Relato de terror: "Recorriendo senderos".



Debido a una ligera bronconeumonía y al desesperante mal tiempo imperante en las tres últimas semanas, Jim Perkins no había podido mantener su ritmo de poder practicar dos o tres sesiones semanales de footing a un buen ritmo. El hecho de no poder correr con más asiduidad era por incompatibilidad con el horario del trabajo, pues trabajaba cara al público en un centro comercial. Si le correspondía turno mañanero, llegaba ciertamente a casa con pocas ganas de salir por la tarde, siendo ya horario de invierno, y a partir de las cinco ya oscurecía. Si entraba de tarde, tenía que madrugar para encajar la hora de ejercicio físico antes de comer y de partir hacia el trabajo. Añoraba los tiempos en que pudo correr libremente los siete días de la semana, y con ello la preparación ideal para participar en carreras de fondo como lo eran las medias maratones.
                Jim disponía del lunes como día libre. Hacía una temperatura muy baja, pero el cielo estaba despejado de nubes, así que cerca de las ocho y media de la mañana se enfundó las mallas, una camiseta, la sudadera más un impermeable quita vientos y se calzó las zapatillas de correr. Abandonó su triste apartamento de soltero empedernido y afrontó la calle iluminada aún por la luz artificial del alumbrado público. Su barrio estaba en los alrededores de la ciudad, cercano a una alineación montañosa de novecientos metros de altitud en la cumbre. Las primeras estribaciones del monte distaban simplemente de dos kilómetros desde su casa. Bien podía afrontarse la subida por la carretera, de siete kilómetros, o por sendas empinadas que servían de breves atajos. Muchas veces Jim acudía a trote ligero hasta la falda del monte, ascendía caminando a buen ritmo por los senderos y luego bajaba corriendo con ganas hasta retornar al piso donde se daba una agradable ducha. Las veces cuando estaba bien entrenado, subía y bajaba por la carretera, lo que representaba un esfuerzo excesivo para cuando no se hallaba bien preparado físicamente. Este era su caso ahora, así que mejor olvidarse de semejante atrevimiento.
                Apenas tardó poco más de nueve minutos en alcanzar el inicio de un sendero que serpenteaba por un pequeño saliente para luego perderse entre los árboles apiñados del monte. Se apreciaba cierta claridad por el inicio del amanecer.  Estaba satisfecho. Para llevar tanto tiempo sin haber practicado footing, había tenido buenas sensaciones en el trecho de los dos kilómetros. Aún así fue consecuente y determinó seguir adelante con su planificación deportiva. Inició el ascenso del monte por el sendero en cuestión caminando a un ritmo elevado. Respiraba bien. No se sentía cansado. Apartaba la maleza con las manos por hábito, pues las mallas le impedían recibir el roce que propiciaban las marcas de los arañazos proporcionados por los pinchos de las plantas silvestres en las piernas cuando acudía con pantalón corto de atletismo. El comienzo del camino era de tierra apisonada por la continuidad del paso de la gente, para enseguida combinar su superficie terrosa con guijarros, piedras, hojarasca acumulada, las agujas además de las piñas caídas de las copas de los pinos. A ambos lados había terrazas dedicadas al cultivo del cereal, que pronto fueron superadas por las zonas ya agrestes y empinadas de la ladera del monte. El estrecho avance superó unos escalones creados con madera rústica por una asociación de montañeros para facilitar el acceso a los excursionistas, ensamblando de seguido con una dura rampa entre los troncos del pinar. Jim transpiraba con el torso bien protegido por la ropa térmica deportiva. Debía de hacer como mucho diez grados. El esfuerzo físico y haber elegido las prendas apropiadas no le hacían sentir nada de frío. Además tenía suerte de que no soplaba viento. Eso solía ser lo más molesto cuando se afrontaba la parte final de la cumbre, y el motivo por el cual había que bajar corriendo sin mediar un mínimo descanso pues entonces sí que podía enfriarse si dejaba de sudar.
