Micro relato de terror: "No más sangre derramada"





– Dicen que dentro de esta cueva ha habido más de un suicidio – advirtió Greta.
Él lo tenía decidido.
– ¡No se te ocurra! – imploró Greta desesperada.
Su amante se adentró en solitario hasta dar con una gruta sombría y estrecha. Había cierta humedad y la temperatura gélida se le calaba hasta los huesos.
Greta gritaba desde lejos.
Ella no se atrevía a entrar.
Se sentó sobre una piedra.
Él pensó en cómo había sido toda su vida. Una infancia que no fue tal. Una juventud llevada por el irracional odio que anidaba en su interior.
Los ojos.
Dos cuencas sangrantes vacías de emociones.
No deseaba hacerlo de nuevo.
No con Greta.
Su pasado dedicado a cercenar vidas.
Al tormento de sus víctimas.
El sótano de su casa…
El HORROR.


Aquella cueva sería su panteón particular.
Acercó el filo de la navaja hacia su muñeca izquierda.
Correspondía derramar más sangre.
Pero esta vez no era sangre inocente.
Ni la sangre de Greta.
Sino la suya propia.

Relato corto de terror: "Muñecos de peluche".



Vlatko reía de manera estrepitosa. Entrechocaba las palmas de las manos hasta experimentar cierto daño por el ímpetu con el que lo hacía. Se le esparcía la saliva por las comisuras de los labios, salpicando las inmediaciones donde se hallaba situado sentado sobre la enorme banqueta de caoba, en un razonable estado pútrido por el tiempo que esta había permanecido enterrada entre la inmundicia del vertedero ubicado en las afueras de la barriada.
Se llevó el anteojo de cristal fino ante el párpado entreabierto, mientras con el pulgar de la mano contraria hurgaba en la cavidad donde hacía años que había perdido su otro ojo. Su visión reducida pudo apreciar mejor cuanto se le ofrecía delante de sus propias narices con la ayuda de la lente.
 ¡Venga, Gordito! ¡Quiero ver cómo das unas cuantas volteretas sobre ti mismo! – ordenó, ufano.
Ensanchó su sonrisa, remarcando con ello los mofletes.
Vio a Gordito acercarse a la deteriorada colchoneta. Murmuraba cosas ininteligibles. Giró su cabeza.
 ¡Te estoy diciendo que hagas cabriolas, haragán! – insistió Vlatko, haciendo restallar un látigo sobre la cabezuela de Gordito.
Entre sollozos, este empezó a darse la vuelta sobre sí mismo. Le costaba hacerlo. Semejante inutilidad conseguía concitar risitas burlonas de Vlakto.
 ¡No sirves para nada, Gordito!
Dirigió el látigo hacia el trasero rosado rematado con la cola enroscada porcina, consiguiendo que Gordito se incorporara de pie, para emprender la huída hacia la esquina contraria.
 ¡Ja, ja! ¡Gordito, el Marrano! Cuando quieres, eres ágil – bramó Vlatko.
Desde las penumbras se percibían más sollozos.
Vlatko maniobró sobre la banqueta, buscando la linterna. La encendió, enfocando a los compañeros de Gordito, el Cerdito.
Bernardo, el conejo, estaba medio escondido debajo de una estantería. Paula, la Rata, se hallaba abrazada a Pedrito, el Pollo, consolándose de su desdicha en un silencio ignominioso. En el lado contrario estaba María, la Gata Negra, y un poco más apartado del resto, David, el Osito.
Vlatko se deleitaba contemplando los ojos vidriosos y llorosos de aquellas criaturas silenciosas.
Se incorporó, agitando la cola del látigo contra la tarima desencajada y suelta del suelo. Conforme se aproximaba a la puerta, los seres más cercanos huyeron para evitar estar al alcance del lacerante daño que podía infligirles.
– ¿De qué huís? ¡Ja, ja! Yo nunca maltrataría a unas cosas tan preciosas y adorables como lo son mis peluches.
Hizo girar la llave en la cerradura. Estaba de buen humor.  Salió de la estancia, dejando encerradas a sus creaciones.
En los postes de las farolas y en las paredes de las calles había pasquines denunciando la alarmante desaparición de niños de entre seis y nueve años en las últimas semanas.
