Desesperación

Bueno, por fin se ha marchado el trasto de Gurmesindo. Realmente, no tengo espíritu de niñera. Soy un solterón empedernido. Con mis soledades y mis egoísmos. Mis aficiones deleznables, y mi mal humor característico. Eso es lo que soy, y por algo vivo en este castillo, con la compañía de mis sirvientes.
Por cierto…
¡Harry!
Ah, ya llega mi reciente fichaje. El cuidador de las bestias. Y también mi bibliotecario personal, je je (aprovechando la época de crisis, y el desempleo abundante, le encomiendo más tareas de las que le corresponden en su contrato laboral).
– Sí, mi amo…
Te veo triste.
– Echo de menos a mi mujer, mi amo.
Ya, pero no creo que quiera recuperarte, más teniendo en cuenta tu confusión del día de San Valentín con el de Halloween.
– Ya. Bueno. No fue para tanto. Si ni siquiera la achicharré en la hoguera. Sólo fue una representación con mis colegas de los Ángeles del Infierno.
Bueno. Quien quiera ponerse al día con las desventuras de Harry, que lea el relato publicado el susodicho día de los enamorados, buf.
Veamos, Harry, mi sobrinete Gurmesindo me ha dejado mal sabor de boca al escribirme un relato, no de terror, si no de humor.
– Tiene usted un sobrino infumable. Ojalá lo atropelle un tren de alta velocidad.
Todo se andará. Deseo quitarme el regusto amargo que me ha dejado su terrible cuento, leyendo una historia más acorde con Escritos de Pesadilla. Así que acércate a la biblioteca y tráeme algo mínimamente interesante.
– Vale. Obedezco, aunque le recuerdo que soy el cuidador de los animales. Esto en teoría no forma parte de mis funciones. Por 300 euros mensuales a jornada completa, no pienso…
Calla, y haz lo que se te ordena. Si no, te despido. Hay quinientos criminales anhelando ocupar tu lugar.
Qué chico más solícito. Y rápido. Ahí viene con el relato.
– Aquí tiene, pedazo de… digo, mi amo.
Parece una historia interesante. Si me gusta, te doy la tarde libre.
– Como si quiere irse al infierno…
¿Decías algo, Harry?
– Nada, nada…

Era un llanto.
De desesperanza.
Representaba la derrota.
El fin de la demencia.
– ¿Dónde crees que vas? – le llegó la voz sibilina y repulsiva de Ácatos. – Hiciste el juramento. La firma lleva tu propia sangre. No puedes retractarte. Ni echarte atrás.
Caminaba a pasos presurosos. Por dondequiera que fuera, Ácatos le seguía.
Se alejaba de su hogar. No podía retornar a él. A su interior. A lo que en ello ahora moraba…
La gente le miraba al pasar entre tropezones por la multitud. Era de día en la gran urbe. La hora punta de la mañana en que los niños y los jóvenes iban a sus estudios y las personas mayores a sus ocupaciones laborales.
– No sufras más.
Se lo decía a sí mismo.
Sus zancadas eran amplias.
Pasó varios pasos de cebra sin preocuparse si había tráfico circulando en las inmediaciones. Recibió varios reproches de transeuntes a los que golpeaba con sus codos y sus manos.
Estaba ya desenfrenado.
– ¡Vuelve, bastardo! Sellaste el pacto – le chilló Ácatos, airado.
Era una locura.
En el momento de la pérdida de su mujer y sus dos hijitas en el accidente de autobús cuando viajaban a ver a los padres de su esposa, todas sus creencias religiosas dejaron de tener sentido. ¿De qué le servía tener un buen puesto en el equipo de redacción del periódico, si acababa de perder a lo más preciado de su vida? En un arrebato de locura, no quiso que se celebrara ningún funeral, ordenando simplemente la cremación de los restos de su familia en completa soledad.
Entonces llegó él.
En una ocasión, una compañera mejicana le dijo que él era una persona muy sensitiva, proclive a la percepción de ciertos fenómenos extrasensoriales. En aquel momento se rió con ganas. Seguro que tendría madera de un buen vidente, le dijo, sonriente. Meses después sucedió la tragedia. A los pocos días empezó a sentirse observado. Pensaba que sería algo propio del reciente duelo. Hasta que una tarde, en su dormitorio, se presentó aquella sombra profunda llamada Ácatos. No tenía forma humana ni de animal. Era informe. Le insinuó que podría hacerle recobrar vida a sus ancestros fallecidos. Todo a cambio de un contrato. La venta de su alma.
Firmó sin dudarlo. Susana. Elenita. Margarita. Su bella mujer y sus dos hijas. Las necesitaba de vuelta… Su propia sangre selló el pacto.
Pasaron las horas. Los días. Casi una semana. Ácatos no había cumplido, por tanto no le debía nada ni a él ni a su amo y señor de las sombras perpetuas…
Llegó una noche. Eran las once y media. Estaba terminando de cenar.
Fue cuando por fin regresaron.
Todos sus ancestros.
De generaciones anteriores.
En estado cadavérico y descompuesto.
Los abuelos.
Los tíos y tías.
Primos cercanos y lejanos.
Sus propios padres.
Susana.
Elenita.
Margarita.
Toda una generación de sus apellidos.

Continuaba caminando.
Entonces avistó el puente del ferrocarril. Con su pretil. Apresuró más su caminar. Se encaramó sobre el borde, dispuesto a caer al abismo. En ese instante se acercaba un tren mercancías.
– ¡Si mueres antes de tiempo, te haremos de sufrir lo inimaginable! Aún te necesitamos con vida para que hagas la misión que tenemos pensado encomendarte – le rugió Ácatos.
Pudo escuchar sus amenazas con claridad.
Poco le importaban.
Miró hacia abajo.
Calculó el instante en que pasaría la locomotora por debajo del ojo del puente, y con las pocas fuerzas que le quedaban, se impulsó hacia el frente, dejando caer su cuerpo al bendito vacío.

Mala suerte al cuadrado

Hay que ver. Qué monada de sobrinito. Gurmesindo Vientre Podrido. A sus nueve años, es un niño superdotado. ¿A que sí, majete?
– Que te den.
Eso me encanta de ti, Gurmesindo. Tu lenguaje diáfano y sincero. Eres digno hijo de tu madre. Ven aquí, que te haga cosquillas en el sobaco. Verás cómo te ríes de una puñetera vez en tu aún corta vida.
– Déjame en paz, viejo.
Sólo tengo cuarenta años, Gurme.
– Y eres más feo que un mapache fugado del laboratorio de un científico loco.
Dejemos las sutilezas, niño. Toma este folio y este bolígrafo. Estoy expectante por comprobar si tu mente calenturienta nos obsequia con un relato de los tuyos. Que Eleonora, tu mamá, me dice que eres un escritor en ciernes.
– Te escribo cuatro chorradas, y a ver si así me dejas en paz de un vez. Que tengo ganas de mear.
Ay. La infancia. Quién pudiera recuperarla.
Vaya. Sí que lo has escrito en un santiamén. Mientras Gurmesindo riega los cactus del vestíbulo, procedo a leerles su ocurrencia literaria…

Diego López nunca había creído en el tema manido de la mala suerte hasta aquella mañana en que estaba presenciando el desfile de parte de los integrantes del Circo Popof de Tirana por la avenida principal de la pequeña localidad donde él vivía. Había mucha gente concitada, gente mayor y principalmente los niños pequeños acompañados de sus padres. Diego estaba subido aferrado en lo alto de una farola para verlo todo desde una perspectiva privilegiada. Aunque tuviera ya cuarenta años, seguía siendo muy habilidoso para encaramarse a los árboles y similares. Todo iba de perlas. Pasaron ante él los malabaristas, los payasos, los cocodrilos bien amarrados por el domador, un cortejo de bailarinas del vientre… Entonces llegó la jirafa. Su cabeza pasó a la misma altura que la de Diego, y por algún motivo extraño, le dio por mordisquearle la oreja derecha. El pobre hombre llamó la atención de todos con sus alaridos de dolor. Se soltó del cuerpo de la farola y cayó justo en el centro del asfalto por donde discurría el desfile. Despatarrado como estaba, justo al girar la cabeza vio la enorme pata de un elefante que iba a posarse sobre su desdichada figura…
Tuvo suerte. Tan solo sufrió una cantidad considerable de politraumatismos, además de una pierna fracturada, más cuarenta puntos de sutura en la nalga derecha, pues fruto de la impresión, al domador de los cocodrilos se le soltó una de las correas y el ávido reptil cerró con firmeza sus mandíbulas en la zona más blanda y jugosa de Diego.
Se puede decir que desde esa fecha infausta, Diego López aceptaba la existencia del infortunio con la misma facilidad que uno se declaraba hincha acérrimo del Madrid o del Barcelona.