                Cada vez estaba más animado, sorprendido de lo bien que se encontraba para haber llevado veintiún días sin haber hecho nada de deporte. Dejó atrás la rampa, saliendo a un pequeño claro. Ahí tenía varios senderos para poder elegir. Escogió uno seguro y directo que le llevaría al tramo de la carretera del monte. Llevaba quince minutos de ascensión cuando salió al arcén de la carretera. Al otro lado, pegado a la continuación de la ladera, se encontraba un mojón de piedra que indicaba que era el kilómetro tres correspondiente al inicio de la carretera desde la base del monte. Jim se aseguró bien de que ningún vehículo circulaba en ambas direcciones, cruzó por el medio del asfalto y se encaminó hacia la continuación del sendero.  Esta segunda parte de la ascensión era más exigente. El suelo era ya del todo pedregoso. Al transitar con calzado deportivo, que no era lo más apropiado para ejercitar senderismo, se veía obligado a mirar por donde pisaba, más que nada para evitar un paso mal dado que pudiera repercutir en un esguince de tobillo. Contando con este referido hándicap, su ritmo de subida nunca fue decayendo.  En un momento determinado, la senda viraba bruscamente de dirección hacia el oeste. En esa parte, la densidad del bosque era ciertamente asfixiante para quien no conociera el lugar. Jim continuó adelantando por el atajo, hasta que finalmente entrevió una silueta que parecía estar ascendiendo igualmente por ese recorrido.
                Le llamó la atención que aquella persona estaba subiendo vestido con un traje. Conforme se le iba acercando por su mejor zancada, verificó que, aunque simplemente era la espalda la parte que se le mostraba, se trataba de un hombre ataviado con una americana negra, pantalones con raya azul marino y zapatos negros. Al poco le llegaba la respiración entrecortada del individuo. El hombre llevaba colgado sobre el hombro derecho algo de lo más siniestro: una soga recogida en varias dobleces.
                Algo le hizo a Jim aminorar la marcha. Permitió que el otro caminante continuara un poco destacado sobre él mismo. Su respiración era terrible. Daba la impresión que estaba casi sin aire. Se tropezó con una piedra, echando mano sobre la corteza del tronco más cercano para no perder el equilibrio. Se le vio agachar la mirada hacia delante, y sin más reemprendió el camino. De vez en cuando escupía sobre las piedras. Cuando Jim recorría el tramo por donde había pasado el hombre, apreció las flemas macilentas rojizas adheridas a los pedruscos del suelo. Eran ciertamente repulsivas. Decidió decrecer el ritmo de sus pisadas porque por algún motivo aquella persona que iba por delante de él le desconcertaba.
                En un momento determinado, cuando ya la marcha de Jim estaba siendo ralentizada por el paso incierto del hombre que le precedía, este miró a izquierda y derecha. Se fijó en algo que le llamó la atención. Fue cuando decidió abandonar la senda para internarse entre los árboles, pisando la hojarasca crujiente, sin ni siquiera fijarse que llevaba un tiempo seguido por Jim.
                El deportista estuvo a punto de reanudar la subida casi a la carrera, pero su curiosidad le llevó a observar por último el trayecto que emprendía aquel desconocido vestido de calle y con una cuerda al hombro.
                No tardó en comprender lo que aquella persona pretendía. Al poco de haberse internado por los árboles, se había detenido ante un pino en concreto. Cerca del árbol había una piedra enorme como si fuera un banco natural. El hombre estaba subido encima de la piedra, con la soga cogida entre las manos. Se estaba esforzando en hacerla pasar por encima de una determinada rama, la más cercana pero elevada a dos metros y medio del suelo. Tras dos intentos lo consiguió, con un lazo situado al otro lado de la rama.
                Jim se horrorizó sobremanera. Aquella persona estaba a punto de ahorcarse. Hizo retroceder sus pasos y se abrió camino a través de la vegetación agreste y de los troncos que se interponían entre aquel individuo y él mismo.
                – ¡No lo haga! ¡Ni se le ocurra hacerlo, hombre! – gritó en dirección al suicida.
                Cuando estaba cerca del hombre, este se le quedó mirando con fijeza.
                Jim se detuvo de inmediato. Las cuencas de aquel sujeto ofrecían unas pupilas dilatadas inmersas en la negrura de lo que antes había sido el blanco de los ojos. Los orificios nasales carecían de la carnosidad de la nariz, y de ellas rezumaban unos fluidos grumosos que recorrían las encías ennegrecidas, donde  los dientes pútridos se mostraban al descubierto por la ausencia de labios en la boca enfurecida. Un brutal aullido surgió de su garganta. Alzó su brazo derecho, señalándole con un esquelético dedo índice.
        Jim echó a correr, dirigiéndose hacia el sendero, para retomar la subida empleando todas la fuerzas que le quedaban.
