El compañero de calabozo.

Hoy toca un relato de ciencia ficción. Un género que no toco mucho, pues lo mío es el terror, pero de vez en cuando la neurona me patina, je je. Se lo dedico a todos mis seguidores y lectores. También a quienes están apoyando Escritos de Pesadilla en el Premio Bitácoras. Esta semana, que es la cuarta clasificación parcial, donde por primera vez figuran los cien primeros dentro de cada categoría, Escritos está ubicado en el puesto 30 dentro de Humor y en el 44 de Mejor Blog Cultural. Para ser la segunda participación, no está pero que nada mal. Un millón de gracias a todos y a todas.

“Soy Igor Sokoski, brigada raso de infantería aeroespacial de la Confederación Terrestre, que engloba a los principales países armamentísticos del planeta Tierra. Estoy relatando el estado lamentable de total falta de libertad de movimientos en que me encuentro dentro de los calabozos de una nave de carga de los Zenitas. Para ello estoy recurriendo a un mini rollo de papel higiénico personal que logré retener en mi entrepierna, consiguiendo con ello resaltar la zona erógena de mis atributos físicos por el ajustado tejido de vinilo prensado de la parte inferior de mi uniforme de soldado. No puedo entrar en muchas consideraciones. Utilizo la punta de un palillo dentífrico de silicona impregnada con mi propia sangre de las encías como tinta. Evidentemente, quien pueda leer esta agónica bitácora, ya es conocedor de la eterna lucha interestelar contra los belicosos habitantes del planeta Zenita, ubicado en una galaxia conocida por Criquelene, al que se accede por el uso de un portal dimensional o agujero de gusano. Nosotros aún no poseemos naves tan avanzadas como para irrumpir en Criquelene, pero por el contrario, los zenitas sí que pueden acceder de manera lenta pero paulatina a la Vía Láctea. Y desde hace quince años están intentando apoderarse de nuestra tierra patria. Es ya lo único que nos queda, tras haber ido perdiendo las colonias avanzadas de Marte, Júpiter y del planetoide artificial de Efesos.

Yo pertenecía a la división vigésimo novena de la Confederación. Disponíamos de una nave nodriza de tamaño medio, con quince cazas espaciales denominadas “Agresores” por su contundencia y acierto en las ofensivas individualizadas contra objetivos enemigos. Aparte, dos vehículos de transporte de tropas a nivel de superficie, pudiéndose movilizar casi dos mil unidades entre ambos. Yo viajaba en el segundo vehículo, integrado en el pelotón “Águila Cabezona”, bajo el mando del Teniente Irosaki Nakata.
Las maniobras defensivas tuvieron lugar en Fobos, uno de los dos satélites de Marte. Ahí teníamos dos asentamientos científicos de enorme importancia. Si caían en manos enemigas, la inteligencia rival iba a descubrir los últimos avances tecnológicos militares de la Confederación Terrestre. Así que allí fuimos, dispuestos a detener el avance ofensivo de los zenitas.
Por desgracia, el teniente Irosaki era un soplapollas y un lameculos, que consiguió el mando de la división por enchufe. La operación fue un completo desastre. La primera base aguantó día y medio, mientras la segunda claudicó a las pocas horas de haber caído su hermana. Los zenitas eran mortíferos en sus maneras de no hacer prisioneros, aunque en esta ocasión tuve la desgracia de haberles caído en gracia como mero animal de laboratorio, mierda.
Los terrícolas somos una raza sumamente inteligente. Los zenitas, aún contando con su poderío militar, eran inferiores en raciocinio. De haber sido medio listos, habrían conquistado nuestras colonias y el planeta Tierra en una semana. Pero como ya he dicho, llevábamos tres lustros plantándoles cara. Como aborrecen reconocer nuestra superior sabiduría mental, sustituyen su frustración aniquilando a la población civil, sin ánimo de esclavizarnos. Todo lo contrario que hacen con seres menos avanzados y en ocasión carentes de todo atisbo de estado civilizado procedentes de otros planetas de galaxias cercanas a la nuestra, a quienes transportan en naves de carga similares a la que en yo me encuentro ahora.
Comparto una celda miserable con tres grogaks aulladores, que nunca callan y te dejan sordo, aún tapándote los oídos con las manos, y en último extremo, con los calcetines sudorosos. Son pequeños, y cualquiera podría acallarlos a patadas, pero sus colmillos son respetables en tamaño y de lo más puntiagudos, rezumando una saliva contagiosa en contacto con cualquier tipo de herida abierta, prodigando amputaciones de miembros superiores e inferiores en un tiempo récord de trece segundos.
Para molestia, dos truilikis con cuerpo de gusano peludo hediondo. Reptan por el suelo, segregando un moco pringoso altamente maloliente y neurotóxico por inhalación pasiva si no fuera por mi ausencia de olfato desde mi caída de pequeño en un charco de lodo radiactivo de plutonio derretido procedente de los desagües de una fábrica de embutidos porcinos mutantes.
Quedaba citar a un frelak. Un animalejo acorazado de tres patas, aunque se mueve con el uso de las extremidades laterales, sirviéndose del central como punto de apoyo cuando permanece erguido de pie, quieto, contemplando a su presa favorita, una especie de ameba gigante de cincuenta kilos compuesta en un ochenta y cinco por ciento de grasa purulenta amarillenta de lo más repulsivo.
Afortunadamente, la celda estaba compartimentada por haces de luz láser dorados, impidiendo todo contacto entre los integrantes de las diferentes especies.
En el lado contrario, había una segunda celda, donde pude fijarme en su único prisionero. Era de una raza desconocida. Pudiera pasar por un humanoide. Sus rasgos faciales eran suaves, sin ningún tipo de arrugas que lo envejecieran. Carecía de nariz y de oídos. Su boca era diminuta y delicada. De complexión delgada, su estatura rondaba los dos metros y medio. Estaba embutido en un traje de anillas, donde había una serie de orificios. Aquella criatura permanecía agachada sobre el frío y nada higiénico suelo de nuestra prisión. En un momento de contemplación mutua, nos miramos a los ojos, ambos absortos en una curiosidad compartida.
Justo en ese instante, se abrió la compuerta de acceso a la sala de los presos…”