La artimaña

Estando dibujando un bosquejo de naturaleza muerta (un cesto de mimbre conteniendo fruta y verdura podrida) sobre el lienzo, percibí los pasos indecisos de Dominique a mis espaldas.
Me volví con el pincel entre los dedos de la mano derecha.
– Mi amo, siento mucho mi osadia del otro día -empezó a disculparse. – Es que soy un fanático de la ciencia ficción.
– Ya. Bueno, mientras no reincidas en el pecado, todo te irá bien. ¿Por cierto, cómo tienes la espalda?
– Ya sólo siento algunos cosquilleos.
– La próxima vez utilizaré las garras de Freddy Kruger. Recuérdamelo.
Dominique no quiso dar por concluída la breve conversación.
– ¿Hay algo más que quieras decirme, siervo de tercera categoría, con visos a descender en el ránking de lacayos tremebundos?
– Yo, para congraciarme con usted, mi amo, he tenido la voluntad de escribir un pequeño relato de terror.
– Hum. Veamos lo que me traes…
” En verdad que es muy breve. Pero tiene algo de nivel, dada tu corta inteligencia.
Veamos la opinión de los lectores. Si hay protestas generalizadas, no me quedará más remedio que seccionarte la mano derecha con un sable.
– Lo que usted diga, mi amo. Ya sabe que yo obedezco y padezco.

Era noche casi cerrada en pleno mes de noviembre. Hacía mucho frío, y casi no había transeúntes por las calles. Ella era una mujer bastante atractiva. Pero eso era lo de menos. Caminaba abrigada y presurosa por la acera. Sus ojos buscaban y miraban.
Pasados unos minutos eternos, vio un hombre joven que se acercaba. Venía andando no muy derecho. Vestía ropa de obrero de la refinería cercana. Seguro que acababa de salir de tomar unas pintas con sus compañeros, y ahora se encaminaba rumbo a su casa, dispuesto a entrar sin llamar la atención de su esposa e hijos, si es que acaso los tuviera.
El hombre no tardó mucho en fijarse en la silueta llamativa de la mujer.
Nada más hacerlo, ella se dejó caer sobre el frío suelo, desmayada.
El juerguista se acercó hacia el cuerpo tendido de la hermosa joven.
– ¿Se encuentra usted bien? – se interesó situándose de rodillas a su lado.
El rostro de la chica estaba lívido. Los ojos cerrados. Su pecho estaba inmóvil. Parecía no respirar.
En un gesto instintivo, el individuo sujetó la cabeza de la damisela por la nuca, presto a aplicarle el boca a boca.
Sus labios se arrimaron a los de ella.
En el momento de insuflarle su aliento, la mujer abrió con presteza su boca y lo examinó con los ojos abiertos.
Sus colmillos relucieron a la luz ambarina de la farola.
Antes de que su víctima pudiera decir nada, ya estaba alimentándose de su sangre…

Agujeros de topo

Bueno, mientras el nuevo relato va siendo ultimado poco a poco, he decidido repescar una historia corta medianamente divertida. Ustedes, estimados lectores, dirimirán si con él consigo aglutinar sonrisas o reproches, je, je. Mientras le echan un vistazo, yo me cojo los palos de golf y me voy a jugar una partidita con Artola Quebrantahuesos. Es el día perfecto. Llueve a mansalva y los rayos que no cesan…

– Métalo en el coche – ordenó el sheriff Tanner a su ayudante.
– Como usted diga, señor. Venga para adentro, inútil – le hizo de agachar la cabeza al detenido para que pudiera entrar en la parte separada trasera del coche patrulla.
– Diantres. No tenga tanta prisa, que me desnuco – se quejó Samuels, con las manos inmovilizadas a la espalda por las esposas.
– A quejarse usted al bicharraco que le ha puesto al descubierto – agregó el ayudante, dándole un cachete en el pescuezo antes de cerrarle la puerta.
Samuels estaba desolado. Todo su plan para eliminar disimuladamente a la parienta se había ido al carajo por un imprevisto en forma de… topo.
Eleonor ni se había enterado del veneno depositado en el mosto de uva negra. Era algo más que un purgante. De tanto tener que ir al baño, se deshidrató y perdió fuerzas de tal manera que terminó por irse al otro barrio por una delgadez extrema en menos de veinticuatro horas. La parte primera había ido de maravilla. Ahora le correspondía el trabajo más desagradable, tronchar su anatomía en infinitas porciones para luego irlos enterrando en el huerto de lechugas. Una manita por aquí. Un piececito por allá. La cabeza más alejada del resto de su cuerpo cortadito a cachos. Era madrugada avanzada cuando culminó con su labor de hacer desaparecer el cadáver de Eleonor.
Eleonor la charlatana. Nunca callaba y tras veinticinco años de matrimonio le había convertido en un adicto a la aspirina.
Eleonor la criticona. Ella siempre odiaba la manera en que él intentaba ocultarse parte de la calvicie al extender los mechones más alargados por encima de la calva.
Eleonor y sus reproches hacia él como mal amante. Jamás tuvieron descendencia por su bajo nivel de espermatozoides.
Nada bueno sacaba su esposa de él, que, aunque tarde y a destiempo, decidió lo mejor era mandarla al cielo cuanto antes.
Creyendo que había hecho bien los deberes, Samuels se fue a la cama y durmió como un lirón.
Lo que menos esperaba era que a la mañana siguiente fuera despertado por los berridos aterrorizados de dos Testigos de Jehová. Estaban adentrándose por el camino que llevaba al pórtico de su casa, cuando a la altura del huerto vieron dos ojos, un pie y una oreja humana entre lechuga y lechuga.
Samuels no se lo podía creer.
– Si lo hice todo bien – gruñó a espaldas del ayudante del sheriff.
Este se había vuelto para observarle a través de los orificios de la mampara de hierro de separación.
– El principal sospechoso sigue alterado, ¿eh? – preguntó Tanner a su ayudante.
– Si. Esa idea suya de haber cavado en el huerto para ocultar los restos de su esposa es lo que peor se le había podido ocurrido hacer en plena actividad febril de los topos. No hacen más que crear túneles, y cuando dan con algo que se interpone en su construcción, forman un agujero de salida hacia la superficie para sacarlo al exterior.
“De esta manera es cómo más de una tercera parte de la pobre mujer volvió a quedar a la vista.
– Dichosos topos… – se lamentaba Samuels, golpeándose la espalda contra el respaldo del asiento trasero.
Si su mujer estuviera viva, también le criticaría lo malo que era ocultando el cuerpo del delito…

Música trance

Desde la oscuridad húmeda y maloliente de mi ilustre guarida, dedico el siguiente relato a los fenomenales compañeros de Latinmixstereo, suecos chiflados por la música de su país (cosa lógica) y admiradores de los ritmos latinos bailones. Llevan la voz cantante en el control de una emisora de música combinando ambos idiomas, lo que tiene un mérito enorme. Además de todo esto, me han brindado un detalle muy bonito dedicándome un vídeo musical acompañado de una fotografía de los encierros de Pamplona. Motivo más que suficiente para que un trozo de Göteborg forme parte de este relato en la presencia del personaje principal, aunque luego el final está en la línea de mis pesadillas nocturnas, ja ja. ¡Va por vosotros, mis queridos amigos suecos!


El sonido era repetitivo y machacón para los sentidos. Incitaba al baile. Al desenfreno. Al consumo de bebidas alcohólicas. Incitaba al uso de las drogas denominadas blandas.
Convertía a la gente congregada en la sala de fiestas en personas desinhibidas. El frenesí era sinónimo de locura colectiva. El hedor de los sudores corporales embriagaba el ambiente cerrado del local.

Lutero era sueco. Estaba presente en el Reino Unido para un período de un año de una beca Erasmus en la universidad de Birmingham. Tenía veinte años. Era todo lo contrario del típico joven nórdico atlético. Le encantaba la comida basura y la cerveza. Tenía sobrepeso, pero disponía de cierto intelecto como para haberse hecho merecedor de la ayuda económica de la beca para costearse esa parte de la singladura de sus estudios en el extranjero.
Era muy abierto. Su carácter bromista y cierta empatía consiguieron que en apenas un mes estuviese plenamente integrado en la sociedad juvenil anglosajona del campus. Su inglés era bastante decente y comprensivo. Así que no era de extrañar que aparte de los estudios, adquiriera ciertos vicios de la sociedad británica.
El principal era que podía encontrarse de todo. Desde creencias muy aperturistas a una cerrazón de ideas muy conservadoras.
Lo que jamás pudo pensar que también iba a conocer la faceta del terror.

