Justicia para Emilia

Dejo el siguiente relato para la propia reflexión de mis lectores…

Diez años pueden ser un largo intervalo en el período vital del ser humano. Tanto en un sentido u otro. Una persona encerrada puede considerarlo eterno, con una sexta o séptima parte de su vida postergada al olvido detrás de unos barrotes en la estrechez de su celda.
A la víctima, o familiares de ésta, se le puede antojar el tiempo del condenado como relativamente corto con respecto al daño por este infligido, a su vez prolongando de manera infinita el sufrimiento y el dolor del duelo.
Llegada la fecha y la hora del final de la pena, con la puesta en libertad del sujeto, surge la impotencia y la controversia. Resurge la rabia contenida. Las lágrimas. El odio hacia la justicia. Se considera que cualquiera puede cometer una tropelía, y por muy bárbara que esta resulte, jamás el castigo será proporcionado con el daño ocasionado.
En este país no hay pena capital.
Y no existe la cadena perpetua como tal debiera entenderse.
Entonces…

Se llamaba Eduardo Fierro Santos. Tenía cuarenta años recién cumplidos. Acababa de cumplir condena por homicidio en primer grado. Lo había planificado con semanas de antelación para abordar a la víctima, acechándola hasta conseguir atacarla con fines deshonestos. Al ver su resistencia, la estranguló con sus propias manos hasta acabar con su vida. A las cinco horas el cadáver fue descubierto. Y a la semana, las pruebas de ADN condujeron hasta la pista del asesino. Constaba de antecedentes penales por un intento de agresión sexual cuando estudiaba en la universidad de la ciudad en sus años mozos. Confesó y fue condenado a quince años, con reducción por buena conducta y la realización de actividades en la prisión. Ahora empezaba una nueva vida. Se le consideraba una persona relativamente controlada. No poseía impulsos obsesivos que implicaran una tercera recaída. Simplemente la primera vez, cuando era universitario, en una noche de juerga, intentó propasarse. En la segunda ocasión estaba deseando intimar afectivamente con la víctima. Al no conseguir su atención, decidió ir más allá. Ahora estaba arrepentido de su arrebato. Constantemente había afirmado que se sentía debilitado por los remordimientos. Y sus dedos, cuánto hubiera dado por retroceder en el tiempo y aflojar la presión de los mismos alrededor de la garganta de la muchacha…

Eran las once de la mañana. El sol estaba remontando el horizonte. Hacía una temperatura agradable. Eduardo abandonó la prisión con su mochila, donde llevaba sus pocas pertenencias. Llevaba algo de dinero, la dirección de un albergue donde podría residir los próximos quince días mientras encontrara un sitio donde alojarse y el teléfono de una empresa de reparto de publicidad donde empezaría a trabajar con una nómina de quinientos euros mensuales.
Apenas llevaba recorridos cien metros desde la cárcel, cuando vio un grupo de personas reunidas. Portaban una pancarta donde ponía “Justicia para Emilia”.
Enseguida reconoció los rostros circunspectos por la indignación y el resentimiento. Había unos cuantos policías nacionales controlando el grupo.
Curiosamente, nadie ofrecía cobertura al propio Eduardo. Era indudable que aquella tensión duraría el instante en que Eduardo tomara el taxi y se marchara de la zona. La parada estaba al otro lado de la calle.
Estaba incómodo por los gritos y las imprecaciones vertidas sobre su persona, así que aceleró el paso, pasando por el cruce de peatones. Justo en ese instante vio llegar un taxi. Parecía acercarse a la parada.
Eduardo apreció que llevaba una velocidad excesiva. El taxi enfiló su figura y sin darle tiempo a retirarse de la trayectoria, lo atropelló, lanzándolo dos metros sobre el asfalto.
Eduardo sintió un dolor intenso

… en la misma medida que el dolor de los familiares de Emilia en el momento de saber su trágico desenlace final…

Trató de incorporarse con el apoyo sobre las palmas de las manos.
A treinta metros se aproximaban corriendo los miembros de la dotación de la policía.
Pero el vehículo llevaba todas las de ganar, y dirigiéndose nuevamente hacia el cuerpo tendido de Eduardo, hizo pasar las cuatro ruedas sobre el mismo, reventándolo.
Su muerte representó unos segundos de satisfacción entre los familiares de Emilia.
Y también en la persona del chófer del taxi, quien al ser detenido, fue identificado como el padre de la infausta chica, asesinada hace más de diez años atrás por el propio Eduardo Fierro Santos.

