Y se tiró un farol…


I

Nada más verle, Richie se lo señaló con un dedo, gritando de forma alborozada:
– Ese de allí… ¡Ese es DOUG!
Douglas se hizo el loco, gastando una gracia irreverente a un grupo de amigas pertenecientes a un curso inferior al suyo.
– ¡Ehh…! DOUG. ¡Doug! ¡Ven aquí, viejo perro! – masculló Don Salabrio, haciéndole señas.
Doug se fijó en la pareja que iba adherida al novato de turno. Se dejó querer, y un par de minutos después se dejó caer por ahí, arrastrando los pies. Doug era un muchacho casi barbilampiño, de estatura normalita pero repleta de cachas descollantes y de músculos bien labrados. En otras palabras, era un bloque de granito esculpido en el gimnasio de la universidad a base de sentadas de pesas, bicicleta fija, simulador de “jogging” y fármacos dopantes.
Sus ojazos de buey en celo se posaron en la figura retraída del “freshman”1. Lo miró de forma velada. Daba pena. Demasiado prolongado y escuálido como el sarmiento. Hasta se le apreciaba el hueso filtrado a través de la piel como si esta fuese simplemente un impermeable de quita y pon, y lo que hubiera debajo careciese de toda masa muscular. Patético.
– ¿Si? – se interesó, consciente de que le iban a preguntar por la misma chorrada de siempre.
– Este es Robert, Doug. Acaba de aterrizar como quien dice.
Le sostuvo la mirada bovina.
– Qué tal.
– Mucho gusto, Douglas.
– Doug, le hemos comentado una de tus proezas más recientes, y se nos ha quedado con cara de pez.
– En otras palabras, no te cree, Doug – añadió Richie, acompañado de una risita endeble.
Doug dejó los brazos descansando en jarra. Sus ojos se recluyeron en sus órbitas rasgadas dejando unas meras líneas horizontales entre pestaña y pestaña. La puntera de su zapatilla derecha empezó a retumbar sobre el suelo enlosado de la galería.
“pat”, “pat”, “pat”
– Voy a ser conciso contigo, amiguete…
“Esta historia ya se la he relatado a medio campus y termina por apestar. Con que confórmate con escucharla una sola vez.
“Vivo en el infierno de “Greenplace”. Se cometen una media diaria de dos violaciones, cinco atracos con arma blanca, nueve con arma de fuego y dos “por cojones”, además de un homicidio. Desmanes propiciados por la acentuación de la guerrilla urbana entre las pandillas de negros, portorriqueños, italianos, rusos y ucranianos, quienes saquean y coaccionan a los dueños de las tiendas minoristas de la zona, la mayoría de origen chino y árabe. También hay un promedio de tres tentativas de suicidio y las sectas más destructivas no hacen más que acosar a los adolescentes más inmaduros. Yo de crío tenía un cierto estilo similar al tuyo. Era un bicho enfermizo, insignificante e indefenso. Un día de esos me metí de lleno en el mundillo de las pesas y lo compaginé con un pastiche de logros que me proporcionaran mi propia autodefensa. Aglutinaba la esencia de todas las artes de lucha oriental más dañina con la rudeza y la subida de adrenalina que incentivaba la práctica del boxeo. Así fui superando mis limitaciones hasta adquirir esta coraza de tortuga. Desde entonces nadie puede conmigo. Date cuenta que el camino que me conduce hasta aquí, tanto a la ida como a la vuelta, es un peligro constante. Por eso siempre voy bien armado y cuando me buscan las cosquillas, no dudo ni un pelo en rajarles como si fueran simples odres de vino.
“Estoy en lucha nocturna y hago vida de murciélago.
– Pero lo de la amputación de un brazo a mordiscos…- clamó Robert, incrédulo.
– Si eres escéptico no voy a molestarme lo más mínimo. Yo cuento lo que me ocurre con crudeza y sin reparar en los detalles más sanguinolentos – soy un ferviente admirador de la obra fílmica del director Romero2 -. Tenemos por ejemplo a ese negro que me asaltó la noche pasada en Central Park. ¿Sabes lo que le hice? ¿Tienes la menor noción de qué clase de suerte corrió?
– Lo destrozó – se le anticipó Don.
– En efecto. Le hice papilla, sacándole las tripas calientes y seccionándole el miembro superior derecho desde el hombro. Hasta fui buen cristiano y llamé de forma anónima a “Urgencias”.
– Pero… Es todo tan… tan… BRUTALMENTE IRRACIONAL.
– Si, ya sé. Más propio de la guerra del Viet-Nam, pero date cuenta de que esto es la jungla urbana y sólo sobreviven los más fuertes y resistentes en la lucha diaria cuerpo a cuerpo. Porque si esperas a que tu mamá te saque del lío en que estés metido, ya puedes olvidarte de volver a dormir de manera placentera en la cama calentita de tu dormitorio nunca más. Las tumbas son bastante frías, sabes.
– Me dejas alucinado. Estás ensalzando los principales precepto del fascismo ultraderechista americano – repuso Robert, indignado ante la exaltación de la violencia gratuita. Arrugó la nariz como si fuera un acordeón.
Doug se limitó a sonreír de manera cínica. Se dio media vuelta y se marchó de la escena arrastrando los pies de mala manera como si le pesasen, como si los tuviese metidos en sendos bloques de cemento.
– ¿No te lo decíamos? Menudo carácter el de Doug – hizo constar Richie, silbando.
– Ese tío es un fanfarrón. Un fantasma. Os aseguro que si se encontrara de veras con dos drogadictos armados hasta los dientes en pleno “mono”, solito y desamparado en la medianoche del Harlem, se nos iba a mear en los pantalones, rompiendo a gimotear como un niñato burgués consentido por sus acomodados padres, suplicando piedad igual que el reo desahuciado que es conducido hacia la silla eléctrica tras haber sido desestimado por el Juez Máximo del Tribunal Supremo la última solicitud de aplazamiento de la ejecución – rezongó Robert, metiéndose las manos en los bolsillos desfondados de los desteñidos “jeans”.
Don y Richie se le quedaron mirando como una pareja de cuervos, y cuando iban a comentar algo al respecto, el novato ya se encaminaba hacia el interior de su aula.

II

Una semana después:

– Oye, ¿ya te has enterado de la última hazaña de Doug?
– No. Ni me importa – respondió escuetamente Robert a Gloria.
– Pero es tan impresionante. Afirma que dos pordioseros tuvieron la tentación de asaltarle en los arrabales del East Side. Uno esgrimía el gollete partido de una botella de ron, con las puntas del cristal como los colmillos de un perro pastor alemán rabioso, mientras el otro le amenazaba con un bate de béisbol con el escudo de los Yankees serigrafiado en la punta. Dice que consiguió escurrirse de entre los dos sin el menor esfuerzo. A uno le clavó la navaja de defensa personal en las cervicales y al otro le arrebató el bate y lo molió a golpes como a una estera.
“Dice que lo guarda en casa, con la punta teñida de sangre.
– “Doug dice…”, “Doug proclama…”, “Doug se jacta…”. Eso no entraña gran dificultad. Hablar de boquita, lanzar faroles sin más ni más, no cuesta dinero. Yo también puedo presumir de haberles dado una paliza mortífera a tres miembros de la Yakuza más sanguinaria de Japón.
– Pero nadie te tomaría en consideración.
– ¿Lo dices por mi físico?
– Ciertamente es muy precario.
– ¿Y?
– Y si eso se ve acompañado por tu escaso talento a la hora de mentir…
– O sea, creéis a este tipo roqueño sólo porque exhibe esos pectorales y esos bíceps montañosos a punto de reventar la camisa que lleva por cada una de sus costuras.
– Destila sinceridad-
– Ja. Yo si que destilo sinceridad. Y todos me dejan de lado como si estuviera tiñoso.
– Pero es que tu sinceridad es distinta. Como más artificiosa.
– Qué…
– Doug puede parecerte arrogante y presuntuoso a primera vista para quien no lo conoce, pero en el fondo es razonable. Lo que dice se cree, o al menos se asume. Lo comenta como quien dice que va a salir a comprar el periódico matutino.
– Pero lo que comenta es inadmisible. No es factible que pueda ser cierto. No puede ser tan destructivo. No existe en la vida real, y menos en el mundo actual, el “Rambo” de carne y hueso. Por ejemplo, confírmame este extremo: ¿acaso hay alguien que afirme haberle visto en plena acción? ¿Existe algún testimonio que ratifique que el “querido” muchacho sea el encargado de erradicar parte de la delincuencia de la Gran Manzana bajo el uso de métodos tan contundentes?
Gloria meditó un rato. A los pocos segundos sacudió la cabeza con lasitud.
– No.
– ¡Ajá! ¿Ves lo que te digo?
– Pues yo le creo. Casi toda la Universidad le cree.
– O se le tiene tanto respeto y miedo, que prefieren creer todas sus patrañas a cambio de que no le de por partir cráneos en la cocina del comedor por el pésimo menú del día. Para mí el tío es un energúmeno sumamente peligroso. No entiendo cómo consiguió la matrícula de ingreso, ni cómo le dejan jugar con el equipo de fútbol americano.
– ¡Oh! Eres imposible. Doug ES normal.
– No me lo digas más, que me va a dar la risa tonta.
– El que parece no encontrarse nada cuerdo eres tú, que no haces más que intentar desprestigiarle a todas horas del día.
Dicho esto, Gloria recogió sus libros, abandonando la clase, dejándole allí tirado como un objeto inservible.