Aquella música le estaba hipnotizando de alguna forma. Llevaba horas siguiendo el ritmo de la mayoría. Estaba exhausto. Su camisa de algodón bañado en sudor. Todos sus cabellos apelmazados. Necesitaba un descanso. Abandonar la gran masa compuesta por cuerpos alocados y nada dóciles arrumbados por la repetición de la música trepidante creada por los DJ del escenario central.
Lutero se fue abriendo paso con dificultad. Tropezaba con chicos y chicas sumidos todos en una orgia de movimientos y danzas paganas. Tenía que alcanzar los aledaños de los baños. Unos minutos allí dentro, sentado en el inodoro, con las palmas sobre los oídos para evadirse del guirigay que le rodeaba. Necesitaba ese intervalo de reposo. Si no lo conseguía, pensaba que podría incluso llegar a perder el conocimiento. No le gustaba la sensación de sudor frío que le empapaba la espalda.
Estaba a punto de zafarse de los últimos brazos que lo atosigaban.
De abandonar el círculo vicioso.
Allí estaba la puerta de los servicios. Abandonada a su suerte. Curiosamente no había nadie rondando por su alrededor. Era la zona más tranquila y diferenciada del resto del inmenso local de música dance de la ciudad.
Cuando iba a encaminarse hacia ella, unos brazos le sujetaron por los hombros. Se volvió y vio a dos porteros fornidos impidiéndole dejar el fragor de la fiesta interminable.
– ¿A dónde crees que vas, insensato? – le preguntó uno.
– Me encuentro algo mareado. Tanta música, tanta gente, me está pasando factura – se justificó.
Los dos gorilas se miraron entre ellos divertidos.
– Tú no te vas a ningún lado. Si revientas, la palmas dentro – le dijo el segundo de los forzudos.
Los dos lo introdujeron a empellones de regreso a la cacofonía de la sesión de música trance.
Lutero estaba sintiéndose cada vez peor. La masa lo fue conduciendo hacia el centro de la sala.
Era un monigote moviéndose a impulsos de los demás.
Ya no sentía nada.
Formaba parte de la locura.
De la secta musical.
Del trance.

Un cuarto de hora más tarde un cuerpo inerte era retirado en camilla por los operarios de una ambulancia.
El nombre del difunto: Lutero.

El ventanuco

Bueno, acabo de visitar la cocina. Estoy muy satisfecho. El ilustre repostero Bogus Bogus está ultimando los nuevos relatos que pondré a disposición de la atenta concurrencia de Escritos de pesadilla. Mientras terminan de estar a puntito, horneándose hasta quedar realmente asquerosamente incomestibles, recupero esta benevolente historieta en honor a la vuelta de los niños al colegio. Les aseguro que es la mar de estimulante…

Dick Tracy tenía solamente doce años y regresaba del colegio con una sonrisa en los labios. En uno de los bolsillos de la mochila escolar guardaba el boletín de las notas del primer trimestre y había sacado todos A+ menos en matemáticas donde había logrado una B. Su felicidad se notaba en la forma que botaba el balón de fútbol sobre el firme de la acera conforme se acercaba a casa. Sus padres se iban a poner supercontentos. Y seguro que sus logros en los estudios iban a ser recompensados de alguna manera. Su mayor ilusión sería asistir al partido del sábado en el Madison Square Garden donde los New York Rangers se las iban a tener tiesas con los Boston Bruins de la liga nacional de hockey sobre hielo. Había tanta rivalidad entre los dos equipos que las batallas campales estaban a la orden de cada encuentro. Dick estaba seguro de que sus padres iban a permitirle ese capricho. Continuó caminando a buena marcha sin dejar de botar el balón. Dejó atrás el Burger King con su aparcamiento y afrontó la vuelta de un edificio de dos plantas que llevaba unos cuantos años clausurado. En su mejor época debió de ser una especie de casa de citas. Ahora tenía todas las ventanas tapiadas con losas de hormigón y con la puerta de acceso claveteada con tablones y con un buen candado cerrado sobre el pasador para que nadie tuviera la intención de ocupar de forma gratuita el recinto. Dick pasó por delante de la fachada y justo al doblar la siguiente esquina perdió el control del balón.
Este fue rodando hasta ocultarse detrás de un denso matorral que había al lado de la pared lateral del edificio. Sin pensárselo dos veces fue en pos del mismo, como temiendo que fuera a perderlo para siempre. Tuvo que abrirse sitio entre la maraña de ramas. Afortunadamente no tenían espinas ni el conjunto de plantas era venenoso. Encontró el balón detrás del matorral, al lado de un pequeño ventanuco ubicado a ras de suelo. El niño estaba satisfecho de haber dado con su objeto de diversión deportiva, pero aquello le llamó la atención. La diminuta ventana tendría un marco de unos 75 centímetros por alto y cincuenta de ancho y carecía de postigo. No se veía ningún gozne, ni quedaban rastros de marcas oxidadas de haber albergado alguno. Simplemente carecía de la hoja con su correspondiente vidrio. Lo que incentivó la curiosidad de Dick por el ventanuco fue que el vano estaba abierto al exterior sin nada que lo tapase. No habían puesto ladrillos ni estaba tapiada con cemento. Aunque bien pensado, ¿quién iba a poder colarse por allí dentro? Sólo un niño travieso y curioso de complexión flaca y corta estatura lograría hacerlo. Y el cuerpo de Dick correspondía a esas características físicas. Algo rondaba por la mente del muchacho. Se sentía como hipnotizado por el hueco. Dentro reinaba la oscuridad. Y no se sentía ningún tipo de ruido. Estaba a punto de recoger el balón para marcharse del lugar, cuando el propio balón rodó hacia el ventanuco.
– Epa…
Dick reaccionó demasiado tarde, viendo como su balón era tragado por la ventana de marras. Una vez dentro se suponía que debía oírse como rebotaba en el suelo del sótano del edificio, pero no surgió ningún sonido de su interior.
El niño se quedó frustrado y muy disgustado. Ese balón era su favorito. Aparte de jugar con sus amigos en el patio del colegio, todos los domingos de cada semana, si el tiempo lo permitía, retaba a su padre a un uno contra uno en la canasta que tenían al lado de la entrada del garaje de la casa.
Contempló el marco del ventanuco. Parecía un ojo de cíclope con el color del iris más negro que el petróleo. Las señales horarias de su reloj de pulsera le indicaron que se estaba haciendo tarde. Y llevado por la premura, decidió arrastrarse por el hueco ubicado a la altura de sus rodillas. No se quiso ni imaginar la altura que podría haber desde el alféizar hasta el suelo del sótano del antiguo prostíbulo, y mucho menos pensar si luego conseguiría llegar a su altura para salir de nuevo al exterior. Era de suponer que en todo caso habría alguna caja o algún tipo de mueble viejo que le ayudaría a escalar de nuevo hasta la ventana. Sin esperar a mucho estaba ya echado sobre su barriga, con las piernas colgando en la infinita negrura. Sus pies no tocaban ninguna superficie sólida. Estaba en el vacío. Y continuó estándolo cuando fue engullido del todo por la voracidad del interior del ventanuco.
– ¡Socorro! – gritó con fuerzas, implorando ayuda.
La sensación que tenía era como de ingravidez. Su cuerpo se retorcía, con las puntas de los dedos ansiando asirse a algún punto que sobresaliera de entre la oscuridad. Sus piernas patalearon compulsivamente sin tocar fondo alguno. El niño estaba aterrorizado. Todo él flotaba en un mundo desconocido. Desde su perspectiva podía entrever el vano del ventanuco alejándose de él como si fuera una nube empujada por la fuerza del aire.
– ¡Noo! ¡Que alguien me ayude! – suplicó Dick, llorando de impotencia.
Su cuerpo se agitaba con tanta brusquedad en el vacío que terminó perdiendo la mochila.
El hueco recortado del ventanuco fue distanciándose hasta que Dick terminó formando parte de la propia oscuridad del lugar.
Sus lamentos nunca le sacarían de allí.
Entonces escuchó una voz justo al lado de su oído derecho.
– Bienvenido a tu nueva vida, chico.
Se volvió pero no pudo atisbar nada en concreto entre tanta penumbra.
– ¿Quién eres? – preguntó a la voz desconocida.
– Soy quien se va. Y tú eres quien me releva.
Dick lloraba a lágrima viva. Se sorbió los mocos con el cuerpo danzando en el vacío.
La voz que escuchaba era la de otro niño.
– Si entras aquí, aquí te quedas… Hasta que alguien venga a relevarte – continuó diciéndole la voz anónima.
– No… No quiero quedarme aquí.
– No pasa nada. Aquí nunca tendrás hambre. Ni sueño. Ni ganas de ir al baño. Es como si el tiempo se detuviese un rato, hasta que lo que te retiene aquí decide volver a dejarte libre.
– No entiendo nada de lo que me dices…
– Es sencillo. Esto es una especie de trampa. Si caes en ella, lo que hay detrás de la ventana te retiene. No sé lo que es en verdad. Sólo que te mantiene aquí atrapado como si fueras su mascota.
Como no sientes nada, no te das cuenta nunca del tiempo que llevas aquí dentro retenido. Simplemente sabes que ha llegado tu hora de salir cuando alguien más se siente atraído por la ventana y decide entrar. Eso es lo que me pasó a mí en su momento, y eso es lo que ahora te pasa a ti.
– ¡No! ¡No quiero permanecer aquí por más tiempo! ¡Quiero salir! – exigió entre gimoteos Dick tratando de sujetarse a algo abriendo y cerrando las manos.
– Tendrás que ganártelo, amigo. Como yo me lo he ganado hoy.
“Ah, y por cierto, el balón es precioso. Te juro que te lo trataré bien.
“Ahora tengo que irme. Seguro que mis padres me han estado echando mucho de menos.
La voz cesó en su conversación con el muchacho.
Dick intentaba localizar el hueco de la ventana sin ningún resultado positivo.
Palmoteaba como un ciego que acabara de perder su bastón que le servía de apoyo para trasladarse por una estancia nueva.
Nunca más volvió a escuchar aquella voz surgida de entre las tinieblas…
No le quedaba otra alternativa que esperar hasta que surgiese su sustituto.
Un nuevo incauto que cayera en la trampa del ventanuco.
– No. No quiero quedarme aquí – imploró con el cuerpo flotando en una especie de limbo.
Sus gritos ansiosos no le fueron de ningún provecho.
Su destino tenía una única solución.
Y la llegada de la respuesta a sus pesares era una fecha indeterminada.
Finalmente Dick se cansó de zarandear tanto su cuerpo.
Comprendió que era inútil.
– Papá. Mamá. Os quiero mucho. No se el tiempo que tardaré en veros de nuevo – musitó entre lloros.
El tiempo se dilató. Dejó de existir para él.
No tenía ningún sentido resistirse a su suerte.
Ahora quedaba esperar y esperar.
En silencio.
Desde la negrura más allá del ventanuco.