                Su corazón palpitaba aceleradamente. Por unos instantes pensó que se libraría de verle más. Fue cuando notó su aliento en la nuca. Giró la cabeza ligeramente, para ver desesperado cómo lo tenía detrás, corriendo con los zapatos de calle como si fueran unas excelentes Adidas de doscientos dólares.
                – ¡No! ¡No! ¡Dios mío!- gritó Jim.
                Imprimió toda la velocidad que pudo a sus piernas, pero nunca logró separarse de su perseguidor. La respiración de aquella cosa era profunda y ruidosa. Notó como sus flemas se depositaban sobre la nuca desnuda de su cuello. Jim estaba perdido. Sus manos lo sujetaron por la cabeza y aprovechando la velocidad que ambos llevaban, lo dirigieron hacia un árbol cercano. Jim salió desequilibrado del sendero, impactando de lleno contra la dura corteza, perdiendo el sentido de la realidad, cayendo de medio lado sobre la hojarasca.
                
                Jim se despertó echado al pie del árbol del cual de una de sus ramas pendía la soga con el lazo. Sobresaltado, se apretó de espaldas contra la corteza del tronco del pino. Su visión estaba nublada por la pérdida del conocimiento por el golpe. Entre velos de neblina pudo comprobar que estaba solo. Eso le relajó ligeramente, hasta que se fijó en las piernas y en los pies. Llevaba puestos los zapatos de calle y el pantalón de aquella cosa espantosa que lo atacó. Se fijó en los brazos, cuyas mangas correspondían con la americana del traje.
                – ¿Qué significa esto? – dijo, arrastrando las palabras y hablando con notoria dificultad.
                Algo húmedo pendía sobre su barbilla. Jim se llevó la mano hasta ella…
                Aquella no podía ser su mano. La tenía en carne viva, con unos dedos espantosamente delgados. Las yemas sangrantes quedaron impregnadas de una mucosidad repugnante.
                Se incorporó de pie, tropezándose con una raíz que sobresalía entre las hojas muertas. Se llevó las manos al rostro. Lo que palpó le hizo de gritar al borde de la locura. Aquel cuerpo no era el suyo. Era el de la enfermiza criatura que le había inducido a la huída.
                – ¡Nooo! ¡No puede ser verdad! – vociferó, fuera de sí.
                Las flemas surgían de sus orificios nasales, inundando su boca descarnada, viéndose obligado a escupirlas de inmediato sobre la enorme piedra situada al pie del árbol.
                Su vista deteriorada hizo que mirara la soga con desesperación.
                No era justo. Su cuerpo perfecto ya no le pertenecía.
                Por desgracia, el que ocupaba ahora tampoco le servía.

                Jim se subió sobre la piedra, llorando desconsoladamente. Alcanzó el lazo con ambas manos y se lo pasó por el cuello, apretando el nudo hasta dificultar su respiración…

Pensamientos infantiles


“Cuando los pensamientos son impulsados por la excesiva imaginación y perversidad de un niño, hasta el mayor de los seres deleznables de la historia de la maldad es un mero angelito tierno con alas de algodón al lado de semejantes infantes.”
(Robert A. Larrainzar. 19 de enero de 2017.
 Escritor amateur de terror de medio pelo).
1.
Pollock estuvo contemplando desde la distancia el discurrir de la tarde, esperando que llegaran las 15:00. Se entretuvo jugando con el teléfono móvil hasta que apreció el movimiento de padres aguardando la salida de los críos del colegio elemental de Westbury. Se mordisqueó la uña del pulgar derecho. Sonrió con evidente sarcasmo. Aquellos puñeteros lugareños disponían de una escuela sin ningún cierre de protección. Seguramente no existía ninguna clase de delincuencia en la localidad, pero aún así no era entendible para su mentalidad neoyorquina. Cualquier extraño podría arrimarse al patio e intentar colar algo de droga para los más creciditos.
Se sacudió los hombros, aferrándose al volante de su Volvo 850 R color vainilla, aunque el tono estaba descolorido por el descuido de su dueño. A través del vidrio tachonado de mosquitos muertos en su choque desproporcionado contra el parabrisas cuando el vehículo circulaba por las autopistas nacionales de la costa este pudo cerciorarse que un alto porcentaje de la chavalería iba alejándose, tomados de la mano de sus respectivos padres. El resto, regresaba con desparpajo o bien en grupitos o en solitario. Todos ellos atravesaban el paso de cebra situado al lado del colegio. Ahí había un solícito voluntario con un cartelito de aviso que ponía “stop”, deteniendo la algarabía de los menores, hasta advertirles cuando podían cruzar hasta el otro lado de la calle.