Días más tarde.

– ¡Eres un fenómeno, Doug! De lo mejor que hay en el mundo.
– Si los “polis” tuvieran una mínima porción de tu coraje, hace mucho tiempo que la delincuencia callejera estaría erradicada de este condenado planeta canceroso.
Robert se sumó por su propia cuenta y riesgo al grupo. Su semblante era sardónico, destilando incredulidad a litros.
– ¿A quién has ajusticiado esta vez, “Terminator”?
Doug frunció el ceño y espantó una mosca con una mano.
– Tuve una nochecita tranquila. Me salió un maricón por una esquina mal iluminada con una navaja de hoja oxidada y con el filo mellado. El tío llevaba una cuerda. Al parecer el muy lelo quería vejarme.
– ¿Qué le hiciste?
– Le arranqué la navaja de las manos de una patada precisa, le abrí la bragueta de los pantalones y le corté los huevos, naturalmente. Lo dejé ahí tirado porque me inspiraba algo de lástima, con sus lamentos y lloros de “loca”.
“Por lo demás, era como darle de patadas a un gato castrado.
Robert silbó simulando honda admiración. Llevó una mano al bíceps del brazo derecho de Doug y le oprimió la bola.
– Menuda cantidad de fueraza concentrada en un solo brazo. Si un día de estos te decides, puedes dedicarte a derruir edificios condenados a la ruina, ahorrándole gastos innecesarios al ayuntamiento.
Doug se crispó como nunca antes lo había hecho en pleno campus, propinándole un empujón de jugador profesional de hockey sobre hielo que lo puso patas arriba como a un sapo.
– Tienes la mente muy obtusa, amiguete – observó con acidez hacia Robert.
– Y tú dispones de un cerebro de hormiga. El día que me traigas un souvenir de una de tus disputas infernales, será entonces cuando te otorgue algo de credibilidad.
Doug se serenó, relajando los músculos adustos del rostro.
– No le hagas el menor caso, Doug. Se trata de un alfeñique que te tiene envidia.
– Si, un caso perdido – le animaron sus amigos lisonjeros de forma innecesaria mientras se iban distanciado de Robert.

III

Los pitidos electrónicos de sus relojes de pulsera aclararon que eran las once en punto de la noche. Los tres individuos embutidos en sus atuendos negros carbón se encaminaron por uno de los largos accesos exteriores sin pavimentar del parque. Cruzaron por debajo del dintel de dos puentes lóbregos y dejaron atrás una fuente luminosa con su estanque barroco. Quedaba ya poco para llegar hasta uno de los pasadizos. El triunvirato caminaba lo más firme y decidido posible, y cuando alcanzaron la boca del túnel de un pasadizo, se dejaron engullir por las sombras.

La figura del Gran Justiciero Nocturno surgió de forma inopinada de entre las tinieblas de una senda natural jalonada en sus flancos por setos de dos metros de altura como un vampiro decimonónico que abandonara su ataúd carcomido, bordeando la fuente luminosa con la que confluía el final del camino. Sus botas militares resonaban sobre el piso de cemento de la pequeña plazuela.
“pas”
“pas”
“pas”

Se detuvo de lleno con la intención de fumarse un cigarrillo “Marlboro” encendiendo el mechero. Cuando bajó la tapa del encendedor con el pulgar, pudo vislumbrar la terna emergente del interior del túnel del fondo. Esgrimían un bate de béisbol, un machete de cuarenta centímetros de largo reliquia de la guerra de Indochina y un AK-47 trucado, reconvertido en arma automática. Le fueron rodeando, sopesando el armamento entre las manos enguantadas. Llevaban los rostros ocultos detrás de unas caretas de látex con los rasgos porcinos bien definidos. Estaban sonrientes, mostrando sus colmillos puntiagudos de jabalí. La respiración no era la más deseable, ya que los orificios nasales eran relativamente diminutos.
– Hola, grandullón – le saludó el más alto de los tres resollando entre dientes.
Doug se centró en los ojos de los asaltantes. El más alto los tenía castaños, el mediano que esgrimía el machete con todo orgullo tenía el iris de un azul celeste bruñido y el que le estaba apuntando con el AK-47 los tenía del tono verdoso claro de una canica de cristal.
El más bajo de estatura regurgitó el chicle que estaba mascando.
– Queremos tu dinero.
– Si, suéltalo ya. Si la cantidad es cuantiosa, digamos en torno a los mil dólares, puede que solo te propinemos una paliza digna de taberna barata.
Doug los estuvo estudiando desde el mismo momento que se le presentaron.
Conocía el impulso que les llevaba a cometer esa insensatez.
– ¿Queréis saber una cosa? – les preguntó con la frialdad de un témpano.
– ¿Qué pasa, Mister Universo?
– Que no va a ser yo quien os financie hoy la compra de vuestra dosis diaria de droga.
Los cogió con el culo al aire, saliendo disparado del círculo central en el que se hallaba, avanzando a grandes zancadas sobre el cemento cual Carl Lewis en la final de los cien metros lisos de la cita olímpica de Los Ángeles´84.
Pasó por debajo del dintel del pasadizo, refugiándose en su interior.
– ¡Eh, cabrón! ¡No te escabullas tan pronto!
El más magro y alto, flaco como un junco, se destornillaba de la risa, preso de un ataque de hilaridad incontrolable, viéndose de inmediato acompañado por sus dos compañeros.
– ¡Miradle! ¡Mirad cómo pierde el trasero! El famoso Terminator de “Greenplace”…
– La máquina aniquilante de la “Gran Manzana”.
– Está corriendo más que un jaguar enloquecido.
– Eh, vamos a hacer que sude un poquito más. Ya sabéis. “El miedo es libre”.
– Si, hay que dejarle alguna cicatriz que otra para que aprenda.
Los tres desfilaron en punta de lanza hacia el pasadizo. No se apreciaba ni el más ligero movimiento en su interior.
– Aquí estamos, mister ratón.
– Te vamos a rebanar las orejas.
– Voy a atizarte con el bate en las costillas como a una piñata.
El larguirucho permaneció en la entrada al túnel, cortándole la presunta retirada, con el bate palmoteando contra la palma de su mano derecha.
“plas”, “plas”
Los contornos de sus dos compinches desaparecieron en la creciente oscuridad como si estuvieran envueltos por la niebla densa: primero las piernas, le siguieron los torsos y brazos y por último las cabezas.
Esas cabezas porcinas…
– ¡HEY! ¡YUJÚUU…! AQUÍ ESTAMOS…
Esas fueron las últimas palabras que escucharía el larguirucho en los próximos tres minutos. Aguardó en silencio. Palmoteaba el bate.
“plas”, “plas”
Creyó escuchar movimientos bruscos en esa boca de lobos.
Siguieron unos aullidos altisonantes, de corta duración.
– ¡Eh, chicos! Quedamos en no pasarnos. Convenimos en bajarle los humos, pero no hablamos nada al respecto de zurrarle la badana hasta dejarlo parapléjico – les avisó, preocupado de que la subida de adrenalina pudiera acarrear fatales consecuencias para el fanfarrón de Doug.
Unos pies respondieron a su advertencia. Se arrastraban por el suelo con la pesadez más propia de un zombie.
“rashhh”
“rashhh”