Asesinos ficticios: Maurice Unstable, el Ilusionista Sangriento

Hoy toca el segundo capítulo dentro de la exitosa saga de Asesinos Ficticios emitido en los años cuarenta por la cadena norteamericana XRZ TV Incorporation Of Vagos From Zululandia. Tan sólo quedan las grabaciones originales, las cuales pude adquirir en una puja reñida por la cadena online E-Vay al coste final de cinco céntimos de euro. Una vez restauradas por mi eficaz ayuda de cámara, Dominique, nos prestamos a visionar en la pantalla dispuesta en el saloncito de invitados inesperados el recordatorio gráfico de las penosas hazañas de Maurice Unstable. Espero que pasen un rato desagradable…

Asesinos ficticios.
Grandes pero desconocidos asesinos en serie norteamericanos.

Maurice Unstable nació en una fecha indeterminada del año 1889 en la granja familiar de los Appleville, en un rincón recóndito de la bendita California. Era una hacienda muy humilde, donde el cultivo de una determinada remolacha condujo a la familia a la ruina (un jardinero les vendió una gran partida de semillas procedentes de una variante de la lejana y exótica Mesopotamia, cosa que fue un timo a todas luces, valiéndose de los escasos conocimientos históricos y culturales del patriarca). Una vez embargadas las tierras y la casa, los Appleville se vieron en la obligación de ofrecer sus servicios al terrateniente Hutchinson, a cambio de cobijo y comida. Ello implicaba tener que trabajar de sol a sol en los campos de árboles frutales, sin descansos posibles ni para la merienda y mucho menos echarse una reconfortante siesta, hábitos arraigados en la familia. El joven Maurice, a pesar de su corta edad de tan sólo diez años, fue obligado a tener que cargar a sus espaldas con los capazos donde eran depositadas las manzanas y peras. Más o menos hasta casi veinte kilos cada vez, decenas de veces al día. Ello conllevaría a la larga, que aún a pesar de su estatura luego alcanzada en la edad adulta (metro ochenta y cinco), se le desarrollara una columna encorvada dándole el aspecto de un muelle encogido a punto del brinco. El muchacho nunca recibió educación escolar (ni siquiera la más elemental), y con el paso de los años, aparte del ingrato trabajo diario, en los escasos ratos libres de los que disfrutaba, fue aficionándose a las revistas por los dibujos en ellas reflejados de magos de las grandes ilusiones realizando números espectaculares que le dejaban siempre con la boca abierta. A veces algunos de sus amigos que sabían leer, se ofrecían a hacerle saber lo que venía escrito en los artículos que acompañaban a las imágenes. Y lo hacían exageradamente, enfatizando en que muchos de los trucos eran un puro fracaso, conociéndose casos en los cuales algún que otro mago se había equivocado al partir un voluntario por la mitad, dejándole trabajo extra al dueño de la funeraria más cercana.
Sin querer, estas tergiversaciones acabaron calando hondo en el nulo intelecto del muchacho.
A la edad de diecisiete años, y tras numerosas prácticas realizadas a escondidas con gorrines, perros y gatos vagabundos y una anaconda robada del Rincón de los Reptiles de la localidad cercana de Lomar, abandonó las fértiles tierras del hacendado Hutchinson a hurtadillas con ciertos instrumentos de carpintería que le iban a ser útiles en sus planes de labrarse una carrera profesional como Ilusionista.
Adquirió el nombre artístico de Maurice, El Inimitable. Pertrechado de varias sierras, tablas de madera fina con borde de cuchilla, serruchos oxidados y diversas hachas, se dirigió el 17 de septiembre de 1906 a la pequeña ciudad de Gloria al Padre. Todos los habitantes eran muy religiosos, y estaban influenciados por el carisma conservador y autoritario del párroco Stewart Hen. Este tenía 80 años cuando asistió a la actuación improvisada del artista en la plaza principal. Maurice debió de estar muy convincente en su alocución a la hora de solicitar un voluntario para el gran truco del serrucho herrumbroso, logrando convencer al señor Stewart para que se tumbara encima de una mesa. Acto seguido le hizo de alargar las piernas y los brazos, sujetándoselos a la tabla con cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Según testimonios de los testigos que presenciaron su primera actuación como ilusionista, Maurice le preguntó al párroco si se encontraba cómodo. A la respuesta negativa del anciano, le colocó un trapo a modo de mordaza en la boca y sin más se puso a partirle por la mitad con un terrible serrucho con los dientes torcidos. La gente se quedó paralizada por el terror conforme el artista dividía a su querido párroco como si fuera una barra de pan. Cuando terminó de separarle las piernas del abdomen, con el señor Stewart descansando en paz en contra de su voluntad inicial, alzó la sierra y comentó lo bien que había salido el truco. No tardó en apreciar la indignación perfilada en los rostros de los feligreses del Ministro del Señor dividido en dos piezas sangrantes, así que hubo de dejar todas las herramientas en el lugar de los hechos para así huir dando grandes zancadas, evitando ser linchado y con ello ver su carrera artística finiquitada en una única y memorable actuación.
A raíz de este asesinato público a sangre fría, Maurice Unstable se vio forzado a cambiar su nombre estelar del Inimitable, por el más prosaico del Ilusionista Sangriento.
Desde la muerte del reverendo Stewart Hen, se sucedieron más actuaciones de Maurice. Tenían lugar en pueblos pequeños y apartados. Todas las víctimas era gente voluntaria que se prestaba a formar parte de sus esperados trucos de magia de escena, sin saber que en ello les iba la muerte más atroz y dolorosa. Entre 1906 y 1910, donde se celebró su última actuación sangrienta conocida, Maurice Unstable asesinó a quince personas, todas ellas varones, en catorce localidades distintas. En sus variadas performances, recurrió a decapitaciones con el uso de hachas y espadas, amputaciones a gran escala con hojas afiladas inmovilizando a la víctima en una caja con orificios para los pies, las manos y la cabeza, y destripamiento con empleo de los consabidos serruchos oxidados. Como todas sus actuaciones terminaban en un puro fracaso, con la muchedumbre asistiendo atónita a su carnicería antes de poder reaccionar y prenderle al instante, Maurice emprendía la fuga, o bien a la carrera (a pesar de su estatura, estaba muy delgado y tenía buenas piernas), o bien robando un caballo o una carreta, dejando atrás sus artilugios, motivo por el cual había un lapso de semanas o meses entre actuación y actuación, hasta que pudiera reunir nuevos instrumentos y crear nuevos artefactos donde poder inmovilizar a los próximos voluntarios del Ilusionista Sangriento.
Desde su último número en abril de 1910, donde aserró la cabeza del alcalde de Rinconcito Amado, en Nuevo México, Maurice Unstable dejó de matar, sin que se llegara nunca a descubrir su paradero.
De este modo, dejó un legado que poco a poco fue quedando en el olvido, pudiendo afirmarse que a pesar de sus esfuerzos por pasar a la fama, el Ilusionista Sangriento simplemente tuvo un pequeño momento de gloria en una zona en concreto de los Estados Unidos, para luego quedar en el anonimato más absoluto superado por otros asesinos seriales muchos más modernos.

