Especial Navidad: Espíritus Inmundos (La posesión de Kevin).

Kevin Stacey era feliz. Tenía una esposa estupenda y dos hijos maravillosos. Eran la típica familia de clase media americana. Vivían en una barriada donde había de todo, gente obrera, marginada y familias que casi siempre pasaban apuros a finales de mes, que ya era toda una hazaña tal como estaba el país, con el paro en lo alto de la cumbre gracias a los dos mandatos del peor presidente de toda la historia. Kevin y su familia estaban entre los que pasaban apuros para llegar a final de mes, pero aún así su satisfacción era plena. Vivían en un piso de la quinta planta de un edificio de alquiler que pertenecía a un supervisor de origen alemán que tenía en propiedad otras tres edificaciones más a lo largo del barrio. El alquiler era asumible por los dos sueldos que entraban en el hogar. Kevin era vigilante armado de un banco, y su mujer Kelly trabajaba a tiempo parcial de cajera en un supermercado local. Los niños estudiaban en una escuela pública, y de vez en cuando sendos padres contrataban los servicios de una canguro para pasar los dos un rato junto a solas en el cine o en un restaurante que fuera asumible para su economía de gastos mensuales. Y una vez al año, pues Kevin no podía permitirse unas vacaciones normales, disfrutaban de una semana de asueto en visitas a parques nacionales o de acampada en tienda de campaña con los vecinos del segundo, un matrimonio sin hijos y con el cual guardaban una gran amistad.
Así era Kevin. 
Así era su familia.


Un año, en plenas navidades, con la ciudad cubierta de nieve, Kevin regresaba del largo turno diurno a casa. Habían sido doce horas, de ocho a ocho de la tarde. Estaba cansado, con ganas de pillar una buena ducha, vestirse algo cómodo, cenar con los suyos, tumbarse sobre el sofá y ver algo en la televisión antes de irse a la cama, que mañana tendría que volver a la custodia del banco. Realmente, el espíritu de la navidad estaba muy arraigado en la familia, aunque Kevin y Kelly no fuesen especialmente ni muy devotos ni practicantes de la religión católica a la que por tradición pertenecían. La asumían con la alegría de ver lo bien que se lo pasaban Ted y Nataly, quienes a sus cinco y ocho años respectivos, vivían la llegada de Santa Claus con la típica ilusión que se tenía a esas edades. 
Esa tarde en que volvía a casa hacía bastante frío, sobre los dos bajo cero, pero lo llamativo para Kevin fue la sensación de que hacía mucho más dentro de su propio piso. Al abrir la puerta notó un cambio drástico de temperatura y conforme avanzaba por el recibidor, el frío era más acusado. Tocó el radiador más cercano para ver si acaso había vuelto a fallar el sistema de calefacción central del edificio, pero este estaba funcionando correctamente, notando la calidez bajo la palma de la mano. Era extraño. Aventuró que a lo mejor Kelly había abierto las ventanas para airear algo el piso antes de que él llegara, pero no encontró ninguna de las hojas de las ventanas subidas. Y lo más llamativo. No encontró a nadie de su familia.
Registró todo el piso. Las dependencias estaban en un estado de normalidad, y la mesa del comedor estaba preparada para empezar la cena. Entró en la cocina y vio la comida sobre el mostrador recién hecha y dispuesta para llevarla a la mesa. 
Pero ni Kelly
– ¡Kelly! – la llamó
ni Ted
– ¡Teddy!
ni Nataly
– ¡Nataly!
Ninguno de los tres salió a la llamada de sus nombres, pues todos estaban ausentes.
Kevin empezó a ponerse nervioso. Su trabajo consistía en mantener en la medida de lo posible la compostura bajo presiones extremas al ser el máximo responsable de la seguridad en el banco donde trabajaba. A veces cuando llegaba la crisis como él la llamaba, había que respirar de manera profunda y contar hasta cien antes de perder los nervios y liarse a tiros con el atracador que amenazaba a la cajera con una navaja automática. Claro que en este caso no se trataba del jodido dinero del banco, o de la vida de una extraña que simplemente se limitaba a saludarle y despedirse de él cuando entraba y salía de su turno de trabajo en el banco. Se trataba de su mujer y de sus dos hijos.
Era su propia sangre la que estaba en juego.
Tenía que averiguar lo antes posible qué demonios les había pasado. No encontró signos de resistencia. Todo estaba en orden. No faltaba nada. No había sangre por ningún lado. 
Se dejó caer de rodillas, desesperado, y juntó ambas manos. Quiso rezar una plegaria:
– dios mío, por favor no me hagas esto…
Estuvo sesenta segundos sin reaccionar, hasta que decidió que lo mejor era ya llamar a la policía. Fue hacia la mesita del corredor principal donde estaba ubicado el teléfono inalámbrico insertado en su cargador. Antes de llegar vio como la mesa se tambaleó un poco y el teléfono salió volando de su cargador para impactar sobre su cabeza contra la pared hasta quedar del todo inservible para su uso. Kevin miró en derredor suya. No vio nada. Estaba solo, pero algo había cogido el teléfono y se lo había lanzado a la cabeza. Entonces escuchó una serie de sonidos procedente de la cocina. Fue corriendo. Al quedarse en el quicio pudo ver que toda la comida con la vajilla y la cubertería estaban tiradas y diseminadas sobre el suelo. La luz del techo chispeó un par de veces y se apagó. La sensación de frío era ya terrible. El aliento cobraba formas arbitrarias conforme respiraba cada vez más aceleradamente. Salió de nuevo al pasillo principal y desde la entrada al salón vio avanzar una figura oscura. Estaba situada a gatas y parecía una sombra en un antinatural relieve. Se le fue acercando gateando a trancas y barrancas. Un gruñido hosco surgía de su garganta.
– Kevin – le siseó la criatura.
Kevin lo veía llegar con el espanto de quien ve un hecho de difícil explicación. Eso no podía estar sucediendo. No en su propia casa.
La sombra se le acercó por completo y alzó su rostro.
Kevin sintió una fuerte convulsión antes de perder el conocimiento y caer al suelo.


– Papá…
– ¡Kevin! ¿Estás bien, cariño?
Poco a poco fue recuperando la consciencia. Estaba rodeado por su familia. El piso estaba nuevamente como debería haber estado desde que entrase hacía media hora por su puerta de entrada.
Se puso en pie con la ayuda de Kelly.
– Papá, papá, te has caído y te has hecho daño- se interesó Nataly.
Kevin no dijo ni palabra.
Pasado el susto, se fueron a cenar. Fue una cena muy atípica, donde Kevin no quiso ni hablar media palabra con su familia. Kelly estaba preocupada. Su marido estaba teniendo un comportamiento inusual. Los niños estaban tristes porque su propio padre no les hacía caso, y su madre prefirió llevarlos al cuarto de juegos para que no siguieran viendo el semblante serio y taciturno de Kevin.
Cuando Kelly regresó del cuarto vio como Kevin se disponía a salir de casa.
– ¿Qué haces? ¿Se puede saber qué te ocurre?
Kevin ni se molestó en mirarla. Abrió la puerta y salió. Kelly se situó en el quicio y lo vio dirigirse hacia el ascensor. Estaba indignada.
– ¿A dónde crees que te vas? Contesta. Has fastidiado el día de los niños y piensas que te puedes ir así de rositas, sin dar ni siquiera una sola explicación.
Las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Kevin avanzó dos pasos hacia su interior. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor inició su descenso, Kelly cerró la puerta del piso de un fuerte portazo.


El callejón no tenía salida por el fondo. Estaba situado detrás de un restaurante ruso de poca monta y estaba decorado con los contenedores de la basura y algún que otro mueble viejo y abandonado. La nieve lo recubría todo. Solía estar frecuentado por gente sin techo que se refugiaba entre cartones para dormir a la fresca, pero en esos días invernales tan inclementes preferían el subsuelo del metro. Entre dos de los contenedores de basura estaba Kevin. Agazapado, sentado casi sobre sus talones, con los brazos cruzados sobre el pecho. 
Estaba tiritando. Lo notaba. Pero no podía ejercer dominio sobre su cuerpo. Permanecía controlado por otra entidad. La entidad estaba refugiada en su mente. Y le estaba enloqueciendo con sus blasfemias. Sus risas malignas. Le hablaba por dentro en lenguas extrañas que Kevin no entendía, haciéndole de adoptar las posturas que él quisiera. Si lo deseaba, le hacía de arañarse su propia cara. O de comerse los mocos. O de hacerse sus necesidades encima.
Kevin no entendía la razón de que aquella entidad hubiera reclamado su cuerpo. Ni comprendía cómo había surgido en el corazón puro de su hogar. Nunca habían tenido interés en temas ocultos, ni habían practicado ningún tipo de juego peligroso como el de la ouija. Pero allí estaba. Dentro de su interior. Haciéndole ya la vida imposible. Deseando que morir fuese una solución a sus males. Pues su familia no merecía soportar su sufrimiento incurable.
Tras cinco horas atrapado y constreñido en esa postura, lo que anidaba ahora en su interior le hizo de alzarse. Eran las tres de la madrugada. Enormes copos con la turgencia del algodón caían sobre sus cabellos y los hombros. Fue avanzando en un caminar desigual hacia la otra calle. No se veía a nadie. El frío era intenso. Tenía las manos congeladas. Los pies ya ni los sentía.