En un momento dado, los ojos del hombre de la señal se fijaron en los suyos. Lo hizo lo más disimulado posible. A la vez hizo girar el mentón hacia la figura de un crío de oscura melena.
El niño iba a su aire, cargando la mochila con cierta desgana. Era delgaducho y de tamaño minúsculo para los diez años que tenía. Lo que más le llamó la atención fue el rostro del chico.
Se rió por lo bajo. Con lo condenadamente racista que era, el niño seleccionado para ser secuestrado tenía que ser ese de entre todos los enanos paletos de aquel pueblo de ilusos, donde las puertas principales de las casas no se cerraban bajo llave y las hojas de las ventanas estaban a medio subir en cuanto apretaba algo la temperatura.
2.
– Ya has visto el niño que hay que raptar para pedir el rescate – le dijo Rodney, el voluntario escolar que vigilaba el paso de peatones cuando abría y cerraba el colegio.
– Joder, tío. Estás de coña. No me hablaste de secuestrar a un puñetero niñito japonés de dibujos animados – Pollock apagó su cigarrillo en el cenicero situado encima de la mesa de la cafetería. Degustó la parte final del café cargado sin ocultar su perplejidad.
– Escucha, idiota. Aparca tus prejuicios raciales el tiempo que dure este trabajito. El muchacho no es asiático. Es americano. Simplemente que procede de Alaska. Es un inuit. Esquimal, que este término seguro que es más entendible para tus neuronas a medio evolucionar.
– Además de huerfanito. Cómo se me conmueve el corazón de cabrón asentado dentro de la coraza de mis costillas, ja.
– La cuestión es que sus padres adoptivos son los Collarson. Son dueños de una editorial de categoría media, pero bien posicionada a nivel nacional. Tienen una casa enorme de aspecto colonial, un buen terreno que lo circunda, dos coches de marca. Organizan fiestas literarias una vez al mes con el fin de promocionar a sus escritores menos conocidos. Lo dicho, su patrimonio es bastante envidiable, y más si se compara con las cuentas corrientes que manejamos tú y yo. Así que estarán más que dispuestos en aportar una suma decente por la recuperación de su hijito, que se llama Miki por cierto.
– Como Mickey Mouse, ja, ja.
– Condenado malnacido. Déjate de memeces. Pide por Dios otro café negro y concéntrate en la ejecución del plan para mañana. Todo tiene que salir perfecto. Un secuestro exprés y un montón de billetes verdes que nos permitirá vivir a cuerpo de rey durante una buena temporada.
– Está bien. Te prometo no decir ninguna chorrada más en un buen rato. Pero me sigue haciendo gracia que ese enano sea chino, ja, ja.
3.
El niño estaba sentado entre los dos hombres. Pollock conducía, mirando de reojo a Miki.
– ¡Deja de reírte del pobre chaval, imbécil! – le echó en cara Rodney.
– Es que no puedo remediarlo. ¡Hasta Piolín es más grande, ja, ja!
Miki permanecía callado, con rostro pensativo. Ni siquiera pataleó cuando lo introdujeron en el coche de Pollock, y tampoco se quejó cuando Rodney le exigió que le diese su teléfono móvil. Eso sí, se negó a buscarles el número del móvil o de la casa de sus progenitores.
– Da igual. Ya lo encontraré yo mismo. Con entrar en el directorio… Una vez obtenido, llamaremos  desde una cabina a sus padres.
– ¿Para qué tanta molestia? Se les llama desde el móvil del enano y ya está. Encima vamos a pagar las llamadas, no te jode – dijo Pollock.
– Eres más tonto de lo que aparentas – se le encaró Rodney. – La mejor manera para que la policía localice la llamada es ponernos a utilizar el móvil.
– Oye, oye. Quedamos que vamos a amenazar a sus padres con matarlo si acuden a la pasma.
– Ya. Pero nunca se sabe. Pueden ser prepotentes y hacer caso omiso de la advertencia.
El niño mantenía los ojos cerrados. En la parte trasera del Volvo estaba su mochila volcada contra el suelo.
– Mis papás nunca harían caso a lo que les diga el vigilante del paso de cebra y a su amiguito gracioso – mencionó Miki sin mirarles.
– Estupendo, compañero. El mocoso sabe quién eres – dijo con desagrado Pollock.
