Ilustración Terrorífica basada en los Amigos Invisibles de la infancia…

En este caso, la ilustración y su consiguiente humor malsano es de lo más tétrico. ¿Pues qué se esperaban? Estamos en un blog donde prolifera el terror. Donde la mente del autor del mismo persigue los fantasmas que atormentaron a Poe y a Lovecraft antes de su decadencia física final como meros seres mortales…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

Vegetación viva.

Esta pequeña y humilde pieza bebe de las fuentes literarias de Lovecraft. También es un canto hacia el ecologismo, donde la naturaleza se rebela ante la nefasta influencia del ser humano en la destrucción de su propio entorno.




Todo salió mal desde el principio. Ninguno de los tres habíamos practicado el rafting más que en momentos ocasionales de ocio durante las vacaciones veraniegas y siempre bajo la supervisión de un monitor. Eso sí, estábamos correctamente equipados para el descenso por los rápidos de Sherring. Éramos jóvenes, osados, impetuosos y no reconocíamos el riesgo con relación a un peligro que fuera serio más allá de ciertas magulladuras corporales. El deporte extremo conllevaba ciertos hábitos peliagudos que se suponían podían superarse con cierta pericia y pizca de suerte eterna. Por algo se preveía que cada cual disponía de un ángel de la guarda.

Nuestra inconsciencia nos jugó una mala pasada.
Aquél descenso por un río embravecido por las recientes nevadas del pasado mes de febrero, conjuntado con diez días posteriores espléndidos de temperatura más propia de la primavera que se avecinaba, propició un escenario hermoso pero dantesco, donde a mitad de nuestro recorrido perdimos el control de nuestra embarcación y salimos despedidos de cabeza hacia el líquido espumoso del cauce del río Sherring. Así creo que se pronunciaba, pues estábamos de excursión en una zona remota de Eslovaquia, sin saber más palabra que nuestro propio idioma, el inglés. La corriente nos devoró sin piedad de ningún tipo. A pesar de la protección de nuestros cascos y nuestros chalecos salvavidas, Bob y Antoine fueron vapuleados por las rocas y las ramas recias que bajaban con el río. Yo mismo tuve infinidad de tropezones, siendo engullido por el fondo del río hasta que de modo improviso llegué arrastrado a la orilla más cercana. Estuve tendido un buen rato, sin fuerzas, jadeando, con algo de agua en los pulmones… Me dolía todo el cuerpo. Los árboles de la zona estaban apiñados, y a través de sus tupidos copos apenas se filtraban los rayos del sol. Perdí el conocimiento por intervalo de varios minutos.  Cuando me recuperé lo suficiente para primero sentarme y luego incorporarme de pie, pude apreciar que mis dos amigos estaban muertos…
Fue una imagen espantosa. Sus cadáveres no estaban en el río flotando, enganchados entre piedras y trozos de troncos flotantes. Se hallaban ensangrentados y casi desprovistos de toda ropa, colgando cabeza abajo desde sendos árboles ubicados a escasos cincuenta metros de donde yo me encontraba… La zona estaba muy sombría, pero entrecerrando los ojos se podía apreciar que los dos cuerpos estaban sujetados por los tobillos por innumerables ramas esqueléticas y retorcidas, transfiriendo una impresión blasfema de estandartes humanos decorando la entrada a una extraña fortaleza boscosa.
Entonces percibí un sonido de hojas agitándose, no mecidas por el aire, si no por un movimiento antinatural. Estaba sucediendo este hecho en cada uno de los ejemplares cercanos a mi persona. Las ramas parecían cobrar vida propia. Brazos deformes y desiguales, propios de criaturas de un mundo de pesadilla de Lovecraft. Sin saber qué hacer, me arrojé a las aguas revueltas del río y me dejé guiar curso abajo hacia donde este me quisiese llevar…


Recuperé mi conciencia cuarenta y ocho horas más tarde. Me desperté ingresado en la zona de reposo de un hospital rural de la zona. Un representante de las autoridades locales que entendía algo de inglés me comunicó la noticia que yo ya sabía de antemano. La pérdida definitiva de mis dos amigos Bob y Antoine. Oficialmente habían fallecido ahogados.
La imagen de sus cuerpos exhibidos en una postura tan denigrante, colgando de las alturas de los árboles me perseguirá toda la vida. Cuando pude abandonar el hospital, se me fue impuesta una multa por habernos internado en una zona acotada, donde no se permitía el acceso al público.
El agente me sermoneó en un inglés lamentable que era una reserva forestal protegida.
Por algún motivo,
los extraños nunca eran bienvenidos…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La leyenda urbana del matrimonio rural forzado por las circunstancias.

   Existe en los Estados Unidos una leyenda urbana no muy conocida, la cual indica que cualquier hombre o mujer de ciudad que visita alguna granja solitaria de una zona rural con escasa comunicación con el exterior, puede acabar casándose en contra de su voluntad con alguno de los miembros en estado soltero de la familia que los recibe de una manera excesivamente hospitalaria.
Para el caso, el ejemplo que se expone a continuación.
(Basado en hechos reales).                