Las voces…

Continuó andando un buen trecho por las calles del barrio. En un momento determinado llamó la atención de un agente de policía que estaba resguardado dentro de su coche patrulla.
– ¡Oiga, señor! ¿Está usted bien?- se interesó el policía.
Al ver que no le hacía caso, puso en marcha el vehículo hasta situarse al lado de Kevin. Asomó la cabeza por la ventanilla y lo contempló tal cual era. Se asombró de que aquel hombre no estuviera al borde de la hipotermia. Su estado revestía una gran gravedad. Tenía el rostro surcado de múltiples arañazos y los nudillos de las manos agrietados y sangrantes al igual que las uñas rotas y melladas de haberlas restregado contra los ladrillos del callejón sin salida.
– Cristo. Te has auto lesionado tú mismo, ¿verdad? ¿Qué te has metido, hijo?
Kevin escuchaba la voz del policía.
Pero por encima de aquella voz sobresalían las voces que le atormentaban en las últimas horas.
Las voces que le habían destruido una vida idílica.
Las voces que le había separado de su familia.
Esas puñeteras voces.
– ¡Callaos de una puta vez! – gritó Kevin en voz alta, llevándose las manos a los oídos.
Y entonces
– Relájate, chico. Levanta las manos. No hagas nada raro. Si te comportas, te llevaré a que te vea alguien para que te examine – le estaba diciendo el policía.
Entonces la cosa que le dominaba le hizo de revolverse hacia el agente, buscándole el cuello con las manos semicongeladas,
– Qué haces…
haciéndole de apretar y apretar hasta que…
un tiro del arma del policía le dio de lleno en la cabeza y le hizo caer desplomado de espaldas sobre el colchón de nieve.
Kevin miraba hacia el firmamento.
Parecía que estaba formando ángeles en la nieve con los brazos extendidos
– Maldito hijo de puta. ¡Qué coño te has metido, que casi me matas…!
Ahora descansaba libre de toda presencia enfermiza en su interior

lo único que lamentaba era que ya nunca más iba a volver a ver a Kelly, Ted y Nataly.

La llamada inadecuada.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si acaso está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante. Está del todo… ausente.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

– Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
– ¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína a los veintitrés.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…

El niño que quería jugar con Anton

               Anton Todd tenía sesenta años. Hacía poco tiempo que se había jubilado como cocinero, disponiendo ya de la totalidad de las horas que compone un día para sus propias ocupaciones. En este caso, podría ya concentrarse enteramente en su colección de libros filosóficos acumulados a lo largo de los años en los estantes de su biblioteca personal. Era soltero, y parte de la soledad la solucionaba de ese modo, en la intensa lectura, complementándola con consultas exhaustivas en el ordenador conectado a internet, actualizando los conceptos que más le fascinaban con autores más contemporáneos que los habidos en los libros.

                Durante los momentos en que se evadía de sus libros y el ordenador, apenas se relacionaba con el mundo exterior. Circunstancialmente le tocaba por obligación tener que hacer la compra, mediando saludos breves con los clientes más habituales y con el personal de la tienda. Luego caminaba una hora diaria para fortalecer los músculos de las piernas y favorecer su riego sanguíneo al pasar el resto del día casi siempre sentado. En sus paseos procuraba evitar conversaciones con los vecinos. No quería perder el tiempo con los temas intranscendentes de la vida mundana de cada cual, ni con cotilleos absurdos.
                Anton Todd paseaba su hora diaria sin saltársela, aunque hiciese mal tiempo. En una de sus caminatas, conoció a aquel niño. Tendría diez años. Era el hijo único de los vecinos que vivían una manzana más adelante  de donde lo hacía él. No conocía su nombre de pila, ni le interesaba. Cuando regresaba del paseo, en los últimos días era habitual encontrar al crío jugando en la parte delantera de su casa con una pelota de goma. El hijo de los vecinos lo miraba directamente con rostro divertido. Anton Todd pasaba de largo, decidido a llegar a su casa, pegarse una buena ducha, cenar y luego sumirse en la lectura de uno de sus libros.
                Así fueron pasando los días, hasta que en el regreso de uno de sus recorridos, el niño lo abordó sin pensárselo dos veces.
                – Hola, señor – le dijo, saliendo a la acera.
                – Um, hola.
                El muchachito le ofreció la pelota de goma con una sonrisa.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                – No, niño. No tengo ninguna gana de jugar contigo.
                Anton aceleró la marcha, y se encerró en su casa. Cuando miró por una de las ventanas frontales del salón pudo ver la figura del niño mirándole desde la cerca que rodeaba la delantera de su vivienda. Estuvo apoyada en ella un rato y luego se marchó.


                Al día siguiente, Anton coincidió con el afán de protagonismo del niño. Este le abordó con el mismo desparpajo que el día anterior, ofreciéndole la pelota.
                – Hola, señor – le dijo.
                – Déjame en paz, niño.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                Eran las mismas palabras dichas ayer por el mocoso.
                Anton Todd lo miró con recelo.
                – ¿No tienes un hermano con quién jugar? ¿O algún amigo? ¿O con tus padres?
                – No entiendo – le dijo el niño. No dejaba de sonreír.
                – No te estoy hablando en chino. ¿No me dirás que tus padres te dejan a solas a ésta hora de la tarde todos los días?
                El crío continuaba sosteniendo la pelota con el anhelo de poder entregársela.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro – repitió la pregunta sin alterar el tono de su voz.
                Anton Todd lo apartó de un manotazo y se refugió en su casa. Algo le hizo de cerrar la puerta bajo llave. Al entrar en el salón, descorrió la cortina de la ventana frontal y miró hacia afuera.
                El niño estaba situado frente a la cerca delantera. Permaneció unos minutos más antes de irse con la pelota en las manos, sin botarla ni siquiera una sola vez contra el suelo.

                Anton Todd estuvo decidido a pasar con rapidez por delante de la casa del niño.
                Este lo abordó con celeridad. Su misma sonrisa. Sus mismas frases.
                – ¡Niño! ¿Acaso no sabes decir otra cosa? ¡Tú y tú maldita pelota! ¡Mira lo que hago con ella!
                Se la quitó con rudeza y la lanzó contra la fachada de la casa del muchacho. La pelota rebotó y se desplazó por el porche hasta detenerse al alcanzar la hierba.
                El niño giró la cabeza, sonriendo pero sin alterar las facciones de su rostro.
                Anton Todd se marchó exasperado.
                Al llegar a casa, miró por la ventana y por fin no se encontró con la cara del niño mirándole desde el lado contrario de la cerca delantera.

