Sleepy, el Zombi

Sleepy tenía una sensación de hambre algo extraña. Nunca se había imaginado que al morir uno pudiera seguir teniendo ganas de comer. No vio el túnel con la luz al fondo. Según le dijo una voz muy temperamental, le correspondía el purgatorio antes de poder llegar a recorrerlo en su totalidad. Así que allí estaba, en medio de las tumbas del cementerio del pueblo. Las tablas de la tapa de su ataúd cedieron relativamente ante el impulso de las uñas largas de sus manos, y tras un rato de escarbar en la tierra que le cubría, pudo salir al exterior y contemplar el camposanto bajo el halo lúgubre de la luna en cuarto creciente, con el cielo despejado de nubes y perlado de estrellas lejanas.
Se miró a las ropas. Estaban sucias y medio rotas.
Dentro de los zapatos tenía alguna que otra china, pero no le molestaba tanto como para tener que descalzarse.
Quiso hablar.
Al principio le costó, pero había que romper con una de las reglas de los muertos vivientes.
– Eftoy vivo – dijo, satisfecho.
El purgatorio debía de ser una segunda oportunidad de redención.
El caso era que se parecía mucho al lugar donde siempre había vivido antes de morir fulminado por un terrible cáncer de pulmón.
Definitivamente, el limbo era su propio hogar.
Echó a andar con cierto garbo, estirando las piernas como si estuviera eludiendo pisar charcos de agua estancada. Poco a poco fue abandonando el cementerio de Santa Teodora.

Bob, “El Flaco”, estaba regresando a casa animado tras una noche de juerga con sus colegas del taller de reparación de motos, cuando vio a Sleepy acercándose por el mismo lado de la acera.
– ¡Jesús, Sleepy! Eres un condenado zombie – farfulló, con el rostro acalorado por el esfuerzo de intentar echar a correr los ciento veinte kilos de su anatomía sedentaria.
– No te fayas – le llamó Sleepy. – Tengo ganas de comer algo.
A pesar de su caminar mucho más lento de cuando vivía, logró prender a su antiguo amigo por los hombros.
– ¡No! ¿Qué haces? – gimió Bob.
– Yo tener que llenar mi estómago – se sinceró Sleepy.
Sus mandíbulas se engarzaron en las blanduras de Bob.
De verdad que estaba exquisito…

Sleepy abandonó las inmediaciones del pueblo exultante de felicidad. Su panza estaba repleta. Su hambre quedó saciada. Y además consiguió la compañía de un buen amigo. Lo que quedaba de Bob, “El Flaco”, le acompañaba como compañero de aventuras.
Así si que se podía ir por la vida en su nueva condición de zombie.