                – Usted es hombre de ciudad, sin duda, hijo.
                – Bueno, soy de Boston, pero me pateo toda la costa Este vendiendo enciclopedias a domicilio.
                – Sacará un buen dinerito dándole a la lengua, eh, pájaro.
                – ¿Cómo dice, señor?
                – Que por su labia convencerá a un montón de tontorrones para que le firmen un contrato de compra de una enciclopedia que luego no leerá nadie.
                – Yo sólo vendo las obras a los clientes interesados en adquirirlas.
                – Por cierto, ahora que me fijo, no luce usted ningún anillo de compromiso, eh joven.
                – Estoy soltero, si.
                – Y no tendrá más de cuarenta, jolines. Bien conservados además. Porque no está ni medio gordo.
                – Digamos que ando en la treintena, si.
                “Ahora si me permiten pasar para hacerles una exposición de algunas de las obras en las cuales pudieran andar interesados.
                – Como no. Pase. Así conocerá a nuestra hija única. Se llama Roménica. Tiene veinte años y pesa ciento treinta kilos…



                (Un rato después):

                – ¡Diantres, joven! No se haga el duro. Simplemente deseamos que se convierta usted en el futuro marido de nuestra pequeña sílfide.
                – ¡Ni hablar! ¡Están todos chiflados! ¡Tanto su mujer como usted mismo! ¿Cómo pretenderán que quiera interesarme por la hipopótama de su hija?
                – ¡No se ensañe con el hermoso físico de Roménica! ¿Ve usted? Ya le ha hecho de ponerse a llorar como una magdalena. Anda, Mariee, llévatela de aquí y prepárale una tila a la chiquita, mientras termino de convencer al joven Jimmy.
                – ¡Lo que mejor podría hacer es soltarme las correas que me sujetan a esta incómoda silla de hierro!
                – Va a ser que no.
                – ¿Qué va a hacer con ese brasero encendido?
                – Voy a colocárselo debajo del asiento. Verá qué pronto le hago cambiar de opinión.
                – ¡No! ¡No lo haga! ¡Ayyy! ¡Cómo quema! ¡Malnacido! ¡Mi pobre trasero!


                
(Discurren cinco minutos de tortura medieval).

                – Bueno, Jimmy, espero que tenga algo interesante que contarle a nuestra querida Roménica.
                – Yo…
                – Recuerde que la silla puede estar disponible nuevamente al instante. Y no mire a la bola de acero de cuatro kilos que tiene encadenada al tobillo derecho. Eso no se lo quitaremos en meses o incluso años. Que los de la ciudad sois propensos a divorciaros en menos que canta un gallo.
                – Yo…
                – Siga, buen hombre.
                – Señor Tyler, quisiera pedirle la mano de su hija en matrimonio.
                – ¡Toma, ya! ¡Encantado te la entregamos mi mujer y yo! Además nos vendrá de perlas la ayuda de un varón tan joven y sano en las duras labores del campo, que yo ya me estoy haciendo viejo.
                “Ahora ya puedes arrimarte a ella y darle un beso. La boda será mañana. Mi mujer ya está en camino para avisar al reverendo Brenard.
                “Desde luego que los caminos del señor son inescrutables, muchacho. ¿Quién iba a decir hace poco menos de una hora que ibas a conocer a la hermosa Roménica cuando simplemente venías para tratar de engatusarnos una inútil enciclopedia? Ja, ja, ja.


http://www.google.com/buzz/api/button.js

La cosa del armario

Hoy es el día del Trabajo, así que este relato va dedicado a todos los verdaderos trabajadores/as que desempeñan sus labores de manera sacrificada, sin vivir del cuento como tantos listillos que pueblan el planeta. Espero que el relato no les asuste tanto como para luego tener que acogerse a la baja médica por ser víctimas de un trauma emocional supergordo, je je…

– ¡Déjalo sólo! Ya no podemos vivir con él.
– Es nuestro hijo. Es todo lo que tenemos, por Dios.
– Ya no. Esa cosa ya no forma parte de nuestra sangre.
– Le echaré de menos, Edmond.
– Estás casi tan enferma que él. Pero debemos marcharnos para siempre. Alejarnos de su lado. Cuando todo se descubra… Será su fin. Dios lo quiera. Por eso debemos irnos muy lejos. Nos va en ello nuestra propia libertad y la vida. Porque sus hechos traerán consecuencias. Y se nos marcará por ello. Somos sus padres. Lo hemos estado encubriendo. La sociedad nos odiará en la misma medida. No nos queda otra alternativa.

