El hombre adinerado y el empleado codicioso. (Revisión de una triste realidad humana).

Aquel hombre era un personaje no muy conocido, pero poseedor de una cierta fortuna que guardaba en la caja fuerte de su vivienda. Su propio hogar estaba aislado, una casa señorial perdida entre los lotes de árboles que componían la foresta de la zona, en el norte del estado de Massachusetts.
Igualmente, su nuevo ayudante, quien se ocuparía del mantenimiento del lugar, así como de las labores de jardinería, era una persona anónima con grandes ambiciones monetarias. Antes de contestar al anuncio donde se solicitaba el puesto de trabajo, había estado siguiendo la vida y milagros del hombre afortunado en varios cientos de miles de dólares. De hecho, no tardó en encargarse de su anterior ayudante…, quedando así la plaza vacante.
Una vez obtenido el visto bueno por parte del hombre de cierta alta calidad de vida, estuvo trabajando durante casi un mes, controlando sus pasos por la casa, hasta cerciorarse que efectivamente, aquel acaparador acumulaba su dinero en una parte secreta, sin recurrir al depósito del efectivo en un banco cualquiera.
Confirmado el hecho del excesivo dinero disponible al alcance de sus manos, una tarde decidió entrar en acción.
Trajo en su furgoneta una caja de metro y medio cuadrado, de cristal blindado. Dentro estaba la sorpresa para su jefe.
Cuando este recobró la conciencia tras media hora después de haber sido golpeado por la porra eléctrica que había empuñado su empleado en su contra, se halló desnudo, introducido dentro de aquella caja ubicada en el sótano de su propia casa.
Acompañado estaba por cientos de pulgas que no tardaron en comérselo casi vivo.
En cuanto vio al traidor poniéndose de cuclillas a la altura de su rostro enrojecido, respondió aporreando el cristal de manera estéril, pues era irrompible.
– ¡Sáqueme de aquí! ¡Me están devorando! ¡El picor es insoportable!
– No lo dudo. Son pulgas de perros. Un hermano mío trabaja en la perrera municipal, sabe.
Aquellos infernales insectos eran una auténtica molestia para el hombre adinerado, con toda su anatomía expuesta a las picaduras. En pocos minutos, la saliva de las incontables pulgas le produjeron erupciones en la piel, con ciertas zonas del cuerpo ya visiblemente inflamadas, acentuándose por el efecto de sus propias uñas al rascarse.
– ¡La sensación de los picores me está matando! ¡Es usted un miserable sádico!
– Esto tiene un punto final cuando me diga dónde guarda el dinero.
– ¿Es eso lo que quiere saber, bastardo?
– Nada más y nada menos. Sé que no ingresa más que cantidades ínfimas en la cuenta del banco. Para los gastos y poco más. La parte más importante la mantiene oculta en alguna zona secreta de la casa.
Su jefe se removía dentro de su jaula acristalada, incapaz de permanecer quieto. Las pulgas eran insaciables, haciéndole ya casi enloquecer por la tortura de sus continuas picaduras.
– Lo guardo todo en la caja fuerte, maldito infame.
– ¿Dónde está ubicada?
– En mi despacho. Debajo del escritorio. Se desliza la mesa hacia la izquierda, y queda a la vista. ¡Ya es suficiente! ¡Estos picores del demonio!
– La combinación. Me falta eso para satisfacer mi propia codicia, ja ja.
El hombre se la dio sin detenerse en el roce de su piel con las uñas, tratando en vano de aliviar la desazón del picor que le embargaba desde las cejas a los dedos de los pies.
Su empleado abandonó el sótano, dejándolo en compañía de las pulgas…, sin intención de liberarle, pues en cuanto obtuviera el dinero, se marcharía con viento fresco.
Se dirigió al despacho. Con premura y cierto nerviosismo por estar tan cerca de hacerse medianamente rico, deslizó la mesa, quedando la puerta de la caja fuerte a la vista, con el cuerpo del compartimento de seguridad empotrado en el mismo suelo. Agachado, utilizó la combinación dada por su circunstancial jefe. La puerta cedió, y cuando ya estaba esbozando una amplia sonrisa de oreja a oreja, dispuesto a apropiarse de la cantidad respetable de billetes acumulados en el interior de la caja fuerte, de los aspersores antiincendios dispuestos en el techo de la estancia surgió una lluvia fina y continua que le fue empapando en segundos, con la diferencia que el liquido era ácido en vez de agua, tardando nada en disolverle primero el tejido de la ropa para luego carcomerle la piel hasta alcanzar la plena dureza de los huesos … De haberlo sabido, antes de haber abierto la caja, hubiera pulsado un botón oculto bajo la mesa del escritorio que desactivaba la puesta en marcha del funcionamiento de la mortal trampa.
El ayudante del hombre acaudalado murió en menos de un minuto en medio de un sufrimiento terrible y agonizante, hasta de él no quedar más que un montón de restos visibles y repulsivos de masa sanguinolenta esparcidos por el suelo, cercanos a la caja fuerte abierta.
A la vez que el hombre rico tardó día y medio en hacerlo por las infecciones de las infinitas picaduras de las pulgas que terminaron hinchando su cuerpo hasta hacerle casi quedar encajado, estrujado dentro de la diminuta jaula de cristal.