Vlatko hizo caso omiso de los carteles. Estuvo recorriendo callejuelas sombrías, sucias e inmundas, poco transitadas por gente que tuviera algo de sentido común. En un momento dado encontró una taberna donde tan sólo se atrevía a reunirse la gente de mala fama. Estuvo un buen rato bebiendo vino de baja calidad. Cuando iba por el quinto vaso, invitó a un extraño. Este aceptó casi a regañadientes. Vlatko pidió al tabernero una botella entera para ambos. Cuando el contenido de la misma estaba casi en los estómagos de los dos, Vlatko sonrió cansinamente a su interlocutor.
– Tengo algo que podría interesarle – le dijo.
– Lo dudo, amigo.
– Dispongo de una colección de peluches de lo más llamativo.
– ¿Para qué habría de interesarme sus muñecos, eh?
– Son muy especiales, ya le digo.
Aquel desconocido estaba igual de achispado que Vlatko, y llevado por el buen humor que implicaba el excesivo consumo de alcohol ya acumulado en el organismo, finalmente aceptó acompañarle hasta su casa.
Tardaron casi tres cuartos de hora. Vlatko se equivocó en una bifurcación, para luego atinar con la entrada a su discreto hogar. Su nuevo amigo entró sin demora, esperanzado en que aquel fuese un anfitrión de lo más generoso, brindándole la oportunidad de poder beber algo más antes de tenderse en cualquier tipo de lecho que se le ofreciera.
– ¡Venga por aquí, muchacho! Antes de tomar otro trago, quiero enseñarle mi colección de peluches – insistió Vlatko.
Se dirigieron hacia la puerta del sótano. Estaba cerrada bajo llave. El dueño de la casa insertó en el ojo de la cerradura la llave, cediéndole el paso.
– Mire, amigo mío. Son unos muñecos y unas muñecas de primer nivel. Puede quedarse con el que más le guste de todo el conjunto.
El acompañante encogió la cabeza entre los hombros y dio un par de pasos al frente. Percibió el chasquido del interruptor de una linterna al ser encendida. El haz de luz amarillenta procedente desde el umbral de la entrada expandida por Vlatko le iluminó parte de la estancia.
Al principio no quiso creer lo que se le ofrecía a los ojos. Tenía que ser el efecto ya devastador de la bebida ingerida en las dos últimas horas.
 ¡Chicas, Chicos! ¡Tenéis una visita! ¡Demostrad lo simpáticos que podéis llegar a ser cuando queréis! ¡Moveros un poco! – dijo en voz alta Vlatko, agitando la linterna, poniendo al descubierto cada uno de los peluches guardados en aquella estancia húmeda e insalubre.
El visitante vio los ojos espantados de los chiquillos. Cada uno estaba disfrazado, o bien de pollo, o de gata, o de cerdito, o de conejo, o de rata o de osito. Los rostros de los infelices estaban teñidos de sangre reseca, con los labios cosidos con hilo de cocina para que no pudieran emitir ni media palabra de súplica.
– Los niños. Usted es el secuestrador de los niños – dijo el visitante, volviéndose cara a Vlatko.
Este enarcó las cejas, extrañado por la afirmación de aquel hombre.
– En absoluto. Estos son mis muñecos de peluche.
Los gemidos, lloriqueos y suspiros de aquellas criaturas le llegaron al alma, haciendo que se compadeciese por su desdicha.
– ¡Miserable! ¡Están aterrorizados! ¡Vestidos así, y maltratados! – le reprochó.
Vlatko forcejeó contra el extraño. Rodaron ambos por el suelo. En un momento dado alzó la linterna, impactándola contra la frente del hombre. Repitió el gesto las veces necesarias hasta dejarlo inconsciente. Aprovechó la ocasión para ahogarlo con sus manos ceñidas en torno a su estrecha garganta, hasta robarle el último de los alientos.
Azorado y extenuado por el esfuerzo, se acomodó sentado sobre el frío suelo.
Al fondo de la habitación estaban apiñadas sus creaciones.
Exhaló un suspiro, forzando una media sonrisa.
– ¡Este bellaco no os ha valorado en vuestra justa medida! ¡Luego nos desharemos de él! Ahora necesitamos descansar.
Vlatko apagó la luz de la linterna, sumiéndose en un reparador sueño.