                Eran las once de la noche. Anton estaba revisando unos archivos en el ordenador cuando escuchó un potente golpe contra la puerta de la entrada. Se llevó un notable sobresalto por el ruido surgido de improviso y con tanta virulencia. Luego surgió un segundo golpe a los pocos segundos del primero. Se levantó alterado. Miró por la ventana y pudo averiguar que era el niño de los vecinos quien estaba lanzando la pelota contra la puerta.
                Anton Todd se dirigió con ímpetu por el vestíbulo. Antes de abrirla, la puerta sufrió un tercer impacto. Tiró del pomo y encontró la pelota rodando hasta cerca de los pies del mocoso. Este se agachaba para recogerla de nuevo.
                Anton Todd estaba más que irritado. Encaminó sus pasos hacia el niño sin cerrar la puerta. Se situó frente a él y le arrebató la pelota de las manos. El crío sonreía igual que las veces precedentes.
                – ¿Qué estás haciendo, niño?  ¡Son las once de la noche! ¿Cómo es que tus padres te permiten estar en la calle a estas horas?
                El niño quiso recuperar la pelota, pero Anton Todd la mantuvo guardada por detrás de la espalda.
                – Despídete de la pelota.
                “Ahora mismo te acompaño a casa. Tengo que mantener una conversación seria con tus padres.
                El niño pareció comprender lo que le decía. Ambos se dirigieron hacia su casa, sin que Anton le entregara la pelota de vuelta. Lo único que sabía del matrimonio era que se apellidaban Harnett. Al plantarse frente a la puerta, Anton miró al pequeño de soslayo. Tocó el timbre con el índice de la mano libre.
                El niño mantenía la cabeza alzada, sin despegar la mirada del rostro de Anton. Sonriendo eternamente.
                Transcurrieron unos segundos. Anton insistió con el timbre, pero nadie se acercaba desde dentro para abrirles.
                – Estoy solo y me aburro – comentó repentinamente el niño.
                Empujó la puerta con ambas manos y entró en la casa.
                Anton se quedó muy extrañado por la situación.
                – Estoy solo y me aburro – repitió el mocoso. Su voz procedía ya desde el interior.
                Anton entró en la casa. Al parecer tenía que haber alguna ventana abierta, porque con la puerta principal abierta quedó establecida una fuerte corriente de aire. Esa ráfaga le disgustó con un intenso olor altamente desagradable. Anton continuó por el vestíbulo.
                – ¡Hola! ¿Los padres del niño, por favor? Tengo que comentarles algo acerca de la actitud de su hijo.
                La planta baja estaba a oscuras. En cambio, por las escaleras que llevaban al piso superior llegaba cierta iluminación que fue la encargada de orientarle. El niño estaba repitiendo la frase una y otra vez, y procedía de allí arriba.
                Anton se acercó con cuidado al inicio de la escalera. Fue subiendo los escalones apoyado en el pasamano de madera. Al llegar arriba, vio un pasillo principal con tres puertas. Dos estaban cerradas mientras la otra permanecía abierta. Desde su interior llegaba la luz.
                – ¿Niño? ¿Dónde están tus padres? – preguntó Anton.
                Se situó frente al quicio de la puerta.
                Encontró al niño sentado en una pequeña mecedora. La cama de la habitación estaba revuelta. Rodeándola había tres cadáveres en avanzado estado de putrefacción tumbados sobre el suelo. Uno llevaba puesto un vestido femenino. Junto a este se encontraba otro  y en el lado opuesto de la cama, estaba el tercero doblado sobre sí mismo, como si estuviera sentado en el suelo, con una silla tirada sobre sus rodillas. Sobre el regazo había un libro abierto de par en par y enrollado alrededor de su cuello hinchado y ennegrecido un rosario de cuentas púrpuras. El muerto llevaba además un alzacuello.
                Anton se volvió hacia el niño horrorizado. Se le escapó la pelota de la mano.
                Antes de llegar a botar, esta estaba entre los dedos de las manos del niño, quien continuaba en la mecedora con los pies colgando. Su sonrisa permanente contemplándole.
                – Estoy solo y me aburro – dijo el niño.
                “Los padres de este bastardo y el cura quisieron jugar conmigo y perdieron – continuó, modificando la entonación de la voz hasta hacerla irreconocible.
                Ahora jugaré contigo.
                   “Por cierto, Anton. ¿Qué te parece morir con sesenta años sin haberte podido arrepentir de los pecados a tiempo?
                Anton quiso salir de la habitación, pero la puerta quedó cerrada a cal y canto, con una horripilante risa prolongándose por toda la estancia.
                Antes de que pudiera gritar, la criatura que albergaba el cuerpo del niño le había derretido los labios para así poder atormentarle del mismo modo que lo había hecho con los padres y el sacerdote que habían intentado practicarle un exorcismo nada exitoso.


La mutilada mano derecha de Curtleos Evans.

Relato muy cortito donde intento retomar mi interés por volver a escribir. Veremos…

Curtleos Evans necesitaba hacer esa llamada. Sabía que la última vez había fallado a los Tutts, y que por ese incidente perdió cuatro de los cinco dedos de la mano derecha, además de una fea cicatriz en forma de ele perfilada de manera irregular e indeleble en la mejilla izquierda, cerca del ojo.
De alguna forma, tenía que volver a hacer encargos para los gemelos. Era su solución a sus males económicos actuales. Llevaba dos meses sin pagar al casero, y este le había comunicado que al día siguiente ya lo echaba del diminuto y repulsivo piso donde vivía alojado en el último semestre.
Miró a través del vidrio cuarteado de la ventana del dormitorio. Su respiración se esparcía por el aire formando bocanadas que reflejaban la ausencia de calefacción con una temperatura de cuatro grados centígrados bajo cero. El dueño del edificio ya había anticipado su salida, cortándole la electricidad, el suministro de agua y la línea telefónica. Por ello usaba una linterna de petaca para manejarse por el interior de su precario hogar.
Abajo, en la misma esquina de la calle, estaba la cabina de teléfono. La nieve cubría toda la superficie. Llevaba todo el día y la noche nevando con cierta intensidad. El grosor de la misma acumulada sobre la acera era de unos quince centímetros. Fresca y mullida, por no ser una zona muy recomendable de ser transitada, y menos a partir de la puesta del sol invernal.
Una farola de estructura metálica herrumbrosa y con el foco carente de cubierta, ofreciendo la desnuda bombilla descomunal en tamaño su lúgubre iluminación amarillenta, proyectaba su halo en las cercanías de la cabina. Desde la distancia de su vivienda, se apreciaba el vandalismo practicado en la cabina. No quedaba ni un solo cristal entero, además de los grafitis más indecentes y de nula calidad artística estigmatizaban el mobiliario urbano con diversos tonos de pintura barata en espray. A pesar de semejante estado, seguía en funcionamiento, porque Curtleos apreció la silueta de una persona en su interior. Igualmente las pisadas formadas sobre la nieve conducían desde la lejanía de la calle hasta la cabina.
Apremiado por la necesidad de encontrar recursos económicos humillándose ante los Tutts, se colocó el abrigo y salió de casa, bajando las escaleras con presteza. Al llegar a la calle, se dio de cuenta que las viejas zapatillas deportivas de pana iban a humedecerse con la nieve y que en escasos minutos iba a sentir un frío del demonio en los pies. Le dio igual. Estaba desesperado por hacer la maldita llamada. Eran las doce de la noche, y sabía que cualquiera de los Tutts estaría espabilado, en plena orgía con fulanas de cierta categoría. Tan solo rezaba porque no le colgaran nada más reconocer su voz. Disponía de lo justo para realizar una única llamada. Siguió el recorrido de las pisadas impresas en la nieve por la persona que había estado usando el teléfono público.
Para su contradicción, al llegar frente a la cabina, el individuo continuaba en su interior, ofreciéndole la espalda.
Era un hombre calvo, de mediana estatura. Vestía un abrigo negro que le llegaba hasta los talones.
– ¿Tiene para mucho rato, tío? – le preguntó sin tapujos Curtleos.
El hombre estaba apoyado contra la caja del teléfono. Curtleos reparó en el teléfono que colgaba por el cable enrevesado, casi tocando el suelo de la cabina.
– Dios.
Curtleos maldijo su suerte. Estaba claro que le había dado un ataque al corazón o algo similar y estaba muerto.
Echó un paso atrás.
Desde el micrófono del receptor llegaba el tono de línea ocupada.
-Diantres. ¡Joder! ¡Ya vale de fastidiarme la puta vida, Jesús de los Cristianos! – farfulló Curtleos, harto de ser el saco de boxeo donde confluían todos los golpes.
Estaba pensando en cómo diablos mover el cadáver, para entrar en la cabina, cuando el rostro de aquel hombre desconocido se volvió, mirándole.
– Joder – Curtleos se llevó un susto que le hizo de perder el equilibrio, cayendo de espaldas sobre la nieve.
Los ojos del hombre estaban en blanco. Sus labios agrietados y sangrantes se separaron mínimamente, mientras su lengua pálida se agitaba en la cavidad bucal, conformando palabras:
– La línea está muerta, muchacho. Desde hace tiempo. Para que vuelva a funcionar, necesita el usuario apropiado. ¡Ja! ¡Y ese eres tú! ¡Maldito descreído!
Curtleos quiso incorporarse, pero no pudo.
Su vista quedó nublada. Los músculos no respondían a las directrices mandadas desde su cerebro para mover sus extremidades.
Repentinamente, cerró los ojos, quedando tumbado encima de la nieve de medio lado.
Pasaron escasos segundos.
Cuando se reincorporó, encontró echado a su lado el cuerpo sin vida del hombre de la cabina.
Lo miró con cierta despreocupación. Se rió, satisfecho.
– Te llamas Curtleos. Qué nombre más ridículo – musitó con voz resquebrajada por la adicción al alcohol. Se contempló las manos, en especial la derecha.  – Vaya desastre de cuerpo. Con un solo dedo, como mucho podré limpiarme los mocos de la nariz – se dijo, riendo ahora con más estruendo.
Se dio la vuelta y se alejó de la cabina. Avanzó por la calle, dejando atrás el bloque de pisos donde había vivido hasta ese instante el antiguo propietario del cuerpo, convencido que tendría que encontrar pronto otro de muchísima más calidad.