Locura urbana

Bueno. A veces no siempre el terror tiene que proceder de sitios oscuros, remotos y tenebrosos. En una ciudad cualquiera, a plena luz del día, quien padece una persecución puede verse sumergido en el mayor de los horrores. Y más viendo que nadie le presta atención, peligrando con ello su seguridad física, o inclusive… la vida.

Todo comenzó de la forma más absurda. Aston Nash estaba realizando footing por las calles de la ciudad donde residía. Era en pleno verano. La hora, las once de la mañana. La temperatura era llevadera. El día laboral, así que había mucha gente andando por las aceras y un tráfico destacado por las vías públicas. Enfundado en su camiseta de manga corta y su pantalón corto, se esforzaba por mantener su buen ritmo. Tenía treinta años y se cuidaba. Con frecuencia participaba en carreras de fondo urbanas. En ese instante estaba mediado su recorrido. Todo transcurría con normalidad. Fue abordando el centro de la ciudad, hasta detenerse en un paso de cebra con semáforo para el cruce de los peatones. Estaba en plena avenida. El tráfico fue pasando, hasta que les llegó la hora de tener que detenerse ante la luz roja. Cuando estaba seguro para cruzar por las rayas pintadas sobre el asfalto, un vehículo de segunda mano, de carrocería gris y carente del distintivo de la marca del fabricante del mismo, se pasó el semáforo, invadió el paso de peatones, estando a punto de llevárselo por delante. A los pocos metros, se tuvo que detener en la curva de la siguiente intersección. Aston, enfadado por la brusca maniobra del conductor del coche, se acercó a la parte trasera del mismo y con fuerza golpeó la luna trasera con la palma de la mano abierta, para acto seguido reanudar su marcha, cruzando la calle, antes de que se le pusiera rojo el semáforo de peatones.
Por instinto, al alcanzar la acera, giró la cabeza, queriendo observar el coche. Cuál fue su sorpresa al ver que el conductor había maniobrado con presteza, dando la vuelta en la rotonda de la intersección, deteniéndose a cinco metros escasos de donde él se encontraba. Lo vio abrir la puerta para salir. Llevaba gafas de sol.
– ¡Eh! ¡Tú! ¡Hijo de puta! ¡La llevas clara! – le gritó en tono amenazante.
Aston se sintió ciertamente perturbado por la agresividad del energúmeno, y echó a correr con todas las fuerzas que podía imprimir a sus piernas. Sin mirar atrás, avanzó por varias calles. En su fuero interno, se imaginaba que aquel maleducado habría reanudado su propio camino.
Al detenerse en el siguiente semáforo de peatones, un coche tocó el claxon a su izquierda.
Se volvió y comprobó que era el coche gris. Tenía la ventanilla del conductor medio bajada. Este le sonrió con desdén desde detrás del cristal del parabrisas. Le mostró el dedo índice de la mano izquierda.
– ¡Corre, corre, que lo vas a necesitar! ¡Cabronazo! – le vociferó hasta quedarse medio ronco.
Aston estaba nervioso e intranquilo. Se puso a buscar a un agente de policía por las cercanías, pero no encontró a ninguno. No le quedó más remedio que continuar con su carrera, internándose por callejuelas internas, alejadas de las principales para intentar darle esquinazo al matón del coche. Alcanzó un parque público y se camufló entre los transeúntes. Se detuvo unos segundos, con la respiración entrecortada y con las piernas cansadas por el ritmo excesivo. Miró en derredor, buscando la silueta de la carrocería gris. No la halló, y medio aliviado, continuó trotando a paso ligero por la hierba. Al norte del parque, un río lo cortaba, dividiéndolo, con un puente peatonal que discurría paralelo a la avenida que llevaba al siguiente barrio de la localidad. Decidió subir por el acceso destinado a los peatones, y cuando llevaba medio camino recorrido, vio el coche gris aparcado al final de la subida. El conductor estaba descendiendo por el puente. Se dirigía a grandes zancadas hacia donde estaba él.
– ¡La que te espera, nenaza! ¡Te voy a matar! ¡De aquí no sales vivo!
Aston se quedó petrificado. El sujeto enarbolaba un palo de golf. Para cuando quiso huir ya se le había echado encima, acorralándole contra el pretil del puente.
– ¡Desgraciado! ¿A qué vino joderme el cristal trasero del coche?
– Yo. Usted se pasó el semáforo en rojo, luego se comió el paso de peatones. Casi me atropella.
– ¡Mentira! ¡Estaba en verde! ¡Inútil! ¡Tío pijo! ¡Con tus zapatillas de doscientos dólares! ¡La madre que te parió! – el hombre le soltó un golpe de lleno con el palo de golf en la cadera derecha.
– No le he roto el vidrio. Sólo le di un golpe con la palma de la mano – musitó Aston, echando a llorar por el dolor.
– ¡Nenaza! No me paso el semáforo. Ni atravieso el paso de cebra. Y mucho menos te he atropellado.
– ¡No me golpee de nuevo! – suplicó Aston.
Aquella mala bestia mostró los dientes. Lo sujetó por las solapas de la camiseta deportiva y lo mantuvo apretado de espaldas sobre el pretil.
– ¿Sabes? Espero que sepas nadar.
Y sin mediar más palabra, lo empujó desde el puente hasta el río que discurría por debajo.
Cuando llegó abajo, Aston se golpeó la cabeza con el fondo rocoso del río, dado su escaso caudal, muriendo al instante.
El conductor sonrió satisfecho, excitado por el subidón de adrenalina. Nadie había reparado en su discusión. Se dirigió hacia su insustancial coche gris, guardó el palo en los asientos traseros y se marchó, satisfecho de haberle dado su merecido a ese estúpido petimetre que había osado golpear su vehículo sin ninguna justificación previa.