Nunca pases por debajo de una escalera

Code Dumars era un hombre de cuarenta años sumamente delgado y enclenque. Era conocido en el East Side de Manchuria City como don Espagueti. O Mister Fideo. En ocasiones como Esqueleto Andante. Vamos, que el señor era tan famosillo casi al mismo nivel del alcalde. Y Code comía de manera sana sus verduritas, su pescado y su carne, amén de pasta italiana, pero no había modo de que midiendo metro setenta pudiera pesar más de cuarenta y dos kilos.
Hasta que un día se le antojó cruzar por debajo de una escalera.
Mira que se decía que realizar semejante maniobra era buscarse mala suerte a tutiplén. Pero Code estaba pensando en desvaríos tales como si seguía en los puros huesos por más tiempo, iba a morirse soltero y sin nadie que le añorara.
Así que dio los pasos necesarios para cometer imprudencia tan innecesaria.
– No debiste hacerlo – le llegó una voz aflautada detrás de su espalda huesuda.
– ¿Que no debí qué? – replicó con una interrogante.
Se dio la vuelta y se encontró con un personajillo de medio metro de estatura, tez rojiza, cola prensil y cornamenta presidiéndole el cráneo. No llevaba tridente alguno. Simplemente portaba una berenjena en la mano derecha.
– Cuando se hace lo que acabas de ejecutar al atravesar una escalera por su parte inferior, corresponde padecer una racha de pésima suerte durante doscientos cincuenta años.
– No me digas.
– Normalmente sucede eso. Lamentablemente el instrumento catalizador de los estropicios ajenos está fuera de servicio por una larga temporada, así que se recurre a los métodos de la época de Maricastaña.
– Jolines.
– Modere su vocabulario, caballero. En este caso, servidor, Gordofeo Gordinflas, demonio menor del averno de la sala 14 está capacitado para darle a usted su merecido al haber tentado los efectos supersticiosos de la escalera en cuestión.
Code miraba al diminuto diablillo con una sonrisa en los labios.
– Me está insinuando que usted se va a encargar de traerme la mala suerte a casa – dijo, fingiendo algo de pesar.
El demonio sonrió con peor talante.
– Nada de eso. Prefiero romper moldes. Voy a echarle otro tipo de maldición.
“Usted está flaco.
“Pues a partir de ahora lo quiero ver gordo.
“Sus carnes redundarán en abundancia – sentenció Gordofeo Gordinflas.
Code se llevó las manos a la barriga más que plana.
En ese mismo momento le asaltó un hambre atroz.
– Jesús. Me suenan las tripas mala cosa – se sinceró.
El diablillo señaló con la berenjena hacia una dirección.
– Tiene usted un local de comida rápida a la vuelta de esa esquina – le alertó.
– Perdone que le deje. Es que tengo mucho apetito – recalcó Code, alejándose a la carrera.
Gordofeo rió a mandíbula batiente.
No había nada como una sentencia maléfica a la antigua usanza.

Medio año más tarde del encuentro de Code Dumars con el discípulo menor de Lucifer, el caballero continuaba midiendo el metro setenta, pero había pasado de pesar cuarenta y dos kilos a ciento treinta.
Su nuevo mote…
Boeing 747,
por lo voluminoso que era.

Un artista muy querido

Esto que les cuento es una sencilla anécdota que me sucedió cuando fui a reservar una habitación en un hotel de una ciudad muy cosmopolita. Me hallaba ante el mostrador de recepción facilitando mis datos al empleado de la misma, cuando hube de interrumpirme al vislumbrar una continua llegada de damas de muy buen ver cercanas a la treintena de edad.
– Perdone mi distracción, muchacho. La presencia de estas damas es muy perturbadora – me disculpé ante el recepcionista.
Desde luego que lo era. Con lo bellas que eran todas ellas, al mismo tiempo les caracterizaba un único fallo; todas eran tuertas de un ojo porque portaban un parche muy hermoso, ora en el ojo izquierdo, ora en el ojo derecho.
Las mujeres se reunían en comandita de vez en cuando y cuchicheaban entre ellas en voz muy baja. No hacían más que mirar hacia las escaleras que llevaban a las habitaciones y observar las puertas de los ascensores.
Justo cuando estaba terminando de inscribirme, las puertas de un ascensor fueron abiertas de par en par, saliendo al exterior del vestíbulo un caballero vestido de manera muy singular. Eran vestiduras muy caras las suyas, pero igualmente extravagantes en si.
La totalidad de las mujeres parecían ser admiradoras del recién aterrizado. Dejaron de murmurar por lo bajini, elevando sus voces hasta ser gritos desaforados.
– ¡Allí está! ¡Allí! – exclamaron todas, seguido de improperios de muy mal gusto.
El hombre fue pillado por sorpresa. En su rostro quedó reflejado un terror semejante al reconocimiento de la presencia de la suegra en una visita relámpago a su casa, pillándole en paños menores con la vecinita en vez de con la hija de su madre política.
– Chicas, no, por favor – imploró alejándose de ellas, precipitándose hacia la salida.
– ¡A por él! ¡Que no escape! – chilló una de las chicas.
Y enarbolando todas ellas estacas, bates de béisbol y sacude colchones, fueron siguiendo su estela ya fuera del hotel en donde iba a alojarme tan plácidamente.
Me volví cara al recepcionista.
– Caray. Hay seguidoras muy extremas. A ese personaje tan famoso, lo quieren a morir – le dije.
– Querrá usted decir que lo que quieren es aplicarle una buena tunda – me corrigió.
Le miré muy intrigado.
– ¿Acaso conoce quién es ese pobre diablo? – pregunté con ganas.
El muchacho me sonrió de buena gana.
– Es el famoso lanzador de dardos Fabricio Colomi. Suele ejecutar el número con los ojos vendados. Y todas esas chicas debieron de ser sus ayudantes alguna vez…, hasta el instante de una desafortunada actuación.