Resumen de las hazañas criminales del asesino en serie Maurice Unstable, “El Ilusionista Sangriento”.

17 Sep. 1906, en Gloria al Padre, parte por la mitad al reverendo Stewart Hen, de 80 años.

25 Nov. 1906, en Río Chico, atraviesa a sablazos a Peter O´Moore, de 47 años, carpintero y viudo.

31 Dic. 1906, en Big Throat, decapita a Lionel Goose, de 15 años, y destripa a Benjamin Goose, de 13, ambos hermanos, hijos del sheriff local.

28 Feb. 1907, en Center Town, muere desangrado por amputación de piernas y brazos, Leopold Level, de 55 años, de profesión sastre, casado y con diez hijos.

8 mayo 1907, en Chihuahua Beach, atraviesa a sablazos a Martin Bud, de 71 años, militar retirado.

15 agosto 1907, en Green Leaves, divide por la mitad con un serrucho a David Isovechic, de 65 años, barrendero en su último año antes de la jubilación.

1 Nov. 1907, en Eternity City, decapita a Lucas Tutor, de 31 años, maestro de escuela.

7 marzo 1908, en Uptown, divide en tres partes de manera permanente a Otis Brown, de 44 años, de profesión bombero voluntario del pueblo.

23 Julio 1908, en Hillman, quema vivo antes de ser atravesado por una docena de espadas a Anthony Gross, de 27 años, dentista y recaudador de impuestos.

13 Oct. 1908, en Tree Junction, destripa a John Fatso, de 91 años, fundador de la localidad en la fiebre del Oro.

3 enero 1909, en Ringing Bell, asierra por la mitad y luego desmiembra a Ludovic Stella, de 36 años, banquero y miembro masón del Estandarte Dorado.

16 Sep. 1909, en Eturia, atraviesa con tres docenas de sables a Bobby Jo Junior, de 29 años, vividor y mujeriego sin oficio conocido.

2 Dic. 1909, en Happy Corner, decapita a Rutherford Dandy, de 54 años, dueño del casino más popular de la región.

28 abril 1910, en Rinconcito Amado, insertó dos estacas, uno en cada cavidad ocular, para seguidamente separarle la cabeza, al alcalde Cliff Border, de 63 años.

Saltando a la comba

Hola. Hoy dedico este corto relato perturbador a mis queridos lectores, seguidores de Escritos de pesadilla y a mis amigos de la comunidad bloguera de Cincolinks. Al igual que un brindis torero, “va por ustedes”. Un saludo escalofriante, y mañana nos vemos con el siguiente capítulo de Asesinos Ficticios…

Rodolfo Contreras era conocido por gastar bromas pesadas y realizar ciertas gamberradas cuando le daba finamente al morapio en la tasca del pueblo de Grandeza la Mayor. Sobre todo le encantaba fastidiar a los críos del pueblo. Si los veía jugando al fútbol, se metía en medio y apartaba el balón de una brutal patada, enviándolo al quinto pino. Así era de simpático el hombre. A sus cuarenta y nueve años, ya era difícil que cambiara su actitud y menos su carácter.
Una tarde, ya a punto de anochecer, Rodolfo salió de la tasca a trancas y barrancas, enardecido por haber ingerido unas cuantas copas de vino tinto. La iluminación en el poblado era muy limitada, y las sombras solían adueñarse con prontitud de las callejuelas y los alrededores de Grandeza la Mayor en cuanto el sol terminaba de ponerse.
Este era el caso cuando Rodolfo decidió dar una vuelta en dirección a las afueras del pueblo. Le encantaba sentarse entre pinos, y si no hacía excesivo frío, dormir la mona tumbado sobre la hierba y las agujas desprendidas de los pinares. Conforme iba avanzando por un estrecho sendero de tierra, pudo entrever con los ojos medio cerrados a tres niñas jugando. Estaban saltando a la comba con una cuerda muy larga. Le llamó la atención que las mocosillas estuvieran fuera de casa a esas horas otoñales del día, y tan alejadas de la plaza del pueblo, que era el lugar de esparcimiento de los más pequeños cuando terminaban las clases del día.
Rodolfo sonrió con malicia. Bueno, pronto iban a tener que regresar con sus padres, porque les iba a estropear la diversión, pensó para si mismo.
Andando ligeramente en zig zag, se acercó a las chiquillas y se puso a saltar a lo tonto sobre la cuerda, hasta que quedó finalmente enganchado.
– Jo, jo. Se os ha acabado el juego, mocosas. Hale, arreando a casa, que ya es hora – les dijo entre carcajadas.
La cuerda fue enredándose alrededor de su talle, incidiendo en juntar sus brazos contra sus costados.
– ¿Qué hacéis? Basta de tonterías. Que no estamos jugando a indios y vaqueros – rezongó con voz tomada por los efectos del alcohol.
Las tres pequeñas continuaron enredándole con la cuerda, apretando las ataduras alrededor de sus piernas, hasta hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas sobre el duro suelo del sendero.
– ¡Diantres, chiquillas! ¡Ya basta! – dijo, juntando los párpados para enfocar su visión sobre las niñas traviesas.
Su mandíbula se desencajó de horror.
Aquellas tres pequeñas no eran tales niñas como había creído en un principio.
Eran tres criaturas de menos de un metro de alto, negras como el alquitrán, sin ojos ni orejas, y con unos cabellos largos que les llegaban hasta tocar el suelo. Las tres deformidades antinaturales abrieron sus bocas con satisfacción. Acababan de cazar su presa del día. Empezaron a tirar del cuerpo de Rodolfo Contreras, conduciéndole por el bosque cercano, hasta dar con la entrada a una especie de madriguera formada bajo la superficie del suelo. Primero entraron las tres aterradoras criaturas, para seguidamente hacerlo el cuerpo inmovilizado de Rodolfo, tironeado por un extremo libre de la cuerda. Su cabeza alcanzó la oscuridad total de un estrecho túnel húmedo horadado por aquellas bestias horripilantes. Luego su torso y por último las piernas.
Trató de gritar como un loco, pero nadie pudo escuchar sus lastimeros ruegos de auxilio conforme las criaturas se pusieron a devorarle la carne del rostro, ansiosas de alimentarse hasta que sus estómagos estuvieran del todo repletos.

El peso de la conciencia

Hoy estoy feliz. En mi celda de castigo habilitado en las mazmorras tengo un prisonero que se merece los mayores tormentos. Hizo una cosa mala en el pasado. Me juramenta que toda la culpa procede de un conocido suyo, que por cierto, está purgando penas en el potro. Nunca dejaré de estar agradecido a Susan. Una chica maja, bondadosa e inocente. Pero que cuando tiene que salirse con la suya, lo consigue. Lástima que ya haya cumplido con su labor. La voy a echar de menos. Y no digamos nada, mi fiel lacayo Dominique, que estaba por ella hasta los huesos…
Ahora os narro su historia.

Martin estaba sentado en el borde de la cama de su dormitorio. Tenía la cabeza gacha, sostenida entre las manos, observando sus propios muslos. Vestía ropa interior de una semana. Estaba descalzo. Cansado. Desnutrido. Bebía pocos líquidos y se alimentaba precariamente de comida enlatada, sin desayunar ni cenar. Había adelgazado ocho kilos en diez días. Sus ilusiones estaban muertas.
– Martin. Comprendo que llevas una mala racha – le dijo la muchacha.
Era una chica de no más de veinte años. Muy linda. Larga cabellera castaña, de pelo alisado sobre los hombros. Esbelta y de tez ligeramente pálida. Sus ojos eran azules celestes. Muy grandes. Le observaban desde el quicio de la puerta. De pie. Luciendo un camisón largo hasta las rodillas. Estaba igualmente descalza.
Martin se volvió hacia ella.
Dios, que hermosa se le mostraba.
Y a la vez cuan incómoda resultaba su presencia allí.
– Déjame. No tengo ganas de verte – le dijo, tajante.
– Tienes que decidirte, Martin.
“Hace mes y medio fue tu padre.

Fue rápido. Un cáncer de estómago que lo condujo a la fase terminal en menos de quince días. Se quejaba de fuertes ardores en las últimas semanas. Hasta entonces había estado fuerte como un roble. Por eso no se les ocurrió llevarle a que le hicieran una analítica. Cuando súbitamente empezó con los vómitos densos y oscuros, fue ingresado en la clínica, donde la realización de una exploración por el TAC dio el resultado del avance de varios nódulos cancerígenos con metástasis derivados desde el original en el estómago, hacia el hígado, esófago y riñón derecho. Estaba viudo. De hecho, su padre sólo disfrutó de cinco años de matrimonio con su madre. Martin tenía tres años cuando ella murió también de cáncer. Ser hijo único requería una sólida relación de cariño y amor hacia su padre. Por eso lo inesperado de su enfermedad empezó socavando los cimientos sobre los cuales se sustentaba el frágil equilibrio de su estado mental.