Minerva (la decadencia que llega)

Estamos en las vacaciones de Semana Santa, y cómo no, era evidente que no podía faltar la visita de mi sobrino Gurmesindo. Un chaval súper agradable.
– Oye, introduce la contraseña en el ordenador, que quiero navegar por páginas guarras.
Ay, que niño más majo. Tóma, sobrinete. Una galleta de chocolate y un vaso con un tercio de leche descremada. Con eso vas que chutas.
– Ojalá se te incendie el castillo. Roñica.
Si, mucho quejarse, y ya se ha zampado la merienda. Hay que ver cómo come.
– ¡ÑAM! ¡GRONFA! ¡ÑAM! ¡BUUUURRPPPP…!
En fin. ¡Dominique!
– Diga, señor.
El nene ha soltado un eructo de lo más apestoso. Trae un ambientador, por lo que más quieras.
– ¿Le parece a usted bien el de aroma a queso fermentado?
Lo que sea con tal de anular los gases de Gurmesindo.
– Vale, jefe. ¡FLU! ¡FLU! Ya está. Ahora la salita huele a otra cosa.
En efecto. La mitad de la audiencia está anestesiada. A ver cómo consigo ahora que me escuchen en la lectura del relato que viene a continuación.
– Tengo la solución. Los espabilamos echándoles aceite hirviendo encima.
Dominique, hoy estás sumamente inspirado.
– Bueno, tan tonto no soy.

