Atraco calamitoso en la América Profunda. (Disastrous robbery in the American heartland).

 Era el mundo al revés.

         Johnny tenía cinco años y se lo pasó pipa viendo lo sucedido en la tienda del cascarrabias del señor Olden. El señor Olden vendía las mejores chucherías del pueblo. Tendría sesenta años. Era alto como un pívot de la NBA y flaco como un guerrero de la más misteriosa selva africana. Tenía fama de tacaño y de intentar dar gato por liebre a la clientela, en este caso los niños.
         – Por noventa centavos te corresponden tres regalices y no cinco – solía decir aún sabiendo que correspondían seis.
         Los mocosos se quedaban callados, aceptando la cantidad que les ofrecía el señor Olden. Porque cuando se le hacía enfadar, el hombre exhibía caras muy raras y le daba por hablar en un idioma muy extraño.
         Así era el muy ladrón.
         Y su clientela infantil no menguaba aún a pesar de sus trastadas.
         Conocido lo bien que le iba al señor Olden en el negocio de la venta de golosinas,  esa mañana dos hombres de unos treinta años visitaron la tienda de dulces. Johnny estaba viendo unos caramelos tentadores de tofe en el expositor del escaparate cuando quisieron entrar por la puerta. Tuvieron la ocurrencia de querer hacerlo los dos a la vez, pero no pudieron porque ambos estaban muy obesos.
         “¡Caray!” – pensó Johnny. “Tienen que pesar ciento y muchos cada uno. Están súper gordos.”
         – ¡Déjame pasar a mi primero!
         – Lo mismo da. De lo que se trata es de entrar en el establecimiento del demonio – se dijeron el uno al otro con los rostros colorados por la rabia del contratiempo.
         Finalmente consiguieron entrar en la tienda. Johnny era muy curioso, y se pegó frente al cristal del escaparate para observarles. El señor Olden estaba detrás del mostrador con semblante ceñudo. Bueno, la realidad era que refunfuñar era su característica principal a todas horas del día. Al igual que adquirir un semblante rojizo, enseñar los dientes puntiagudos y volver los ojos del revés cuando se le molestaba más de la cuenta.
         – Ustedes dirán – dijo el dueño con voz cortante.
         Miraba a los dos clientes con los ojos medio cerrados.
         – Queremos todo lo que usted tenga – dijo uno de ellos.
         – Ya veo. Se conservan excesivamente bien con tanto consumo de dulce – bromeó malvadamente el señor Olden. Hizo énfasis en ello apuntando hacia la barriga de uno de los dos recién llegados con la uña larga del dedo índice de la mano derecha.
         – Me refiero a que queremos que nos entregue todo el dinero de la caja, paleto cascarrabias – le dijo el otro gordo.
         Johnny escudriñó con más ganas a través del vidrio. Jolines. Esos dos gordinflones querían atracarle al señor Olden.
         – Y ya que estamos aquí, nos llevaremos una buena cantidad del género que usted vende – continuó el mismo gordo.
         El señor Olden estaba colérico. Le salía humo por los orificios de la nariz. Le empezaban a crecer las orejas.
         – Si no lo hago, me dejan tuerto, ¿no? – les plantó cara.
         Los dos atracadores se miraron sin saber qué decir.
         Johnny vio al señor Olden esconderse detrás del mostrador y antes de que los asaltantes pudieran reaccionar a tiempo, reapareció nuevamente, esta vez con una pequeña bolsita.
         – Os voy a enseñar lo que es bueno, bolas de sebo andantes. Los cartuchos son de sal gorda.
         De la bolsita extrajo unos polvos que esparció en el aire soplando sobre la palma de la mano, al mismo tiempo que recitaba un montón de palabras en una lengua desconocida.
         Nada más terminar de decir el sortilegio mágico, surgieron de la nada dos espantosos diablillos con cuernos y protuberancias, ambos armados con sendas escopetas de caza.
         Johnny se partió de risa al ver como los dos hombres orondos salieron disparados de la tienda perseguidos por los diablillos del señor Olden. Las espeluznantes apariciones apuntaron al primero de los atracadores en las nalgas y le dieron de lleno. Luego hicieron lo propio con el segundo. Los dos gordinflas saltaban y brincaban de dolor, llevándose las manos a los doloridos traseros conforme huían del lugar.
         – Así aprenderéis, atracadores de pacotilla – aulló satisfecho el señor Olden, saliendo al exterior del porche de su comercio.
         Gruñó tres o cuatro palabras horrendas y las dos criaturas surgidas de la nada desaparecieron como si tal cosa.
         De regreso a la tienda vio a Johnny, uno de sus clientes más rentables.
         Se introdujo con premura en su local, para luego sorprender al chico asomando medio cuerpo por el quicio de la entrada.
         – Aquí tienes esto, mocoso. Para que no se diga que Berny Olden nunca ha regalado nada. Además para que mantengas el pico cerrado de todo cuanto has visto aquí ahora – le dijo a Johnny.
         Le ofreció las armas con que pretendieron intimidarle los dos gordos.
         Eran dos tirachinas de lo más súper chulas. Con bolas de acero del tamaño de canicas como munición.
         Johnny se los quitó de las manos con regocijo y se fue corriendo a casa saltando de alegría, olvidándose de los demonios invocados por el dueño de la tienda de dulces.
         Mientras, en un estanque cercano, dos hombres entrados en carnes estaban sentados de tal forma con sus traseros introducidos en el agua para aliviar en parte el fuerte y doloroso escozor de los perdigones de sal gorda.
         Se miraban el uno al otro con gesto de frustración. Si hubieran dispuesto de mayor presupuesto, hubieran podido haber utilizado algún arma de más grueso calibre…
         Aunque también tendrían que aprender algún truco de magia negra para evitar sorpresas desagradables si acaso pretendían consolidar su carrera lucrativa como ladrones de bienes ajenos.


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