Hasta surgir de la nada la figura cadavérica de Hillman, con la hoja del machete empalada en su cuello de lado a lado como si fuera una brocheta para caníbales.
– dioshh – musitó, vomitando sangre oscura.
Hillman dio dos tumbos de bebedor, cayendo redondo sobre los zapatos de goma negra de su compañero. Este se apartó de él, achantado por el terror que planeaba en círculos a su alrededor como una ave carroñera.
Una luz poco diáfana apareció hacia la mitad del interior de la cuerva urbana, para morir a los pocos segundos, sumiéndolo de nuevo entre penumbras espesas como el petróleo.
Aún en trance por lo que acababa de ver (y que permanecía tendido sobre el suelo a escasos centímetros de sus talones), dio unos pasos al frente, apartando en un recodo de su mente la inesperada muerte de Hillman.
– ¿Diamond…?
Encendió el mechero que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón de cuero. A mitad de la incursión pudo ver la vaga silueta de Diamond, apoyada de frente contra una columna de hormigón.
– ¿Dia…? ¿Diamond?
El brazo le temblaba como si fuera el injerto del “rockie” lanzador que en su primer partido como profesional debía de realizar la última tanda de lanzamientos que eliminase al último bateador del partido, con las tres bases ocupadas y ganando por sólo una carrera de diferencia en la última entrada. Se aproximó dos metros en diagonal hacia el cuerpo de su amigo y le iluminó la cara con la pálida e indecisa llama del encendedor.
Diamond tenía los ojos en blanco.
– Diamond…
Un hilillo de masa encefálica descendía de su sobresaliente frente. Vio el hierro herrumbroso que nacía de la columna como un enorme punzón. Diamond tenía la extensión del hierro ensartado por la frente, en la divisoria de las dos sienes, saliéndole por la parte posterior del cráneo.
– ¡Jesús!
Estaba absorto en su horror. Las sombras, hasta entonces quietas, se movieron en su cercanías, reproduciéndose a su alrededor con el acecho del depredador ante su pieza de caza. Alguien le oprimió el hombro derecho. Lo contempló de refilón, viendo la poderosa mano de Doug oprimiéndole la clavícula como si fuese la pinza de un cangrejo.
– Doug…- suspiró como el aire de un fuelle. Se volvió y se le encaró de frente.
Doug estaba mirándole con indiferencia. La vista perdida más allá de la espalda de su oponente.
– ¡No, Doug! ERA UNA BROMA. Todo era una puñetera broma…
“UNA BROMA.
“UNA BROMA PESADA
-. Se quitó la careta y lo arrojó al suelo encharcado de lluvias pasadas.
La faz porcina se le quedó mirando desde el suelo. Las cuencas vacías ahora de vida…
– Doug, soy Robert. Robert, Doug. Me conoces… De la Universidad.
Doug le arrebató el bate de béisbol de las manos. No hubo resistencia al hacerlo. Es más, Robert no había caído en la presencia del bate hasta ese momento, ni siquiera lo había sentido entre las manos enguantadas de la cantidad de miedo que tenía metido en el cuerpo.
– Doug, dita sea…
– Yo no le conozco, “señor” – musitó Doug con la vista clavada al frente, observando la entrada del túnel.
Los ojos de Robert se salieron casi de sus órbitas.
¡No era para menos!
– ¡DOUG!
– Eres una escoria.
– Soy Robert Malone. COMPAÑERO DE CAMPUS. DE PRIMER CURSO.
– Insisto en que no le conozco.
– Doug
Lo aplastó de espaldas contra la pared enladrillada del pasadizo, le abrió la boca todo cuanto pudo tirando de la mandíbula hacia abajo con una mano y le metió la punta del bate, apretando con insistencia incontenible, destrozando la dentadura, ahogándole y atragantándole con la lengua, dando una vuelta de tuerca…, hasta que el cuello de la escoria cedió como un lapicero al partirse abruptamente por la mitad.
La respetable figura de Doug Gleason emergió segundos más tarde de la ciega negrura del pasadizo. Entre sus manos portaba un bate de béisbol con la punta teñida de sangre.
Lo palmeó contra la mano, satisfecho.
Un recuerdo adicional de guerra que no haría más que engrandecer todavía más su museo particular.

Al llegar a casa, y recordar que conservaba otro bate de béisbol con la punta astillada y teñida de sangre seca, lo hizo sustituir por el más reciente, colocándolo encima de la chimenea de piedra, henchido de orgullo.

1.- “Freshman”: Novato; estudiante de primer año en la Universidad. (N. del A.)
2.- El protagonista se refiere al cineasta George Romero, director de la película “La noche de los muertos vivientes”. (N. del A.)

El extravío de Rufo Ventosino

Capítulo 1. EL RESPALDO FAMILIAR.

…la inconsistencia de su tierna razón se enrevesó al igual que el hilacho de un zurcido desmañado en los cuatro orificios de uno de los botones de su abrigo de invierno. A pesar de que apreciase el apoyo incondicional afectivo y moral que su madre le dispensaba, tomándole con firmeza de la mano derecha mientras recorrían uno de los pasillos correspondientes a la sección docente de la escuela primaria, el muchacho estaba capacitado sensorialmente para entrever a CAMALEÓN en todas partes y en las posturas más inverosímiles posibles:
– encaramado en lo alto de las taquillas
– saciando su sed insaciable de la boca del grifillo de un dispensador de agua
– apoyado de espaldas contra una de las paredes en plan matón, mascando chicle y formando infinidad de globitos sanguinolentos, que relucían al ámbito de la luz racial de los tubos fluorescentes del techo
– y ante todo, custodiando cada una de las entradas a los váteres…
– ¡Mamá…! ¡Carajo! CAMALEÓN puede entrar aquí también – se volvió hacia su madre, con el rostro estremecido de miedo como si se estuvieran adentrando en una cámara de los horrores.
Ella lo miró con el cariño comprensivo de las mamás, y tirando de su mano blandengue para que prosiguiera caminando por el corredor, lo condujo ante la puerta del aula 3ºA. Antes de animarle a entrar, quiso tranquilizarle con unas palabras de aliento:
– Tranquilito, campeón del Pokemon. Basta con que lo domines con la cabeza. Igualito que lo haces de bien en casa. No es más que un producto de tu propia imaginación. Dile claramente que no vive aquí, que este colegio en concreto no entra dentro de sus dominios, y se desvanecerá.
– Pero es muy insistente, mamá… Y aquí le estoy viendo… “diferente”. Parece más fuerte.
Da miedo de verdad.
Y mientras decía esto a su madre, CAMALEÓN se encargaba de corroborarlo todo con una inclinación malévola del ala de su sombrerajo de fieltro, sonriendo con cumplida animadversión…

Capítulo 2. LA RÉPLICA EXACTA.

Rufo se medio enderezó sobre su pupitre de madera de enebro sin barnizar, alzando la palma derecha, atrayendo de ese modo la discreta atención de la señora Morales. La profesora de matemáticas se detuvo de lleno en el dictado monocorde del enunciado de un problema que afectaba a un número indeterminado de kilogramos de manzanas reinetas. Se retrepó por encima de su escritorio, en un símil de comportamiento animal a cómo lo haría un quelonio de agua dulce que se retrepase orgullosamente a lo largo y ancho de la raíz exterior de un sauce llorón para tostarse al sol. Lo miró con desdén, sumamente descontenta por la inoportuna interrupción.
– Ya me dirás, Ventosino de la Garriga.
Rufo se sentía morir de vergüenza propia, con los compañeros de clase observándole de sonrientes como un corrillo de nutrias curiosonas. Se ruborizó, resguardando las manos en los fondillos de los bolsillos de los pantalones.
– Al parecer, las necesidades fisiológicas imperan, ¿verdad, Ventosino de la Garriga?
– Sí, “seño”.
– Pues a qué espera. Vaya a los aseos de una santa vez.
– Sí, “seño”.

