La propuesta

Iniciamos una semana nueva desde Escritos con un relato ligeramente perturbador. El protagonista es un amigo del colegio de mi sobrino Gurmesindo, quien por cierto está aquí al lado. ¡Niño! ¡Ven! Que deseo que hagas la introducción del nuevo texto pergeñado por quien estornuda y tose cuando se acatarra.
– ¡Oye, viejo! ¡Préstame tu mechero! ¡Y tabaco de liar! Que llevo una hora sin fumar, y ya tengo el mono.
Será posible, Gurmesindo. ¿Acaso en este fin de semana pasada tus padres no te han dado una suculenta asignación semanal?
– ¿Dices que cincuenta céntimos dan para mucho? ¡Qué te den! Y a tu cuento, también. Que narre el relato el loro disecado de Dominique.
¡BLAAAAAM!
Vaya portazo. Y qué modales. Sus padres lo están malcríando.
No me queda más remedio que aclararme la voz con zumo de papaya si acaso deseo dar a conocer el relato…

Anatoly nunca se lo mencionaba a sus padres. Ni a sus propios amigos. Era un hecho que le intrigaba de la manera más profunda. Ocurría entre las dos y las tres de la madrugada. No todas las noches. Ni siquiera cada semana. Por ello siempre ponía el despertador de su teléfono móvil a las dos menos diez, abandonaba la comodidad del sueño y el abrigo que le proporcionaba la manta de su cama para aproximarse a la ventana de su dormitorio y tiraba de la correa de la persiana, alzándola lo suficiente como para poder atisbar el exterior de la calle sin que fuera descubierto desde fuera. En infinidad de ocasiones no sucedía nada. La calle completamente nevada por la temporada invernal rusa mostraba un estado desolador de soledad ahí mismo como en las cercanías del lugar.
En cambio, cuando debía suceder, las pisadas dejadas por el errante nocturno conducían hasta el contenedor ubicado frente al edificio vetusto de siete plantas donde vivía Anatoly.
Aquel hombre surgía de la nada, escondido en el anonimato de sus ropajes invernales, caminando siempre dificultosamente sobre la nieve, acarreando un saco pesado sobre el hombro derecho. Se percibía el hálito de su respiración por los dieciséis grados bajo cero. Al acercarse al contenedor de la basura, depositaba el saco sobre el suelo, alzaba la tapa y recogiendo la carga de nuevo, con esfuerzo ímprobo lo lanzaba al interior, bajando la tapa y marchándose lentamente del lugar.
Anatoly estaba fascinado por la aparición errática del callejero nocturno. En lo que llevaba de mes y medio controlando sus andanzas, había surgido más de diez veces desde la nada, siempre en la misma franja horaria entre las dos y las tres de la madrugada.
Y en cada visita, el mismo tipo de carga era depositado en la basura…

El frío era extremo. Sus extremidades inferiores luchaban fatigosamente por realizar el recorrido que culminaría ante el contenedor de la basura. El contenido del saco pesaba un quintal, y tenía el hombro casi muerto por el peso del mismo. A pesar de la costumbre y del hábito, los nervios nunca le abandonaban. Hasta que no se deshiciera del saco, no se iba a sentir del todo tranquilo.
Dobló la esquina, enfilando la calle que le interesaba. Había cientos de contenedores de basura, pero aquel le transmitía buenas sensaciones. También era cierto que quedaba lejos de donde vivía. Así nunca se le podría relacionar con lo que hubiera en las entrañas de los sacos que eran depositados cuando le llegaba el ansia de gritar, de pegar, de acuchillar, de matar…
Tardó en fijarse en la presencia de un niño. Estaba abrigado como él hasta las mismas cejas, y parecía aguardar su llegada, pues estaba al lado del contenedor.
No supo qué hacer. Siempre había eludido la presencia de testigos. Tendría que marcharse y buscar otro contenedor. Aunque bien pensado, que aquel mocoso estuviera ahí a las tres de la mañana era tan inusual como su propio hábito de recorrer kilómetro y medio con los sacos al hombro en pleno invierno.
Se quedó un rato inmóvil, sin decidirse por si seguir adelante, arrojando el saco a la basura y luego marcharse, obviando la cercanía del niño, o dar un rodeo hacia la calle más cercana.
Entonces el niño se movió. Con cierto desasosiego, el hombre del saco inició el cambio de trayecto, pero no tardó en tenerlo enfrente.
Tendría once años. Doce a lo sumo.
Fue una escena extraña y tensa. Se estuvieron mirando fijamente a los ojos, sin decirse nada.
Finalmente el crío tomó la iniciativa.
– Se lo que llevas en el saco que cargas.
A pesar de lo minucioso que él era, al permanecer el contenido tanto tiempo quieto en el mismo sitio, una zona del saco más oscurecida y donde la tela estaba húmeda, rezumó un líquido rojizo que se asentó sobre la nieve.
Gotas escarlatas de sangre.
El hombre llevaba una espesa barba de varios días. Sobre la frente las marcas de unos arañazos recientes. Aquella noche había sido más costoso recrearse en su pasatiempo favorito.
Observó al niño, sin poder ocultar en parte su perplejidad.
– Veo que debes de estar al corriente de lo que porto – le dijo.
– Más o menos.
– Entonces no te importará si antes tiro esto a la basura, y luego continuamos hablando.
– No. Eso sí, ni se te ocurra jugármela. Vivo en ese edificio de ahí. Desde hace un mes y pico he estado vigilando la calle a esta hora para ver si venías con tu saco. Y siempre que lo has hecho, te he grabado con la webcam del ordenador.
– Chico listo. Y americanizado. Has debido de ver muchas películas yanquis – el hombre sonrió forzado por las circunstancias.– Ahora, con tu permiso.
– Vale, vale.
Se acercó al contenedor, y con cierta dificultad, consiguió lanzar el saco, introduciéndolo en su interior. Bajó la tapa y miró al chico de soslayo.
– ¿Y ahora qué, pequeño?
Anatoly señaló con el dedo hacia la planta donde estaba el piso donde vivía.
– Mi madre también sabe todas las cosas asquerosas que me hace mi padre. Por ello necesito que vengas conmigo. Tendrás a cambio una botella de vodka, mi silencio y te ayudaré en lo que pueda con la carga de los dos sacos…


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