– No necesitas recordármelo – insistió Martin a la joven.
– Tienes razón. No mencionaré más la muerte de tu padre. Entiendo que tardes en asimilar tanto dolor. Encima luego llegó el accidente de Paul. Hace dos semanas. Es tan reciente.

Paul era el hermano de su novia Clara. Se llevaban de fábula. Enseguida se hicieron buenos amigos. Martin estaba por asegurar que era su único gran amigo. Como si fuera un hermano mayor. Sincero, honesto y siempre dispuesto a echarle una mano cuando hiciera falta. Para Martin resultó un fuerte mazazo enterarse que Paul había tenido un percance en el trabajo. La voz de Clara al teléfono era temblorosa y desalentadora. Paul trabajaba de encargado en una constructora. El operario de una grúa tuvo un despiste y al girar la pluma, casi le dio a Paul. Este estaba en un tercer nivel de la obra, y al intentar esquivar el golpe, perdió el equilibrio, precipitándose al vacío y muriendo en el acto. A raíz de esa terrible pérdida, Clara se volvió esquiva. A la semana del funeral, le comunicó a Martin que lo mejor era romper la relación que mantenían. Un dolor unido a otro dolor.

– En poco más de seis semanas has perdido a las únicas tres personas que te entendían y te querían. Eso tiene que ser muy duro para ti – continuó hablándole la joven sin moverse de su sitio.
– No sigas. Vete. Necesito estar sólo.
– Martin. Hay veces que lo mejor es asumir lo que nos marca el destino.
Se llevó las manos a los ojos. Los tenía pesados. Al borde del llanto.
– Admítelo, Martin. Tus seres más queridos te han abandonado. Ahora estás completamente sólo. Sin amigos. Sin familiares directos. Sin relaciones afectivas.
– Basta.
– Ayer te llamaron del trabajo, Martin.
– ¿Cómo es que sabes eso? – la miró con las lágrimas desbordándole el rostro.
– Yo me entero de las cosas más insignificantes, Martin. Quien te llamó era tu jefe. Llevas cinco días seguidos ausentándote del trabajo de manera injustificada. Motivo suficiente para comunicarte tu despido. Ahora estás sin ingresos, Martin.
– Me estás haciendo la vida imposible.
– Simplemente reclamo lo mío, Martin.

Se llamaba Susan. Era una chica universitaria procedente de Ottawa. Tenía una beca para estudiar en los Estados Unidos. El hermano de Clara se fijó en ella en un partido de fútbol americano donde jugaba el equipo universitario. La estudiante era una de las animadoras. Con la euforia de la victoria, muchos lo celebraron yendo de ronda de bares. En un local, la chica coincidió con Paul y Martin. Ambos ya llevaban varias rondas de cervezas y estaban por consiguiente, lo suficientemente bebidos como para animarse ante la visión del hermoso físico de Susan. Paul la invitó a una copa y estuvieron hablando un poco de cosas fútiles. Después de ganarse su confianza, se ofreció a llevarla de vuelta al campus en su coche. Susan agradeció el detalle y los acompañó convencida de que al ser dos personas tan populares en el bar donde habían estado bebiendo estaría segura en su compañía. Martin ejerció de conductor, mientras Paul se sentó en la parte de atrás con Susan. Al poco de abandonar las calles principales de la localidad, Paul empezó a mostrar su fogosidad. La chica le pidió que se mantuviera quieto. Martin les preguntó si todo iba bien, a lo que Paul le indicó que condujera hasta salir de la ciudad. Susan vio entonces que la situación se estaba volviendo desagradable, y les rogó que pararan para dejarla bajar del coche. Paul se echó a reír como un loco y comenzó a abofetearla con fuerza, dejándola medio aturdida por los golpes. Martin estaba nervioso al volante, y en una curva perdió el control, dando el vehículo una vuelta de campana. Cuando recuperó la conciencia, vio a Paul llamándole desde fuera. Este se encontraba agachado, pues el vehículo estaba volcado.
– ¡Deprisa! ¡Sal! Está perdiendo combustible. Puede arder en cualquier momento – le urgió Paul, destrozando el cristal de la ventanilla a puntapiés.
– Dios.
Se soltó el cinturón de seguridad como pudo y con la ayuda de su amigo, logró salir a duras penas por el hueco de la ventanilla. Paul lo ayudó a incorporarse de pie, y pasándole un brazo por el hombro, lo hizo de abandonar las cercanías del coche.
– ¿Y la chica? ¿Dónde está ella? – preguntó Martin mientras avanzaban a marchas forzadas.
– En el coche – le contestó someramente Paul.
Justo en ese instante, sintieron la explosión del automóvil a sus espaldas, cayendo ambos de bruces sobre la hierba de la cuneta.

Martin se levantó de la cama. Quiso eludir la mirada de la chica.
Esta no se apartaba del hueco de la puerta.
– ¿No he tenido ya suficiente castigo? He perdido a mi padre, a mi mejor amigo y a mi novia.
” Me he quedado sin trabajo. Estoy sin fuerzas.
– Sin ganas de vivir. Dilo, Martin.
– No.
– No pararé hasta que me hagas justicia, Martin.
– Yo no quise hacerte daño. Fue Paul…
– Fuisteis los dos. Las intenciones de Paul eran dañinas. Y una vez que se hubiera propasado conmigo, tú harías lo propio. No te escudes en el accidente. Eso es secundario. Lo uno no evitó lo otro.
– Susan.
– Morí por vuestra culpa.
“Pero aún no he recorrido el camino que me libere del dolor. Necesito descansar en paz, Martin. Y hasta que tú no repares mi aflicción, las cosas no cambiarán.
Martin se puso a mesarse los cabellos, mirándola al borde de la locura.
– Las cosas no pueden ir a peor, Susan.
– Sí que pueden, Martin.
– ¿Cómo? Dímelo, por Dios.
– Aún no puedes superar tu separación con Clara. La quieres. La deseas. Harías cualquier cosa por ella.
– Eso es cierto.
– Y aunque ella ya no quiera saber nada de ti, Martin, su muerte te afligiría por completo.
– No.
– Primero tu padre. Luego tu mejor amigo. Después Clara.
“Dos están muertos, Martin. Me falta un tercero. Y eres tú el que tiene que decidir quién ocupará ese lugar para que yo pueda ver la luz que ilumine mi camino al otro lado de la vida.

Eran las tres de la tarde de un sábado. El vecino de al lado escuchó un disparo procedente del interior del piso de Martin. No tardó en notificar el hecho a la policía. Cuando llegaron los primeros agentes, y una vez abierta la puerta por el casero, encontraron el cuerpo sin vida del inquilino tumbado en el suelo. Acababa de pegarse un tiro. Su rostro era todo sufrimiento.
Como si algo que remordiera su conciencia le hubiera impulsado en dar término a su propia vida.

El destino de los perdedores

A veces el azar puede llegar a jugarnos malas pasadas. Más cuando tentamos la suerte jugando grandes cantidades de dinero en apuestas, pensando que un golpe de fortuna va a hacernos millonarios, concediéndonos la oportunidad de vivir una vida de lujo y desenfreno. Craso error. Lo peor llega cuando encima las cantidades que apostamos son fruto de un préstamo solicitado a un miembro del crimen organizado. Si no se gana, se pierde el dinero, y lo que es más probable, la vida.
Pero pasen y vean el siguiente capítulo de mi teleserie favorita. Acomódense en las butacas de huesos, y sirvánse ustedes mismos. Ahí están las palomitas y las cervezas.
Servilletas no tengo, así que tendrán que secarse las babas con las manos, ja ja.
Aquí tengo el mando a distancia. El programa empieza
ahora.

Eran tres. Cada uno vivía en zonas distintas de la ciudad. Conseguir reagruparlos le llevaría toda la mañana y gran parte de sus esfuerzos en el empeño. Afortunadamente conocía el momento apropiado para abordar a cada individuo. Fueron meses de seguimiento en la sombra, conociendo los hábitos de cada cual.
Su debilidad física lo compensaría con el inestimable uso de una porra eléctrica.
Así los fue asaltando uno a uno, para finalmente conducirlos al punto de reunión en un lugar bastante alejado y solitario, lo suficientemente distante del núcleo urbano donde los tres residían.


