenta un plan de lo más maquiavélico. En realidad era bastante sencillo de llevar a cabo. Tenía que acceder a la jaula del hipopótamo, que estaba encerrado injustamente en el zoo y conducirlo con mesura hacia la cercanía de la plaza pública del pueblo. Era buena hora. Casi las doce del mediodía. La plaza estaba muy transitada. Hacía buena temperatura, los políticos estaban de mitin, los trabajadores manifestándose en huelga y el resto parecía ir a su bola.
Así que puse el hierro de marcar ganado bravo al fuego, hasta que se pusiera al rojo vivo. Una sonrisa terrible afloraba a mi rostro cadavérico, mientras el hipopótamo me ofrecía sus cuartos traseros con toda la inocencia del mundo, ignorando el tremendo dolor que estaba a punto de padecer, je, je.

Una vez el hierro candente, me precipité dentro de un barril de cerveza, dejándome asomar lo justo para marcarle el trasero al hipopótamo. Consumada la gamberrada, podría ocultarme con facilidad, a la vez que el enfurecido animal saldría propulsado derechito hacia la plaza principal del pueblo. Así que eso es lo que hice, dejarle al pobre bicho marcado con la E de Escritos.
Lo que sucedió a continuación fue de lo más atroz y sangriento jamás acontecido en la localidad de Buena Suerte La Grande, que así se llama el lugar a donde me dirigí para realizar semejante trastada.
Con mi teléfono móvil de última generación conseguí inmortalizar el desastre ocasionado por la ira descontrolada del hipopótamo. Para muestra, las tres fotos que dejo para el final del reportaje, je, je. Y por cierto, no tengo ningún remordimiento por lo hecho. Es más, los habitantes del pueblo deberían de estar agradecidos por haber aparecido en los telediarios de medio mundo. JA, JA, JA.


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Despedida de soltero a lo bestia

El suceso devastador y grotesco duró menos de tres minutos.
Elevemos las oraciones al Cielo por la corta duración del mismo.
El caso era que Antoine Collete iba a casarse dentro de quince días con su querida y coquetona Susanne Omelette, y como era preceptivo en estos casos, los amigos del muchacho decidieron organizarle una despedida de soltero a lo grande. La fiesta fue un exitazo. Comieron como fieras y bebieron como orangutanes sedientos. La hecatombe llegó cuando, ebrios a más no poder, condujeron a Antoine al zoológico municipal.
Uno de sus amigos trabajaba allí de cuidador y disponía de la llave maestra. Recorrieron a tumbos entre sombras juguetonas buena parte del recinto, aturdiendo a las bestias con las luces de las linternas y sus berridos altisonantes. Hasta que llegaron ante Orejitas. Era un elefante macho de quince años. Convencieron al futuro marido de Susanne a subirse encima del lomo del animal, aprovechando que este estaba echado sobre las rodillas medio adormilado. Orejitas se dio cuenta de la situación demasiado tarde, con el joven sentado de mala forma a horcajadas sobre su grupa.
– Soy el Rey de los Paquidermos – alborotó Antoine.
– Así es. Ellos te respetan y te aman – contestaron a coro las amistades del joven.
Una de ellas arrimó una aguja a la trompa del elefante y se la pinchó con alevosía.
Orejitas barritó espantado y se incorporó sobre sus cuatro patas, echando a correr, abandonando la jaula por la puerta abierta y dejada así descuidadamente por la tropa de impresentables.
Antoine se asía al animal hincando las uñas en la dura piel, echado sobre su lomo, tratando de no salir despedido por los aires.
– ¡Auxilio! – gritó aterrorizado. – Que nunca he sido buen jinete.
La realidad es que esa era la primera vez que cabalgaba sobre un cuadrúpedo.
Orejitas abandonó el Zoo, con los amigos de Antoine siguiéndole los pasos entre eses de beodos. La trompa endolorida barritaba su desesperanza y su furia. Agitaba la cabeza intentando desprenderse de aquella cosa horrenda acomodada sobre su espalda.
Orejitas enfiló la calle principal, embistiendo la hilera de vehículos aparcados. Las compañías de seguros jamás olvidarían esa madrugada de furia incontenible del elefante.
– NO. Dios mío. Qué destrozo – farfullaba Antoine.
Orejitas lo zarandeó como si estuviera montado en un toro mecánico.
Finalmente salió despedido contra el escaparate de un Sex Shop.
El cristal se hizo añicos.
Los quejidos de Antoine conmovieron a sus amigos, que no al paquidermo. Este se arrimó a la tienda y alargó la trompa, sujetándole por la pierna derecha, sacándole de allí hecho una pena y llevándolo a rastras, lo acercó a una alcantarilla al que le faltaba la tapa y lo arrojó de cabeza en su interior. A resultas de eso, Antoine quedó comatoso y enfermó de fiebres palúdicas, pasando al otro mundo en menos de cuarenta y ocho horas.
Orejitas fue capturado a las pocas horas y devuelto a su Zoo querido.
Los amigos del desafortunado Antoine desaparecieron del mapa.
Se trataba de evitar dar explicaciones a la compungida novia.