Un robot tierno y bondadoso. (Versión final 2011).

El científico loco estaba orgulloso de su nueva creación. Llamó con prisas a su ayudante, un muchacho sin estudios básicos y bastante zopenco.
– Solete, llama a la prensa. Tenemos que presentar esta obra maestra lo antes posible ante el gran público – le urgió.
– “Komo” diga, “profezor”.
– Dígales que la rueda de prensa será en el pabellón deportivo de la universidad.
– “Azí” se hará, “profezor”.
La hora escogida fue las cinco de la tarde. Desde el estrado del pabellón deportivo y ante trece periodistas locales, el eminente científico hizo las galas de presentar a su nueva obra.
– Señores. Ante ustedes el robot que solucionará los males del planeta. Les presento a X-300, en honor de los héroes de la batalla de las Termópilas.
Desde detrás de un biombo dispuesto en el escenario surgió una figura metalizada con forma de humanoide de casi cuatro metros de altura.
– X-300, te presento a una parte de la civilización humana – le dijo el profesor a su criatura robótica.
Yo querer humanos…– dijo el robot con voz meliflua.
Ohhh…– exclamaron los trece reporteros impresionados por la bondad del robot.
El robot alzó un dedo índice del tamaño de un espárrago de los gordos. Les hizo guardar silencio.
No dejarme terminar la frase.
“ Yo querer humanos… 
” exterminados.
Dicho y hecho, fulminó a los trece periodistas con el láser purpúreo emitido desde los ojos. Los pobres infelices quedaron hecho papilla, formándose una especie de charco gelatinoso humeante en la primera fila del patio de butacas.
El profesor se volvió cara al robot, consternado y ligeramente alterado.
– ¡Muy mal hecho, X-300! Eso tienes que reservarlo cuando te presente al presidente del gobierno. Tiene que ser una sorpresa.
– Lo siento, papá – se disculpó el engendro metalizado – Es que me lo pedía el cuerpo.

Un robot dulce y cariñoso

El científico loco estaba orgulloso de su nueva creación. Llamó con prisas a su ayudante, un muchacho sin estudios y bastante zopenco.
– Solete, llama a la prensa. Tenemos que presentar esta obra maestra lo antes posible ante el gran público – le urgió.
– Como diga, profesor.
– Dígales que la rueda de prensa será en el pabellón deportivo de la universidad.
– Así se hará, profesor.
La hora escogida fue las cinco de la tarde. Desde el estrado del pabellón deportivo y ante tres periodistas locales, el eminente científico hizo las galas de presentar a su nueva obra.
– Señores. Ante ustedes el robot que solucionará los males del planeta. Les presento a X-300, en honor de los héroes de la batalla de las Termópilas.
Desde detrás de un biombo dispuesto en el escenario surgió una figura metalizada con forma de humanoide de casi tres metros de altura.
– X-300, te presento a una parte de la civilización humana – le dijo el profesor a su criatura robótica.
– Yo querer humanos…- dijo el robot con voz meliflua.
– Ohhh…- exclamaron los tres reporteros impresionados por la bondad del robot.
El robot alzó un dedo índice del tamaño de un espárrago de los gordos. Les hizo guardar silencio.
– No dejarme terminar la frase.
“Yo querer humanos… exterminados.
Y dicho y hecho, fulminó a los tres periodistas con el láser emitido desde los ojos. Los tres infelices quedaron hecho papilla.
El profesor se volvió cara al robot.
– Muy mal hecho, X-300. Eso tienes que reservarlo cuando te presente al presidente del gobierno. Tiene que ser una sorpresa.
– Lo siento, papá – se disculpó el engendro metalizado – Es que me lo pedía el cuerpo.

