Menuda picadura de mosquito

Fue terrible. Estaba sentado en el parque con la espalda apoyada contra la corteza del tronco de un roble, dispuesto a darle un mordisco a su emparedado de salami, cuando un molesto mosquito de abdomen alargado y alas finas se aposentó en su brazo derecho. Antes de que tuviera tiempo de poder reaccionar, la trompa del insecto perforó su piel con la suficiente rapidez como para succionarle su ración diaria de sangre humana.
Tom soltó un grito de mala uva. Espantó al mosquito con la otra mano, dejando escapar el sándwich sobre las briznas de hierba del suelo. Demonio. Le había dado un buen picotazo. A los pocos segundos le picaba tanto que no tuvo más remedio que aliviarse rascándose la zona afectada con las uñas.
– Maldito insecto – gruñó Tom, muy contrariado.
Se puso de pie al instante, y sin dejar de arrascarse el brazo, decidió acudir a la enfermería del instituto para que le desinfectaran la herida con algo de alcohol.
Conforme avanzaba paso a paso, el brazo se le iba hinchando más y más.
– ¡Dios mío! ¿Habéis visto eso? – escuchó como una estudiante se refería a su brazo inflamado al pasar al lado de un grupo de compañeras de curso.
Tom dejó de estar alterado. Ahora estaba cada vez más sumamente nervioso. Al llegar ante la enfermera Jones, su brazo parecía más la trompa de un elefante hindú. Su grosor era el doble de lo normal.
– Jesús, Tom. ¿Qué le ha pasado a tu brazo? – preguntó la enfermera, preocupada.
– ¿Y yo qué se? Me ha picado un mosquito hace menos de cinco minutos.
– Tiene… Tiene muy mala pinta.
La realidad es que empezaba incluso a oler mal.
En ese instante entró el profesor de lengua hispana. Vio el miembro superior derecho del estudiante y dictaminó la suerte del mismo:
– Hay que llevarle de inmediato a Urgencias. Ese brazo está gangrenado. Si no lo trasladamos al instante, puede que lo pierda.
Tom, nada más escuchar aquella afirmación negativa del profesor Harold, perdió el conocimiento.

– Despierta, Tom. La anestesia sólo era parcial. No era para haberse dormido a pata suelta – le llegó la voz de un hombre embutido en una bata blanca médica.
Tom agitó la cabeza de lado a lado.
– ¡NO! Quiero seguir teniendo mi brazo. Por favor, no me lo corten. Si hace falta, viviré con el mal olor que desprende, pero no me quiero quedar sin él – suplicó Tom.
El médico se retiró la mascarilla de la boca.
Miró a Tom con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿De qué hablas, muchacho? Aparte de quedarte dormido mientras te dormía el nervio de la muela del juicio, has tenido una especie de pesadilla.
– ¿Cómo dice?
– Que estás conmigo. Soy tu dentista. No un cirujano.
Tom se vio echado sobre la silla del dentista. Se llevó la mano derecha sobre la sien. Su brazo estaba normal.
– Menudo sueño más malo que he tenido – se sinceró, ahora ligeramente abochornado.
– No te preocupes. Eso si, más vale que cuides mejor tu dentadura de ahora en adelante. Que con más facturas de este tipo, a tus padres les va a entrar otro tipo de susto, y este será financiero.
Tom se pellizcó la carne de su brazo derecho. Se alegraba de verlo en tan buen estado.

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