Su fallo fue no acordarse de la puerta abierta. En silencio, los desventurados niños fueron abandonando aquel terrible lugar.
Unas horas más tarde, cuando Vlatko fue despertado por los puntapiés de dos policías, abrió los ojos de forma desmesurada, buscando sus añorados peluches.
 ¡Mis criaturas de trapo! – bramó, conforme era esposado y trasladado al furgón policial.
Fue vituperado por el vecindario al ser conocedor de las tropelías cometidas en aquella casa inmunda.
– Ha matado a un hombre – afirmó una mujer en la panadería cercana.
– Eso no es lo peor – matizó un hombre bien vestido. – Es el responsable de la desaparición de los niños.
– ¡Qué espanto! ¡Pobrecillos! – se lamentó la panadera.
– Afortunadamente están todos vivos. Aunque hubiera sido preferible lo contrario. El muy demente los quiso convertir en muñecos de peluche. Les cosió la boca a todos ellos y los disfrazó de animales, con el agravante de haberles prendido la ropa con pegamento directamente sobre la piel, de tal manera que pudieran permanecer vestidos siempre de esa forma – informó el mismo caballero.
 ¡Mis peluches! ¿Dónde están? ¡Los necesito para divertirme!
” ¡Para azuzarles con el látigo! ¡Para partirme de risa con sus tropiezos y caídas! – gritaba Vlatko día y noche en la celda de su prisión.
Con los nudillos en sangre viva, fue dibujando las fisonomías de aquellos muñecos sobre las paredes de su encierro. Al lado de cada silueta mal perfilada, los nombres de sus víctimas:
Lucas Gordito, el Cerdito.
Paula, la linda Ratita.
Pedrito, el Pollito.
David, el Osito.
María, la Gata Negra.

Bernardo, el Conejo.

Relato corto de terror vampírico: "Guerra de Sangre".


Peter Wicks estaba dando su paseo nocturno de las diez de la noche antes de regresar a casa para dormir. Ya había cenado en un local de comida rápida justo después de haber finalizado su turno de tarde de doce horas como guarda en un edificio en ruinas. Le encantaba estirar las piernas después de haber comido. Lo hacía de forma parsimoniosa, pues al ser un solterón de cuarenta y cinco años nadie aguardaba su regreso a casa para reprocharle su tardanza. Hacía un poco de frío y soplaba un viento del norte molesto. Oteó el cielo, vislumbrando unas cuantas nubes apelmazadas entre si que pronosticaban la cercanía de la lluvia. Así que en un determinado momento aceleró el ritmo impuesto a sus piernas. No llevaba puesto ningún impermeable ni tampoco disponía de un paraguas y no era cosa de arriesgar a mojarse más de lo necesario.
Siendo vigilante, el grueso del salario venía derivado de las horas extras acumuladas, y un catarro imprevisto podía fastidiarle la paga del mes siguiente. Peter encaminó su rumbo hacia su casa. Las calles estaban casi desiertas de transeúntes, y el tráfico era escaso. Dobló una esquina para encarar las tres manzanas que distaban del edificio en dónde él residía cuando vio una figura femenina que se dirigía hacia donde estaba él. Corría desesperada sin dejar de mirar hacia atrás. A unos cuantos metros de ella le estaba siguiendo un hombre vestido con un traje negro. Peter reparó sucintamente en la belleza de la joven. Tendría unos veinte años. Alta, estilizada, de larga melena rubia asentada por un pañuelo rosa sobre la frente. Vestía una cazadora entallada verde chillón con una minifalda negra, panties y zapatos de suela plana a juego. La muchacha llegó ante él y casi se le echó encima. Peter abrió los brazos por instinto y acogió el cuerpo de la desconocida. La nuca de ella pegada a sus labios. Su perfume era muy penetrante. El perseguidor se plantó a los pocos segundos delante de los dos. Peter no sabía qué hacer. El visitante le miró con odio y desprecio. Se le resaltaban los músculos del cuello.
La chica giró su rostro hermosísimo hacia Peter.
– ¡Ayúdeme, por favor, señor! Este hombre me ha estado siguiendo toda la noche y ha intentado asaltarme en una callejuela. Me he podido zafar de sus intenciones en un descuido, justo cuando ha intentado maniatarme con unas cuerdas- se explicó la joven con el rostro suplicante.