El cliente inquieto. (The restless customer).

                     Cleo Martin ejercía su fatigoso trabajo como camarero con buen empeño y con una paciencia superior a la recomendable. Debido a ello, su listón para la irritación lo tenía tan alto que ni midiendo la altura de Shaquille O´neal llegaría a poder rozarlo con la punta de los dedos ni siquiera estando de puntillas encima de un tomo de la enciclopedia americana.
                Una buena mañana llegó un hombre de edad mediana, delgado, con bigote de otra época pasada más propio de los años treinta del siglo XX. Se sentó en la terraza aún a pesar de que estuviera nublado y con riesgo de lluvia. Cleo Martin salió dispuesto en atenderle al instante. Eran las nueve de la mañana y aquel era el primer cliente en el orden de solicitar la atención del camarero de la cafetería. Cleo se situó a su lado ofreciendo la mejor de las sonrisas.
                – Buenos días, caballero.
                Aquel hombre permaneció mirando lo que ocurría en alguna parte al otro lado de la calle. Se rascó la coronilla y soltó una risita.
                – Ji, ji. Qué bien. Nos atiende este negrito. Debe de pertenecer a una tribu africana de lo más belicosa.
                Cleo se quedó mudo por el sarcasmo lleno de racismo.
                – ¿Decía? – dijo para intentar salir de su asombro.
                El hombre se volvió, con el mentón apoyado sobre la palma de una mano. Miró de arriba abajo al camarero con enorme curiosidad. Enseñó los dientes.
                – Diantres. Qué tenemos aquí. Un empleado de hostelería, ja, ja.
                Cleo sonrió forzadamente, olvidando la grosería inicial del cliente.
                – Tengo que indicarle, señor, que si le sirvo en la terraza, se le añadirá a la cuenta un dólar y medio por servicio en la misma. Es por si prefiere entrar en el local, donde dicho servicio especial no existe.
                El hombre se atusó el bigotillo.
                – Qué lástima que no sea atendido por una buena chica de lo más agradable – comentó, adoptando su rostro un visible desprecio por el género varonil del camarero.
                – Ya lo siento, caballero, pero en esta cafetería todo el personal es masculino.
                – No seréis misóginos, machistas o mariquitas, ja. A lo mejor sois las tres cosas a la vez.
                – En absoluto, señor.
                – Vale, vale. Olvidémoslo – siguió el hombre del bigote con voz chillona. – Traiga algo para despejar mi mente endemoniada, ja. Que sea lo más dulce posible.
                – ¿Le apetece un chocolate con leche cremosa?
                – Si. Y bien recubierto con nata montada. ¡Y si tienen una cereza, mucho mejor! Para colocarla sobre la nata, eh, no para que te la comas, que por cierto, te sobran unos cuantos michelines, ja.
                – Muy bien, señor.
                Cuando Cleo se daba la vuelta, le llegó la voz del cliente. Este empleó un tono lastimoso y de urgencia, que le llegó en un susurro al oído.
                – Por favor. Necesito su ayuda. Llevo sufriendo mucho durante semanas. No me deja en paz. Sabe que detesto los dulces. Es más, soy diabético.
                Cleo se volvió, encontrándose con el semblante arrogante del hombre del bigote.
                – ¡Venga, muchacho! – le urgió. – ¡Tráeme el puñetero chocolate! ¡Tengo ganas de reventar de satisfacción saboreándolo y acumulando a la vez un montón de calorías de sopetón!
                Golpeó con el puño derecho sobre la mesita de la terraza.
                Cleo entró en el local y fue preparando el chocolate con leche cremosa.
                Conforme lo hacía, se le acercó el dueño de la cafetería. Le señaló al cliente de la terraza.
                – Es un tío bastante raro, ¿no?
                – Bueno. Me parece que está medio majareta. Cambia las voces y hace como si tuviera más de una personalidad a la vez.
                – Si te da problemas, me avisas y llamo a la policía.
                – Espero que no. Creo que es una persona más de las muchas chifladas que andan libres por las calles de la ciudad. Se tomará el chocolate y se irá sin más.
                – Vale, pero te reitero que si te crea problemas, me lo hagas saber, Cleo.
                – Como no, jefe.
                A través del escaparate podían observar cómo el extraño cliente estaba ahora de pie, pateando el suelo con fuerza. De vez en cuando giraba el cuello hacia el interior de la cafetería, buscando con una mirada desesperada alguien que le hiciera caso.
                – Está para que lo encierren, Cleo.
                – Bueno, a ver si se calma con el chocolate.
                – Aparte de tranquilizarse, habrá que esperar que también pueda asumir el pago del mismo.
                Cleo se encogió de hombros ante su jefe y se dirigió hacia la terraza con el chocolate.
                – Aquí tiene su chocolate. Espero que lo disfrute – le dijo conforme lo depositaba sobre la mesita.
                El hombre del bigote estaba nuevamente sentado. Miró la taza de chocolate decorada con la nata y la cereza coronándola. Torció el gesto espantosamente, se puso de pie, tirando la silla sobre las losetas de la acera donde estaba emplazada la terraza y se golpeó el pecho con furia. Miró al camarero con los ojos fuera de sí.
                – ¡Idiota! ¡No puedo tomarme esto! ¡Soy diabético, le digo!
                – Oiga. Usted pidió el chocolate. No se ponga a malas, o llamamos a la policía.
                El hombre se detuvo en su histeria. Miró la taza ahora con rostro desolado. Luego hizo lo propio  con Cleo.
                Sorpresivamente para este último, el hombre se posó sobre sus rodillas, adoptando gesto suplicante.
                – Le ruego que me ayude. ¡La necesito! Estoy dominado por algo desde hace tres semanas. Controla mi cuerpo y mi mente. Asume diversas personalidades. No sé qué hacer para volver a la normalidad.
                Cleo estaba a punto de marcharse hacia el interior de la cafetería, ciertamente preocupado por el estado mental del cliente.
                – Bueno, caballero. Tómese el chocolate. Es gratis. Cuenta de la casa. Y luego márchese, por favor.
                – ¡NO ME GUSTA EL CHOCOLATE, NEGRO DE LOS COJONES! ¡TÓMATELO TÚ! – le gritó el hombre del bigote, erguido del todo, con un rostro agresivo y de locura.
                Cleo se marchó corriendo al interior de la cafetería, mientras el cliente perturbado arrojaba la taza del chocolate contra el cristal del escaparate.
                – Ya estoy llamando a la policía – le advirtió su jefe nada más verle entrar. – ¡Cierra la puerta! Y pon el cerrojo por si acaso. Los clientes que quieran salir, serán acompañados por la puerta de emergencia. Mientras ese loco esté ahí fuera, es preferible que nadie corra ningún riesgo saliendo por ahí.
                Cleo retrocedió para asegurar la entrada al local. Entonces, desde el cristal de la puerta comprobó con evidente asombro que el hombre del bigote, que era físicamente muy endeble, había conseguido de alguna manera hacerse con la tapa de alcantarilla que había cerca de la terraza y estaba cogiendo impulso para lanzarla contra el escaparate.
                Cerró la puerta, indicando de inmediato a los pocos clientes sentados cerca del escaparate frontal que abandonaran su sitio para protegerse del impacto.
                La tapa de alcantarilla alcanzó de lleno la luna del escaparate, destrozándola por el centro dejando puntas afiladas y cortantes de lo más peligroso partiendo desde el marco hacia el interior. Desde la terraza el hombre enloquecido saltaba y brincaba, gritando sin cesar.
                – ¡Eres un debilucho, Lewis! ¡UN PUÑETERO LLORICA DIABÉTICO! ¡YA NO ME SIRVES NI COMO MERO PASATIEMPO! – decía, echando espumarajos por la boca.
                Su vista se trasladó por el interior de la cafetería. Parecía fijarse de nuevo en Cleo. Fueron unos breves instantes.
                Repentinamente, miró hacia el suelo, y dando tres zancadas, se arrojó de cabeza por la abertura de la alcantarilla.
                Los clientes y los empleados de la cafetería vivieron esa escena aterrorizados.
                – ¡Ese hombre se ha matado! ¡Se ha quitado la vida!
                Justo en ese momento llegó una unidad de la policía. Los curiosos, además de la clientela del local y los empleados se apiñaban cerca de la alcantarilla. Uno de los agentes les rogaba que se mantuvieran dos metros apartados del escenario del incidente.
                El otro policía estaba atisbando con una linterna hacia el fondo de la entrada a la alcantarilla. Señaló negativamente con la cabeza.
                – Ahí lo veo. Está con la cabeza reventada. Más tieso que el cemento. Hay que llamar al forense, además de la ambulancia.
                Cleo, al igual que el resto de la gente interesada en el triste suceso, pudo escuchar por parte de uno de los agentes que el hombre estaba muerto.
                – Por favor. Les ruego que se dispersen. El hombre se ha suicidado. Ya nada se puede hacer por él. Así que vuelvan a sus ocupaciones.
                El dueño de la cafetería se puso a examinar el destrozo de la luna del escaparate. Cuando entraba Cleo, le pidió que trajera un martillo para destrozar las puntas que eran un peligro notorio.
                Cleo no se movió de donde estaba. Simplemente se estaba sacando un moco de la nariz. Algo inhabitual en las buenas maneras del camarero.
                – ¿No me has oído, Cleo? Necesito un martillo para quitar los restos de cristal del marco, mientras encargo una luna nueva.
                Su empleado se le quedó mirando con cierta fijeza. Sonrió sin gracia.
                – Oye, blanquito, ¿por qué no retiras los trozos que te quedan con los dientes? – le dijo con una voz ajena a la personalidad de Cleo, chillona y fuera de sí.