El despertar fue duro para los tres. Estaban encerrados en una cámara frigorífica a siete grados bajo cero y bajando. 
Dos de ellos se conocían perfectamente. El tercero era un absoluto desconocido para ambos.
– Soy Regis Sinclair – dijo el extraño. Era un hombre negro de edad mediana y complexión delgada. Tenía amplias entradas que se percibían a pesar de su corte de pelo al uno.
Tony De Matteo y Robert Salgado se miraron consternados.
– ¿Qué coño pintamos en este lugar? Hace un frío del carajo – se quejó Tony De Matteo, golpeándose los antebrazos con las manos.
– Parece una cámara frigorífica de un camión de transporte de congelados – le puso al corriente Robert Salgado.
Regis trataba igualmente de entrar en calor.
– Ustedes dos se conocen. ¿Quiénes son?
Tony le devolvió una mirada displicente, dando unos saltos para entrar en calor.
– Lo de menos es saber nuestra identidad.
“Lo importante es determinar el motivo por el que estamos aquí metidos. Si no salimos pronto, esta cámara será nuestro panteón – aseveró Tony.
Robert se acercó a la puerta del camión. Como era de esperar, la única posibilidad de poder abrirla era desde la parte externa.
– Joder. Esto no tiene ningún sentido – masculló, golpeando la puerta con un puño.
Entonces Regis se fijó en una cosa. Al fondo de la cámara, supuestamente cercana a la cabina del camión, había una serie de objetos. Se acercó. No tardó en mostrar su perplejidad.
– Eh, ustedes dos. Aquí hay una serie de armas blancas diseminadas por el suelo.
– Cómo.
Robert y Tony se pusieron a su lado.
Había un par de machetes con el filo mellado, tres navajas, cuatro cuchillos de carnicero y un hacha de doble filo.
– ¿Qué diantres significa todo esto? – las palabras de la pregunta flotaron en el ambiente en forma de volutas gélidas conforme Regis hablaba.
Para su propia sorpresa descubrieron que la cabina tenía una ventanilla metálica que se comunicaba con el interior de la cámara. Esta se abrió de repente y de igual modo volvió a cerrarse.
– El cabrón está sentado en la cabina. ¡El muy miserable nos está vigilando! – alborotó Robert, enojado. Se arrimó a la ventanilla y empezó a golpearla con sendas manos. – ¡Eh, miserable! ¡Sácanos de aquí! ¿Qué buscas? ¿Que nos quedemos congelados?
– Obviamente eso parecen sus intenciones – dijo Regis, riéndose nerviosamente.
– Cállate de una puta vez o te corto el gaznate de una cuchillada – le espetó Tony, empujándolo contra la pared lateral izquierda.
Eso no tenía ningún sentido.
Que un tío desconocido los secuestrara y los mantuviera encerrados en condiciones extremas dentro de una cámara frigorífica era cosa de locos. Y de película. Ni que estuvieran protagonizando una nueva secuela de la exitosa saga “Saw”…

Su vida dependía de una última apuesta. Eso era indudable. Había arriesgado hasta el último penique que le quedaba del préstamo solicitado al hijo de puta de Tony De Matteo. Este era un mafiosillo del tres al cuarto, pero era conocido por su sádica forma de cobrar las deudas. Con la ayuda de sus secuaces, cortaba miembros a los desgraciados que no podían pagarle los préstamos con los debidos elevados intereses, o los dejaba sin vista extrayéndoles los ojos con garfios, o simplemente les metía una bala por el culo, dejándoles morir desangrados en una agonía lenta y eterna. Así era el villano de Tony De Matteo. Más motivo para tener que jugárselo todo a una carta en el hipódromo.
Conocía a un corredor de apuestas que le debía un favor algo lejano. Se llamaba Regis. Al principio este hizo como que no le recordaba de nada. Casi se lo tuvo que pedir de rodillas.
– Me lo debes, Regis. En Irak te salvé el culo por la matanza de Qadawi. Si no hubiera sido por mi informe, nos podrían haber presentado ante un Consejo de Guerra.
– De acuerdo. Pero como se entere mi jefe, estoy perdido.
– Sólo necesito una apuesta segura. El ganador de una carrera amañada. Venga. Así quedaremos en paz.
– Joder.
Regis cogió un bolígrafo y remarcó el nombre de un caballo en el programa de carreras.
– Little Red Daddy en la cuarta. De diez participantes, es el último en los pronósticos y con diferencia. De quince carreras, sólo ha acabado dos veces entre el quinto y el séptimo puesto. Pero hoy va a dar el triple salto mortal y sin red. Te lo aseguro. Te vas a volver de oro con esta apuesta – le dijo Regis convencido.
– Que Dios te oiga, amigo – contestó con un fulgor de emoción en las comisuras de los ojos.
Cuan importante era que aquel caballo ganara para seguir de una sola pieza.

Habían pasado cinco minutos desde que se abriera y cerrara la ventanilla. Los tres hombres estaban poco a poco perdiendo el control. La sensación térmica de la cámara cada vez era más baja. No podían permanecer quietos en el sitio. Estaban al borde de la hipotermia. Quince minutos, o a lo sumo media hora más, y podrían considerarse historia. Serían tres estatuas congeladas.
– ¡Maldita sea! ¡Sácanos de aquí, condenado desgraciado! – Tony De Matteo estaba aterido de frío. Miraba a los cuchillos y al resto de las armas blancas tiradas por el suelo – Joder, Robert. Tienes que sacarme de aquí. No PUEDO morir en este puto lugar y de esta estúpida manera.
Robert Salgado permanecía callado, sacudiéndose con las manos el cuerpo para intentar remitir en parte la sensación de frío.
Mientras, Regis cogió una navaja. En el momento que la estaba inspeccionando, la ventanilla se abrió por segunda vez de manera imprevista. Alguien se acercó a la rejilla.
– Ustedes tres van a formar parte de una competición deportiva. Con la salvedad que no se admiten apuestas…- dijo una voz ronca.

Todo salió mal. El maldito caballo se partió la pata tomando el interior de la curva y hubo de ser sacrificado en directo ante el horror del público.
Abandonó el recinto confuso y aterrado. Estaba sin blanca y a merced de la nula benevolencia de Tony De Matteo. La única alternativa que le quedaba era ir a casa, hacer las maletas y largarse cagando leches de la ciudad. Lo primordial era conservar la vida. Más tarde, si conseguía darle esquinazo al gángster, se preocuparía de intentar rehacer su vida en un nuevo destino y con una falsa identidad.
Sin ni siquiera alcanzar las cercanías de su casa, los hombres de Tony De Matteo se le acercaron en un Mustang gris.
– Venga, entra. El jefe te quiere ver – fue la frase lapidaria que le dijo el que acompañaba al conductor, apuntándole con el cañón de su pistola.
No le quedó más remedio que subirse al Mustang y elevar sus oraciones al Cielo.
La llevaba clara.

– Los tres disponen de la misma oportunidad. Uno de ustedes será el único vencedor. En otras palabras. Dos morirán y uno vivirá para contarlo. Pero tienen que darse prisa. Estoy bajando poco a poco la temperatura de la cámara. Si el espíritu de la supervivencia no les hace reaccionar en aproximadamente diez o quince minutos, los tres morirán.
– ¡Canalla! ¿Por qué no reúnes el valor de formar parte del grupo? Así sería mucho más interesante. Cuatro en vez de tres – increpó Tony De Matteo a la persona resguardada en el anonimato detrás de la diminuta rejilla.
– Está perdiendo unos segundos preciosos malgastando saliva.
“Les he dejado un bonito arsenal para que luchen entre si.
“En cuanto quede uno solo en pie, se le abrirá la puerta para que pueda salir por la misma.
“Ahora me despido. De ustedes depende morir congelados o luchar por la supervivencia.
La ventanilla fue cerrada por última vez.
– Cabronazo. ¡Si te tuviera aquí mismo, te ahogaba bajo la presión de los dedos de mis propias manos! – graznó Tony.
Sin pensárselo, se agachó para recoger un machete del suelo.
– Espera. ¿Qué haces? ¿No irás a seguirle la corriente a ese chalado? – preguntó Robert, alarmado.
Regis miraba a sus dos compañeros de penurias con rostro expectante.
Tony recogió el hacha y se lo tendió a Robert Salgado.
– De momento hay que empezar con uno. Y esta claro que el eslabón más débil de los tres es ese petimetre de ahí – le dijo, señalando a Regis Sinclair.
– Dos contra uno – susurró Robert.
– Exacto – enfatizó Tony.
Los dos fueron en pos de Regis, acorralándole en un rincón.
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡No lo hagan! ¡No le sigan el juego a ese perturbado! – imploró Regis.
Sus ruegos fueron desatendidos, con las paredes cubriéndose con las salpicaduras de su sangre conforme Robert y Tony se ensañaban con su cuerpo…