El extraño soltó una carcajada despectiva.
– ¡Mentirosa! Lo que menos pretendo es mantener relaciones sexuales contigo – habló con una voz recia y seca. Miró a Peter y se solazó con su indecisión. – Aunque tal vez al caballero sí que le interese meterte un poco de mano. ¿A que sí buen hombre? Paula es una jovenzuela de muy buen ver, lujuriosa y lasciva. Y le encanta el bondage. Y las azotainas en el trasero. Es una chica muy traviesa.
– ¡Cerdo! ¡Insolente! – Paula se volvió de nuevo a Peter y se agarró con fuerza a sus hombros. – No crea nada que le diga, señor. Este salvaje es un completo desconocido para mí. Un violador que buscaba saciar su apetito esta noche conmigo. Yo simplemente volvía de una fiesta en casa de unas amigas.
– ¡Sus amigas son las más zorras de la ciudad, señor! – bramó el hombre del traje oscuro. – Ya estoy harto de esta charlotada, Paula. Yo sé bien lo que tú eres. A la vez que tú conoces mi verdadera identidad.
El hombre buscó algo bajo la chaqueta. Peter estaba temblando de la cabeza a los pies. Aquella situación le desbordaba por completo. Empezó a dudar que en realidad todo fuera la fuga de una chica de las garras de su acosador. Quiso que la chica se soltase de su cuello, pero fue tarea casi imposible.
Entonces vio lo que aquel individuo extraía de debajo de su chaqueta.
Una pistola con un silenciador.
Apuntó directo al costado de la joven llamada Paula.
flop
– Nooo
Un segundo tiro alcanzó el parietal derecho de la muchacha, haciéndolo estallar en fragmentos de hueso, salpicando el rostro de Peter. La joven perdió fuerza en su agarre, y con los ojos perdidos, fue separándose en su abrazo hasta desplomarse sobre el suelo.
Peter quedó conmocionado.
Temió que aquel loco decidiera seguir practicando su eficaz puntería contra su persona. Para su propia sorpresa, el agresor puso a resguardo el arma bajo su ropa de nuevo y se acercó al cuerpo caído de Paula para asegurarse de que estaba muerta. Se agachó y comprobó los dos orificios de entrada. La sangre estaba formando un charco alrededor de la silueta medio encogida de la chica.
– Perfecto. Hay que ver cuánta sangre atesorabas ya, pequeña – comentó el hombre. Desde su postura buscó la personalidad paralizada de Peter Wicks. – No se habrá creído usted toda la patochada que le había contado Paula, ¿verdad?
Peter tardó en responder. Sus manos temblaban como la gelatina.
– No se si será usted un violador, pero un cruel asesino a sangre fría sí que lo es – respondió al fin.
El hombre negó con la cabeza. Se volvió hacia Paula y la sujetó por la cabeza, haciendo de girar su cuello.
– Mire esto – dijo, orgulloso.
Separó ambos maxilares de la joven.
Un par de colmillos afilados en cada hilera de dientes quedaron al descubierto.
Cerró la boca de la preciosa Paula, ahora ya muerta, y se incorporó de pie para situarse de frente con Peter.
– ¿Qué opina ahora? – le inquirió.
Peter mantenía la mirada puesta en la nuca de Paula.
– ¿Era una vampira?
– No del todo. Es más bien una sirviente de una de ellas. Y las amiguitas que he mencionado antes son las restantes siervas a las que estoy buscando.
– Al no ser una vampira, al tratarse, como usted dice, de una sirviente, ¿era necesario haberla matado?
– Necesario, no. Era una obligación. Si no llego a perseguirla, igualmente se habría topado con usted. Con sus encantos naturales, le habría sacado hasta la última gota de su sangre. Las siervas de Adelaida, que es así como se llama su Ama y Señora de la Oscuridad Infinita, tienen la misión de acumular más sangre de la que puedan necesitar en sus cuerpos. Luego se reúnen con ella en algún lugar secreto para proporcionársela. Es una forma de conseguir su alimento sin arriesgarse a ser cogida por sus enemigos. Y si pierde alguna sierva por el camino, la reemplazará con otra infeliz víctima. Con no abastecerse con toda la sangre de su cuerpo, esta quedará convertida en esclava de Adelaida.