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El niño que quería jugar con Anton. (The boy who wanted to play with Anton).

     Anton Todd tenía sesenta años. Hacía poco tiempo que se había jubilado como cocinero, disponiendo ya de la totalidad de las horas que compone un día para sus propias ocupaciones. En este caso, podría ya concentrarse enteramente en su colección de libros filosóficos acumulados a lo largo de los años en los estantes de su biblioteca personal. Era soltero, y parte de la soledad la solucionaba de ese modo, en la intensa lectura, complementándola con consultas exhaustivas en el ordenador conectado a internet, actualizando los conceptos que más le fascinaban con autores más contemporáneos que los habidos en los libros.

                Durante los momentos en que se evadía de sus libros y el ordenador, apenas se relacionaba con el mundo exterior. Circunstancialmente le tocaba por obligación tener que hacer la compra, mediando saludos breves con los clientes más habituales y con el personal de la tienda. Luego caminaba una hora diaria para fortalecer los músculos de las piernas y favorecer su riego sanguíneo al pasar el resto del día casi siempre sentado. En sus paseos procuraba evitar conversaciones con los vecinos. No quería perder el tiempo con los temas intranscendentes de la vida mundana de cada cual, ni con cotilleos absurdos.
                Anton Todd paseaba su hora diaria sin saltársela, aunque hiciese mal tiempo. En una de sus caminatas, conoció a aquel niño. Tendría diez años. Era el hijo único de los vecinos que vivían una manzana más adelante  de donde lo hacía él. No conocía su nombre de pila, ni le interesaba. Cuando regresaba del paseo, en los últimos días era habitual encontrar al crío jugando en la parte delantera de su casa con una pelota de goma. El hijo de los vecinos lo miraba directamente con rostro divertido. Anton Todd pasaba de largo, decidido a llegar a su casa, pegarse una buena ducha, cenar y luego sumirse en la lectura de uno de sus libros.
                Así fueron pasando los días, hasta que en el regreso de uno de sus recorridos, el niño lo abordó sin pensárselo dos veces.
                – Hola, señor – le dijo, saliendo a la acera.
                – Um, hola.
                El muchachito le ofreció la pelota de goma con una sonrisa.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                – No, niño. No tengo ninguna gana de jugar contigo.
                Anton aceleró la marcha, y se encerró en su casa. Cuando miró por una de las ventanas frontales del salón pudo ver la figura del niño mirándole desde la cerca que rodeaba la delantera de su vivienda. Estuvo apoyada en ella un rato y luego se marchó.



                Al día siguiente, Anton coincidió con el afán de protagonismo del niño. Este le abordó con el mismo desparpajo que el día anterior, ofreciéndole la pelota.
                – Hola, señor – le dijo.
                – Déjame en paz, niño.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                Eran las mismas palabras dichas ayer por el mocoso.
                Anton Todd lo miró con recelo.
                – ¿No tienes un hermano con quién jugar? ¿O algún amigo? ¿O con tus padres?
                – No entiendo – le dijo el niño. No dejaba de sonreír.
                – No te estoy hablando en chino. ¿No me dirás que tus padres te dejan a solas a ésta hora de la tarde todos los días?
                El crío continuaba sosteniendo la pelota con el anhelo de poder entregársela.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro – repitió la pregunta sin alterar el tono de su voz.
                Anton Todd lo apartó de un manotazo y se refugió en su casa. Algo le hizo de cerrar la puerta bajo llave. Al entrar en el salón, descorrió la cortina de la ventana frontal y miró hacia afuera.
                El niño estaba situado frente a la cerca delantera. Permaneció unos minutos más antes de irse con la pelota en las manos, sin botarla ni siquiera una sola vez contra el suelo.

                Anton Todd estuvo decidido a pasar con rapidez por delante de la casa del niño.
                Este lo abordó con celeridad. Su misma sonrisa. Sus mismas frases.
                – ¡Niño! ¿Acaso no sabes decir otra cosa? ¡Tú y tú maldita pelota! ¡Mira lo que hago con ella!
                Se la quitó con rudeza y la lanzó contra la fachada de la casa del muchacho. La pelota rebotó y se desplazó por el porche hasta detenerse al alcanzar la hierba.
                El niño giró la cabeza, sonriendo pero sin alterar las facciones de su rostro.
                Anton Todd se marchó exasperado.
                Al llegar a casa, miró por la ventana y por fin no se encontró con la cara del niño mirándole desde el lado contrario de la cerca delantera.