Todo comenzó una madrugada. Estaba espabilado. No sabía el motivo de su falta de sueño. Miraba fijamente los contornos de los objetos y de los muebles que quedaban ligeramente remarcados por la débil luz de la calle que se filtraba entre los intersticios de las láminas de la persiana veneciana de la única ventana de su dormitorio. Estaba nervioso. Se mordisqueaba las uñas sin parar. Al fondo, frente a los pies de la cama estaba el armario empotrado. La puerta corrediza estaba ligeramente entreabierta, dejando un resquicio de diez centímetros.
Entornó los párpados, apreciando cómo el hueco tendía poco a poco a extenderse, hasta que fueron surgiendo las prendas colgadas de las perchas.
Se subió la manta hasta el mentón, casi predispuesto a dejarse ocultar del todo por ella.
Frotó uno de los pies contra el tobillo del otro.
Entonces, repentinamente, la puerta del armario se cerró, haciéndole de resguardarse bajo la manta, deseando que amaneciese cuanto antes.


A la mañana siguiente se lo contó a sus padres. En el mismo desayuno.
– Hay algo en el armario ropero.
– No digas tonterías.
– Yo… Vi su aliento, como si hiciera frío ahí dentro.
– Es tu propia imaginación. ¡No te da vergüenza! ¡A estas edades!
– No pude pegar ojo.
– Déjalo, quieres. Tu madre y yo no estamos para escuchar estupideces a estas alturas de la vida.

Se sucedieron las noches, y la puerta del armario era abierta y cerrada de manera continua por el ente que en su interior se guarecía por motivos insondables.
Poco a poco fue venciendo sus temores iniciales. Se atrevió a salir de la cama, para acercarse al hueco. A través de él emergía la respiración del ser. Este, al apreciar la cercanía, no tardó en manifestarse.
– Douglas…
– ¿Qué eres? ¿Qué quieres?
– Soy tu amigo. No me temas.
– Si dices ser mi amigo, tendrías que darme menos miedo.
– Yo soy así. No pidas lo imposible, Douglas.
– Tienes muy mal aliento. ¿Por qué te ocultas entre la ropa del armario?
– Es preferible que no me veas. Mi voz es lo que menos temor inspira a los demás.
– Entonces quédate ahí escondido.
– Eso hago, Douglas. Pero necesito tu ayuda.
– ¿Qué me pides? No creo que pueda servirte de mucho.
– Estoy desfallecido. Sin fuerzas. Llevo un tiempo sin alimentarme.
– ¿Quieres que te traiga comida?
– Así es.
– Es muy tarde. Mi madre está durmiendo. No puedo despertarla para que te cocine algo.
– Me sirve cualquier tipo de sobras. Tú busca, que seguro que encontrarás algo para saciar mi apetito inmenso…
Bajó a la cocina y abrió la puerta del frigorífico. Había un plato recubierto con papel de aluminio. Regresó a su dormitorio, frente al hueco practicado en la puerta del armario ropero.
– No hay gran cosa. Simples albóndigas. Están frías. Si quieres, te las caliento un poco.
– No hace falte que lo hagas, Douglas.
El ente del armario alargó una zarpa monstruosa perlada de granos purulentos y recorrida por venas abultadas, recogió el plato y se dispuso al instante a ingerir las albóndigas.
Fue la primera cena que le facilitó. Luego seguirían muchas más.

Transcurrieron varias noches, de las cuales, casi siempre se hallaba en vela, tratando de cumplir con los deseos del ser que habitaba en su armario de la ropa.
En una de ellas, aquella cosa le dijo:
– Douglas. Ya estoy recuperando la energía perdida.
– Me alegro.
– A partir de ahora, necesito que me traigas cosas más sustanciales. Más nutritivas para mi organismo.
– No te entiendo.
– Necesito comida fresca. Y sin hacer. Carne cruda.
– No tenemos eso en el frigorífico. Tal vez cuando vayamos a la carnicería, pueda convencer a mis padres para que compren algún filete de buen tamaño.
– No, Douglas. Yo preciso ya algo más que un simple filete. La ternera entera es lo que quiero.

Al día siguiente, encontró un perro callejero. Lo estuvo siguiendo prudentemente, hasta tenerlo acorralado en un callejón sin salida. Utilizó la carabina de aire comprimido para lastimarlo. En cuanto lo tuvo medio tendido entre dos cubos de la basura, lamiéndose las heridas, lo remató con un ladrillo en la cabeza…

Aquella madrugada, la puerta del armario estaba abierta medio metro. El animal fue devorado en menos de media hora, quedando de él las vísceras y los huesos. Los ojos oblicuos ocultos entre las penumbras estaban irritados por la clase de cena que le había traído. Alargó la garra, cogiéndole firmemente por el cuello.
Notó la fetidez de su aliento.
– Esto no lo repitas. Es pura carroña. Lo que yo necesito es carne de primera categoría. Si para la siguiente noche no me consigues algo mucho más selecto, puede que te considere a ti como mi cena.
La voz gangosa era amenazante de veras. No bromeaba.
– Ahora llévate estos restos. No los quiero en mi estancia.
Diciendo esto, le arrojó las entrañas y los demás restos del animal.