Peter estaba petrificado por el horror.
– ¿Y usted quién es? – se animó a preguntar a aquel hombre extraordinario.
– Yo soy…
Separó ambos labios.
Unos enormes colmillos quedaron al descubierto.
– Soy Isaías. Un vampiro contrincante de Adelaida. Aunque usted no lo crea, entre nosotros también tenemos nuestras rencillas particulares.
“Por cierto, estando usted tan cerca… Me viene de perlas reclutarle como un nuevo siervo mío.

Cuando Peter quiso darse de cuenta, ya estaba siendo poseído por las fauces del vampiro.

FALSA BRUTALIDAD POLICIAL.


Custer sentía una opresión en la base de la nuca. Se masajeó la parte trasera del cuello, bajo los largos cabellos lacios. Cerró el ojo izquierdo por un movimiento involuntario. No es que fuese un tic nervioso arraigado en el músculo orbital. Más bien fue ocasionado por la notoria sensación de sentirse vigilado por un par de ojos invisibles.
Se removió en el asiento de la banqueta. Quiso incorporarse de pie y marcharse del lugar, pero su muñeca derecha permanecía esposada junto al brazo del incómodo mueble de descanso. Fijó su mirada al frente.
Contempló sin interés el amplio mostrador, con la documentación, los registros y el ordenador IBM, cuyo monitor mostraba el logotipo flotando como aburrido protector de pantalla.
Un zumbido procedía del interior de la torre de la CPU. Era el ruidoso ventilador.
Pestañeó el mismo ojo y el sonido molesto murió al instante. La pantalla del monitor se puso negra.
Estaba medio agachado, cuando se abrió la puerta situada a su izquierda.
Apareció el agente Mcrader. Era uno de los policías destinados al campus universitario. Es más, esa instalación donde se hallaba formaba parte de la zona de seguridad de la universidad de Dumas.
– Bueno, chico. Te voy a soltar un momento para que me dejes que te tome las huellas digitales – se le dirigió el policía. Hacía calor, estaban en pleno mes de mayo, la localidad de  Dumas estaba en la costa oeste del país, motivo por el cual su uniforme constaba de polo oscuro con pantalones cortos.
Se mantuvo callado.
Mcrader insertó la llave en la cerradura de la esposa que inmovilizaba al detenido. Se apartó medio metro, instándole a que se levantase. Lo hizo con evidente desgana.
– Acércate aquí. Baja tu mano sobre la almohadilla dactilar. No te preocupes por la tinta. Se quita fácil con una gasa humedecida en alcohol de 96 grados – se explicó el policía.
Ambos estaban situados de pie, casi pegados codo con codo.
Arrimó su mano derecha y se dejó tomar las huellas.
El agente estaba satisfecho.
– Ahora siéntate de nuevo en el banco. En pocos minutos vendrán a llevarte a la central. Aunque tampoco deberías de inquietarte. Lo que has hecho no es una falta muy grave. Como mucho estarás un mes o dos en la sombra.
Mcrader soltó una ligera carcajada.
Lo miró con fijeza.
Nuevamente  tuvo la apreciación de que alguien estaba controlando sus movimientos.
– No quiero – dijo, negándose a sentarse en la banqueta.
– Venga, muchacho. No me compliques la vida.
La mano de Mcrader quiso sujetarle por la muñeca derecha para encaminarle hacia la banqueta, pero Custer echó un paso atrás, evitando el contacto.
– Joder. Tú lo has querido – Mcrader pulsó el transmisor de la emisora colocado sobre el hombro derecho. – Aquí 57, solicitando refuerzos. El detenido se niega a cooperar.
Se mantuvo alejado del policía lo suficiente como para que no le echara la mano encima. Aposentó los brazos cruzados sobre el pecho.
En ese instante, el ventilador del ordenador volvió a emitir su sonido de lo más perceptible, y la pantalla del monitor se encendió.
Mcrader controlaba la posición del detenido, situándose en su camino hacia la salida. Se le veía impaciente por la llegada de otro compañero en su apoyo. Por si acaso, había desenfundado el bote de espray pimienta. Un movimiento en falso bastaría para aplicárselo directamente a los ojos.