                Eran las once de la noche. Anton estaba revisando unos archivos en el ordenador cuando escuchó un potente golpe contra la puerta de la entrada. Se llevó un notable sobresalto por el ruido surgido de improviso y con tanta virulencia. Luego surgió un segundo golpe a los pocos segundos del primero. Se levantó alterado. Miró por la ventana y pudo averiguar que era el niño de los vecinos quien estaba lanzando la pelota contra la puerta.
                Anton Todd se dirigió con ímpetu por el vestíbulo. Antes de abrirla, la puerta sufrió un tercer impacto. Tiró del pomo y encontró la pelota rodando hasta cerca de los pies del mocoso. Este se agachaba para recogerla de nuevo.
                Anton Todd estaba más que irritado. Encaminó sus pasos hacia el niño sin cerrar la puerta. Se situó frente a él y le arrebató la pelota de las manos. El crío sonreía igual que las veces precedentes.
                – ¿Qué estás haciendo, niño?  ¡Son las once de la noche! ¿Cómo es que tus padres te permiten estar en la calle a estas horas?
                El niño quiso recuperar la pelota, pero Anton Todd la mantuvo guardada por detrás de la espalda.
                – Despídete de la pelota.
                “Ahora mismo te acompaño a casa. Tengo que mantener una conversación seria con tus padres.
                El niño pareció comprender lo que le decía. Ambos se dirigieron hacia su casa, sin que Anton le entregara la pelota de vuelta. Lo único que sabía del matrimonio era que se apellidaban Harnett. Al plantarse frente a la puerta, Anton miró al pequeño de soslayo. Tocó el timbre con el índice de la mano libre.
                El niño mantenía la cabeza alzada, sin despegar la mirada del rostro de Anton. Sonriendo eternamente.
                Transcurrieron unos segundos. Anton insistió con el timbre, pero nadie se acercaba desde dentro para abrirles.
                – Estoy solo y me aburro – comentó repentinamente el niño.
                Empujó la puerta con ambas manos y entró en la casa.
                Anton se quedó muy extrañado por la situación.
                – Estoy solo y me aburro – repitió el mocoso. Su voz procedía ya desde el interior.
                Anton entró en la casa. Al parecer tenía que haber alguna ventana abierta, porque con la puerta principal abierta quedó establecida una fuerte corriente de aire. Esa ráfaga le disgustó con un intenso olor altamente desagradable. Anton continuó por el vestíbulo.
                – ¡Hola! ¿Los padres del niño, por favor? Tengo que comentarles algo acerca de la actitud de su hijo.
                La planta baja estaba a oscuras. En cambio, por las escaleras que llevaban al piso superior llegaba cierta iluminación que fue la encargada de orientarle. El niño estaba repitiendo la frase una y otra vez, y procedía de allí arriba.
                Anton se acercó con cuidado al inicio de la escalera. Fue subiendo los escalones apoyado en el pasamano de madera. Al llegar arriba, vio un pasillo principal con tres puertas. Dos estaban cerradas mientras la otra permanecía abierta. Desde su interior llegaba la luz.
                – ¿Niño? ¿Dónde están tus padres? – preguntó Anton.
                Se situó frente al quicio de la puerta.
                Encontró al niño sentado en una pequeña mecedora. La cama de la habitación estaba revuelta. Rodeándola había tres cadáveres en avanzado estado de putrefacción tumbados sobre el suelo. Uno llevaba puesto un vestido femenino. Junto a este se encontraba otro  y en el lado opuesto de la cama, estaba el tercero doblado sobre sí mismo, como si estuviera sentado en el suelo, con una silla tirada sobre sus rodillas. Sobre el regazo había un libro abierto de par en par y enrollado alrededor de su cuello hinchado y ennegrecido un rosario de cuentas púrpuras. El muerto llevaba además un alzacuello.
                Anton se volvió hacia el niño horrorizado. Se le escapó la pelota de la mano.
                Antes de llegar a botar, esta estaba entre los dedos de las manos del niño, quien continuaba en la mecedora con los pies colgando. Su sonrisa permanente contemplándole.
                – Estoy solo y me aburro – dijo el niño.
                “Los padres de este bastardo y el cura quisieron jugar conmigo y perdieron – continuó, modificando la entonación de la voz hasta hacerla irreconocible.
                Ahora jugaré contigo.
                  “Por cierto, Anton. ¿Qué te parece morir con sesenta años sin haberte podido arrepentir de los pecados a tiempo?
                Anton quiso salir de la habitación, pero la puerta quedó cerrada a cal y canto, con una horripilante risa prolongándose por toda la estancia.
                Antes de que pudiera gritar, la criatura que albergaba el cuerpo del niño le había derretido los labios para así poder atormentarle del mismo modo que lo había hecho con los padres y el sacerdote que habían intentado practicarle un exorcismo nada exitoso.


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La ira de los demonios. (The wrath of the demons).

                    
             – Su estirpe siempre ha sido muy creyente y supersticiosa. Ambas cosas favorecen nuestra intervención.
                – ¡Es hora de poseer un cuerpo! ¡De corromperlo! ¡Dañarlo! ¡Abusar de él! ¡Alojarnos en su carcasa, para desprenderlo del alma!
                – ¡Así es! La muchacha es débil de espíritu. NO podrá impedir que nos hagamos con el control de su mente.
                – ¡Tenemos que hacerlo! ¡Es nuestra lucha contra quien nos ha condenado a padecer el fuego eterno! ¡Destruyendo uno de entre los suyos, es una más que merecida venganza! ¡Y si conseguimos arrastrar su alma con nosotros, un premio extraordinario!
                – Somos cinco elegidos para residir en el cuerpo de la mortal. ¡Empecemos ya! ¡Y recordad que cuanto más dure su tormento, el dolor que surja de ello será nuestro máximo disfrute! ¡No nos precipitemos con la magnitud de las primeras manifestaciones!
                – ¡Tienes razón! ¡No queremos meses! ¡Si puede durar años, ese será el período de tiempo en que estaremos alejados de nuestro destino infinito!
                – ¡Es una lástima! ¡Con lo divertido que tiene que ser cuando quiera acogerse a la ayuda externa para promover nuestra salida de su cuerpo!
                – Os aseguro que jamás será recuperada. Si consiguen expulsarnos, también su vida lo será para siempre.

                – ¡Maldito mortal! Soy Halías.
                – Alzadill.
                – Bermadel.
                – Hazaziel.
                – Normadén.
                – Somos cinco pero podemos concitar a mil más para llevarnos a esta perra descarriada. Así que deja de molestarnos y vete por dónde has venido.
                – Eso no hará falta, condenada chiflada – susurró la voz humana.
                Aproximó el filo de la navaja a la nuez, profundizando en la carne del cuello hasta hacerle un corte lo suficiente grave como para permitir que la chica muriese desangrada en escasos segundos. Los insonoros alaridos de los demonios fueron espantosos en el limbo de su inframundo de pesadilla. Estaban enfurecidos por la muerte de Esther. Aquel extraño que se había colado por la ventana abierta para robar en la casa les había arrebatado lo que más ansiaban, la posesión del cuerpo y de la mente de la joven. Apenas habían empezado a disfrutar con ella. Ni siquiera sus propios padres habían recaído aún en la posibilidad de que la actitud distante y huraña de Esther podía albergar algo más grave que una  simple rebeldía propia de la adolescencia.
                Una semana.
                Eso es lo que llevaban dentro del núcleo existencial de la muchacha.
                Hasta la irrupción de ese hombre encapuchado.
                Este miró con seriedad a la joven. Era una pena haberla asesinado, pero si no se callaba, podría despertar a los demás residentes de la casa, y lo que él necesitaba era poder registrar el lugar en el mayor de los silencios.
                Media hora después abandonaba la casa por la misma ventana por la que había accedido a su interior.
                Conforme salía a través del hueco del marco, pudo apreciar un rostro sereno en la chica, todo lo contrario al semblante histérico y desquiciado que le mostró cuando fue despertada por haberse tropezado él con la esquina de la cómoda más cercana a la puerta del dormitorio. De no ser por la almohada, la manta y el camisón ensangrentados, se diría que estaba profundamente dormida.
                Fue descendiendo por la fachada apoyado en la tubería bajante del canalón hasta llegar al suelo.
                Conforme se alejaba, escuchó un ruido sonoro sobre su cabeza. Instintivamente miró hacia arriba. Procedía de lo alto de un árbol. En una de sus ramas adivinó los ojos brillantes de un gato enorme. Parecía estar castrado, de lo gordo que estaba.
                El gato maulló largamente.
                Lo sonrió.
                – Vaya. Eres el único testigo de lo que acabo de hacer en esa casa – le dijo.
                El pelaje del gato era de color ceniciento. Encorvó el lomo. Ladeó su cabeza para concentrarse en el hombre.
                Iba a volver a maullar.
                Lo hizo.
                Los inquilinos temporales abandonaron el cuerpo del animal y se alojaron en el del ladrón.
                Este se sintió raro al instante. Se sintió ligeramente indispuesto. Empezó a tiritar como si estuviera pasando mucho frío. Pero la temperatura era del todo veraniega. Se pasó una mano por el rostro y se arrancó el pasamontañas, arrojándolo sobre el suelo.
                Sin comprenderlo, no podía avanzar. Estaba paralizado de cintura hacia abajo. Erguido de pie como un poste. Quiso hablar en voz alta consigo mismo, pero no pudo.
                “¡No queremos tu cuerpo, hijo de puta!” – le llegó una voz siniestra dentro de su mente.
                “Nos has jodido la diversión con la muñequita. Ahora nos toca joderte a ti, bastardo “– le habló una segunda voz interna.
                Repentinamente sus piernas se pusieron en marcha, y sin desearlo, se hallaba corriendo locamente por la calle.
                Estaba aterrorizado. Algo estaba controlando su cuerpo. Y no podía impedir que tal cosa sucediese.
               “Soy Halías.”
                  “Alzadill.”
                  “ Bermadel.”
                  “Hazaziel.”
                  “ Normadén.”
                  “Tú nos arrebataste la vida de la mocosa. Ahora nos corresponde a nosotros hacerlo con la tuya tan inútil y patéticamente miserable que tienes.”
                Su cuerpo fue dirigido cada vez  con más intensidad, forzando la resistencia del corazón. Pasados unos minutos de carrera, sintió un fuerte dolor en el pecho, siendo la antesala de un paro cardíaco, que desembocó en su postración en medio de la calzada.
                Un hilillo de saliva espesa surgía de la comisura de sus labios, mientras sus ojos abiertos miraban hacia el infinito. En su rostro no se adivinaba la misma serenidad y paz que mostraba el de Esther, porque mientras para la muchacha la marcha de los cinco demonios representó su liberación espiritual, para él significaba el comienzo de su larga condena en la tierra donde aquellos moraban eternamente…