Minerva, espera. No es hora aún de abandonar el refugio.
No me escucha. Es una persona muy testaruda. E imprudente.
Afuera la lluvia cae con fuerza. Llevamos dos días húmedos y fríos. Mis pulmones están debilitados por este clima tan desapacible. En mi fuero interno odio profundamente esta ciudad. No debería ser así. Los muchos días nublados anuales son el mayor de nuestros aliados.
– ¡Duarte! – me llama Minerva.
Su voz llega suave y tamizada por la distancia. También percibo el taconeo de sus zapatos sobre el empedrado de la vía.
Querida mía. Vuelve al regazo de la oscuridad más absoluta. Afuera estamos desprotegidos.
Respiro con dificultad. Mi visión adaptada a las penumbras permite observar las venas resaltadas en el revés de ambas manos. La uñas largas y puntiagudas, semicurvadas hacia adentro. La piel reseca recubriendo las falanges.
– ¡Ven! Tenemos que recorrer las calles. Dar con uno de ellos.
Minerva. A pesar de tu longevidad, cuán infantil me resultas.
El mundo dejó de ser lo que era en su majestuoso pasado. Con infinidad de presas de las cuales servirnos. El suministro de nuestra vitalidad milenaria quedó colapsado por la guerra del Átomo. Toda la raza humana extinguida. Masacrada en pocas semanas por la intermediación del desvarío de algunos mandatarios iluminados por su locura egocéntrica, pretendiendo dominar el mundo entero. Finalmente, obtuvieron su merecido. Y eso a nuestro más humilde pesar como seres de la noche.
Ahora vivíamos afligidos. Debilitados. Ocultándonos de nuestros nuevos enemigos, tan No Muertos como nosotros.
Minerva. Regresa al panteón. Afuera estás expuesta.
Entonces…
Mi niña grita fuera de sí. Debe de estar rodeada por aquellas bestias que nunca duermen ni de día ni de noche. Estoy por salir en su ayuda, pero mi instinto de supervivencia me insta a continuar recogido apoyado de espaldas contra la lápida del nicho.
– ¡No! ¡Duarte! ¡Dios mío!
La muchacha se desgañitó de dolor. Era indudable que estaban arrancándole los miembros uno a uno. Al poco, su calvario cesó.
Hundo mi rostro entre las palmas de mis manos y me sumo en un llanto inconsolable, maldiciendo mi cobardía.
La madrugada fue avanzando, hasta llegar la hora de mi descanso. Sería un día nublado y lluvioso, que yo no vería. Cerré el portón del panteón con presteza y me dispuse a dormir con cierta intranquilidad, pues estaba a merced de ser visitado por aquellas criaturas muertas y resucitadas por los efectos de la radiación.
Hice lo posible por no pensar en aquella terrible probabilidad.
Cerré los ojos con la pesadez de quien no ha dormido en años, pensando en Minerva.
La ausencia de su compañía me obligaría a moverme en los días siguientes para intentar dar con su sustituta. Yo aborrezco la soledad. Me envenena más que si careciera de sangre con la cual alimentarme.
Sangre.
En la siguiente madrugada, me aventuraré por la ciudad. Tengo que escoger uno de aquellos seres más frescos, cuya descomposición no me impidiera alimentarme de su esencia vital. Cierto es que no es la sangre de un ser humano vivo, pero como en este estado ya no queda ninguno, tengo que conformarme con lo que hay.
Por este motivo, las enfermedades se asientan en mi organismo.
Minerva era mi bastón de apoyo.
Sin ella, me siento poca cosa. Un anciano decrépito y con mil achaques.
Las dudas me asaltan de nuevo.
Una cosa es proponer una solución, y otra aplicarla.
Encontrar alimento iba a requerir un esfuerzo supremo, y dar con una ayudante, un milagro que lo más seguro jamás tendría lugar.
Mis angustias son mi peor enemigo, así que las aparto de mi mente para así dormir.
Ya llegará la madrugada.
Me pesan las pestañas.
Musito el nombre de mi querida Minerva en voz baja.
Parezco consolidarme en los preámbulos del sueño.
Y conforme me adormezco, tengo la rara sensación de apreciar que el portón del panteón donde estoy escondido está siendo abierto por diversas manos putrefactas.
Al final mi cansancio me supera y me veo inmerso en una pesadilla, donde jamás despertaré, siendo mi cuerpo despedazado por los muertos vivientes.

La caja de carne

Viernes Santo. Es hora de prestigiar ligeramente a uno de mis empleados. Para ello les dejo este novedoso relato pergeñado esta misma mañana en poco más de media hora. Que lo disfruten, y ya saben, hoy es día de vigilia, de abstinencia de carne…

Stud Olesson tenía cuarenta años. Estaba soltero. Su vida era muy solitaria. Sus padres estaban muertos. Su hermano mayor, casado y con dos hijos, vivía en la otra punta del país, y sólo se felicitaban los cumpleaños por teléfono. Su trabajo era precario. Turno de noche en una fábrica de etiquetas de marcas de conservas, haciendo rondas y cuidando del funcionamiento de las calderas. Mil miserables dólares.
Vivía en un apartamento de alquiler. Una única habitación, más baño y cocina. Por no existir, no tenía ni pasillo. Quinientos dólares que todos los meses iban a un agujero sin fondo.
Stud no era de aspecto desagradable. Es más, con buena ropa, tenía cierto estilo. Pero su nula confianza en sí mismo hacía que descuidara su apariencia. Esto sumado a su bajo sueldo, tampoco le hacía poder permitirse un armario repleto de indumentarias de cierto realce en el diseño y la confección.
En una de tantas noches, en pleno turno nocturno, sobre las tres de la mañana, empezó a sentir hambre. Normalmente traía preparada la cena, consistente en emparedados de sardinas en lata, algo de fruta y un zumo de un cuarto de litro. Pero en esta ocasión le había sabido todo a muy poco, y para la reseñada hora, las ganas de comer le estaban venciendo el ánimo. Obviamente, era una franja horaria donde incluso la comida a domicilio estaba cerrada. Aún así se animó a hojear en el periódico en la sección de anuncios. Todos los locales trabajaban como mucho hasta la una de la noche. Frustrado, iba a arrugar las hojas de la prensa, cuando un anuncio ubicado en la penúltima página llamó su atención.