– Eso es lo de menos. Cuando esté de vuelta y se lo diga a la peña, yo al menos ya estaré en otro país…
4.
Rodney había alquilado una bajera en una nave industrial de las afueras de la localidad, utilizando para ello una credencial con datos falsos. Cuando llegaron, devolvieron la mochila al niño y le hicieron de acompañarles hasta el interior del local de cuarenta metros cuadrados. Constaba de paredes desnudas, con la pintura a medio levantar y sin ningún tipo de mobiliario, aparte de una manguera de incendios y un hacha dentro de la vitrina.
– ¡Joder, tío! ¡No hay ni sillas! – protestó Rodney.
– Si pensabas que iba a pagar el coste del alquiler de unos putos taburetes para unas pocas horas, la llevabas clara, amigo – se defendió Pollock, cruzándose de brazos.
– Estoy cansado de estar de pie – dijo Miki en un susurro monocorde.
Ambos lo miraron como si acabara de hablar una marioneta de Barrio Sésamo.
Pollock se quitó el abrigo y lo tiró al suelo, cerca de donde estaba el pequeño.
– Tendrás que conformarte con sentarte en el puñetero suelo. Bastante es que te dejo mi anorak para que no se te enfríe el trasero, jolines.
Miki se acomodó con las piernas cruzadas. Dejó la mochila al lado. Cerró los párpados. Al instante sus facciones se relajaron, apreciándose una suave sonrisa en sus labios escuetos y resecos por el frío invernal.
– Demonio de crío. Esos Collarson tienen que estar de la azotea para ponerse a adoptar a un esquimal en miniatura – gruñó Pollock.
– Deja de meterte con el niño. Salgo un poco para mirar en el directorio del móvil. En cuanto de con el número de sus padres, uno de los dos se dirige a la cabina telefónica situada a media milla, donde la droguería abandonada.
– Míralo aquí. No sé para qué tienes que salir afuera, con la que rasca.
– Me meto en el coche, chalado. Que esta bajera parece una cámara frigorífica. No tardaré ni cinco minutos. En cuanto de con el teléfono, lo anoto, te lo doy y vas a la cabina telefónica. Ahora que lo pienso, Miki estará más tranquilo conmigo.
– Si tú lo dices.
Rodney abrió la puerta y salió al exterior, llevándose el teléfono móvil del niño consigo.
Pollock suspiró, desesperado por lo perfeccionista que era su compañero de fechorías.
Unas volutas de su aliento se expandieron como si estuviera fumando un cigarrillo.
– Tiene razón el compañero. Aquí hace un frío de la leche. Sintiéndolo mucho, niñito, vas a tener que devolverme mi abrigo. Así que levanta tu trasero enjuto, si no quieres que te aparte de un empellón – se dirigió hacia el niño.
– Yo no hago caso a un árbol – musitó Miki.
Pollock se quedó de una pieza. Aquel renacuajo era un espanto de mocoso. Ni cobrando cien mil dólares hubiera aceptado su adopción.
– Eres un árbol malo. Mereces morir, árbol – insistió Miki.
– ¡Maldito bastardo! ¡Como tus padres no paguen, te hago picadillo y tus restos se los doy a mi perro como aperitivo de su cena, porque no tienes ni un kilo de carne sobre los huesos!
El niño no se inmutó ante la amenaza de aquel hombre.
Simplemente apretó más todavía los párpados, encogiendo los dedos de las manos hasta formar sendos puños.
Cuando frunció el ceño, Pollock se quedó de inmediato paralizado.
No podía dar un paso. Tampoco podía mover los brazos ni girar la cabeza.
Quiso hablar, pero se le trabó la lengua.
– Eres una persona mala. Así que si te transformo en un árbol, también eres un árbol malo – le dijo Miki, acomodado sobre el anorak de Pollock.
Pollock fue percibiendo una dolorosa rigidez que iba agarrotando cada músculo de su cuerpo. Su piel iba poniéndose cetrina, surgiendo rugosidades sobre el revés de las manos y su cuello. También notaba las protuberancias asentándose en el resto de su anatomía bajo la tela de su ropa. No podía bajar la vista por el súbito dolor de sus vértebras cervicales, pero sentía que sus pies se iban ahondando en el mismo hormigón del suelo. Lo sabía porque había perdido unos siete centímetros de estatura. Su respiración se tornó entrecortada, y cada vez le resultaba más difícil inhalar y exhalar tanto por la boca paralizada como por las fosas nasales. Algo le decía que iba a morir de un colapso brutal en menos de un minuto. Eso le aterrorizó profundamente.