El soldado del mal

¡Harry! ¡Ven aquí! ¡Es una orden!
– Acudo gruñendo a lo bestia, jefe.
Pues alégrate. Acaba de llamarme el Presidente del Gobierno. Nos felicita por haber dejado hecho una pena a Hello Kitty!
– Vaya. Sinceramente no me lo esperaba.
El Presidente está feliz porque el incidente, de destacado relieve nacional e internacional, le viene de perlas para así disimular algo la crisis del país.
– hum… Mejor que me nombrara vicepresidente cuarto.
¿Para introducir mejoras que nos saquen de este aprieto?
– No. Para así vivir del cuento…

Estaba sólo. Nadie podría interferir en su destino alejado de todo rito natural y lógico entre los mortales más racionales.
Encerrado en su apartamento por espacio de semana y media.
Sin apenas alimentarse
(aunque no le hacía falta)
Abandonado de todo aseo
(no tenía sentido purificarse)
Sin comunicarse con sus familiares y conjunto de conocidos
(ya no los necesitaba)
Manteniéndose apartado de las noticias diarias acontecidas en su ciudad, en su región, en su país, en su continente, en el resto del mundo…
(todo aquello era terrenal, superficial y de escasa relevancia para su mente plagada de múltiples pensamientos perversos)
Escuchaba voces interiores.
Percibía visiones abyectas.
Las dimensiones del cuarto en donde se hallaba recluido se distorsionaban en cualquier momento del día.
Todo en si era una letanía de odio, dolor, rabia, sufrimiento, y si, a veces se conseguía el éxtasis…
Hasta que llegó su hora.
La de servir a su señor.


Era un martes. Las ocho y media de la mañana. La ciudad estaba pletórica de vida. Personas ejerciendo sus quehaceres laborales. Jóvenes prestos en acudir a sus lugares de estudios. Las fuerzas públicas llevando el control y la seguridad en las principales calles. Nada hacía suponer que podía hacerse añicos la rutina diaria en una de sus avenidas más céntricas. Esta estaba concurrida de tráfico y de transeúntes caminando por las aceras y atravesando los pasos de cebra. En un principio, nadie se fijó en aquel extraño joven, vestido con ropa andrajosa y con evidente muestras de escasa higiene personal. En una ciudad de semejante tamaño, era del todo natural que hubiera gente extravagante pululando por ahí, siendo rechazada y evitada como una piedra situada en el camino de una comunidad de hormigas.
Ni siquiera cuando alzó su rostro al cielo y prorrumpió en gritos, la gente más cercana le dedicó la más mínima atención.
Hasta que mostró dos enormes cuchillos de cocina. Su mirada estaba del todo extraviada.
– ¡Somos muchos! – vociferó. – ¡Muchos en uno! ¡Y unidos, creamos la destrucción!
– ¡Cuidado! ¡Está loco! – se escuchó a un hombre vestido de ejecutivo.
Lo vieron avanzar en tumbos entre el gentío. Las personas se apartaban a su paso, verdaderamente preocupadas de que aquel individuo pudiera hacer algún tipo de agresión física con los cuchillos.
Pero este hizo caso omiso de quienes le rodeaban. Anduvo hasta el bordillo de la acera, observando por segundos ensimismado el tráfico que circulaba a gran velocidad y sin interrupción por ese tramo de avenida.
– ¡Yo soy uno de innumerables soldados! ¡Vengo a cumplir con la misión que se me ha encomendado!!
Enardecido por el tono demencial de su propia voz, y ante el horror de los presentes, llevó un cuchillo ante su ojo derecho y se lo clavó en el globo ocular hasta reventarlo.
– ¡Dios mío! – gritó una mujer, cerca de desmayarse nada más verlo.
El joven no experimentó dolor ninguno
(pues ellos también controlaban su sistema nervioso)
Con frenesí, volvió a autolesionarse, hincándose el segundo cuchillo en el otro ojo, y sin inmutarse, dio varios pasos al frente…
Los numerosos testigos no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Aquel demente se situó en medio del tráfico, con los brazos alzados y hablando en voz alta en medio de los bocinazos de los vehículos que trataban de eludir atropellarlo.
– ¡Soy un soldado del mal! – chilló, desgañitándose.
Estaba ciego.
Pero intuía el autobús urbano que se precipitaba hacia su presencia. Estaba repleto de viajeros. El rostro del conductor reflejaba su impotencia. Quiso realizar una maniobra brusca para no darle de lleno, y en su giro, invadió dos carriles contrarios, donde un enorme camión de mudanzas venía en la dirección opuesta. El choque fue tremendo, y aquel soldado del mal apreció el éxito de su misión al escuchar los lamentos y los lloros de las personas agonizando antes de que los dos vehículos estallaran en llamas, consumiéndolos sin que se pudiera hacer nada por rescatarlos del amasijo de hierros.
Seguidamente de este hecho, un coche no pudo evitar llevárselo a él mismo por delante, cercenando su propia vida.
Aunque en verdad que hacía muchos días que ya no dominaba su cuerpo.
Y todo desde que su mente fuese infestada por un nido de víboras, cuyas lenguas siseaban sin cesar dentro de sí mismo, hasta poseerlo al completo, convirtiéndole en una punta de lanza del ejército de los caídos…


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La llamada inadecuada

A estas alturas de la vida moderna, quién ya no está harto de recibir a todas horas las molestas llamaditas comerciales de las compañías telefónicas. Este relato va dedicado a cada una de ellas y a sus pesados teleoperadores/as, je je.

El teléfono sonaba todos los días. Nunca contestaba. Hasta aquella tarde…
(¡Ring! – ¡Ring!)
Descuelga.
Percibe al otro lado del hilo telefónico una musiquilla ridícula y repetitiva. Seguidamente se escuchan diversas voces propias de varias personas atendiendo a una serie de clientes al unísono. Es entonces cuando una voz femenina se pone en contacto con él.
– Hola. Muy buenas tardes.
Silencio.
– ¿Es usted el señor Lionel Rednack Perkins?
Un jadeo profundo como única contestación.
– ¿Perdone? ¿Está usted ahí? ¿Estoy hablando con el señor Lionel Rednack Perkins?
Carraspea para tragarse la propia flema que invade su garganta.
Llegado el caso, contesta con voz cavernosa.
– ¿Qué quiere?
– Me imagino que usted es el señor Lionel.
– ¿Para qué quiere saberlo?
– Si usted no es el señor Lionel Rednack Perkins, me interesaría que me lo dijera o si está en la casa, fuera usted tan amable de solicitarle que se pusiese un momento al teléfono.
Sorbido de mocos.
– El señor Lionel no está disponible en este instante.
– ¿Y cuándo podría hablar con él?
– Dígame el motivo de su llamada.
– Soy Verónica Campbell, del área comercial de la compañía telefónica One Line. Es para hacerle una pequeña encuesta sobre su conexión a internet.
Silencio momentáneo.
– ¿Sigue usted ahí, señor?
La voz.
De una niña muy pequeña.

Mami. ¿Por qué ya no eres tan puta? Con lo bien que te lo pasabas con los hombres sucios cuando no estaba papá. ¿Por qué lo hacías?
– ¿Cómo?
Incredulidad reflejada en el tono de la mujer.
La voz de niña se tornó en la de un hombre iracundo.
¡Cerdaaaa! ¡Ramera! Yo matándome con el camión en la carretera, y tú tirándote a todo el vecindario sin que yo lo supiera. Amanda no es mi hija. Lo engendraste de alguno de los chulos que te tiraste. ¡Guarra! Tuviste suerte que decidiera pegarme un tiro en la cabeza. Otro se hubiera llevado a ti y a la niña por delante antes de suicidarse…
– No. No puede ser. Jonathan…
Todo era verdad. La voz cambiante le estaba echando en cara su vida licenciosa. Su marido se quitó la vida. Y Amanda terminó hundida emocionalmente, recluida en un reformatorio desde los catorce años, para años después morir por una sobredosis de heroína.
– ¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo haces? ¡Dímelo! ¡Por amor de Dios, dímelo, maldito!
Ella estaba fuera de sí. Su voz fue solapada por la de sus compañeros en la centralita del departamento comercial de la compañía telefónica One Line, visiblemente preocupados por su súbito ataque de histeria.
Entonces…
Silencio.
La voz no dijo nada más.
Colgó el teléfono.
Y conforme regresaba a su habitación helada y oscura, pensó dentro de su mente ocupada por las voces del mal:
“Estás muerta, Verónica. Acabada como persona viva. Esta misma tarde. Yo lo ordeno. Es mi principal deseo. Así ya no me molestarás más con tus llamadas.”
En los días sucesivos, el teléfono permaneció mudo…


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La webcam de Peter

Bueno, con mucho retraso, tengo que agradecer a las compañeras y compañeros que han tenido a bien considerar mi rinconcito como merecedor de más premios blogueriles.
Para ellos va dedicado este relato tremebundo.
– Si no se peina usted bien, ni se ducha desde las pasadas navidades, los invitados huirán en desbandada antes de querer escuchar el puñetero relato dedicado.
Este Dominique. En fin, para tu desilusión, acabo de bañarme a fondo esta misma medianoche, y me he echado dos litros de colonia cabeza abajo antes de secarme, así que vete a otra parte del castillo. Que seguro que tienes un montón de tareas indispensables que ejecutar.
– Qué borde de jefe tenemos, bof.