Rufo estuvo vagando por los pasillos abandonados cercanos a su clase, buscando frenéticamente los servicios de los chicos. Salía de un recodo ciego y se adentraba en otro corredor interminable.
Las puertas de cristal esmerilado de las clases de sexto y séptimo grado.
Una puerta de madera descolorida por aquí, que no conducía a ninguna parte que le fuese esencial.
Otra de doble hoja, destinada al vestuario deportivo.
Al final de un tramo transversal a las escaleras que conducían a la planta superior se alineaban tres puertas seguidas, una al lado de la otra, como si fuesen los guardianes celosos e inexpresivos del palacio de Buckingham, pertenecientes al comedor y su respectiva cocina. Pero la puerta correspondiente al dichoso retrete de marras se mostraba la mar de esquiva. Y sin duda que había un único culpable. Y de pensar en
ÉL,
se le heló la hemoglobina en las venas.
“Respira hondo, chaval. CAMALEÓN no existe. NO PUEDE EXISTIR.”
“Y un cuerno de toro.”
“Está bien. Digamos que existe. En tal caso tienes que plantarle cara. Bastar de mojar la
cama. Este colegio sólo te acepta a ti. Para nada quiere tener a un fantasmita de
pacotilla entre sus alumnos.”
“Vaaale… Lo que tú digas.”
– Fantasma. No te tengo miedo. No me asustas nada – se dijo en voz alta, hasta gallear un poco.
Sus pasos firmes resonaron por los aledaños de la enfermería.
“Cerca de aquí tiene que haber un cuarto de baño. Esta zona no te pertenece CAMALEÓN.
Aquí no hay NIÑOS.”
(excepto yo, claro)
Estando en el ecuador de otro pasillo alternativo, escuchó la terrible risa recia y prominente materializándose en el mundo de los vivos. No muy lejos de donde se encontraba, quedó proyectada la sombra alargada y distorsionada de la entidad diabólica, que supuestamente existía simplemente en las entrañas de su mente infantil.
– Te estás meando encima, ¿eh, Ventosino? – siseó una voz del todo pérfida, disimulada entre las macetas ornamentales de dos palmeras en miniatura. – Y nadie va a acudir en tu ayuda…
“Nadie. Pero que absolutamente nadieeee…
“Y por lo tanto, tu linda vejiga de mocosete va a reventar con la sonoridad de uno de mis globitos de chicle. Alargaré la garra de uno de mis dedos engurruñados, y te la PINCHARÉ. Y hará ¡plof!
– ¡NO!
Se volvió pero no encontró a nadie. Los jadeos acelerados de Rufo ocuparon el lugar dejado por la respiración cadavérica de la vil criatura.
– Existo, Rufinete, vaya si existooo…
– ¡Ni hablar! No eres una cosa que se puede tocar y oler- se rebeló Rufo.- Así que no te temo nada.
Se olvidó de la voz maliciosa y continuó con la búsqueda de un cuarto de baño que habría de aliviarle de lo lindo.

Media hora más tarde, la “seño” Morales dio por concluída su emblemática clase de matemáticas. Anotó la ausencia descarada del alumno Rufo Ventosino de la Garriga en la hoja color sepia del parte de incidencias del día, y saliendo de forma precipitada del aula, se refugió en la sala de profesores, contigua al despacho del Director.
Precisamente encontró al Director Fernández Hinojosa tomándose un café cortado, a la vez que leía con sumo interés la primera plana de la gacetilla escolar editado por la propia institución académica, sentado encima del borde de una de las mesas metálicas del profesorado. La maestra lo abordó sin disimular su malhumor.
– Esto que acaba de ocurrirme es inaceptable, señor Fernández.
– ¿Qué sucede, profesora Morales? – se interesó, dejando la gacetilla a un lado.
– Un alumno. Ha aprovechado la supuesta necesidad de ir al baño para evitar la clase, estableciendo de esta manera un agravio comparativo con respecto a sus compañeros.
– No me diga que ha decidido evadirse de nuestra “disciplina”, para entrar en otra más rígida y de orden castrense como lo es la “mili”. Menudo muchachillo más precoz.
– Venga señor Director, que ya se me entiende.
– Con que el diablillo ha hecho novillos, ¿eh?
– Vaya si se ha apuntado a la tendencia de la vagancia, el muy granuja.
El Director Fernández adoptó una postura vertical, erguido como una lámpara de art decó.
– A ver, dígame cómo se hace llamar ese pillastre.
– Ventosino. Rufo Ventosino de la Garriga. No si ya de nombre le viene el dislate – la “seño” Morales se lo soltó todo con la premura delatora del confidente de un policía de métodos pocos ortodoxos.
El señor Fernández se acercó a un archivador y extrajo el cajón correspondiente al curso 3ªA.
Hojeó entre sus fichas.
– Ventosino. Ventosino de la Garriga… Ah, aquí le tenemos.
Extrajo la ficha del referido alumno, trasladándose con ella hacia la única mesa funcional de la sala que disponía de un supletorio con conexión externa.
– Voy a comunicar la jugarreta del mocete a sus progenitores ahora mismo. Aunque lo más probable es que expresen su desconocimiento del asunto en cuestión.
Marcó el número doméstico de la familia Ventosino.
– Si no se hallan en casa, habrá que posponerlo, para insistir más tarde. ¿Se ocuparía usted de ello? Luego estaré sumamente ocupado con la delegación canadiense integrada en el proceso de intercambio académico de alumnos con el colegio “Francoise Lafayette”, de Ontario, y que en este caso compete a la muchachada de sexto grado.
– Sí, sí. Cómo no.
El Director se mantuvo tieso en su porte, esperando que alguien descolgara el receptor al otro lado del hilo telefónico. El tono de espera se hacía tan dilatado en el tiempo, que estuvo en un tris de colgar. Entonces…
– Esto… Perdone. ¿Es usted la madre de Rufo Ventosino de la Garriga, verdad?
Miró con complicidad a la profesora Morales.
– Verá, señora Ventosino, lamento llamarla para ponerle en el triste conocimiento de la falta de asistencia de su hijo a la clase de matemáticas.
– De hecho ASISTIÓ – se inmiscuyó la maestra. – Dígales que asistió, pero que a mitad de clase emprendió las de Villadiego.
El Director le hizo señas con la mano libre, advirtiéndola que ya había reparado en el detalle.
– Su hijo Rufo aprovechó el permiso concedido por la profesora para ir al excusado, y desde ese mismo instante no se tiene una referencia clara de su paradero.
Por el micrófono del auricular le llegó un suspiro enternecedor.
“…”
– Sí, señora. Según nos atengamos a la declaración creíble de la profesora Morales, Rufo expresó de viva voz su necesidad perentoria de ir a los lavabos.
Una sucesión de suspiros y susurros aclaratorios.
“…”
– Ah, no. Terrible.
La maestra no tardó demasiado en percatarse en el impacto emocional que estaban causando las justificaciones maternales del comportamiento del niño rebelde en la personalidad de su superior, que hasta dicha fecha del calendario habíase mostrado como un dechado de serenidad imperturbable.
Los bisbeos de la madre de Rufo continuaban buscando amparo y consideración en el sentido auditivo del Director.
“…”
Los ojos de Fernández se encendieron como ascuas vivas en la fogata de una acampada.
– ¿Y me asegura al completo que lo… “domina”? Ya. Comprendo. Sí.
” No, no hay ningún problema. Afortunadamente no hemos requerido la destreza de la policía local. Comprendo la situación. Y más en concreto, la asumiremos de aquí en adelante. Baste que le diga por añadidura que lo haré constar en su expediente. De acuerdo, señora Ventosino… Lamento haberla alarmado sin ningún motivo fundado.
” Adiós, señora. Que Dios vele por sus intereses, tanto de usted, como del chico.
El señor Fernández colgó el receptor en la horquilla. Se quedó mirando veladamente la ficha de Rufo Ventosino.
– ¿y bien…? – se interesó la maestra, irritada por haber quedado relegada al ostracismo.
El venerable hombre parecía estar asistiendo a una sesión subliminal de hipnosis terapéutica hasta que reparó en la presencia de la docente.
– Dígame.
– Estoy dispuesta a olvidarme del salario de media jornada de clases lectivas a cambio de conocer el paradero del niñato.
– El señor Rufo Ventosino está virtualmente… “extraviado”.
– ¿Cómo dice usted?
Iba a desentrañar el misterio en ese mismo momento, cuando irrumpió la profesora de educación física, la señorita Berta Henares. Entró completamente excitada:
– ¡Señor Director! Hay un chiquillo…
” Hay un niño realizando sus necesidades en el cuartucho destinado al mantenimiento de las instalaciones deportivas.
– RUFO VENTOSINO…Ahí te quiero ver – musitó en la nada, antes de volverse de cara hacia la profesora Morales. – Ahí lo tiene, mi estimada profesora. No ha hecho novillos de ninguna clase. Simplemente ha estado gran parte de la mañana buscando los urinarios, y al no encontrarlos, como era de suponer en su situación, ha evacuado sus… “cosillas” en el primer cuarto asequible que ha encontrado.
La profesora no podía salir de su particular e intransferible asombro, en tanto la señorita Henares se sentía ajena a la conversación. La primera retornaría a la carga:
– Pero… Entonces ese mocoso está corto de entendederas. Si el cuarto de baño más cercano está justo enfrente de su propia clase.
El Director frunció el ceño, agitando la ficha del alumno.
– NO ESTÁ MAL – se obstinó con mal talante. – Tan sólo tiene miedo a no poder LOCALIZARLO.
” Acuérdese de los fantasmas de su propia infancia. Sí, sí, anímese a retroceder unos años en su vida, en este caso cuarenta o cincuenta. Los tenebrosos vericuetos de la fecunda imaginación infantil acostumbran a jugar malas pasadas. Infunden… MIEDO. Y esa impronta angustiosa le hace en este caso al alumno Rufo Ventosino revivir una pesadilla diurna, real y constante en la duración: nunca dará con la existencia de los servicios de caballeros porque una entidad invisible a los ojos de los demás se lo impide, empleando para ello todo tipo de artimañas ignominiosas.
Fernández estaba defendiendo con tanto ardor y empeño al alumno Ventosino, que la ficha del chaval sostenida con exacta precisión entre los dedos de las manos estuvo a punto de fragmentarse por la mitad en un sesgo sonoro de papel desgarrado. La “seño” Morales posó una mano caritativa y comprensiva sobre el antebrazo del Director, contemplando de lleno como el rostro del hombre quedaba ahora bañado de un sudor frío, casi febril.
– Esa insensatez se lo ha dicho su madre, que estará locuela – asumió la mujer, desilusionada.
– En efecto.
– ¿Y aprueba tamaño comportamiento?
El Director señaló con la diestra hacia la puerta que comunicaba directamente con su despacho privado. Estaba medio entornada hacia adentro. Se acercó y la abrió del todo. Miró hacia su mesa de baquelita. Debajo de la mesa se escondía entre las sombras algo de naturaleza metálica, de cuya parte superior sobresalía un agarradero manual en forma de estribo ahuecado.
– ¿Atisban a ver ese orinal de allí? – se ofuscó al revelar la horma de sus pesares con las dos mujeres flanqueando el quicio de la entrada. – Lo llevo haciendo de este modo tan indecoroso desde el cuarenta y uno. Mi ancestral “amigo invisible” prosigue empeñado en gestarme la misma y ordinaria broma de siempre, orquestando toda clase de trucos ópticos, consiguiendo ponerme en más de una ocasión en un bochornoso y humillante brete cuando circulo por los lugares públicos.
” Por eso me identifico plenamente con los padecimientos emocionales de Rufo Ventosino.
Cuando desplazó la vista inestable y vidriosa hacia la fisonomía de las dos mujeres, observó a PESADETE balanceándose en vilo cual chimpancé de la lámpara de diseño vanguardista que pendía del techo ubicado justo en medio del espacio establecido entre el buró y la puerta de acceso. El diablillo impertinente semientornó los párpados violáceos, riendo por lo bajini, exhalando la fetidez de su respiración por las fosas nasales.
– “Miguelete” Fernández… MIGUELETE FERNÁNDEZ…- se regodeaba PESADETE en un sonsonete desesperante.
Antes de que el Director pudiese cerrar los ojos para no verle más por el momento, la sonrisa desquiciada enfatizada en la brillantez demencial de su dentadura insanamente anormal, en donde cada pieza dentaria asemejábase a una media luna de filo inferior cortante, le marcaría profundamente en su ser mancillado y doblegado por el marchito pasar de los años como el hierro al rojo vivo que marcaba el destino fatídico de un ternero criado para el mero deleite del consumo humano.