Tenía mucha prisa, por eso le molestó que su padre le llamara la atención cuando iba a salir a la calle.
– ¡Eh! ¿A qué viene tanta prisa? ¿Y a dónde crees que vas? Puede que tengas deberes que hacer en la casa. Tu madre está fatigada por el turno de noche de esta semana y…
– Imposible. Voy a casa de los Tennant. Estoy esta tarde de canguro de su hijo Ricky.
– Vale. Si eso implica que vas a traer algo de dinero para la maltrecha economía familiar, te felicito.
– Casi lo hago gratis. Es algo que me urge.
– No te entiendo.
– Da igual que lo entiendas o no. El caso es que tengo que estar ahí ahora mismo.
– ¿Qué pinta esa bolsa de deporte que llevas?
– Llevo bastantes juguetes míos para entretener al crío.

Los vocablos del ente brotaban de sus labios entremezclados con los fluidos y los mordiscos que infería a una de las extremidades del pequeño niño que él le había traído esa noche.
– Exquisito. Además está tan tierno. Rico. Ricoooo…
– Deseo que sea la suficiente carne como para que te repongas del todo y te marches de una vez de mi vida.
La criatura dejó de comer por un breve momento. Las ascuas infernales le consumieron con su penetrante mirada. Emitió una carcajada demencial.
– Ya te haré saber cuando esté completamente recuperado, en plena plenitud física. Hasta entonces, tendrás que contentarme todas las noches que sigan a la actual con carne tan sublime.
“Porque, acuérdate, puedo acabar contigo en un santiamén. Merendarte en tres bocados…

En las siguientes noches, desaparecieron más niños. El pánico se adueñó de los habitantes de la zona. Se establecieron patrullas diarias y de noche para intentar dar con el secuestrador. Se impedía que los más pequeños jugaran en las calles. Solo podían hacerlo en el colegio y en sus casas, siempre acompañados por personas mayores de confianza, aparte de los padres y los propios familiares.
Así que tuvo que cambiar de planes.
Decidió seleccionar a gente adulta. La carne sería más dura, pero igual de nutritiva.

Una madrugada, su padre fue desvelado a gritos por su propia esposa. Lo zarandeó en la cama, con fuerza, instándole a que la acompañara al dormitorio de su hijo. Estaba histérica. Fuera de sí.
– ¡Demonios de mujer! ¿A qué viene esta pérdida de papeles?
– ¡Nuestro hijo! ¡NUESTRO HIJO, DIOS MÍO!
– ¿Qué le pasa al muy infeliz?
Ella no pudo contestarle, pues se desmayó en sus brazos. La tuvo que acomodar sobre el lecho. Alterado, fue en pos de su hijo. Al acercarse al dormitorio, encontró la puerta cerrada. Quiso abrirla, pero estaba asegurada por dentro. Sus pies descalzos notaron la viscosidad de un líquido rojizo que se esparcía por el suelo del pasillo, partiendo de la entrada por la cocina, hasta derivar hacia el quicio del cuarto de su hijo.
Escuchaba unos sonidos muy extraños al otro lado. Con el añadido de una voz que parecía pertenecer a otra persona.
– ¿Qué significa todo esto? Hijo. Abre la condenada puerta. No sé lo que has hecho, pero no es nada bueno.
Ante la negativa, se apartó un poco y cogiendo impulso, arremetió contra la puerta con el hombro derecho. Esta cedió con cierta facilidad, y ante su terrible incomprensión, vio a su hijo sentado al lado del armario. Estaba desnudo, bañado en sangre, rodeado de los restos de una persona mayor troceada. Soportaba entre las manos una porción de pierna que comprendía el pie hasta la parte anterior a la rodilla, y con afán de caníbal, abría y cerraba las mandíbulas, arrancando porciones de la pantorrilla, masticando con deleite.
En cuanto vio irrumpir a su padre, se detuvo un segundo, observándole con los ojos desorbitados, propios de una persona trastornada. No le dijo nada. Al poco continuó devorando el cadáver fresco.
Su padre vomitó al ver la cabeza del hombre plantado encima de la cama de su hijo.
Inmediatamente abandonó la estancia, yendo a por su mujer.
Hizo lo posible por hacerla recuperar la conciencia. La llevó a la ducha, y con agua fría consiguió que volviese en sí. Ella se le quedó mirando acongojada. Rompió a llorar sobre su hombro.
– Nuestro hijo. Ha perdido la cabeza.
– El muy miserable. Tenemos que marcharnos, Mónica. He visto las calaveras asomando desde el interior del armario de la ropa. Eran pequeñas.
– ¡Los niños desaparecidos de la comarca!
– Vamos. Sécate y vístete. Cojamos lo más imprescindible. Tenemos que escapar de su locura.
– ¿Cómo ha podido ser? Con lo que le queremos.
Su esposo se enfureció con ella. La abofeteó con fuerza en la mejilla derecha para hacerle volver a la realidad.
– Somos responsables en parte de esta horrible tragedia, Mónica. Durante 38 años. Nuestro hijo ha estado toda su vida matando animales. Destripándolos. Lo sabes muy bien. La de veces que hemos tenido que enterrar los restos en el jardín, y de limpiar a fondo las dependencias de la casa. Pero ahora ha cruzado el umbral. Ahora es un psicópata. Un criminal. Ha asesinado a niños. Y a una persona mayor. Cuando todo esto se descubra, nuestra estirpe será maldita.
“Por eso sólo nos queda huir.
“Olvidar que hemos tenido alguna vez un hijo…


http://www.google.com/buzz/api/button.js

El extravío de Rufo Ventosino

Capítulo 1. EL RESPALDO FAMILIAR.