Un robot dulce y cariñoso

El científico loco estaba orgulloso de su nueva creación. Llamó con prisas a su ayudante, un muchacho sin estudios y bastante zopenco.
– Solete, llama a la prensa. Tenemos que presentar esta obra maestra lo antes posible ante el gran público – le urgió.
– Como diga, profesor.
– Dígales que la rueda de prensa será en el pabellón deportivo de la universidad.
– Así se hará, profesor.
La hora escogida fue las cinco de la tarde. Desde el estrado del pabellón deportivo y ante tres periodistas locales, el eminente científico hizo las galas de presentar a su nueva obra.
– Señores. Ante ustedes el robot que solucionará los males del planeta. Les presento a X-300, en honor de los héroes de la batalla de las Termópilas.
Desde detrás de un biombo dispuesto en el escenario surgió una figura metalizada con forma de humanoide de casi tres metros de altura.
– X-300, te presento a una parte de la civilización humana – le dijo el profesor a su criatura robótica.
– Yo querer humanos…- dijo el robot con voz meliflua.
– Ohhh…- exclamaron los tres reporteros impresionados por la bondad del robot.
El robot alzó un dedo índice del tamaño de un espárrago de los gordos. Les hizo guardar silencio.
– No dejarme terminar la frase.
“Yo querer humanos… exterminados.
Y dicho y hecho, fulminó a los tres periodistas con el láser emitido desde los ojos. Los tres infelices quedaron hecho papilla.
El profesor se volvió cara al robot.
– Muy mal hecho, X-300. Eso tienes que reservarlo cuando te presente al presidente del gobierno. Tiene que ser una sorpresa.
– Lo siento, papá – se disculpó el engendro metalizado – Es que me lo pedía el cuerpo.

Incidente en el hipermercado

Incidente en el hipermercado
(Entrevistas del reportero a diversos testigos
de cara al telediario de las tres de la tarde)

LA AMIGA

– Usted conocía a la cajera.
– Si. Era amiga mía aparte de ser compañera de trabajo.
(gimoteo)
(sorbido de mocos)

– ¿Cómo se llamaba la chica?
– Helena del Valle, con h de hospital. Dios mío. Si solo tenía 21 años recién cumplidos el pasado mes de octubre.
– ¿Se encontraba bien? ¿No se le notaba rara últimamente?
– No…
Se corta la entrevista. La muchacha no puede continuar hablando a la cámara.

(Escena eliminada en la fase de postproducción del reportaje)