A continuación cito los premios y las personas que me los han otorgado.

PREMIO PRINCESA.

“Ven y tómate un café con cafeína”, de la asustadiza compi, Cafeína
“Lo nuestro es puro teatro”, del compañero Rodrigo.

PREMIO “VALE LA PENA”.

“La escribiente mariposa”, de la compañera de fatigas literaria, Andri Alba.
“Sal o Pimienta”, de la amiga bloguera, Meg.
“El Mirador de la Red”, del compañero Oskar.

A todos ellos mi agradecimiento. Espero que se deleiten con el relato que viene de seguido, je je.

Natalia llevaba un cuarto de hora conectada al Messenger, cuando surgió en la parte inferior de la derecha de la barra de tareas el recuadro de conexión de la cuenta de Peter.

Tardó diez segundos en desaparecer de la pantalla. Lo agradeció. Estaba harta de las impertinencias de su amigo. Sobre todo desde que ella rechazase su petición de salir juntos como novios. De eso hacía ya quince días.
Peter era un chico algo extraño. En ella le fascinaba su estilo gótico y el espíritu pesimista que emanaba de su personalidad. Lo conoció a principios del nuevo curso en el Instituto. Quedaban en los descansos para reunirse en la cafetería. Y alguna vez habían acudido juntos a algún concierto de grupos góticos locales. Jamás lo había invitado a su propia casa, e igualmente tal propuesta nunca había surgido de Peter con respecto a la suya. Aunque tuvieron una temporada que chateaban por el Messenger. Hasta que le llegó la propuesta del chico que solicitaba una relación más seria que la casual y más allá de la mera amistad. Desde el rechazo de Natalia, no habían vuelto a comunicarse por el ordenador. Últimamente Peter no se conectaba desde la ruptura de su amistad, facilitando con ello el descuido de Natalia al dejar de borrarle en su lista de contactos.

Hasta la tarde de hoy. A Natalia le molestó sobremanera que Peter estuviera conectado. Y más al parecer que este deseaba establecer contacto directo con ella. En la barra de tareas estaba el icono del contacto de Peter resaltando, confirmando que estaba en directo y solicitando el permiso para chatear. Natalia pinchó con el curso en el recuadro, abriendo la ventana del Messenger, dispuesta a decirle a Peter que ya no tenía ningún sentido continuar hablando, que no quería saber más de él y de sus vicisitudes personales.

En la pantalla ya estaba escrito lo siguiente:

Peter dijo (22:15):
Natalia. Esto es el final. Te lo comunico para que lo sepas, y no tengas remordimientos. Esta situación no llega por tu culpa. Es algo intrínseco mío. Afortunadamente, conozco la solución para remediar esta circunstancia. Lo único que te pido es que conectes la webcam. Tengo que mostrarte algo antes de abandonarte.

Natalia leyó el mensaje consternada. La petición de acceso a su cámara web surgió en una nueva ventana.
Se dispuso a contestar.

Natalia dijo (22:17):
Peter. Pasamos una temporada juntos como simples colegas. Ese período ya queda atrás. Ahora seamos adultos. Búscate nuevas amistades. Eres más abierto de lo que pareces, y no dudo que conseguirás abrirte camino hasta un nuevo grupo de personas afines a tus gustos personales.

El muchacho no tardó en replicar.

Peter dijo (22:19):
Natalia. Solo te estoy pidiendo que conectes tu webcam. Tengo que mostrarte algo, antes de decirte adiós. Considéralo una última solicitud como amigo tuyo que era hasta hace dos semanas.

Natalia suspiró, dispuesta a verle por última vez.

Natalia dijo (22:20):
De acuerdo. Pero luego te desconectas para siempre.
Peter dijo (22:21):
Así será.

Ambas pantallas de las dos webcams surgieron en el lado izquierdo de la ventana del Messenger. En la parte superior, la webcam de Peter. En la inferior, la de Natalia.
La de Natalia estaba bien iluminada, apreciándose su imagen con suma claridad.
En la de Peter, la fisionomía del chico surgía entre penumbras. Hizo acercar su silla a la mesa del escritorio, para que saliera mejor reflejado por el zoom de la lente. Cuando se reubicó contra el respaldo de la silla, se quedó mirando hacia Natalia, sonriendo con desgana.
Natalia permaneció absorta frente a la imagen del chico. Estaba intrigada por la especie de despedida que iba a tributarle.
Vio sus brazos arremangados hasta los codos. Peter buscó algo sobre la mesa. Era un cúter. Se lo enseñó.
Tecleó algo en la pantalla.

Peter dijo (22:25):
Es muy poderoso. Hasta ahora he podido contenerme. Pero estoy ya tan debilitado por dentro que tengo que arrebatarlo de mi cuerpo.

Natalia contempló horrorizada cómo Peter se llevaba el filo del cúter hacia el antebrazo derecho, y apretando los dientes, empezó a dibujar una cruz sobre la piel.
La chica se puso a teclear, frenética.

Natalia dijo (22:27):
¡No sigas! Te VAS A HACER MUCHO DAÑO.

Peter contempló la pantalla de su monitor con el rostro medio oculto por las sombras de su habitación. Trasladó el cúter a la mano contraria y se puso a autolesionarse el antebrazo izquierdo, trazando dos o tres cruces, hasta hacer relucir la sangre por los cortes.
Natalia estaba terriblemente desconcertada por el inadmisible comportamiento de Peter.
Este hizo surgir el rostro frente a la webcam. Apretó el cúter contra las mejillas y luego sobre la frente, marcándolas con nuevas cruces.
En ese instante, Natalia se fijó que eran cruces invertidas.
El chico dejó la herramienta sobre el escritorio y pulsó las teclas del teclado, con la sangre corriéndole por la cara y las extremidades superiores.
Natalia miró su propia pantalla, sobresaltada por la actuación del joven.

Peter dijo (22:30):
La bestia ha morado en mí demasiado tiempo. No entiendo cómo he sido capaz de controlarlo sin que incidiera en mí de cara al exterior. Pero llevo muchos meses escuchando sus voces. En ellas se me insiste que soy su capricho personal. Que van a arruinar mi existencia. Que se van a divertir con mis padecimientos. Que empezarán poco a poco. Soy joven y físicamente muy resistente. No les corre prisa. Ellos que llevan milenios malditos, bien pueden esperar meses o años antes de condenarme al castigo eterno.

El rostro contorsionado de Peter se acercó por completo a la lente de la cámara. Natalia observó cómo aproximaba las manos hacia el objetivo.
Segundos después se cortó el envío de imágenes. Se había perdido la señal.
La chica abandonó su habitación gritando. Se dirigió con prontitud hacia la estancia donde estaban sus padres, implorándoles que llamaran a la policía. Tenían que acudir a casa de Peter antes de que este culminara su locura.
Mientras Natalia estaba siendo consolada por su madre, con su padre al teléfono, tratando de convencer a la policía de la necesidad de que mandaran una patrulla a la dirección donde residía Peter, en la habitación de su propia hija resurgió la imagen de Peter en la pantalla del ordenador. No estaba en la webcam del muchacho. Su rostro contrito y enloquecido estaba pegado frente a la cámara de Natalia, como si estuviera ocupando su sitio en la estancia de la muchacha. Sonreía de una manera demencial, con la punta de la lengua asomando entre los dientes.

En el chat del Messenger surgieron unas palabras:

Peter dijo (22:37):
Hazlo, perra. Mándamelos. Estoy preparado para recibirlos. Y cuando lleguen, morirán.
Y te juro que serán los primeros de una larga lista, antes de que logren sacarnos del cuerpo del muchacho…