…la inconsistencia de su tierna razón se enrevesó al igual que el hilacho de un zurcido desmañado en los cuatro orificios de uno de los botones de su abrigo de invierno. A pesar de que apreciase el apoyo incondicional afectivo y moral que su madre le dispensaba, tomándole con firmeza de la mano derecha mientras recorrían uno de los pasillos correspondientes a la sección docente de la escuela primaria, el muchacho estaba capacitado sensorialmente para entrever a CAMALEÓN en todas partes y en las posturas más inverosímiles posibles:
– encaramado en lo alto de las taquillas
– saciando su sed insaciable de la boca del grifillo de un dispensador de agua
– apoyado de espaldas contra una de las paredes en plan matón, mascando chicle y formando infinidad de globitos sanguinolentos, que relucían al ámbito de la luz racial de los tubos fluorescentes del techo
– y ante todo, custodiando cada una de las entradas a los váteres…
– ¡Mamá…! ¡Carajo! CAMALEÓN puede entrar aquí también – se volvió hacia su madre, con el rostro estremecido de miedo como si se estuvieran adentrando en una cámara de los horrores.
Ella lo miró con el cariño comprensivo de las mamás, y tirando de su mano blandengue para que prosiguiera caminando por el corredor, lo condujo ante la puerta del aula 3ºA. Antes de animarle a entrar, quiso tranquilizarle con unas palabras de aliento:
– Tranquilito, campeón del Pokemon. Basta con que lo domines con la cabeza. Igualito que lo haces de bien en casa. No es más que un producto de tu propia imaginación. Dile claramente que no vive aquí, que este colegio en concreto no entra dentro de sus dominios, y se desvanecerá.
– Pero es muy insistente, mamá… Y aquí le estoy viendo… “diferente”. Parece más fuerte.
Da miedo de verdad.
Y mientras decía esto a su madre, CAMALEÓN se encargaba de corroborarlo todo con una inclinación malévola del ala de su sombrerajo de fieltro, sonriendo con cumplida animadversión…

Capítulo 2. LA RÉPLICA EXACTA.

Rufo se medio enderezó sobre su pupitre de madera de enebro sin barnizar, alzando la palma derecha, atrayendo de ese modo la discreta atención de la señora Morales. La profesora de matemáticas se detuvo de lleno en el dictado monocorde del enunciado de un problema que afectaba a un número indeterminado de kilogramos de manzanas reinetas. Se retrepó por encima de su escritorio, en un símil de comportamiento animal a cómo lo haría un quelonio de agua dulce que se retrepase orgullosamente a lo largo y ancho de la raíz exterior de un sauce llorón para tostarse al sol. Lo miró con desdén, sumamente descontenta por la inoportuna interrupción.
– Ya me dirás, Ventosino de la Garriga.
Rufo se sentía morir de vergüenza propia, con los compañeros de clase observándole de sonrientes como un corrillo de nutrias curiosonas. Se ruborizó, resguardando las manos en los fondillos de los bolsillos de los pantalones.
– Al parecer, las necesidades fisiológicas imperan, ¿verdad, Ventosino de la Garriga?
– Sí, “seño”.
– Pues a qué espera. Vaya a los aseos de una santa vez.
– Sí, “seño”.