Dejé de escribir nada más ver adentrarse en los calabozos a un carcelero zenita. Como era su modo de comunicación externo habitual, farfullaba y escupía salivazos en todas direcciones. Su estatura era similar a la humana, aunque su rostro perlado de enormes protuberancias negras como granos cediendo por la presión de un pus oscuro y seboso, le confería un aspecto del todo aterrador. En seguida quedó demostrada su animadversión hacia la raza humana. Sin fijarse en ninguna de las otras especies de índole inferior en cuanto a creatividad y sapiencia con respecto a la nuestra, ensanchó sus gruesos labios grises, bizqueando en un frenesí de quien jamás espere conquistar a una hembra de buen ver.
“Preslika” – gritó hasta hacer resonar su voz gutural por las cuatro paredes de la cárcel de la nave de carga que nos transportaba hasta su planeta de origen.
No supe el significado de esa palabra, hasta que el muy bruto exhibió un espectacular palo extensible de madera de nurpila. Se dirigió en dos pasos hacia nuestra celda, obviando la otra donde estaba confinado el ser con forma humanoide.
“¡Preslika” – repitió una y otra vez, atizándome con el palo en la cabeza, las piernas y los brazos.
Recibí como ocho o nueve impactos certeros, que me dejaron maltrecho y medio mareado.
El muy miserable escupió una flema que alcanzó mi ojo derecho, cegándomelo, y acto seguido, fue atizando a los grogaks, los truilikis y al frelak, con la diferencia que les propinó a cada uno un único golpe, y de lo más suave en comparativa con cualquiera de los que recibí yo.
– ¡Maldita segregación racial la tuya! ¿Por qué a mí diez y al resto uno? ¿Y qué hay con el tipo de la otra celda? ¡Esto es pura discriminación! – me quejé con razón.
El guardia me ofreció la espalda por un breve rato. Cuando se volvió, blandía un látigo de veinte colas con púas, clavos oxidados y hojas de ortiga.
“¡Falulla!” – bramó, alterado.
Hice lo posible por alejarme de su presencia, pero el látigo era extremadamente largo, y me alcanzó una docena de veces, desgarrándome la ropa, convirtiendo la piel de mi anatomía depilada y curtida en media decena de batallas en un lienzo de cicatrices profundas y sangrantes.
Caí rendido en la esquina más lejana de la celda, lamiéndome las heridas con amargura.
“¡Falulla!” – exclamó aquella bestia más veces, otorgando a los compañeros de celda un efímero y simple roce con la punta del látigo de castigo.
Evidentemente, ninguno de ellos se quejó un ápice.
El prisionero solitario de la celda opuesta a la nuestra se libró por segunda vez de la inquina del carcelero.
Me incorporé como pude de pie. La ropa se me caía a jirones, y tenía que mantenerla sobre mi cuerpo con las manos para no quedar en cueros vivos. Observé al zenita con un odio indisimulado.
– ¡Esto es injusto! ¡Estás propasándote con mi castigo! ¡El resto, que son unos burros en inteligencia, los tratas como si fueran prisioneros de primera clase, y yo, una pura escoria!
El carcelero estuvo sin derrochar saliva un minuto largo, como tratando de evaluar la situación.