“Envío de pedidos de comida a cualquier hora de la madrugada. Ideal para los vigilantes, empleados de limpieza y cualquier trabajador del turno nocturno. Nosotros pensamos en ustedes. Jamás pasarán hambre. NIGHT MEAL FOREVER!
Y siempre a precios económicos. NIGHT MEAL FOREVER!
Llámenos, y se sorprenderán de nuestra calidad. NIGHT MEAL FOREVER!”

El anuncio venía seguido de un número de teléfono móvil.
Stud no se lo pensó dos veces. Marcó los diez dígitos correspondientes. Después de cinco segundos de espera, una voz potente masculina le atendió desde el local de NIGHT MEAL FOREVER!
– ¿Diga?
– Hola. Esto… Llamaba para pedir algo de cena.
– Bien. Esto es un local de comida rápida con servicio a domicilio.
– He visto uno de sus anuncios, pero no vienen los menús disponibles.
– Ningún problema. Yo mismo me ocupo de ponerle al día. Tenemos el menú CARNE, para quienes quieran ese estilo de comida, el menú PESCADO, en el mismo sentido, y el menú VERDE, para los vegetarianos.
– Bueno, me interesaría algo del menú CARNE.
– Muy bien, caballero. Serán cinco dólares. El repartidor llegará en menos de diez minutos a la fábrica Lito Pack.
El empleado colgó al instante, dejándole con la boca abierta.
¿Cómo sabía que le estaba llamando desde un teléfono móvil en Lito Pack Ltd.? ¿Y encima le enviaba un pedido sin especificar lo que en realidad él quería del menú CARNE?
Era evidente que en cuanto acudiera el repartidor, iba a rechazar el pedido. No iba a comer lo que a los del restaurante les apetecía despachar sin previa consulta del cliente.
Miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las tres y veinte de la madrugada. A las tres y veinticuatro sonaba el timbre de la entrada principal al taller. Stud se levantó de la silla, ciertamente asombrado. Se acercó a buen paso. Al otro lado del vidrio laminado de la puerta se veía la silueta corpulenta de una persona, con un casco de moto puesto en la cabeza. Se le veía portar una caja cuadrada entre las manos.
Stud quitó los cerrojos y abrió la puerta. Apenas hacerlo, aquel sujeto le pasó el pedido y se montó en su moto de repartidor, sin darle tiempo a verle el rostro.
– ¡Oiga! – se quejó, Stud. – No quiero esto. Y no estoy dispuesto a pagarle por ello. Mejor que se lo lleve.
– El primer pedido siempre es gratis. Si no le gusta, simplemente tírelo a la basura – le replicó el repartidor con voz ronca.
Puso la motocicleta en marcha y abandonó el lugar con la misma presteza con que había acudido a entregarle el pedido.
Stud estaba anonadado. La caja tenía el tamaño de uno de calzado, y estaba caliente. El olor que surgía de su interior era realmente apetitoso. Así que volvió a cerrar la puerta, regresando a su puesto con la cena misteriosa, deseando que fuese lo mínimamente comestible como para mitigar su tremenda hambre.

Cuando abrió la caja, descubrió que la comida era algún tipo de pollo empanado. Probó un pequeño bocado, y no sabía nada mal. Debía de llevar un montón de potenciador de sabores. Le dio igual. Al menos se podía comer sin remilgos. Fue a por una cerveza a la máquina de refrescos y sentándose frente a su pequeña mesa, se dispuso a cenar con ganas.

Eran las cuatro de la mañana. Ambos estaban detenidos con sus motos frente a la entrada al taller de etiquetas publicitarias Lito Park Ltd.
– Está tardando bastante.
– Bueno. Se ve que tenía hambre.
– Mejor. Así será sumamente dócil. La droga lo dejará zombi perdido.
Cinco minutos después la puerta les fue abierta. Frente a ellos, se situó Stud. Estaba absorto. Con la mirada perdida. Apenas se le apreciaba la respiración, de lo pausada que era.
– Nuestra nueva vaca – dijo uno de los motoristas, tirando un saco al suelo.
– La raza humana es una gran inversión culinaria – dijo el otro.
Mientras uno amordazaba al sumiso Stud, el otro preparaba la pistola empleada para el ganado en los mataderos…

La tarea del despiece les llevó su tiempo. Aquel era un ejemplar muy interesante. De edad mediana, pero aún aprovechable. Era indudable que su jefe, Valtemaras Bogus Bogus, iba a estar muy contento por la nueva partida de carne humana.