Calipso actualizada

Se hallaba Federico enfrascado en la ardua y nada gratificante labor de marcado del hierro familiar en las exiguas caderas de las vaquillas y becerros cuando surgió el imprevisto de la estremecedora petición de ayuda por parte de la hermana, aún en fechas de cumplir la mayoría de edad. La chiquilla se abalanzó de pecho sobre la cerca, oprimiendo la madera rústica y maltratada del listón superior con tanto exceso, que más de una de sus uñas quedó mellada.
Esa mañana, de infausta remembranza para ellos dos, nació con el atributo canicular del sofocante estío. Apenas cabía respirar con suficiencia si acaso se realizaba un esfuerzo físico de lo más generoso, tal como era haberse recorrido una media milla larga de distancia desde la casona colonial donde residían con su padre hasta el recinto acotado donde se guardaba el ganado. El camino recorrido era pedegroso, más propio de transitarlo montado a caballo o en carreta, que a pie y a ritmo de caminata lo más apremiante posible, razón por la cual la azarosa presencia física de Fidelita estuviese rociadita del sudor por la trotina, con las vestiduras camperas destempladas y moteadas de círculos de acuosa transpiración axilar y pectoral.
Federico se contuvo de perfil, sin erguirse del todo, sosteniendo el hierro de la divisa de los Marañones Gaztañaga en oblicua alzada. El ternerillo, inmovilizado a los pies del heredero del clan familiar por el uso de dos recias maromas que contenían su ímpetu bravo por las fuerzas temperamentales de dos mozos de campo, se dejó domeñar por un intervalo de segundo antes de revolcarse sobre el costado derecho en el momento mismo que habló Fidelita:
– ¡FEDERICO…! ¡Ay, Federico! Nuestro padre… ¡Ay, padrecito nuestro!
Su hermano arrojó el hierro candente sobre el firme terroso del redil de separación, acercándosele raudo y solícito. La faceta latente de la preocupación guardó clandestino refugio en las facciones grises de su rostro flaco y por desgracia, nada apuesto, curtido ya por los años que conforman la integridad de los cuarenta. Al poco de colocarse frente a Fidelita hizo posar la mano diestra sobre uno de los hombros de la pobre desconsolada.
– ¿Qué acontece, hermana? ¿Qué le ha pasado a nuestro progenitor?
– Ay, Federico… Ya conoces lo mal que tiene la osamenta. Tan debilitada la tiene, que cualquier pieza por minúscula que sea que se presente en el trayecto de su caminar, le hace correr el gran riesgo de descalabrarse de por vida.
– Si, claro que lo sé, Fidelita. Por eso le instamos a que utilice la silla de ruedas bajo la celosa vigilancia de la enfermera contratada a tal efecto.
– Pues no sabes, Federico, que la incapaz de la enfermera estaba ausente porque se había encariñado con uno de los lacayos de la guardia de la hacienda, y estando ella muy ocupada en una de las estancias del piso superior, al padrecito le apeteció aliviarse, y sin poder aguantarse de ganas por más tiempo, se nos puso erguido y presto como si aún fuese el muchacho sano y fortachón de su añorada juventud, y al arrimarse de medio solapillo por el corredor que conduce al cuarto de aseo, perdió pie y medio por un pliegue mal dispuesto de la alfombra, y sin mayor afán que propiciar el duelo general de la familia, cayó sin reservas posibles contra el canto de una mesita rinconera, la volteó y se desnucó contra el auricular del teléfono, que está compuesto de un material romo, nítido y contundente. Me es harto imposible poder precisar en tiempo el rato que llevaba postrado en esa postura moribunda, ya que para cuando me lo encontré, un charco de sangre, oscura, oscura, circundaba la parte posterior de su grueso cuello. De lo demás, no más rememoro su efigie lánguida, con los ojos sellados pestaña con pestaña y con el micrófono del receptor del teléfono emitiendo un constante e impertinente “pri-pri-pri”.
Una vez relatada la triste muerte de su padre con la relación de los hechos tal como sucedieron, Fidelita clavó la energía agotada y lastrada de los luceros en la inmensidad del estrato celestial, en cuyo horizonte el astro solar evidenciaba la soledad matinal alejado del más mínimo trazo nuboso que pudiese ocultar su disco esplendente de la mera observación mundana; y sumiéndose en el ojo central de un remolino de sentimientos afectivos, la joven padeció un desmayo de pura lógica emocional, reposando su ser sobre la permanente rudeza del suelo.
– ¡Fidelita! – exclamó Federico, sorteando el tramo de vallado de un poderoso brinco atlético, alcanzando el lado opuesto con la intención de prestarle a su hermana los primeros auxilios. Pudo apreciar aliviado que la mencionada respiraba con aparente normalidad. Conforme empezaba a reponerse del vahído, Federico colocó su camisa de franela en forma de almohadilla debajo de su cabeza, y llamando a los vaquerizos más cercanos, les ordenó con predecible vehemencia que cuidaran de ella conforme él acudía a la hacienda, dispuesto a comprobar el óbito de su padre en primerísima persona.