Rufo estuvo vagando por los pasillos abandonados cercanos a su clase, buscando frenéticamente los servicios de los chicos. Salía de un recodo ciego y se adentraba en otro corredor interminable.
Las puertas de cristal esmerilado de las clases de sexto y séptimo grado.
Una puerta de madera descolorida por aquí, que no conducía a ninguna parte que le fuese esencial.
Otra de doble hoja, destinada al vestuario deportivo.
Al final de un tramo transversal a las escaleras que conducían a la planta superior se alineaban tres puertas seguidas, una al lado de la otra, como si fuesen los guardianes celosos e inexpresivos del palacio de Buckingham, pertenecientes al comedor y su respectiva cocina. Pero la puerta correspondiente al dichoso retrete de marras se mostraba la mar de esquiva. Y sin duda que había un único culpable. Y de pensar en
ÉL,
se le heló la hemoglobina en las venas.
“Respira hondo, chaval. CAMALEÓN no existe. NO PUEDE EXISTIR.”
“Y un cuerno de toro.”
“Está bien. Digamos que existe. En tal caso tienes que plantarle cara. Bastar de mojar la
cama. Este colegio sólo te acepta a ti. Para nada quiere tener a un fantasmita de
pacotilla entre sus alumnos.”
“Vaaale… Lo que tú digas.”
– Fantasma. No te tengo miedo. No me asustas nada – se dijo en voz alta, hasta gallear un poco.
Sus pasos firmes resonaron por los aledaños de la enfermería.
“Cerca de aquí tiene que haber un cuarto de baño. Esta zona no te pertenece CAMALEÓN.
Aquí no hay NIÑOS.”
(excepto yo, claro)
Estando en el ecuador de otro pasillo alternativo, escuchó la terrible risa recia y prominente materializándose en el mundo de los vivos. No muy lejos de donde se encontraba, quedó proyectada la sombra alargada y distorsionada de la entidad diabólica, que supuestamente existía simplemente en las entrañas de su mente infantil.
– Te estás meando encima, ¿eh, Ventosino? – siseó una voz del todo pérfida, disimulada entre las macetas ornamentales de dos palmeras en miniatura. – Y nadie va a acudir en tu ayuda…
“Nadie. Pero que absolutamente nadieeee…
“Y por lo tanto, tu linda vejiga de mocosete va a reventar con la sonoridad de uno de mis globitos de chicle. Alargaré la garra de uno de mis dedos engurruñados, y te la PINCHARÉ. Y hará ¡plof!
– ¡NO!
Se volvió pero no encontró a nadie. Los jadeos acelerados de Rufo ocuparon el lugar dejado por la respiración cadavérica de la vil criatura.
– Existo, Rufinete, vaya si existooo…
– ¡Ni hablar! No eres una cosa que se puede tocar y oler- se rebeló Rufo.- Así que no te temo nada.
Se olvidó de la voz maliciosa y continuó con la búsqueda de un cuarto de baño que habría de aliviarle de lo lindo.