UN CLIENTE ASIDUO DEL CENTRO COMERCIAL

– Según tengo entendido, usted estaba guardando cola en la fila de la cajera.
– Así es. Me encontraba justo detrás de la señora oronda del pelo oxigenado.
– De modo que pudo verlo todo con claridad meridiana.
– Aja.
– Por favor, haga el favor de narrarnos lo que sucedió en la caja número veinticinco del Hipermercado “El Oso Bailón” a las diez y media de esta mañana.
– Verá. Yo estaba colocando unas coliflores en la zona de espera del mostrador mientras la señora situada delante de mí terminaba de pagar lo suyo. Creo que fue al tenderle la tarjeta de crédito a la cajera. Esta chica tenía muy mala pinta desde un principio. No hacía más que sudar, nos miraba de una forma un poco rara, se rascaba el brazo derecho donde llevaba puesto un gran vendaje y juraba en arameo contra todo el mundo.
– Usted afirma que lucía un tipo de vendaje muy llamativo en uno de los brazos.
– Si. En el derecho. Era un montón de vendas enrolladas de mala manera desde el codo a la muñeca. Estaban sucias de sangre fresca y olía a perro muerto. Ni que tuviera gangrena.
– Sigamos con lo que pasó con la cliente que le precedía a usted en la fila.
– Nada. Que la cajera en vez de agarrar la tarjeta de crédito le sujetó la mano y se puso a comerse los dedos de la pobre infeliz.
– Esa debió de ser una escena tremenda.
– Si. No crea lo mal que lo pasé en ese rato. Yo creía en principio que la chavala simplemente quería amputárselos, pero no fue así. Se los fue arrancando uno a uno y se los fue masticando a dos carrillos antes de tragárselos de golpe con huesos incluidos. No vea cómo se le dilató la garganta. Daba asco.
– ¿Qué pasó después de la agresión de la cajera a la cliente?
– Oh. La mujer gorda se desmayó delante de mí y casi me tira al suelo. Y la cajera abandonó su puesto detrás de la caja registradora para echar a andar a grandes zancadas por la galería comercial. Se puso a berrear como una chalada y espantó a toda la gente que andaba cerca de aquella zona del híper. Empezó a perseguir al señor de las gafas oscuras que vendía cupones de los ciegos y después debió de intervenir con éxito el equipo de seguridad del centro. Ya no vi más. La gente se colocó delante de donde yo estaba, y por más que estirara el cuello y me pusiera de puntillas no pude ver ya lo que pasaba.
– Entendido. Muchas gracias por su relato de los hechos.

(Entrevista válida)

EL VIGILANTE QUE RESULTÓ ILESO

(El vigilante muestra en principio una actitud desconfiada)
– Espero que oculten los rasgos de mi rostro. Y procure no enfocar bien los emblemas de la empresa y el número de placa. Mientras estoy de servicio no se me pueden sacar imágenes.
– No se preocupe. El cámara forzará un desenfoque con la lente. Su silueta saldrá borrosa.
– Entonces adelante con lo que usted quiera.
– Vale.
(Se comienza a grabar)
– Estamos con el único vigilante de seguridad del Hipermercado “El Oso Bailón” que no sufrió heridas de consideración durante el incidente de esta mañana con una cajera del centro.
– A Dios gracias.
(Se mira las manos)
(Suspira de alivio)

– Cuéntenos por favor la intervención que tuvieron que hacer hasta la llegada de la primera dotación de la Policía Nacional.
– Primero tengo que precisar que un compañero se ha quedado sin su preciado apéndice nasal y parte del labio superior, y al otro le faltan los dos ojos.
– Ya.
– Esa jodida (censurado) estaba mucho más que chiflada. No había forma humana de poder contenerla. Cuando llegamos a la zona alertados por el jefe de seguridad nos la encontramos sentada a horcajadas encima del pecho del vendedor de los cupones para los ciegos. En ese momento le acababa de arrancar la lengua con unos alicates sacados de no se sabía dónde.
– Increíble.
– Encima la puta (censurado) tía disfrutaba con lo que hacía. Se tragó la lengua como quien se zampa un espárrago triguero de un sólo bocado.
– Si es tan amable de describirnos el momento en que ustedes tres redujeron a la cajera problemática.
– ¿Reducirla dice? ¿No le he contado ya que la hija de su madre agredió a mis dos compañeros nada más verlos?
– ¿Y cómo es que usted fue el único del equipo en resultar ileso del todo?
– Joder. Me largué de allí cagando leches. Pero esto último bórrelo de la grabación. Si se enteran los inspectores de Seguridad Privada me quitan la placa y voy al puto paro.
– Pero ya me explicará entonces quién fue la persona que se encargó de detener los impulsos agresivos de la chica.
– Oh. Creo que fue un dependiente de la sección de bazar que empleó una motosierra.