*****

Encontró al principal valedor y promotor de la familia en la disposición anímica que Fidelita le hubo expuesto entre profusión de gimoteos y lagrimones. El cuerpo se hallaba discretamente tendido de espaldas contra el tapete de vivos colores propios del folklore mejicano, con la base de la nuca rematada contra el asidero del receptor del teléfono. El círculo irregular del charco de su sangre se tornaba grumoso y espeso y tendía a ir adquiriendo una traza oblonga similar a la masa de las tortitas de maíz al echarla sobre la sartén.
– Padre – murmuró desolado. Se arrodilló ante el rostro exangüe del patriarca que impulsó una de las ganaderías cárnicas más respetadas desde la paradójica sima de la nada. El rotar del pulso arterial se le disparó hasta alcanzar el límite que antecede a la furia descontrolada. Se puso firme, furioso y desatado como una tormenta de verano, y recorriendo la planta baja de la vivienda se dedicó a buscar a la autora de la muerte anticipada de don Pedro Marañones Gaztañaga por la impericia de su negligencia.
– ¡Enfermera! ¡ENFERMERA! – voceó entre las paredes maestras con tal relieve y apremiante pujanza, que su llamada a filas retumbó con la sonoridad de un alarido de guerra irrefrenable que diera inicio a la conquista de la empalizada enemiga.
– ¡Enfermera! – continuó, enardecido ante cada negativa recibida.
Una vez que se hubo cerciorado de la no presencia de la enfermera en la planta baja, asumió el pie de la imponente escalera principal de madera de nogal que culminaba en las dependencias superiores.
Su petición de carácter infinito, acorralando a la persona que buscaba sin cesar:
– ¡ENFERMERA…!
Recorrió el descansillo antes de acometer el vasto rellano de las habitaciones de uso privado.
Estuvo predispuesto a gritar una nueva demanda cuando la puerta de tallado artesanal, correspondiente a uno de los aposentos del ala oriental – precisamente se trataba del suyo propio – quedó mínimamente entreabierta. Apenas percibió el halo de un dedo femenino, apartándose a destiempo del largo derecho del marco, con la perspectiva de la habitación expuesta al exterior a través de la franja rebosante de oscuridad. Las persianas se mantenían aún echadas, costumbre inalterable de una de las muchachas de la servidumbre cuando le correspondía rehacer la cama balda quinada.
– ¡Enfermera! -rugió Federico, irrumpiendo en su dormitorio encendiendo las luces procedentes del centro del techo artesonado, agrupadas y diseñadas en forma de una costosísima lámpara araña de dátiles cristalinos colgando a modo de ornamento de cada uno de sus brazos.
Se le cortó la respiración al encontrar a la enfermera desvestida encima de su lecho, envuelta por las cortinas de tul gasificadas que evitaban la intrusión de los mosquitos. Por vez primera reparó en la indudable belleza de la mujer, de fino talle, consentidos y tersos senos, largas piernas torneadas y tersa piel del tono de la canela. El uniforme blanco que informaba de su supuesta dedicación plena hacia el bienestar de los enfermos permanecía doblado contra el recto y alto respaldo de una rancia silla de imitación isabelina, con los zuecos al pie de la misma. La figura estimable de la asistenta se mecía entre el cortinaje de tul, desvelando la placidez sensual de su semblante cada vez y ocasión que la corriente de aire mecía la tela. Tenía las cejas y los cabellos barnizados por el tinte, éstos últimos recogidos en una extensa trenza de complicada elaboración. La tez le respetaba su entrada en la sutil elegancia de la treintena. El iris de sus ojos reflejaba el rastro de un fino pincel de tinte castaño miel. Los pómulos salientes en armonía consensuada con la curvatura del delicado mentón. Y realzando este singular empacho visual y carnal, los labios carnosos, henchidos de la tonalidad nutritiva del melocotón.
– Ven conmigo, Federico… – se insinuó la mujer, serpenteando los brazos y balanceando la cintura con sensualidad manifiesta asentada encima de las rodillas.
Federico bosquejó en un único segundo una retahíla de fantasías lindante lo pecaminoso, estando a un milímetro de dejarse llevar por los arrullos libidinosos emergentes de la afrodisíaca anatomía de la mujer, pero la memoria ilustre y presente de su padre lo mantuvo sobrio y ecuánime.
– Federico…- musitó nuevamente la enfermera, arrimándose al lado más proclive al contacto directo con el principal heredero de la fortuna de don Pedro. La cortinilla de tul quedó descorrida, exhibiéndose y dejándose llevar cual atrayente sirena marina.
– ¡NO! – se negó en escucharla.
“¿Cómo piensas que voy a tener la intención de acostarme contigo, cuando tu irresponsable dejadez ha ocasionado la muerte de mi padre?
– Yo no lo maté, Federico…
– ¡Pero cómo os negáis en decir la verdad! Mi hermana me ha informado de la forma en que le dejasteis a solas para mantener relaciones íntimas con uno de mis guardas…
Federico estaba en ardua lucha contra sus deseos más irracionales. La mujer era demasiado hermosa. Estaba seguro que NUNCA ANTES lo había sido. Él era un hombre de soltería celebérrima en el rancho pero de instintos bajos. Las juergas que se corría en los lupanares eran de sobra conocidas en toda la región, y si aquella mujer hubiera sido realmente bella desde un inicio, él, Federico Marañones, el más macho de todos, no habría tardado ni un minuto en cortejarla desde el principio hasta convertirla en una más de sus muchas amantes.
La figura libidinosa continuaba pródiga en sus cadenciosos movimientos y requiebros de serpiente encantada.
– Ven conmigo, Alfredo…- susurró la damisela, situándose a su lado.
– Yo NO soy Alfredo.
“Alfredo Laborda es mi lacayo – matizó Federico, estremecido por la revelación. Dio unos cuantos pasos hacia atrás y agachándose con presteza sobre el suelo entarimado, se puso a atisbar debajo de la cama. Debido a la oscuridad imperante en buena parte de su interior, sólo lograría entrever las plantas de los pies descalzos del infortunado subalterno carente de toda vitalidad en la misma dimensión que lo estaba su padre.
– No te vayas de aquí, Federico… No te alejes de mí… Sólo deseo que seamos uña y carne. Marido y mujer. Ahora heredarás la hacienda y las tierras de tu anciano padre. Me tendrás siempre a tu lado aunque no te prometo la continuidad de tu linaje, pues la esencia de mi raza no es proclive al mestizaje entre distintas especies, al menos con gente del talante de don Pedro y vos…
– No menciones más el honorable nombre de mi padre, bruja infame…
– No te queda otra que sucumbir a mi hechizo inofensivo… No eres más que un simple mortal de carne, huesos y sesera.
– No me digas. ¿Y Vos, qué sois?
– Yo soy Eterna. Todas nosotras lo somos, ya que convivimos en la noche de los tiempos.
Y sin entrar en mayores consideraciones, la hechicera se abalanzó sobre Federico, abrazándolo con la firmeza de una fiera hambrienta que jamás soltará a su presa hasta haberse alimentado de su carne

*****

Fidelita estaba regresando a la hacienda “La Más Querida”, cuando vio de lejos la figura de su hermano llevando del brazo a la inútil de la enfermera ante una de las calesas dispuestas ante el porche de la entrada de la casa. La joven apresuró sus pasos, pero para cuando llegó frente al frontispicio del hogar de los Marañones, Federico ya se encontraba de pie sobre el pescante, ahíto de frenesí por hostigar a los trotones con el ímpetu del látigo y el estímulo de las riendas.
– ¿A dónde vas hermano con esa desdichada?
“Antes hemos de disponer los preparativos del velatorio de nuestro padrecito -tuvo tiempo de interpelarle antes de que emprendiera camino lejos de la finca.
– No te preocupes, Fidelita.
“Nos vamos a la ciudad para iniciar los trámites del funeral y su posterior entierro. Y dado que nos piílla de paso, aprovecharemos la visita al padre Dimas para confirmar mi unión con Silvana en santo matrimonio – respondió su hermano en tono monocorde sin volverse de medio lado para mirarla a la cara en el momento del adelanto. La calesa avanzó a buen paso por la vereda que partía de la hacienda con la rejuvenecida prometida en la parte trasera esbozando una tenue sonrisa que simbolizaba externamente su irremediable triunfo.
– ¡Dale fuerte a los animales, Federico!
“Sabido es que no deseo permitir que tu amado padre permanezca expuesto más de lo debido ante los rigores de la descomposición. Hete tú que embalsamado quedará de mil maravillas – comentó a su obediente siervo, la llave maestra que iba a concederle el manejo firme de “La Más Querida”, permaneciendo en franco silencio durante el resto de la travesía.