Tonny De Matteo se presentó en la bajera de un almacén que tenía en un polígono industrial en las afueras de la ciudad. Nada más entrar, vio a aquella asquerosa rata que le debía treinta mil libras esterlinas. Ahora era una figura patética. Desnudo, colgado cabeza abajo de una cuerda atada alrededor de sus tobillos, con las manos maniatadas a la espalda y convenientemente amordazado.
Nada más notar la presencia de Tony, el botarate se puso a intentar moverse, buscándole con la mirada. Quería suplicar por su vida, pero la mordaza impedía que los vocablos emitidos por su garganta resultaran intelegibles del todo.
Tony se mantuvo un instante interminable mirándole con desprecio. Estaba vestido con un cierto estilo elegante, al revés que sus hombres, quienes lucían un atuendo llamativo consistente en un mono amarillo confeccionado para resistir agresiones de sustancias químicas, de alto cuello con capucha, cierre de cremallera frontal con elástico en los puños y los tobillos, además de pantallas faciales, guantes de PVC y botas de seguridad.
– Ponle las gafas – ordenó a uno de sus matones.
Este obedeció de inmediato, colocándole unas gafas de natación sobre los ojos.
– Sabes, rata de cloaca. Porque eso es lo que eres realmente. Un gusano que merece ser pisoteado.
“No. No temas. No voy a ordenar que te manden al otro barrio. Simplemente voy a aplicar el mismo rasero con respecto al dinero que me debes. Está claro que ya puedo olvidarme de recuperarlo.
Es un chiste tonto, y encima tú te ríes en mis propias narices. ¿Pero quién te crees que es Tony De Matteo? ¿Que me voy a sumar al regocijo general? ¿Acaso te piensas que me voy a echar unas risotadas por ver tus payasadas? ¿Por comprobar cómo la cagas una y otra vez?
“Nada. Eres una piltrafa. Una boñiga de vaca. Y como eres una mierda, nos queda transformarte en eso. En una PUTA MIERDA.
Tony pidió a uno de sus hombres que le acercara una silla. Quería contemplar la tortura que iban a inflingir a ese pobre diablo. Sería una lección para toda la vida. Y quedaría marcado para siempre.
– Podéis empezar con la diversión. ¿Cuántas dosis de ácido habéis conseguido?
– Cuatro, jefe.
– Bien. Estupendo. Iniciad aplicándoselo por la cara, respetándole los ojos.
” Quiero que no pierda la vista. Que todas las mañanas pueda contemplarse en el espejo el puto monstruo aberrante en que quedó convertido por deber dinero al Gran Tony.

El cuerpo sin vida de Regis Sinclair se encontraba tendido en el suelo. Tenía una mano despedazada por intentar defenderse de los ataques de machete y del hacha. La otra mano se hallaba distante un metro de su muñón. Su cabeza estaba abierta y destrozada como si fuera una sandia madura precipitada desde la ventana de un primer piso a la acera. La realidad es que no pudo ofrecer mucha resistencia. Tony De Matteo y Robert Salgado se pusieron de acuerdo en la forma de avasallarlo, como si se hubieran entrenado para matarlo de esa manera.
Ahora el quid de la cuestión radicaba en que eliminado Regis, sobraba uno de ellos dos.
En cuanto hubo expirado este, los dos se apartaron, dejando un espacio entre ellos, y se pusieron a vigilarse en silencio. La sensación de frío se iba incrementando minuto a minuto. Les temblaban los labios y las manos. No les quedaba mucho tiempo para poner un eficaz remedio a ese encierro irracional.
Tony fue el primero en intentar dar por zanjado el asunto. Tenía el machete. Robert Salgado el hacha. Eso fue un craso error por su parte el habérselo tendido. Ahora estaba en clara desventaja. Tendría que maniobrar con rapidez para sorprenderle e impedirle que contraatacara con la fuerza del hacha. Robert vio venir su ataque, y se defendió con el mango de su arma.
– Joder – bramó Tony al ver repelido su ataque.
Robert recondujo el impulso en la inercia de Tony sobre su cuerpo para emplear una defensa evasiva golpeándole en el rostro con la base del mango del hacha.
– Joder
Tony De Matteo se trastabilló, quedándose un instante ligeramente aturdido por el golpe.
Cuando pudo enfocar su visión en su rival, notó un impacto seco y preciso en su cráneo, seguidamente de un fuerte chorro de sangre oscura y pedazos de su cerebro escurriéndose por sus mejillas. El machete se le escapó de entre los dedos de la mano, y con mirada extraviada, fue perdiendo el equilibrio hasta caer desplomado justo al lado del resto de las armas tiradas por el suelo.

Daba la casualidad que esa tarde Robert Salgado no estaba de servicio. Así que cuando recibió un mensaje sms de Tony De Matteo, decidió acudir por su cuenta y riesgo.
Al entrar en el almacén, pudo ver la obra de arte creada por aquel sádico criminal.
– ¡Jesús! ¿Esa cosa que está colgando cabeza abajo es de origen humano? – dijo empleando su sarcasmo habitual.
– Ya sabes. Lo de siempre. Me debía una cantidad respetable de pasta – dijo Tony, incorporándose de la silla para saludarle con un gesto de la mano derecha.
Robert Salgado iba a sonreír de manera forzada, cuando reparó en que el cuerpo se agitaba ligeramente.
– El tipo está vivo.
– Ese es un hecho incuestionable. No era mi intención matarlo.
– Pero… Joder, Tony. Está hecho un cristo. Tiene que estar sufriendo como un cerdo.
– Eso le sucede por querer contarme un chiste de dudoso gusto.
– ¿Cómo dices?
– Nada. Cosas mías. Ya sabes. Te dejo a cargo de todo. El tema del hospital. La discreción. Que ningún detalle llegue a oídos de tus superiores.
Tony le tendió un fajo de billetes.
– Esto… Será complicado aducir una excusa convincente ante los médicos que tengan que tratarlo. Te costará mucho más que todo esto que me ofreces, Tony.
“Sinceramente, te convendría más acabar con su patética vida.
Tony mostró la hilera superior de su dentadura en una sonrisa del todo detestable e inhumana.
– Es mi capricho, polizonte. Matar es quitarle el sufrimiento en segundos. En cambio, dejarle con vida, es castigarle para el resto de su existencia.
“Cuando tengas todo esto solucionado, el doble de lo que te he dado para que sobornes a los médicos durante su tratamiento clínico irá a parar directamente al fondo de tu cartera.
– Eso suena mucho mejor.
– Nos entendemos de maravilla. Eso es lo bueno de tener a un inspector de policía en nómina – se rió Tony De Matteo de manera escandalosa.
Ordenó a sus hombres que bajaran el cuerpo cubierto de terribles heridas lacerantes, para acto seguido hacer mutis por el foro por la puerta del almacén.

Escasos segundos discurrieron desde el instante en que Robert Salgado hubo acabado con la vida de Tony De Matteo hasta que la puerta del camión refrigerado quedase definitivamente abierta, ofreciéndole la posibilidad de abandonar el insoportable frío acumulado en el interior de la cámara.
Tales eran sus ganas de salir de allí, que no se hizo con ninguna de las armas tiradas por el suelo.
Cuando salió de la parte trasera del camión, se encontró con la oscuridad de la noche, sin ninguna iluminación artificial que pudiera revelarle el lugar donde se hallaba. Tan solo los pilotos traseros del camión y sus faros irradiaban un ligero aura superficial en el pavimento más cercano. Pestañeó varias veces, tratando de adaptar con premura su visión a las penumbras, tiritando de frío por el largo rato encerrado en el camión frigorífico.
Justo en el instante que pensaba alejarse de la zona, del lado contrario del vehículo de transporte surgió una figura encapuchada sosteniendo una escopeta entre las manos enguantadas. Sin mediar palabra, el desconocido apuntó al vientre de Robert Salgado y le disparó, acertándole de lleno. Producto de la potencia del impacto del disparo, Robert salió ligeramente despedido de espaldas contra la parte trasera del camión. El policía se dio de cuenta que en ese instante todo estaba perdido. En un acto reflejo se llevó las manos al regazo. Las vísceras estaban al descubierto. Sus fuerzas empezaban a abandonarle. Se le pasó la tiritona.
– Tramposo. Jodido… tramposo… – fueron sus últimas palabras antes de fallecer.
La figura de la capucha cargó con su cadáver y lo introdujo en el camión refrigerado, cerrando la puerta a cal y canto. Luego se subió a la cabina.
Dejó la escopeta en el suelo por un momento y se recostó la espalda contra el respaldo del asiento. Necesitaba descansar unos segundos. Respiró profundamente, contemplándose en el espejo retrovisor a través de los orificios practicados en la tela que le cubría el rostro.
En cuanto estuvo relajado, se quitó la capucha, dejando su faz a la vista.
La herencia de una vida interminable se mostraba ante su propia repulsión.
Todo era un sin sentido.
Su rostro era una aberración.
Al igual que el resto de su cuerpo horriblemente mutilado.
No tenía sentido postergar más su propio sufrimiento.
Los tres bastardos que le habían arruinado la vida, su sentido de existencia entre el resto de los seres humanos, habían recibido su merecido.
Por lo tanto, era hora de aplicarse su propia medicina, llevándose el cañón de la escopeta a la boca y apretando el gatillo.
Cosa que hizo a continuación.