– No he hecho nada malo, agente. Déjeme marchar – dijo en un murmullo.
La puerta de acceso fue abierta, entrando  el agente Remírez.
– Se niega a ser esposado – le explicó sucintamente Mcrader nada más verle.
– ¡Venga! ¡Arrímate al puto banco, si no quieres que te caliente! – le gritó Remírez al detenido, con la defensa en la mano.
– No.
El agente recién llegado se le arrimó decidido a reducirle. Nada más tenerlo al lado, Custer lo empujó con toda su fuerza contra el mostrador, derribando el monitor del ordenador y desparramando una serie de archivadores por el suelo.
– ¡La madre que te parió!  – maldijo Remírez.
Mcrader acudió en su auxilio, disparando un chorro de gas pimienta al rostro del detenido.
No surtió el efecto deseado. Con una violencia inusitada, recogió la torre del ordenador y se lo arrojó directamente sobre el costado del policía. Este se quejó de dolor nada más recibir el impacto.
Remírez llamó por la emisora, solicitando más refuerzos, pidiendo además que se acudiera con un táser para reducir al agresor.
A mitad del requerimiento, la pantalla del monitor crt quedó incrustada sobre su cabeza, perdiendo el conocimiento por completo. Custer recogió la porra del agente y se dirigió hacia Mcrader, aturdiéndole sin miramientos con golpes certeros sobre su cabeza, hasta dejarlo tirado de mala manera sobre el suelo.
Con respiración entrecortada y jadeante por el esfuerzo, se enderezó. Nada más hacerlo, contempló la salida.
Su frente palpitó, produciéndole un dolor de cabeza inmenso. Sus dos ojos pestañearon medio segundo. Cuando su vista se estabilizó, encontró una sombra densa presente en el umbral de la salida del cuarto de seguridad.
– ¡No! ¡No puede ser demasiado tarde! – imploró.
Un pitido in crescendo audible tan sólo por su propio sistema auditivo terminó por hacerle estallar los tímpanos.
Custer se recostó de espaldas sobre el suelo. Una opresión interna presionaba  sus ojos, hasta extraerle los globos oculares sobre los pómulos. Quiso aullar de dolor, pero su lengua fue doblada hacia su tráquea, hasta hacerle morir ahogado entre sus propias babas.

En un principio, la muerte del detenido pudiera parecer formar parte de una excesiva brutalidad policial, pero visionado el vídeo del circuito cerrado, se pudo comprobar el terrible  estado de indefensión en que estaban ambos agentes antes de la extraña muerte de Custer Monroe.

Arlequín

Sujetaba cuidadosamente la aguja de hueso de paloma entre el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda asía el traje formado por cuadros y rombos, remiendos de otras prendas usadas y deterioradas. Por ello tanto el pantalón como la chaqueta eran muy coloridos, de diversos tonos. El hilo trazaba costuras irregulares. De vez en cuando se pinchaba las yemas de los dedos con la afilada punta de la aguja. Cuando eso sucedía, gritaba, irritado; y enfadado, maldecía y soltaba imprecaciones a la soledad que le rodeaba en el sótano húmedo y frío de la casa de sus amos, ya fallecidos y enterrados, los cuales habían sido sastres, de cierta reputación entre la clase media de la localidad. Ellos fueron quienes le enseñaron la manera en que podía confeccionarse su propia ropa. Lo único humanitario y destacable que habían hecho por él, pues en lo demás había sido despreciado y maltratado como si fuera un esclavo. Mal alimentado. Con un salario insignificante.
Continuó con la creación del traje. Lo hacía con más apremio del necesario. El anterior que había lucido hasta entonces estaba descosido por varias partes, desgarrado por la pechera e impregnado de sangre. La sangre de sus amos.