Entonces se acercó a un botón ubicado en la pared desnuda que remataba el estrecho pasillo situado entre las dos celdas. Me guiñó un ojo y lo pulsó con fuerza.
Percibí un sonido sobre mi cabeza. Desde unos aspersores roñosos surgió una lluvia de plomo líquido hirviendo.
“¡Kondokiki!” – se despachó con desdén el carcelero mientras me veía saltar de un lado a otro, desnudo cual bebé, sin poder evitar quemarme con el chorro de plomo líquido.
De nuevo en una esquina, completamente en dolorido y humillado por el desprecio que aquel zenita sentía hacia cualquier representante de la raza terrestre, pude contemplar como los otros prisioneros de mi celda fueron rociados simplemente con agua sucia fría, pero agua inofensiva a fin de cuentas.
– ¡No! ¡Basta ya! – grité, suplicante.  De soslayo pude asegurarme que el inquilino de la otra celda continuaba asentado sobre el suelo, sin haber sido agraviado por la ira del sádico carcelero.
El guardia zenita desparramó el contenido salivoso de su enorme boca por las cercanías de la celda. Alzó su vista para salir por la compuerta de acceso.
Mi alivio duró un par de minutos escasos.
“¡Tuguricuqui!” – regresó vociferante con un enorme hierro al rojo vivo.
Con él buscó mis magras carnes, marcándome en diversas zonas.
Cuando terminó, miró a mis compañeros de penurias. Le fue ofreciendo a cada uno de ellos un cuenco de leche agria de pomoka del altiplano marciano de Usuris.
En ese instante perdí el conocimiento…
Cuando recuperé la conciencia, mi vista estaba a la altura del suelo, donde apreciaba las punteras de las botas color malva del prisionero de la celda contigua a la nuestra.
¡Humano! – dijo con voz siseante.
Me ayudó a incorporarme sentado. Para mi gran sorpresa, las franjas láser de contención dentro de las celdas estaban apagadas. Los grogaks, los truilikis y el frelak habían huido a través de la compuerta abierta de la cárcel.
¡Humano! – insistió aquel ser con forma de humanoide.
Con la visión borrosa, pude entrever la figura tendida sobre el suelo del carcelero zenita. Estaba muerto, con el cuello roto y en medio de un charco de sangre verduzca  y consistente, propia de su raza.
Miré a mi salvador con alborozo. De alguna manera, se había hecho con el mando de control de los emisores láser, eliminando al guardia sin miramientos de ningún tipo.
– ¡Bravo! ¡Te lo has cargado! ¡Ese cabrón está más tieso que una roca lunar! ¡Y estamos libres! – dije, con la voz rota por la emoción.
Aquel ser de raza para mí desconocida, no apartaba su mirada de mi figura deslucida y deteriorada por el castigo físico infligido por el odio acérrimo que nos profesan los zenitas.
– Por favor. Ayúdame a ponerme de pie. Estoy muy debilitado. Me duele cada centímetro del cuerpo.
Humano – repitió el humanoide, conmovido por mi estado actual.
Me rodeó con sus largos brazos, sujetándome contra su pecho…
De cada orificio de su extraño traje, surgieron unos finos puñales acanalados, que se hundieron en las venas de mi cuerpo, sorbiendo la vitalidad de mi ser en forma de sangre, hasta vaciarme, condenándome al final de mi existencia como ser viviente del planeta tierra.

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