Media hora más tarde, la “seño” Morales dio por concluída su emblemática clase de matemáticas. Anotó la ausencia descarada del alumno Rufo Ventosino de la Garriga en la hoja color sepia del parte de incidencias del día, y saliendo de forma precipitada del aula, se refugió en la sala de profesores, contigua al despacho del Director.
Precisamente encontró al Director Fernández Hinojosa tomándose un café cortado, a la vez que leía con sumo interés la primera plana de la gacetilla escolar editado por la propia institución académica, sentado encima del borde de una de las mesas metálicas del profesorado. La maestra lo abordó sin disimular su malhumor.
– Esto que acaba de ocurrirme es inaceptable, señor Fernández.
– ¿Qué sucede, profesora Morales? – se interesó, dejando la gacetilla a un lado.
– Un alumno. Ha aprovechado la supuesta necesidad de ir al baño para evitar la clase, estableciendo de esta manera un agravio comparativo con respecto a sus compañeros.
– No me diga que ha decidido evadirse de nuestra “disciplina”, para entrar en otra más rígida y de orden castrense como lo es la “mili”. Menudo muchachillo más precoz.
– Venga señor Director, que ya se me entiende.
– Con que el diablillo ha hecho novillos, ¿eh?
– Vaya si se ha apuntado a la tendencia de la vagancia, el muy granuja.
El Director Fernández adoptó una postura vertical, erguido como una lámpara de art decó.
– A ver, dígame cómo se hace llamar ese pillastre.
– Ventosino. Rufo Ventosino de la Garriga. No si ya de nombre le viene el dislate – la “seño” Morales se lo soltó todo con la premura delatora del confidente de un policía de métodos pocos ortodoxos.
El señor Fernández se acercó a un archivador y extrajo el cajón correspondiente al curso 3ªA.
Hojeó entre sus fichas.
– Ventosino. Ventosino de la Garriga… Ah, aquí le tenemos.
Extrajo la ficha del referido alumno, trasladándose con ella hacia la única mesa funcional de la sala que disponía de un supletorio con conexión externa.
– Voy a comunicar la jugarreta del mocete a sus progenitores ahora mismo. Aunque lo más probable es que expresen su desconocimiento del asunto en cuestión.
Marcó el número doméstico de la familia Ventosino.
– Si no se hallan en casa, habrá que posponerlo, para insistir más tarde. ¿Se ocuparía usted de ello? Luego estaré sumamente ocupado con la delegación canadiense integrada en el proceso de intercambio académico de alumnos con el colegio “Francoise Lafayette”, de Ontario, y que en este caso compete a la muchachada de sexto grado.
– Sí, sí. Cómo no.
El Director se mantuvo tieso en su porte, esperando que alguien descolgara el receptor al otro lado del hilo telefónico. El tono de espera se hacía tan dilatado en el tiempo, que estuvo en un tris de colgar. Entonces…
– Esto… Perdone. ¿Es usted la madre de Rufo Ventosino de la Garriga, verdad?
Miró con complicidad a la profesora Morales.
– Verá, señora Ventosino, lamento llamarla para ponerle en el triste conocimiento de la falta de asistencia de su hijo a la clase de matemáticas.
– De hecho ASISTIÓ – se inmiscuyó la maestra. – Dígales que asistió, pero que a mitad de clase emprendió las de Villadiego.
El Director le hizo señas con la mano libre, advirtiéndola que ya había reparado en el detalle.
– Su hijo Rufo aprovechó el permiso concedido por la profesora para ir al excusado, y desde ese mismo instante no se tiene una referencia clara de su paradero.
Por el micrófono del auricular le llegó un suspiro enternecedor.
“…”
– Sí, señora. Según nos atengamos a la declaración creíble de la profesora Morales, Rufo expresó de viva voz su necesidad perentoria de ir a los lavabos.
Una sucesión de suspiros y susurros aclaratorios.
“…”
– Ah, no. Terrible.
La maestra no tardó demasiado en percatarse en el impacto emocional que estaban causando las justificaciones maternales del comportamiento del niño rebelde en la personalidad de su superior, que hasta dicha fecha del calendario habíase mostrado como un dechado de serenidad imperturbable.
Los bisbeos de la madre de Rufo continuaban buscando amparo y consideración en el sentido auditivo del Director.
“…”
Los ojos de Fernández se encendieron como ascuas vivas en la fogata de una acampada.
– ¿Y me asegura al completo que lo… “domina”? Ya. Comprendo. Sí.
” No, no hay ningún problema. Afortunadamente no hemos requerido la destreza de la policía local. Comprendo la situación. Y más en concreto, la asumiremos de aquí en adelante. Baste que le diga por añadidura que lo haré constar en su expediente. De acuerdo, señora Ventosino… Lamento haberla alarmado sin ningún motivo fundado.
” Adiós, señora. Que Dios vele por sus intereses, tanto de usted, como del chico.
El señor Fernández colgó el receptor en la horquilla. Se quedó mirando veladamente la ficha de Rufo Ventosino.
– ¿y bien…? – se interesó la maestra, irritada por haber quedado relegada al ostracismo.
El venerable hombre parecía estar asistiendo a una sesión subliminal de hipnosis terapéutica hasta que reparó en la presencia de la docente.
– Dígame.
– Estoy dispuesta a olvidarme del salario de media jornada de clases lectivas a cambio de conocer el paradero del niñato.
– El señor Rufo Ventosino está virtualmente… “extraviado”.
– ¿Cómo dice usted?
Iba a desentrañar el misterio en ese mismo momento, cuando irrumpió la profesora de educación física, la señorita Berta Henares. Entró completamente excitada:
– ¡Señor Director! Hay un chiquillo…
” Hay un niño realizando sus necesidades en el cuartucho destinado al mantenimiento de las instalaciones deportivas.
– RUFO VENTOSINO…Ahí te quiero ver – musitó en la nada, antes de volverse de cara hacia la profesora Morales. – Ahí lo tiene, mi estimada profesora. No ha hecho novillos de ninguna clase. Simplemente ha estado gran parte de la mañana buscando los urinarios, y al no encontrarlos, como era de suponer en su situación, ha evacuado sus… “cosillas” en el primer cuarto asequible que ha encontrado.
La profesora no podía salir de su particular e intransferible asombro, en tanto la señorita Henares se sentía ajena a la conversación. La primera retornaría a la carga:
– Pero… Entonces ese mocoso está corto de entendederas. Si el cuarto de baño más cercano está justo enfrente de su propia clase.
El Director frunció el ceño, agitando la ficha del alumno.
– NO ESTÁ MAL – se obstinó con mal talante. – Tan sólo tiene miedo a no poder LOCALIZARLO.
” Acuérdese de los fantasmas de su propia infancia. Sí, sí, anímese a retroceder unos años en su vida, en este caso cuarenta o cincuenta. Los tenebrosos vericuetos de la fecunda imaginación infantil acostumbran a jugar malas pasadas. Infunden… MIEDO. Y esa impronta angustiosa le hace en este caso al alumno Rufo Ventosino revivir una pesadilla diurna, real y constante en la duración: nunca dará con la existencia de los servicios de caballeros porque una entidad invisible a los ojos de los demás se lo impide, empleando para ello todo tipo de artimañas ignominiosas.
Fernández estaba defendiendo con tanto ardor y empeño al alumno Ventosino, que la ficha del chaval sostenida con exacta precisión entre los dedos de las manos estuvo a punto de fragmentarse por la mitad en un sesgo sonoro de papel desgarrado. La “seño” Morales posó una mano caritativa y comprensiva sobre el antebrazo del Director, contemplando de lleno como el rostro del hombre quedaba ahora bañado de un sudor frío, casi febril.
– Esa insensatez se lo ha dicho su madre, que estará locuela – asumió la mujer, desilusionada.
– En efecto.
– ¿Y aprueba tamaño comportamiento?
El Director señaló con la diestra hacia la puerta que comunicaba directamente con su despacho privado. Estaba medio entornada hacia adentro. Se acercó y la abrió del todo. Miró hacia su mesa de baquelita. Debajo de la mesa se escondía entre las sombras algo de naturaleza metálica, de cuya parte superior sobresalía un agarradero manual en forma de estribo ahuecado.
– ¿Atisban a ver ese orinal de allí? – se ofuscó al revelar la horma de sus pesares con las dos mujeres flanqueando el quicio de la entrada. – Lo llevo haciendo de este modo tan indecoroso desde el cuarenta y uno. Mi ancestral “amigo invisible” prosigue empeñado en gestarme la misma y ordinaria broma de siempre, orquestando toda clase de trucos ópticos, consiguiendo ponerme en más de una ocasión en un bochornoso y humillante brete cuando circulo por los lugares públicos.
” Por eso me identifico plenamente con los padecimientos emocionales de Rufo Ventosino.
Cuando desplazó la vista inestable y vidriosa hacia la fisonomía de las dos mujeres, observó a PESADETE balanceándose en vilo cual chimpancé de la lámpara de diseño vanguardista que pendía del techo ubicado justo en medio del espacio establecido entre el buró y la puerta de acceso. El diablillo impertinente semientornó los párpados violáceos, riendo por lo bajini, exhalando la fetidez de su respiración por las fosas nasales.
– “Miguelete” Fernández… MIGUELETE FERNÁNDEZ…- se regodeaba PESADETE en un sonsonete desesperante.
Antes de que el Director pudiese cerrar los ojos para no verle más por el momento, la sonrisa desquiciada enfatizada en la brillantez demencial de su dentadura insanamente anormal, en donde cada pieza dentaria asemejábase a una media luna de filo inferior cortante, le marcaría profundamente en su ser mancillado y doblegado por el marchito pasar de los años como el hierro al rojo vivo que marcaba el destino fatídico de un ternero criado para el mero deleite del consumo humano.

