El niño que quería jugar con Anton

               Anton Todd tenía sesenta años. Hacía poco tiempo que se había jubilado como cocinero, disponiendo ya de la totalidad de las horas que compone un día para sus propias ocupaciones. En este caso, podría ya concentrarse enteramente en su colección de libros filosóficos acumulados a lo largo de los años en los estantes de su biblioteca personal. Era soltero, y parte de la soledad la solucionaba de ese modo, en la intensa lectura, complementándola con consultas exhaustivas en el ordenador conectado a internet, actualizando los conceptos que más le fascinaban con autores más contemporáneos que los habidos en los libros.

                Durante los momentos en que se evadía de sus libros y el ordenador, apenas se relacionaba con el mundo exterior. Circunstancialmente le tocaba por obligación tener que hacer la compra, mediando saludos breves con los clientes más habituales y con el personal de la tienda. Luego caminaba una hora diaria para fortalecer los músculos de las piernas y favorecer su riego sanguíneo al pasar el resto del día casi siempre sentado. En sus paseos procuraba evitar conversaciones con los vecinos. No quería perder el tiempo con los temas intranscendentes de la vida mundana de cada cual, ni con cotilleos absurdos.
                Anton Todd paseaba su hora diaria sin saltársela, aunque hiciese mal tiempo. En una de sus caminatas, conoció a aquel niño. Tendría diez años. Era el hijo único de los vecinos que vivían una manzana más adelante  de donde lo hacía él. No conocía su nombre de pila, ni le interesaba. Cuando regresaba del paseo, en los últimos días era habitual encontrar al crío jugando en la parte delantera de su casa con una pelota de goma. El hijo de los vecinos lo miraba directamente con rostro divertido. Anton Todd pasaba de largo, decidido a llegar a su casa, pegarse una buena ducha, cenar y luego sumirse en la lectura de uno de sus libros.
                Así fueron pasando los días, hasta que en el regreso de uno de sus recorridos, el niño lo abordó sin pensárselo dos veces.
                – Hola, señor – le dijo, saliendo a la acera.
                – Um, hola.
                El muchachito le ofreció la pelota de goma con una sonrisa.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                – No, niño. No tengo ninguna gana de jugar contigo.
                Anton aceleró la marcha, y se encerró en su casa. Cuando miró por una de las ventanas frontales del salón pudo ver la figura del niño mirándole desde la cerca que rodeaba la delantera de su vivienda. Estuvo apoyada en ella un rato y luego se marchó.


                Al día siguiente, Anton coincidió con el afán de protagonismo del niño. Este le abordó con el mismo desparpajo que el día anterior, ofreciéndole la pelota.
                – Hola, señor – le dijo.
                – Déjame en paz, niño.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro.
                Eran las mismas palabras dichas ayer por el mocoso.
                Anton Todd lo miró con recelo.
                – ¿No tienes un hermano con quién jugar? ¿O algún amigo? ¿O con tus padres?
                – No entiendo – le dijo el niño. No dejaba de sonreír.
                – No te estoy hablando en chino. ¿No me dirás que tus padres te dejan a solas a ésta hora de la tarde todos los días?
                El crío continuaba sosteniendo la pelota con el anhelo de poder entregársela.
                – ¿Quiere jugar un rato conmigo a la pelota? Estoy solo y me aburro – repitió la pregunta sin alterar el tono de su voz.
                Anton Todd lo apartó de un manotazo y se refugió en su casa. Algo le hizo de cerrar la puerta bajo llave. Al entrar en el salón, descorrió la cortina de la ventana frontal y miró hacia afuera.
                El niño estaba situado frente a la cerca delantera. Permaneció unos minutos más antes de irse con la pelota en las manos, sin botarla ni siquiera una sola vez contra el suelo.

                Anton Todd estuvo decidido a pasar con rapidez por delante de la casa del niño.
                Este lo abordó con celeridad. Su misma sonrisa. Sus mismas frases.
                – ¡Niño! ¿Acaso no sabes decir otra cosa? ¡Tú y tú maldita pelota! ¡Mira lo que hago con ella!
                Se la quitó con rudeza y la lanzó contra la fachada de la casa del muchacho. La pelota rebotó y se desplazó por el porche hasta detenerse al alcanzar la hierba.
                El niño giró la cabeza, sonriendo pero sin alterar las facciones de su rostro.
                Anton Todd se marchó exasperado.
                Al llegar a casa, miró por la ventana y por fin no se encontró con la cara del niño mirándole desde el lado contrario de la cerca delantera.