Cuando quiso hacer un último esfuerzo para separar las piernas y los brazos,  la puerta de la bajera fue abierta, entrando Rodney. En un principio no se fijó en su compañero, ubicado en el rincón contrario. Su visión estaba enfatizada en el niño. Arrojó el teléfono contra el hormigón del suelo, haciéndolo trizas.
– ¡Puñetero niño! Tu teléfono es tu puto juguete, ¿verdad? Uno que ya no utilizaban tus padres y que está inutilizado por la compañía operadora. El directorio es más viejo que Matusalén, y en él no aparece ninguna referencia actual con los números telefónicos de tus papaítos Collarson.
– Eres un hombre malo – le dijo Miki.
– Mira, Miki. Soy un hombre comprensivo. Si en ese teléfono no figura el número con el cual poder comunicarme con tus padres, es señal que tienes otro sistema por el cual… ¡Dios! ¡Un localizador! ¡Estamos jodidos! Llevas un localizador de personas por GPS.
Dejó de fijarse en el niño para volverse, encontrándose con la escalofriante imagen de Pollock.
– ¡Pollock! ¡Joder!
– Eres un leñador malo – le llegó la voz cansina y repetitiva del niño.
– ¡Maldito demonio! ¿Qué le has hecho a Pollock? ¡Da igual! ¡Tengo que encontrar tu localizador y destruirlo! Luego ya veré qué hago contigo.
Rodney avanzó hacia Miki, dispuesto a hurgar en su mochila.
– Leñador malo, necesitas un hacha para talar ese árbol malo – surgió la vocecilla procedente  de los labios sonrientes de Miki.
Rodney se sacudió la cabeza. Sin saber por qué motivo, había cambiado el rumbo de sus pasos. Se halló a sí mismo situado frente a la vitrina de antiincendios que guardaba el hacha. Estaba en un estado de conservación excelente. El filo afilado y brillante.
Cerró sus puños con fiereza, y llevado por un impulso demencial, se puso a golpear con énfasis el cristal con la intención de romperlo. Arremetía sin descanso por una insistencia involuntaria de su mente. Los dedos se le fueron poniendo en carne viva, hasta que el vidrio cedió. Asió el hacha por el mango, dirigiendo su cuerpo hacia la postura extravagante adoptada por Pollock. Los ojos de Rodney estaban fuera de sí. Babeaba.
– Por favor, leñador malo. Mata al árbol malo.
Carente de toda lógica, y comandado por la absurda orden infantil de Miki, se puso a trocear el cuerpo paralizado de Pollock. Tardó quince minutos en despedazarlo. Los restos estaban esparcidos por todo el suelo de la bajera. Rodney estaba embardunado de la cabeza a los pies con la sangre de su compañero. Cuando comprobó lo que acababa de hacer, dejó caer el hacha a sus pies, espantado de la escabechina.
– ¡Dios! ¿Qué he hecho? – gritó, al borde del llanto.
Miki abrió los ojos. Se alzó con rapidez felina, agarrando su mochila, y con la felicidad embargando su rostro, gritó alborozado:
– ¡Papá! ¡Por fin estás aquí!
Rodney se giró hacia la entrada. En la jamba de la puerta estaba el señor Collarson.
Este le apuntó con una pistola con silenciador, haciéndole estallar su cráneo en fragmentos de hueso aderezado con porciones de su cerebro. El cuerpo del secuestrador se desplomó inerte en medio de la carnicería y del enorme charco de sangre que cubría buena parte del suelo.
Miki corrió hacia su padre, más feliz que unas castañuelas. Este lo cogió en brazos, sacándole lo antes posible del infierno que representaba la bajera.
Minutos después, mientras conducía el Mercedes negro metalizado camino de regreso a casa, con Miki asentado en el asiento del acompañante, Robert Collarson hablaba con su mujer a través del manos libres.
– Todo está bien, querida. Miki está conmigo – le decía sin emocionarse.
– Gracias a Dios que le pusimos ese localizador, Robert.
– Por lo demás, mejor que olvidemos este pequeño incidente. Quienes se lo llevaron, están muertos.
– Eran hombres malos – le interrumpió su hijo Miki.
Su padre sonrió forzadamente.
– Así es, hijo mío. Recibieron lo que se merecían.

Continuó hablando con su esposa, consternado por la mala elección que hicieron cuando decidieron adoptar un niño tres años atrás.