Todo por una botella de buen vino. (All for a good bottle of wine).

Este relato va dedicado a la compañera Camomila, y a su blog “El Rinconcito de Camomila”



Antoine De le Pierre, como buen descendiente de familia francesa asentada en los Estados Unidos, era un devoto consumidor de vino. Eso sí, nada relacionado con el BUEN vino. Se conformaba con el distribuido en los supermercados envasados en cajas de Tetra Brik. Vamos, lo más barato del mercado. Que sus bolsillos estaban casi llenos de telarañas. El pobre hombre era joven, cierto. No superaba la treintena. Había hecho carrera universitaria. Su tesis de final de curso sobre la escasez de víveres en el Peloponeso del año mil ciento dos antes de Jesucristo obtuvo un Cum Laude a secas. Estaba soltero a pesar de ser un personaje ligeramente atractivo (al menos así se lo parecía a la casera que le doblaba en edad, en peso y era originaria de Azerbaiyán). Y no estaba desempleado. Trabajaba como escritor de artículos online. Escribía mucho. La mayoría escritos sin ton ni son, pero a base de un promedio de quince micro relatos diarios, generaba unas visitas mensuales que le suponían setecientos dólares mensuales limpios de polvo y paja, cantidad no muy elevada como salario, pero que le servía para vivir al día hasta que llegara el momento que el sol saliera en todo lo alto para iluminar su suerte de lleno. Así que el único vicio confesable de Antoine era el vino de un litro envasado. Bebía todos los días dicha cantidad repartida entre el desayuno, la comida y la cena. Y entre cada acto gastronómico, con los ánimos renovados por los grados etílicos ingeridos, redactaba sus trabajos como escritor de medio pelo. Así era su vida.

         Hasta que una mañana la casera tocó a la puerta de su humilde piso. Escrutó con el ojo derecho a través de la mirilla.
         – Monsieur Antoine. Soy yo. Alisana. Abra. No sea tímido. Le traigo un regalo que seguro le entusiasmará – le dijo la mujer con voz ronca.
         Antoine ya estaba medio achispado pues acababa de comer, por tanto de ingerir medio litro de vino de un dólar el litro. De manera inconsciente abrió la puerta.
         La señora era terriblemente horrenda, y más vestida con un gran camisón de algodón sintético color rosa pálido. Estaba claro que venía con intenciones innobles. Casi carnales. Decidida a hincarle de una vez por todas el diente en la fisonomía de su guapo inquilino.
         – Dios mío – gimió Antoine.
         La mujer sonreía con lascivia mostrándole una horrible dentadura donde sólo le quedaban cuatro dientes excesivamente puntiagudos: un par en cada mandíbula.
         Entonces le mostró algo que sostenía en la mano derecha.
         Un Cabernet Sauvignon cosecha del 79. De un valor incalculable.
         – Mire lo que he adquirido por Internet, señor Antoine.
         El escritor estaba absorto en los contornos de la botella.
         – Es un caldo propio de los Dioses del Olimpo – musitó, ensimismado.
         La casera esbozó una figura delirantemente pornográfica.
         – Es todo suyo por una sesión loca de amor a la francesa – le chantajeó Alisana.
         Antoine se mesó los cabellos llevado por un ataque de locura de artista.
         NO PODÍA RECHAZAR AQUELLA OFERTA.
         El vino merecía ser saboreado por su paladar.
         Sin más, la invitó a pasar a su dormitorio.
         Instantes después, los muelles de su lecho chirriaban cosa mala.
         Era una hora de sacrificio. Nunca mejor dicho, porque la horripilante amante no hacía otra cosa que buscarle insistentemente el cuello, aplastándole con sus excesivos kilos, sin permitirle cambiar de postura. Así estuvo hasta la extenuación física bajo la enorme y poderosa fisonomía de Alisana, consiguiendo perder la conciencia producto del cansancio ante tanta impetuosidad sexual.
         Consumado el placer aberrante, la casera abandonó a su inquilino, saliendo del piso, cubriéndose el cuerpo abrillantado por la sangre con una sábana.
         Antoine se despertó con mucha debilidad a la hora de la cena, deseoso de recuperar fuerzas, donde consumiría una copa de ese néctar delicioso procedente de las viñas del país de sus orígenes.
         Aunque mejor dicho, una copa le sucedería a la otra.
         Embriagado por los efectos del alcohol, nunca reconocería haber conocido a su casera en la intimidad de su hogar. Era una fantasía más de sus pésimos escritos, sin duda. Así mismo como su blanca palidez en la piel y los cuatro orificios surgidos en un lado del cuello cuando más tarde se observó reflejado en el espejo del baño.



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