Los leprosos de Chernobil

El puente era metálico y estaba en un estado muy herrumbroso. Debajo del mismo el río Pripiat desplazaba sus aguas contaminadas hacia el sur. Los soldados, revestidos de trajes protectores contra el nivel extremo de radiación estaban afanándose en la colocación de explosivos blandos a la entrada del puente.
– ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Les oigo venir! – urgió el encargado al mando del grupo.
Entre espesas nieblas llegaban aullidos y sonidos guturales, sin ningún tipo de traducción posible que los hiciera pasar por algún tipo de vocabulario humano.
Los soldados que estaban cubriendo a los artificieros apuntaron hacia las tinieblas con sus Kalashnikov. Dieron rienda suelta a sus temores mediante ráfagas innecesarias de munición malgastada en blancos inciertos.
– ¡No! ¡Alto el fuego! ¡Sólo cuando estén a la vista! ¡Estamos desperdiciando balas! – ordenó el sargento Trebelsi.
En ese instante mismo las cargas terminaron de estar montadas.
– ¡Al camión! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! – los fue instando gesticulando con los brazos.
Se montaron todos y el vetusto vehículo militar fue atravesando el puente.
Al poco fueron surgiendo siluetas retorcidas y enfermizas entre la bruma.
Eran los supervivientes en la limpieza de la planta nuclear antes de la instalación del gigantesco sarcófago que aislaba el combustible diabólico del exterior.
El camión alcanzó la otra orilla.
Continuó huyendo del lugar hasta detenerse a una distancia prudencial.
Poco después los explosivos fueron detonados, destruyendo el puente y con ello la avanzada de la horda de seres mutantes deseosos de vengarse de quienes les obligaron a exponerse de manera tan temeraria ante la radiación de las instalaciones.
El sargento Treblesi se pasó el revés de la mano derecha para secarse el sudor de la frente.
Miró a sus hombres.
En sus rostros aún quedaba reflejado el temor.
– Vayamos a la zona segura. Allí celebraremos el éxito de la misión con vodka – les animó.
Al otro lado del río, entre la humareda emergente de los restos retorcidos del puente se vislumbraban con el uso de las miras de las armas las figuras dantescas de los repudiados. Sus bocas farfullaban palabras inconexas, llenas de odio en contra de los seres humanos que los habían dejado abandonados a su suerte.

Recuerdos del pasado

– Hijo mío. Te añoro tanto.
– Ya lo se, mamá.
– Espero que te estés alimentando bien.
– Procuro hacerlo.
– Ya sabes. La juventud no os cuidáis nada. Demasiada comida basura. Aperitivos salados. Bebidas gasificadas.
– Ya suelo comer ensaladas. Y la comida preparada no está nada mal. En dos minutos ya la tienes cocinada en el microondas.
– Pero no es lo mismo, Patrick. No lo compares con una buena comida casera.
– Ya. En eso te doy la razón.
“Bueno, mamá. Tengo que dejarte. He de volver al trabajo. Me queda más de media novela por escribir.
– Siempre con prisas. Eres autónomo. Puedes escribir hoy un poquito menos.
– No creo que opinen lo mismo mis editores. Te doy un beso de los grandes. En cuanto esté menos liado, te prometo dedicarte más atención, mamá.
– En fin, hijo. Es que te quiero tanto.
– Ya lo se, mamá.
– Un beso, Patrick.
– Si.
– Te echo de menos. Y más desde que no está tu padre conmigo.
Su dedo índice le dio al botón de extracción del DVD de la grabadora de la torre del ordenador. Miró la pantalla del reproductor de video. Ahora estaba negra. Dejó el disco sobre la mesa e insertó otro. El ordenador reconoció el archivo y empezó a reproducirlo directamente en la pantalla.
La miró absorto.
– ¡Hola, papá! – le saludó su hijo.
– Hola, Bobby. ¿Cómo estás, campeón?
– Yo muy bien. Mamá está preparando una tarta de arándanos.
– Vaya. Eso es señal de que te van las cosas bien en el cole, ¿verdad?
– Bueno. He aprobado todo con suficiente, más dos notables.
– No es para tirar cohetes, pero menos es nada.
– Eres muy exigente, papá.
– Ya lo sé. Los padres siempre lo somos.
– ¿Y qué tal Alaska? Debe de ser un sitio muy chulo.
– Ya lo creo.
– Dicen que hay esquimales con trineos.
– Bueno. Si que los hay, pero normalmente se trasladan ya con motos de nieve y vehículos adaptados para circular por el hielo.
– ¿Y ya pescan en el hielo?
– Alguno si. Los de mayor edad. Conservan la tradición. Los jóvenes se dedican a otras diversiones.
– Jolines. Espero ir pronto allí, papá.
– No se si a tu madre le apetecerá mucho. Ya sabes que es muy friolera.
– Sacaré mejores notas la próxima vez. Eso le convencerá para que te visitemos.
– Te quiero, Bobby.
– Y yo a ti, papá…
Detuvo el vídeo.
Eran grabaciones de las conversaciones con su familia hace diez años. Se las sabía todas de memoria. Extrajo el disco e introdujo otro. Quería hablar ahora con su mujer.
Soledad.
Llevaba diez años sumido en ella.
Desde el Gran Día en que debió de desaparecer la totalidad de sus semejantes.
Recluido en su cabaña, alejado de todo contacto con el resto del mundo.
El destino quiso que solo él se salvase.
Dejándole como recuerdos las cintas del pasado.
Situó el puntero del ratón sobre el botón de reproducir.
El rostro de su bella mujer le saludó desde la pantalla plana del ordenador.
– ¡Patrick! No me lo puedo creer. Por fin llamas.
– Perdona la tardanza, Raquel. He estado muy ocupado con la preparación del libro…