Pasaron las horas. Cuando estaba a punto de despuntar el alba, lo tuvo terminado. Ansioso, se vistió con él. Estuvo bastante acertado en las medidas y rió con gusto. Buscó su sombrero de tela clara con la cola de un zorro adornándolo, se ciñó el cinturón negro con un palo que pendía como si fuera una espada y recogió una media máscara negra con facciones demoníacas con el cual se recubrió el rostro. Una vez convenientemente ataviado, abandonó el lóbrego sótano subiendo por las escaleras hasta el piso bajo. La tienda tenía los ventanales con unas lonas tupidas tapando las vidrieras. Varios maniquís estaban tirados por el suelo, acompañando a los cristales hechos añicos de los espejos de los probadores. Las manchas de sangre ya estaban espesas en el suelo formado por tablas de madera sin barnizar. Por fuera de la puerta de entrada al establecimiento estaba colgando del pomo el letrero que informaba que estaba cerrado al público. Era sábado. Si transcurría el día con normalidad, tendría dos jornadas para dedicarse a su papel, al ser el domingo día festivo. Tranquilizado por el silencio absoluto que imperaba en el interior de la sombría tienda, se tendió en el suelo, encima de la ropa diseminada, y confiando en que nadie iba a molestarle en todo el día, se abandonó a un sueño profundo y reparador.
El guardia imperial estaba cumpliendo su ronda nocturna por las callejuelas estrechas de la villa, cuando vio el personaje estrafalario asomando de una esquina. Lucía una vestimenta mal cosida, formada a base de múltiples remiendos, con una pernera más corta que la otra. La chaqueta tenía una caída desigual por los faldones. Sobre la cabeza llevaba un gorro con una sucia cola de zorro. El rostro permanecía medio oculto por una máscara con adornos en forma de cuerno. Y al lado de su costado derecho, colgando del cinturón, un largo palo con la punta roma.
Los labios de la persona disfrazada de tal guisa esbozaron una sonrisa, enseñando los dientes.
El militar tardó en darle el alto. Le impresionó sobremanera observar que la mayoría de las piezas dentales eran puntiagudas.
– ¿Qué hace usted merodeando a estas horas de la madrugada? Hay toque de queda. – le advirtió el guardia.
Aquel personaje se rió por lo bajo y de repente dio unos brincos de medio lado, acercándose con extrema rapidez.
Cuando lo tuvo al lado, vio como desenvainó el palo.
– ¿Qué hace? ¿Busca que le atraviese con mi espada? – dijo el guardia sumamente serio.
El movimiento que realizó aquella persona con el palo le sorprendió de tal forma, que le dio la ilusión óptica de ser atravesado a la altura del corazón por la punta del madero. La luz desprendida en oblicuo sobre ambos reflejó sobre la pared la sombra del palo hincado en su cuerpo. Y cuando sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho acompañado de una debilidad súbita, supo consternado que aquél palo estaba ejerciendo presión como una espada de acero. Sus piernas fueron vencidas por su peso, cayendo de rodillas sobre el empedrado de la callejuela. En un sutil instante, el Arlequín rasgó el aire con su palo, sesgando con su filo la cabeza con la precisión de un experto maestro de esgrima. Una vez decapitado, el resto del cuerpo del guardia imperial se derrumbó en el suelo, cerca de las puntillas de los pies del eficaz atacante nocturno.
Arlequín sonrió con satisfacción carente de disimulo. Se puso a danzar de manera irreverente alrededor de la cabeza y el cuerpo del militar, glorificando su insensatez con una euforia desmesurada.
Pasado un rato, dejó el cadáver abandonado en la calle y se marchó por el mismo lugar por el que vino.

Las ventanas de las casas estaban sin cerrar. Esa noche hacía mucho calor, y los postigos estaban abiertos de par en par.
En el dormitorio de un niño llamado Antonio, un personaje se adentró por la ventana y se quedó quieto en cuclillas al lado de la cama del pequeño, quien tendría poco más de siete años.
El halo de la luna se dispersaba entre penachos de nubes, colándose por el hueco de la ventana, iluminando tenuemente el lecho donde dormía Antonio.
Arlequín alargaba hacia arriba las comisuras de los labios, mostrando su dentadura afilada, sonriente. Feliz de estar al lado del niño. En un momento dado, la punta de su palo rozó el suelo emitiendo un sonido brusco que despertó a Antonio. El muchachito se sorprendió al ver aquella persona situada al lado de la cama.
– Hola – le dijo Arlequín.
El niño se sobresaltó, apartándose del borde de la cama.
– papá… papá… – dijo, asustado.
– Quietecito… Si vuelves a hablar, te ensartaré con la punta de mi espada – gruñó Arlequín.
– ¡Antonio! ¿Te ocurre algo, hijo? – llegó la voz del padre del chiquillo.