Menuda picadura de mosquito

Fue terrible. Estaba sentado en el parque con la espalda apoyada contra la corteza del tronco de un roble, dispuesto a darle un mordisco a su emparedado de salami, cuando un molesto mosquito de abdomen alargado y alas finas se aposentó en su brazo derecho. Antes de que tuviera tiempo de poder reaccionar, la trompa del insecto perforó su piel con la suficiente rapidez como para succionarle su ración diaria de sangre humana.
Tom soltó un grito de mala uva. Espantó al mosquito con la otra mano, dejando escapar el sándwich sobre las briznas de hierba del suelo. Demonio. Le había dado un buen picotazo. A los pocos segundos le picaba tanto que no tuvo más remedio que aliviarse rascándose la zona afectada con las uñas.
– Maldito insecto – gruñó Tom, muy contrariado.
Se puso de pie al instante, y sin dejar de arrascarse el brazo, decidió acudir a la enfermería del instituto para que le desinfectaran la herida con algo de alcohol.
Conforme avanzaba paso a paso, el brazo se le iba hinchando más y más.
– ¡Dios mío! ¿Habéis visto eso? – escuchó como una estudiante se refería a su brazo inflamado al pasar al lado de un grupo de compañeras de curso.
Tom dejó de estar alterado. Ahora estaba cada vez más sumamente nervioso. Al llegar ante la enfermera Jones, su brazo parecía más la trompa de un elefante hindú. Su grosor era el doble de lo normal.
– Jesús, Tom. ¿Qué le ha pasado a tu brazo? – preguntó la enfermera, preocupada.
– ¿Y yo qué se? Me ha picado un mosquito hace menos de cinco minutos.
– Tiene… Tiene muy mala pinta.
La realidad es que empezaba incluso a oler mal.
En ese instante entró el profesor de lengua hispana. Vio el miembro superior derecho del estudiante y dictaminó la suerte del mismo:
– Hay que llevarle de inmediato a Urgencias. Ese brazo está gangrenado. Si no lo trasladamos al instante, puede que lo pierda.
Tom, nada más escuchar aquella afirmación negativa del profesor Harold, perdió el conocimiento.

– Despierta, Tom. La anestesia sólo era parcial. No era para haberse dormido a pata suelta – le llegó la voz de un hombre embutido en una bata blanca médica.
Tom agitó la cabeza de lado a lado.
– ¡NO! Quiero seguir teniendo mi brazo. Por favor, no me lo corten. Si hace falta, viviré con el mal olor que desprende, pero no me quiero quedar sin él – suplicó Tom.
El médico se retiró la mascarilla de la boca.
Miró a Tom con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿De qué hablas, muchacho? Aparte de quedarte dormido mientras te dormía el nervio de la muela del juicio, has tenido una especie de pesadilla.
– ¿Cómo dice?
– Que estás conmigo. Soy tu dentista. No un cirujano.
Tom se vio echado sobre la silla del dentista. Se llevó la mano derecha sobre la sien. Su brazo estaba normal.
– Menudo sueño más malo que he tenido – se sinceró, ahora ligeramente abochornado.
– No te preocupes. Eso si, más vale que cuides mejor tu dentadura de ahora en adelante. Que con más facturas de este tipo, a tus padres les va a entrar otro tipo de susto, y este será financiero.
Tom se pellizcó la carne de su brazo derecho. Se alegraba de verlo en tan buen estado.