(Algunas escenas de la entrevista serán cortadas por el realizador)

EL NOVIO DE LA CAJERA

– Buenas. Tenemos entendido que usted era el novio de la cajera.
(El chaval está conmovido)
(Con la moral por los suelos)
(Tarda un rato en contestar)

– Si.
– Me imagino que nunca esperaría este tipo de comportamiento en Helena.
– Jamás. Aunque en los últimos días sí que estaba un poco cambiada.
– ¿Se está refiriendo a que algo pasaba con Helena?
– Si. Y todo por la culpa de sus tres estúpidas amigas del híper. Se les antojó la semana pasada celebrar una sesión de ouija en casa de Helena. Desde aquella sesión se le notaba distinta.
– ¿En qué forma se le notaba diferente?
– Empezó a farfullar en lenguas desconocidas para ambos. Yo sé algo de inglés pero ella sólo hablaba el castellano. Luego me enteré por parte de un cura que algunas de las cosas que ella decía eran en latín.
“Otro día que estábamos de paseo se puso a charlar con un tío desconocido de Somalia o de Nigeria. Era de esa parte de África y estaba vendiendo discos piratas de Shakira en la avenida principal donde toda esa gente hace la venta top manta. Helena se le debió insinuar sin más en su propio idioma porque tuve que sacudirle al tipo un buen rodillazo en los huevos cuando empezó a toquetearle las tetas.
“Luego hace cosas de dos días le empezó a picar el brazo derecho. No paraba de arrascárselo con las uñas hasta ponerlo en carne viva. Por eso llevaba el vendaje. Ayer por la noche le vi la herida y tenía muy mala pinta. Ya le dije que no acudiera hoy al trabajo. Que fuera al médico a pedir la baja. Porque además empezaba a oler a carne podrida. Pero no me hizo ningún caso. Gruñó y se cenó un filete de buey poco hecho antes de irse a la cama.
– Retomemos la sesión de ouija.
– Dichoso jueguecito. El otro día tiré la tabla y la patata a la basura.
– ¿La patata?
– Si. Es que en vez de utilizar un vaso para contactar con los espíritus usaron una patata de la Granja de San Basilio.

(Entrevista válida)

EL VALEROSO DEPENDIENTE

– Con nosotros está el héroe del día. Sin cuya intervención, el caos creado por la cajera Helena del Valle pudiera haber desembocado en un lunes negro.
– Bueno. Mi compañera parecía estar dispuesta a hacer una buena escabechina.
(Es un chaval de 18 años)
(Se le nota orgulloso de su hazaña)
(Portaba la motosierra entre las manos)
(Con los dientes de sierra enrojecidos de sangre)
(De la sangre de Helena del Valle)

– ¿Usted cree que la cajera estaba enloquecida por algún tipo de droga?
– No. Yo soy amigo de Raquel, una de sus amigas. Me dijo que tuvieron una sesión de ouija y que la cosa salió no del todo bien. Se debieron llevar un susto con una entidad que contactaron.
– ¿Qué clase de entidad?
– Una cosa que dijo llamarse Freddy Muerte. Se ve que se sintió ofendido porque las chicas estaban utilizando una patata para comunicarse con él y les dijo que iba a poseer a una de ellas para que no volvieran a intentarlo en la próxima sesión con un tubérculo.
– Mejor que abandonemos el tema. Ahora cuéntanos la manera en que abordó a Helena del Valle.
– Bueno. Me enteré del tema por otra de sus amigas. Como le dije, se ve que estaba poseída por el tipejo que aborrecía la utilización de las patatas en las sesiones de la ouija. Supe lo de la cliente y lo del vendedor de la lotería para ciegos. Así que me hice con una motosierra que estaba en la exposición de jardinería del pasillo central. Cuando llegué a la galería comercial vi a uno de los vigilantes perdiendo el culo mientras los otros dos estaban retorciéndose de dolor en el suelo. También vi a Helena, que estaba loca de atar.
“Se me quedó mirando un par de segundos.
“Los suficientes para poner en marcha la motosierra y arrancarle la cabeza de cuajo.
(Enciende la motosierra)
(Enseña los dientes en una sonrisa de euforia plena)

(Entrevista válida)

EPÍLOGO FINAL DEL REPORTAJE EMITIDO EN EL TELEDIARIO DE LAS TRES

– Con la situación ya finalmente controlada y con el Hipermercado “El Oso Bailón” abierto de nuevo al público, se despide Ulises González para Antena Nueve.
“Y recuerden una cosa.
“Si deciden celebrar una sesión de ouija, nunca se les ocurra utilizar una patata.