La excesiva atención del sr. Stern dispensada a la tv

El sonido altisonante emergente del “Black Trinitron” invadía los sesenta metros cuadrados de los que constaba el sólido y asentado apartamento arrendado por los Sterns.
Randolph Stern, un hombre de aptitudes solemnemente deportivas, aún a pesar de la acumulación perenne de carnes superfluas replegadas gustosamente en torno del dilatado vientre, hallábase hundido en el mullido butacón de piel de saco sintético con una escudilla plateada atiborrada de pepitas chocolateadas “M&M´s” sobre el regazo notorio además de dos respetables botellones de tres cuartos de litro de cerveza translúcida “Lite” jalonando las zapatillas afelpadas albergadoras de sus pies enormes y deformes por el uso inadecuado y continuado de calzado deportivo de treinta dólares.
El señor Stern estaba ataviado de forma del todo informal permaneciendo en paños menores, con una camiseta sonrosada de algodón y de poliéster en una proporción textil del 67 y del 33 por ciento respectivamente, calzoncillos estilo “bóxer” (plenamente famosos desde que Mike Tyson cometiera ese desliz con la Miss América Negra), y calcetines de lana de reciente vigencia en la liga menor de béisbol de la zona Norte de Manhattan, en su caso correspondientes al equipo local de los Drifters de Newport, equipo regido bajo su dirección técnica a mediados de los años setenta.
Ensimismado bajo la influencia hipnótica de la pantalla parpadeante de su aparato de televisión, el señor Stern no estaba para otra cosa que para asistir desde la distancia del hogar al devenir victorioso de los “Yankees”. El equipo neoyorquino estaba venciendo y convenciendo en la cuarta entrada por el global de cinco carreras a una a los “Braves” de Atlanta.
– Seguid así, hijitos…- les respaldaba con su recia voz, sorbiendo una gélida cascada de cerveza directamente del gollete.
Las voces de los comentaristas del evento deportivo elevados a la quinta potencia.

“- HOY LOS HIJOS DEPORTIVOS DE TED TURNER PARECEN ESTAR DE LUTO RIGUROSO. LES FALLAN LAS FUERZAS A LA HORA DE IMPRIMIR A LA PELOTA LA DIRECCIÓN ADECUADA.”


“- EN EFECTO, TOM. SE LES NOTA AGARROTADOS. ES LO QUE YO DENOMINO COMO “EL CANSANCIO DE LOS BÍCEPS”; ES UNA SENSACIÓN DESAGRADABLE, QUE TE HACE SENTIRTE IMPOTENTE, COMO SI TE HUBIERAS PASADO LA MAÑANA ENTERA CARGANDO Y DESCARGANDO EL MOBILIARIO DE UNA FLOTA ENTERA DE CAMIONES DE MUDANZA. NO ESTAN MENTALMENTE EN EL PARTIDO, Y AUNQUE AÚN RESTEN LAS ENTRADAS SUFICIENTES COMO PARA INTENTAR ARREGLAR ESTE TERRIBLE DESAGUISADO, NO SE ATISBA LA REACCIÓN QUE TODO EQUIPO DE TENDENCIA GANADORA HA DE TENER PARA PODER SACAR UN ENCUENTRO DE TAL ENVERGADURA HACIA DELANTE, EN BENEFICIO DE SUS INTERESES.”

Enfrascado como estaba el señor Stern, no percibía el trajinar de su esposa en la cocina.
– Randolph… Te tengo dicho que no apagues los cigarros en la taza del café. Tendrías que extremar de una vez tus dichosos modales en la mesa – le llegó la voz ajetreada de la señora Stern.
El señor Stern se arrascó las zonas nobles, retorciendo ligeramente el pescuezo en dirección a la jamba de la cocina.
– ¿Qué has dicho, Marge? No te he entendido ni papa.
– Los cigarros. Que no los apagues en la taza del café.
El partido iba in crescendo en interés. El señor Stern aumentó ligeramente más el volumen del televisor.

“- LA CURVA ADQUIRIDA POR LA PELOTA LE HA INSINUADO A ROBERTO LARRAÍNZAR QUE QUEDARÍA A MEDIA ALTURA, PERO COMO SE APRECIA EN LA REPETICIÓN A CÁMARA ULTRA LENTA, LA PELOTA LE HA LLEGADO CASI MUERTA, FLOTANTE, Y PARA CUANDO SE HABÍA SITUADO DE FORMA ADECUADA PARA EFECTUAR EL GOLPE, YA HABÍA BATEADO A DESTIEMPO…”


“- ESTÁS EN LO CIERTO, TOM. BOBBY LARRAÍNZAR HA ESTADO MUY CÁNDIDO EN LOS TRES LANZAMIENTOS. AQUÍ SE HA VISTO LA EXCESIVA JUVENTUD DEL BATEADOR. HA PECADO DE PARDILLO. Y LO MALO ES QUE SI NO SE CENTRA Y CONTROLA SUS NERVIOS, LE PRECONIZO UN FUTURO NADA HALAGÜEÑO EN LAS LIGAS MAYORES. Y SERÍA UNA LÁSTIMA QUE UN JUGADOR DE TANTA PROYECCIÓN QUEDASE EN NADA.”


– ¿Me oyes, Randolph?
– Sí, Marge…
“Ya apagaré los malditos cigarros puros en otra parte…
– ¡Randolph! NI SE TE OCURRA.
– Marge, estoy viendo el partido…
– Los ceniceros fueron concebidos para una determinada misión, y por si se te ha olvidado, ésta consiste en sofocar los insidiosos cigarros que te fumas a la hora de cenar. Y todavía ni has sido capaz de estrenar ni uno de los tres que te compré en la tienda de Tania Berkinson.
– Marge. Disculpa, pero es que estoy viviendo el partido de béisbol MÁS IMPORTANTE de la temporada regular… No te puedo escuchar. El sonido ambiental del estadio es tan endemoniadamente fuerte, atronador, SALVAJE.
Hizo subir el volumen del aparato una porrada de decibelios más.

“- ¡FANTÁSTICO! EL “HIT” DE RIVAS ACABA DE MANDAR LA PELOTA AL ESPACIO EXTERIOR. A PARTIR DE ESTA FECHA SE PUEDE AFIRMAR QUE LA TIERRA DISPONE DE UN SEGUNDO SATÉLITE: EL SATÉLITE “FREDDY RIVAS”.”

– ¡AH-JA-AH! – bramó el buen hombre, desbordante de adrenalina vikinga.
– No hay quien te haga cambiar ninguno de tus malos hábitos, Randolph Stern – farfulló la señora Stern, desabrida.
El partido continuó, y Marge terminó de fregar la vajilla apilada dentro de un barreño metálico.
Entonces se reprodujo el sonido frenético del timbre de la puerta.
El señor Stern fue incapaz de oírlo, pero sí en cambio la señora Stern.
– Ya abro yo. Ya abro yo… COMO SIEMPRE – masculló con voz agria la mujer, dirigiéndose por el recibidor hacia la puerta principal.
El señor Stern vibró con un “home-run” de los “Yankees”, haciendo estremecerse el piso de tarima flotante del suelo al rebullirse descontroladamente entre los brazos desgastados del butacón.
Las ondas expansivas del seísmo artificial hicieron de vibrar al resto del mobiliario de la sala.
– Vales tu peso en oro de ley, Ricky Álvarez… Vaya si lo vales.
La señora Stern gruñó al oír el estrépito procedente de la sala (muy pronto la propia naturaleza delegará las funciones de la Falla de San Andrés en mi propio marido), y sin mayor dilación, abrió la puerta, olvidándose de haber mirado previamente por la mirilla de seguridad.
Por el hueco dejado por la puerta media abierta – apenas una ranura de treinta centímetros – se deslizó hacia el interior del apartamento una ráfaga de aire cortante y acto seguido una cabeza encapuchada se interpuso entre el quicio y la hoja de la puerta,
Los ojos ovalados con un iris azul púrpura se situaron a la altura de los ojos de la señora Stern, y el aliento fétido del fumador compulsivo del hombre la envolvió como si fuese una nube de humo.
La boca recortada en la lana del pasamontañas negro mostró la fila superior de la dentadura, y sorbiendo las encías, la punta de la lengua color salmón.
Nada más apreciar esa cabeza camuflada de negro, quiso gritar.
– Silencio, vieja puta…- graznó el asaltante.
La figura enorme y robusta se coló impunemente por la ranura reseñada.
La señora Stern estaba muda por la impresión.
Tensando una cuerda adherente de nylon, se echó encima de la frágil señora; se la hizo ceñir alrededor del cuello, aplastándola con su cuerpo contra la pared, cerrando la puerta de una patada.
– Muere, puerca… MUERE.
Anudó la cuerda por detrás de la nuca de la mujer mayor y apretó de lo lindo.
Concentrado en su quehacer.
Decidido en sustraer la débil vitalidad de ese rostro comprimido por la desazón y el ahogo.
La vista de la señora Stern se perdía en el techo.
Sus brazos cayeron a ambos lados de sus costados.
El encapuchado apretó de firme, rayando en el sadismo.
El hálito de la mujer se resecó en el aire.
Escuchó un crujido óseo, y dejó de estrangularla con la cuerda.
La señora Stern se desplomó quedamente sobre el suelo como un enorme fardo de avena depositado sobre un lecho de paja, con el rostro amoratado y sin vida.
El encapuchado la miró, impasible, ligeramente más apaciguado una vez eliminado uno de los estorbos de la vivienda.
Entonces le llegó la voz ronca de un hombre.
Un compendio de vocablos medio difuminados al vadear el riachuelo de los sonidos altisonantes que balbuceaba un televisor de importación tailandesa:
– Marge, tráeme otra bolsita de “M&M´s”.
“Que se me han acabado los “suministros”.