El visitante se alzó cuan largo era. La puerta del dormitorio quedó entornada hacia adentro, con la mano del padre de Antonio aferrada al pomo. Desvió su mirada hacia la silueta vestida con un traje repleto de triángulos de diversos colores.
– ¿Quién es usted? ¿Qué hace en el dormitorio de mi hijo?
El extraño hizo una rápida reverencia descubriéndose la cabeza. En cuanto se colocó el sombrero sobre la misma, extrajo el palo de la funda de su cinturón.
– Luchemos. Tendrás una espada.
– Si.
– Pues ve a por ella. No me causa emoción matarte estando desarmado.
Lo dijo asomando la punta de su lengua blanquecina entre las dos hileras de sus dientes afilados.
El padre de Antonio echó a correr. Transcurridos unos segundos, regresó armado con su espada.
– En guardia – le animó Arlequín.
El padre del chiquillo no era ningún experto espadachín. El asaltante del atuendo llamativo se abalanzó sin miramientos hacia el cuerpo de su oponente, haciendo entrechocar la madera de su arma contra la espada del padre del niño, quien se defendía del ímpetu atacante de Arlequín a duras penas. Para su asomo, el palo le partió su arma por la mitad.
– Imposible – siseó el hombre, incrédulo.
– Pero cierto – le replicó Arlequín, atravesándole de lado a lado con su peculiar arma.
– ¡Papá! – lloró Antonio al ver como Arlequín mataba a su padre.
– Antonio – dijo este en un hilo de voz, derribando un mueble conforme perdía toda la estabilidad del cuerpo. En cuanto llegó al suelo, ya estaba muerto.
– Así son los finales en las luchas épicas – dijo Arlequín, feliz.
Dio unas cabriolas y se colocó al lado de la cama. Antonio estaba gimiendo y sorbiéndose los mocos, impresionado por la muerte de su padre.
– Calla. No llores. Es la noche del dolor. No conviene malgastar lágrimas por un hecho consumado – le dijo Arlequín.
– Has matado a mi padre…
– Y qué.
Se subió sobre la cama, colocándose de rodillas, y como si tuviera una capa que los cubriera a ambos, se situó sobre el niño, acercándole el rostro al suyo.
– Tengo que enseñarte algo, Antonio – se presentó. – Soy Arlequín. Visto así por obra y gracia de mis amos. Estos necesitaban alguien que hiciera mucho por ellos. Así que hace muchos, muchos años fueron a ver a mis padres, y a cambio de unas cuantas monedas me compraron como siervo suyo. Eran crueles y tacaños. Me golpeaban a todas horas y me obligaban a realizar tareas desagradables y muy penosas. Un día traté de huir, pero me cogieron. Estuve una semana encerrado en un sótano, desnudo y encadenado a la pared, muerto de hambre y de frío. Pero lo peor estuvo por llegar. Para evitar que volviese a intentar escapar, esculpieron mi rostro. Me lo cambiaron. De esa manera no se me ocurriría querer mostrarme ante los demás habitantes del pueblo. Y tenían toda la razón del mundo. ¿Cómo querría yo por aquel entonces compartir mi rostro con los demás?
Arlequín miró fijamente al niño. Luego se quitó la máscara que cubría la parte superior de su rostro. Ante el horror de Antonio se le presentaron unos ojos inyectados en sangre encajados en las cuencas de una calavera viviente. Pues desde los pómulos hasta la frente, aquella persona tenía el hueso a la vista, con ausencia total de músculos faciales, tejidos y la piel que debiera recubrirlo en su conjunto.
– Pero ahora estoy dispuesto a mostrarme. Mis amos ya no existen. Y no temo a la noche.
“Pues quien ha de temer a Arlequín, eres tú y el resto del vecindario. Quienes vivís de día y dormís de noche – dijo aquella criatura, antes de arrancar una nueva vida.
Segundos después, cuando eludía de un salto el alféizar de la ventana para alcanzar la calle, la iluminación débil y mortecina reflejada por la luna remarcó su dentadura puntiaguda cubierta de sangre fresca.
Era su noche.
La de Arlequín.
Un ser débil, que ahora era fuerte.
Un ser acomplejado, que ahora se regodeaba de todos aquellos que no le habían considerado como uno de sus semejantes.