                Eran las once de la noche. Anton estaba revisando unos archivos en el ordenador cuando escuchó un potente golpe contra la puerta de la entrada. Se llevó un notable sobresalto por el ruido surgido de improviso y con tanta virulencia. Luego surgió un segundo golpe a los pocos segundos del primero. Se levantó alterado. Miró por la ventana y pudo averiguar que era el niño de los vecinos quien estaba lanzando la pelota contra la puerta.
                Anton Todd se dirigió con ímpetu por el vestíbulo. Antes de abrirla, la puerta sufrió un tercer impacto. Tiró del pomo y encontró la pelota rodando hasta cerca de los pies del mocoso. Este se agachaba para recogerla de nuevo.
                Anton Todd estaba más que irritado. Encaminó sus pasos hacia el niño sin cerrar la puerta. Se situó frente a él y le arrebató la pelota de las manos. El crío sonreía igual que las veces precedentes.
                – ¿Qué estás haciendo, niño?  ¡Son las once de la noche! ¿Cómo es que tus padres te permiten estar en la calle a estas horas?
                El niño quiso recuperar la pelota, pero Anton Todd la mantuvo guardada por detrás de la espalda.
                – Despídete de la pelota.
                “Ahora mismo te acompaño a casa. Tengo que mantener una conversación seria con tus padres.
                El niño pareció comprender lo que le decía. Ambos se dirigieron hacia su casa, sin que Anton le entregara la pelota de vuelta. Lo único que sabía del matrimonio era que se apellidaban Harnett. Al plantarse frente a la puerta, Anton miró al pequeño de soslayo. Tocó el timbre con el índice de la mano libre.
                El niño mantenía la cabeza alzada, sin despegar la mirada del rostro de Anton. Sonriendo eternamente.
                Transcurrieron unos segundos. Anton insistió con el timbre, pero nadie se acercaba desde dentro para abrirles.
                – Estoy solo y me aburro – comentó repentinamente el niño.
                Empujó la puerta con ambas manos y entró en la casa.
                Anton se quedó muy extrañado por la situación.
                – Estoy solo y me aburro – repitió el mocoso. Su voz procedía ya desde el interior.
                Anton entró en la casa. Al parecer tenía que haber alguna ventana abierta, porque con la puerta principal abierta quedó establecida una fuerte corriente de aire. Esa ráfaga le disgustó con un intenso olor altamente desagradable. Anton continuó por el vestíbulo.
                – ¡Hola! ¿Los padres del niño, por favor? Tengo que comentarles algo acerca de la actitud de su hijo.
                La planta baja estaba a oscuras. En cambio, por las escaleras que llevaban al piso superior llegaba cierta iluminación que fue la encargada de orientarle. El niño estaba repitiendo la frase una y otra vez, y procedía de allí arriba.
                Anton se acercó con cuidado al inicio de la escalera. Fue subiendo los escalones apoyado en el pasamano de madera. Al llegar arriba, vio un pasillo principal con tres puertas. Dos estaban cerradas mientras la otra permanecía abierta. Desde su interior llegaba la luz.
                – ¿Niño? ¿Dónde están tus padres? – preguntó Anton.
                Se situó frente al quicio de la puerta.
                Encontró al niño sentado en una pequeña mecedora. La cama de la habitación estaba revuelta. Rodeándola había tres cadáveres en avanzado estado de putrefacción tumbados sobre el suelo. Uno llevaba puesto un vestido femenino. Junto a este se encontraba otro  y en el lado opuesto de la cama, estaba el tercero doblado sobre sí mismo, como si estuviera sentado en el suelo, con una silla tirada sobre sus rodillas. Sobre el regazo había un libro abierto de par en par y enrollado alrededor de su cuello hinchado y ennegrecido un rosario de cuentas púrpuras. El muerto llevaba además un alzacuello.
                Anton se volvió hacia el niño horrorizado. Se le escapó la pelota de la mano.
                Antes de llegar a botar, esta estaba entre los dedos de las manos del niño, quien continuaba en la mecedora con los pies colgando. Su sonrisa permanente contemplándole.
                – Estoy solo y me aburro – dijo el niño.
                “Los padres de este bastardo y el cura quisieron jugar conmigo y perdieron – continuó, modificando la entonación de la voz hasta hacerla irreconocible.
                Ahora jugaré contigo.
                   “Por cierto, Anton. ¿Qué te parece morir con sesenta años sin haberte podido arrepentir de los pecados a tiempo?
                Anton quiso salir de la habitación, pero la puerta quedó cerrada a cal y canto, con una horripilante risa prolongándose por toda la estancia.
                Antes de que pudiera gritar, la criatura que albergaba el cuerpo del niño le había derretido los labios para así poder atormentarle del mismo modo que lo había hecho con los padres y el sacerdote que habían intentado practicarle un exorcismo nada exitoso.