El señor Stern advirtió la llegada silenciosa de Marge con la bolsita de chocolatinas. Extendió de manera amorosa la mano derecha, sin apartar la vista de la pantalla.
La bolsita de “M&M´s” le fue entregada y la estrujó entre los dedos. La rasgó a continuación, y sin más preámbulos, vertió su contenido en la escudilla.
– Gracias, Marge. Ya puedes retirarte y seguir con lo tuyo.
– ¿Qué tal van tus existencias de cervezas? – se interesó Marge con voz relamida.
El sonido ambiental del estadio era estruendoso a más no poder.
– ¿Las cervezas? Muy bien. Aún me queda una botella.
– ¿Qué tal van los “Yankees”?
– Pero si nunca te ha gustado el béisbol…
Para cuando el señor Stern había reparado en la siseante voz masculina, la cuerda ya estaba enrollada de la forma más conveniente alrededor de su enorme papada.
El enmascarado apretó con ganas de devorar vidas ajenas.
agggg
El señor Stern se quiso incorporar, y de hecho pataleó al principio. La escudilla con las chocolatinas derrapó desde su regazo al suelo, y las dos botellas de cerveza se desparramaron sobre la alfombra oriental, con la botella llena vertiendo todo su contenido.
– Estese tranquilito, amigo…- le susurró el enmascarado al oído.
La resistencia pertinaz del señor Stern fue decreciendo muy a su pesar, así como su rostro opulento fue adquiriendo unos tonos oscuros similares al azul de la visera de los “Yankees”.
– Quedan dos entradas, y los “Yankees” ya vencen por doce carreras a tres – le informó el intruso al señor Stern.
“Es virtualmente imposible que pierdan el partido.
“Imposible, le digo…
“Es tan improbable que pierdan, como que usted siga con expectativas de vida de aquí en adelante. Y si en lo deportivo soy un mero aficionado, en lo segundo puedo afirmarle (sin miedo a equivocarme), que soy un experto en la materia.


“¿Me oye, señor?
“me oye…
“señor…

Petición de aumento de sueldo

Andrew Bullock era un necio y un inútil, pero que intentaran tomarle el pelo era otra cosa.
Enzo Giraldi tenía las oficinas centrales en una barriada de los suburbios metropolitanos de Chicago. Andrew estacionó su Buick destartalado justo al lado de la entrada, atropellando a dos hombres bien vestidos y con semblante impávido flanqueando las falsas columnas decorativas.
Ninguno de los dos se quejó. Murieron con las botas puestas.
Andrew se caló el sombrero de fieltro de los años cuarenta y atravesó el vestíbulo. La recepcionista lo vio llegar con el rostro incrédulo.
– Avisa al signore Giraldi que Andrew Bullock arde en deseos de verle – dijo el abrupto visitante a la nerviosa empleada.
La chica se lo comunicó por línea interna. Recibió las instrucciones oportunas y frunció el ceño, simulando un inicio de disculpa.
– El señor Giraldi está muy ocupado en este momento. Tal vez con cita concertada para la semana que viene – dijo tratando de no morderse las uñas.
– No puedo esperar tanto. Voy a subir a verle de inmediato – sentenció Andrew.
En ese instante le salió al encuentro otro de los esbirros del señor Giraldi.
Andrew forcejeó ligeramente con él, hasta lograr noquearlo de un certero puñetazo en el hígado. Se lo quitó de encima y ascendió al piso superior por las escaleras de mármol.
Cuando llego al pasillo central, le esperaban dos hombres empuñando pistolas automáticas.
Andrew se ocultó detrás de una esquina y los fue hostigando con su Sig-Sauer. La refriega duró un breve período de tiempo, el necesario para anular la agresividad de los dos pistoleros. Cuando pudo recorrer el pasillo hasta la antesala al despacho de Enzo Giraldi, sorteando los dos cadáveres, tiró la puerta derecha de una contundente patada y se enfrentó al capo italiano, quien estaba oculto debajo de la mesa de su escritorio.
Andrew estaba eufórico.
Lo tenía a su merced.
Dispuesto a tener que escuchar su reiterada petición de aumento de sueldo.
O ganaba más por sus prestaciones como asesino profesional, u hoy era el día que se quedaba sin jefe y sin empleo.

¿El suicidio de un limpia cristales americano?

No debió ocurrir de la manera en que todo sucedió. Patrick Wicks era limpia cristales de un rascacielos enorme de cincuenta plantas. Con su andamio móvil se manejaba con la gracilidad de un rinoceronte en una tienda de televisores de pantalla de plasma. Era muy torpe, desmañado, bruto y enérgico sobremanera. Por eso trabajaba siempre solo. No había ni un sólo compañero que quisiera compartir andamio con él al lado. Resumiendo, era un peligro público.
Tarde o temprano tendría que caer de cabeza sobre algún transeúnte despistado que estaba hojeando el New York Times. Aún así, el bueno de Patrick tenía la suerte de cara. Esa misma mañana, sobre las siete, su pie derecho se enredó en la cuerda, tropezó y cayó por la borda. Aulló como un descosido, viendo llegar la acera como punto de impacto, pero de buenas a primeras quedó estabilizado cabeza abajo en el piso treinta. La cuerda era la encargada de mantenerlo en vilo. Estaba gracias al cielo salvado. Le palpitaba el corazón a mil por hora, la adrenalina recorría su sistema nervioso como si fuera una corriente salvaje de electricidad y su insignificancia como un simple peso pesado aplicando sobre sí mismo los efectos de la ley de la gravedad pasaron a un segundo plano. Ahora solo quedaba que alguien se fijara en su situación para auxiliarle. Pensaba pedir socorro a gritos, pero era inútil. Estaba demasiado alto, alejado del suelo. Los transeúntes, de reparar en él, sería por verle y no oírle. Recordaba que tenía el teléfono móvil bien metido en el bolsillo del pantalón. Quiso alargar el brazo para recogerlo, pero la postura en que estaba colocado su cuerpo se lo imposibilitaba.
Así quedó colgando un buen rato.
Estaba tan excitado, que ni se dio cuenta que estaba colocado cabeza abajo frente a los ventanales del abogado Ben Sturro. El tipejo era conocido por haber defendido al mafioso ucraniano Igor Brekounivili en un proceso famoso llevado por el fiscal del distrito de Nueva York. El abogado lo hizo de forma tan poco convincente que el criminal fue condenado a triple cadena perpetua.
Patrick Wicks se entretuvo viendo como Ben Sturro recibía a dos hombres jóvenes en su despacho. Nada más invitarlos a que se sentasen, estos exhibieron sendas pistolas disponible de silenciador en cada cañón. El semblante del abogado fue de horror antes de morir baleado de mala manera. El de Patrick fue de estupefacción.
Los dos asesinos no huyeron del lugar del crimen. Estuvieron un rato revisándolo todo para no dejar el menor de las pistas.
Entonces uno de ellos se fijó en la figura extravagante del limpia cristales colgando invertido en el exterior de la fachada del edificio.
Patrick se volvió histérico perdido. Hizo lo que pudo por intentar aferrarse a la cuerda con las manos y subir a pulso la misma hasta alcanzar el andamio. Era una tarea de titanes.
Los dos asesinos a sueldo de Igor Brekounivili se dejaron de sutilezas y apuntando a través de los ventanales, dispararon con la intención de eliminar al testigo.
Patrick percibía los silbidos de las balas rozándole. Finalmente una de ellas atinó con la cuerda y quiso su destino que se precipitara en diez segundos de caída vertiginosa contra el suelo.
Mientras lo hacía, la boca de Patrick estaba abierta en su máxima expresión, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

Instantes después los dos esbirros del mafioso encarcelado de por vida por la torpeza del abogado Ben Sturro abandonaban el edificio por la puerta de mantenimiento. De lejos vieron a la gente congregándose alrededor del cuerpo precipitado del limpia cristales.
Se detuvieron unos segundos.
– Buena distracción – le dijo el uno al otro. – Así tardará algo la policía en descubrir el otro cadáver.
– Tienes razón, Anatoly. La mala suerte de ese tonto nos ha venido bien.
Reanudaron su marcha a buen paso.
Ya solo quedaba informar a Igor del éxito de la misión.